El guante es un atuendo muy antiguo. Fue encontrado en la tumba del joven faraón egipcio Tutankhamun, quien reinó desde 1361 hasta 1352 antes de nuestra era. Los pueblos nórdicos de Europa lo usaron para proteger las manos del frío. Los confeccionaban de piel de animales. La propia palabra viene del sueco wante y este del latín wantus. En algunas ceremonias litúrgicas del catolicismo europeo, allá por el siglo VII, los sacerdotes solían usar guantes. En la Edad Media el guante se convirtió en un distintivo de elegancia y desempeñó un papel muy importante en la vida caballeresca.
Hay varias leyendas en torno al guante.
Una de ellas, recogida y recordada por varios literatos, se originó en España en tiempo de los reyes católicos. Su protagonista fue don Manuel de León. El propio Cervantes, en el episodio de los leones, llama a don Quijote “segundo y nuevo don Manuel de León que fue honra y gloria de los españoles caballeros”. La leyenda cuenta que, con el propósito de probar el amor de su pretendiente, una dama dejó caer en aparente descuido su guante en la jaula de los leones, ante la mirada de los caballeros y damas presentes. En osada acción, don Manuel de León recogió el guante y, al entregarlo a su dueña, le dio un bofetón en el rostro para que “otro día, por un guante desastrado, no pongáis en riesgo de honra a tanto buen fijodalgo”. La dama, vencida, le ofreció su mano por su valentía.
Probablemente este es el antecedente de la práctica de “arrojar el guante” como señal de desafío y la de “recoger el guante” como aceptación del reto, entre los hidalgos y caballeros de pasadas épocas.
A semejanza de don Manuel de León, que asumió el desafío amatorio de su dama dentro de la jaula de los leones, los caballeros posteriores acostumbraron lanzar el guante como signo de desafío y recogerlo como señal de aceptación, ceremonia usual en el mundo caballeresco de aquellos tiempos.
Este era el ritual de los >duelos. El retador arrojaba el guante para plantear el desafío, generalmente por razones de honor, y el retado lo recogía en señal de aceptación. Planteada así la situación, la ceremonia del duelo tenía lugar de acuerdo con las reglas del código de honor que regía estos lances.
Entre los numerosos libros que se han escrito sobre el tema se destacan el “Ensayo sobre el Duelo” (1836) que escribió en Francia el conde de Chateauvillard y “Lances de Caballeros” (1900) del Marqués de Cabriñana en España, que contienen las normas de honor sobre las personas que pueden batirse, las ofensas por las que han de hacerlo, la intervención de los padrinos y los testigos, la elección de las armas y las demás formalidades de los lances de honor.
La práctica de antaño ha desaparecido pero ha sobrevivido la frase “arrojar el guante” para significar desafío a combate y también la de “recoger el guante” como signo de asunción del reto.