Es la tendencia de los gobiernos a gastar desproporcionadas cantidades de dinero en la adquisición de armas y, en general, en propósitos militares, con menoscabo de las inversiones para el desarrollo.
Con esta palabra, que no está en el Diccionario de la Real Academia, se designa la tendencia a incrementar desproporcionadamente la cantidad de armas y otros instrumentos de guerra en un Estado.
A mediados del siglo XIX los políticos y periodistas británicos comenzaron a utilizar la expresión arms race para referirse a la onerosa carrera de adquisición de barcos y armamentos promovida en esa época por las flotas navales de Inglaterra y Francia para conquistar la hegemonía de los mares. Carrera que se inició con la construcción por Francia entre 1859 y 1860 del para entonces gigantesco buque de acero La Gloire, seguido de dieciséis más. Lo cual dio comienzo en los otros países europeos a una desaforada competencia por adquirir los barcos de guerra más grandes, potentes y modernos.
Algunos gobernantes europeos tomaron conciencia de que los crecientes gastos en armamento conducirían con el tiempo a quiebras nacionales y a la guerra e intentaron promover el desarme mundial en las conferencias de La Haya de 1899 y de 1907. Pero todo esfuerzo resultó vano y más pudieron las rivalidades y la irracionalidad en la conducción de la política internacional.
Aunque las carreras armamentistas no responden a un modelo único, lo esencial en ellas es la cerrada competencia entre los países para tratar de acumular la mayor cantidad de armamento, de la mejor tecnología disponible, en el menor tiempo posible. El pretexto de siempre es “restaurar el equilibrio militar” entre los países, pero el objetivo evidente es asegurar la supremacía bélica.
La relación entre armamentismo y >guerra ha sido objeto de estudio por los grandes investigadores de estos temas —Lewis Richardson, entre otros— pero sus conclusiones no han sido unívocas. Algunas guerras demuestran una inocultable vinculación entre ellos pero otras —como la guerra de Vietnam, por ejemplo— no fueron precedidas por carreras armamentistas. No obstante, está bien claro que las competencias de armamentos, al exacerbar el ánimo de hostilidad de los gobernantes y aun de los pueblos y predisponerlos para el conflicto, aumentan las probabilidades de guerra.
Durante la nueva paz armada que precedió a la Segunda Guerra Mundial y después de ésta, a lo largo de todo el período conocido como >guerra fría, la industria militar cobró un gran auge en los países desarrollados, la venta de armas fue uno de los grandes negocios del mundo y todos los países se comprometieron en una desenfrenada carrera armamentista: los grandes, por su posición beligerante en la confrontación Este-Oeste, y los pequeños, para hacer frente a controversias territoriales menores o como imitación de los países centrales. Lo cierto es que se dio la más desaforada y absurda >escalada armamentista, que llevó a los países pobres y ricos a dilapidar lo mejor de los recursos financieros y humanos en operaciones militares totalmente infecundas.
En su informe anual sobre el balance militar mundial, el International Institute for Strategic Studies (IISS) —fundado en 1958, con sede en Londres— sostuvo, con base en la investigación de 171 países, que al entrar el año 2014 los Estados Unidos se mantenían con mucha diferencia como la primera potencia militar del mundo —con un presupuesto de defensa de 600.400 millones de dólares—, seguidos por China (112.200 millones), Rusia (68.200 millones), Arabia Saudita (59.600 millones), Reino Unido (57.000 millones), Francia (52.400), Japón (51.000), Alemania (44.200), India (36.300) y Brasil (34.700).
El IISS investiga año por año la potencia armada, organización militar, capacidad táctica y estratégica, número de efectivos militares y su grado de eficiencia y preparación, avance científico y tecnológico y dominio cibernético de las fuerzas armadas de los países alrededor del mundo, así como su estabilidad política, capacidad económica, estructura demográfica, desarrollo de las políticas de seguridad y toda una amplia gama de factores vinculados con la defensa nacional de los países para medirlos y catalogarlos en su anual balance militar mundial.
A finales de la primera década de presente siglo los principales proveedores de armas a los países del >tercer mundo eran Rusia y Estados Unidos —en ese orden—, no obstantes sus prédicas de >paz. La industria de esos países tiene todavía como elemento central la fabricación de armamentos. Es el llamado complejo industrial-militar. En el caso de Rusia las cosas son aun más graves porque, después de la disolución de su imperio, trata de colocar sus excedentes de armamento en los países periféricos. Yo diría que, paradójicamente, los cinco Estados que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad aparecen, según datos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en los primeros lugares como proveedores de armamento convencional, en este orden: la Federación Rusa, Estados Unidos, Francia, China e Inglaterra. Esto resulta incomprensible desde el punto de vista ético. Los cinco primeros responsables del mantenimiento de la paz en el mundo son, al propio tiempo, los cinco más grandes traficantes de armas. En conjunto ellos venden el 86% del armamento convencional que se negocia en el mundo. Y sus principales compradores son los países más pobres del planeta y con la mayor cuota de necesidades sociales insatisfechas, como India, Afganistán y Pakistán.
Si los países del mundo subdesarrollado congelaran sus gastos militares al volumen de 1990, ahorrarían durante un decenio una suma superior a los cien mil millones de dólares que los podrían emplear en las demandas del >desarrollo humano, económico y social. Esto podría significar, según cálculos hechos en 1993 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la posibilidad de alcanzar en ellos la alfabetización universal, la atención primaria de la salud y el suministro de agua potable para toda la población.
Registros del pasado reciente demuestran que durante 1992 la India pidió a Rusia 20 aviones caza MIG-29 a un precio que pudiera haber bastado para impartir enseñanza básica a los 15 millones de niñas que no podían asistir a la escuela.
Con el dinero que en ese mismo año China pagó a Rusia por la compra de 26 aviones de combate pudo haber suministrado agua potable por un año a 140 millones de personas que carecían de ella.
El precio en el cual Irán adquirió en Rusia dos submarinos podía haber alcanzado para financiar varias veces el costo de los medicamentos esenciales para toda su población, cuyo 13% carecía de atención a la salud.
La República de Corea —Corea del Sur— contrató con Estados Unidos 28 misiles por una suma de dinero con la que hubiera podido vacunar a los 120.000 niños que estaban al margen de la inmunización y abastecer de agua potable durante tres años a los 3,5 millones de personas que carecían de este servicio.
Malasia compró a Inglaterra dos buques de guerra por una suma equivalente a la necesaria para sufragar el suministro de agua potable durante veinticinco años a favor de los cinco millones de habitantes que no la tenían.
Nigeria adquirió del Reino Unido 80 tanques con cuyo precio pudo vacunar a dos millones de niños y suministrar servicios de planificación de la familia a 17 millones de parejas.
Con el dinero con que pagó a Francia la compra de 40 aviones de combate mirage 2000-E y 3 tripartite, Pakistán pudo dotar de agua potable, durante dos años, a 55 millones de habitantes que carecían de este servicio, suministrar medicamentos básicos a 13 millones de personas e impartir enseñanza básica a los 12 millones de niños que no asistían a la escuela primaria.
Este es el “balance” social de los gastos armamentistas.
El problema, sin embargo, es más complicado. Los cuarenta y cuatro años de guerra fría absorbieron incalculables sumas de recursos financieros en armas y en dispendios militares. Esas sumas fueron sustraídas a las necesidades del desarrollo. Con la terminación del conflicto Este-Oeste los gastos militares del primer mundo han empezado a decrecer por primera vez desde la última guerra mundial. Entre 1987 y 1990 bajaron en 240 mil millones de dólares, cantidad que ciertamente no es muy significativa en relación al gasto total pero que marca una tendencia que puede llegar a ser importante. Los tratados START I y START II de reducción de armas estratégicas, celebrados entre Estados Unidos y Rusia, han aportado a los propósitos del desarme con la disminución de las cabezas nucleares de sus arsenales —de 24.000 a fines de los años 80 del pasado siglo a 7.000 en el año 2003— mediante un proceso gradual e ininterrumpido de desmantelamiento de armas estratégicas. Concomitantemente se han desmovilizado más de dos millones de efectivos militares en los países industriales desde 1990 a 1993.
El nuevo Start celebrado en Praga por Estados Unidos y Rusia el 7 de abril del 2010 —aprobado por el Senado estadounidense el 22 de diciembre del 2010 y por las dos cámaras del parlamento ruso el 25 y 26 de enero del 2011— entró en vigencia el 5 de febrero de ese año y dispuso la eliminación en los siguientes siete años del 30% de sus respectivos arsenales estratégicos, la reducción a 1.550 del número máximo de cabezas nucleares en cada país y la limitación a 800 de los vectores de armas nucleares en tierra, mar o aire.
Durante su visita al Kremlin el presidente de Estados Unidos Bill Clinton suscribió con el presidente ruso Boris Yeltsin, el 14 de enero de 1994, la “Declaración de Moscú” en virtud de la cual los misiles nucleares de ambos países dejaron de apuntarse mutuamente. En el curso de esa visita el presidente americano tomó asiento en la tribuna del hemiciclo del que fue el Soviet Supremo de la URSS —en cuyo escenario la hoz y el martillo han sido remplazados por un gran reloj de pared— y escuchó allí al presidente ruso decir que su país, algún día, ingresará a la OTAN conjuntamente con los demás países europeo-orientales.
Y en la cumbre celebrada en Washington del 13 al 16 de noviembre del 2001 los jefes de Estado George W. Bush y Vladimir Putin llegaron a un importante acuerdo para disminuir los arsenales nucleares. En ese momento los Estados Unidos tenían 7.013 ojivas para misiles: 2.079 en tierra, 3.616 en el mar y 1.318 a bordo de aviones bombarderos; y Rusia poseía 4.858 ojivas: 3.364 en tierra, 1.868 en el mar y 626 a bordo de bombarderos. En el curso de su reunión los presidentes acordaron un programa de reducción a cumplirse a lo largo de diez años, que llevará a Estados Unidos a bajar su arsenal a 2.200 ojivas nucleares y a Rusia a 2.000, sin romper el equilibrio estratégico. Pero en cambio no lograron un acuerdo en torno al proyecto norteamericano de levantar ciertas limitaciones del tratado ABM y organizar un sistema de escudos nucleares antbalísticos situados en el espacio.
El presidente Barack Obama de Estados Unidos, en su visita a Moscú el 6 de julio del 2009, acordó con el presidente Dimitri Medvedev de Rusia reducir en un tercio sus respectivos arsenales nucleares, es decir, entre 1.500 y 1.650 ojivas nucleares y entre 500 y 1.100 vectores —misiles intercontinentales, submarinos y bombarderos estratégicos— en el curso de los siguientes siete años. En ese momento, Estados Unidos y Rusia poseían alrededor del noventa por ciento de las bombas atómicas del mundo.
Se han dado los primeros pero importantes pasos en el largo camino del desarme y de la paz internacional.
Un grave retroceso, sin embargo, fue el anuncio de la reanudación de las pruebas nucleares por Francia en el Atolón de Mururoa del océano Pacífico, hecha por el presidente Jacques Chirac en junio de 1995. Este anuncio, que fue la primera gran demostración de la Derecha en el poder de Francia después de más de una década de gobierno socialista, levantó la protesta universal.
Otro retroceso fue la declaración del presidente Dimitri Medvedev de Rusia, el 7 de marzo del 2009, de su propósito de modernizar el arsenal nuclear de su país para hacer frente al “expansionismo” de la OTAN, y, simultáneamente, la información de los jefes militares rusos sobre la instalación del misil tipo RS-24, con cabezas atómicas, que entraría en servicio a finales de ese año tras el vencimiento de los tratados START celebrados con Estados Unidos para la reducción de armas estratégicas.
En esos mismos días, el gobierno de Pekín anunció el aumento del 14,9% en su presupuesto militar, aunque el portavoz del Congreso del Pueblo, Li Zhaoxing, dijo que eso “no es una amenaza para otros países”.
En el mundo subdesarrollado hubo dos países seriamente empeñados en desarrollar armas nucleares desde finales del siglo XX: la República Popular Democrática de Corea —Corea del Norte—, bajo el gobierno autocrático de Kim Jong-il; e Irán, regimentado por el fundamentalista islámico Mahmud Ahmadinejad.
Los dos países denunciaron el Tratado sobre la no proliferación de armas nucleares al que se habían adherido, no obstante lo cual alegaron que la reanudación de sus programas nucleares tenía finalidades energéticas y no militares. Las evidencias registradas por el Organismo de Energía Atómica, sin embargo, decían otra cosa. El gobierno de Pyongyang, además, declaró nulo y abandonó a comienzos de mayo del 2003 el tratado que suscribió con el gobierno de Corea del Sur en 1992 para mantener la península coreana libre de armas nucleares.
El tirano de Corea del Norte anunció el 12 de diciembre de 2002 la reanudación de su programa nuclear y el reinicio de la actividad de sus instalaciones y centros de procesamiento de uranio enriquecido y de extracción de plutonio, paralizados desde 1994 en virtud del acuerdo suscrito en ese año con Estados Unidos para proveer al gobierno de Pyongyang de petróleo a cambio del congelamiento sus programas nucleares.
En ese momento Corea del Norte tenía, según las informaciones de inteligencia norteamericanas, dos bombas atómicas construidas con plutonio antes de 1994, y poseía cuatro reactores atómicos y tres fábricas de combustibles nucleares diseminados en su territorio, que quedaron desactivados.
La decisión del gobierno norcoreano implicó el retiro de las cámaras, los precintos y los monitores instalados por las Naciones Unidas en las instalaciones nucleares, la desconexión de todos los mecanismos de supervisión internacional y la expulsión de los inspectores del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de las Naciones Unidas, con sede en Viena.
Lo cual generó una crisis internacional, al estilo de las de la guerra fría, puesto que “nadie quiere que Corea del Norte fabrique bombas y las venda al mejor postor porque no tiene qué comer durante el próximo invierno”, según dijo el presidente George W. Bush de Estados Unidos.
En febrero del 2005 la República Popular Democrática de Corea reconoció, por primera vez, que contaba con armas nucleares para “autodefensa” y anunció su retiro “por un período de tiempo indefinido” del Tratado sobre la no proliferación de armas nucleares. En ese momento el jefe de Estado norteamericano respondió que iba a tratar de arreglar el conflicto “por la vía pacífica y diplomática” mientras que la Unión Europea y Rusia condenaron firmemente el anuncio coreano. Cuatro meses después el viceministro norcoreano de relaciones exteriores, Kim Gye-gwan, expresó a la cadena televisiva ABC que su país construye más bombas atómicas, que es capaz de instalar ojivas nucleares en sus cohetes y que sus científicos “tienen conocimientos comparables a los científicos de otros países”.
Y en sus demenciales sueños por hacer de su país una “potencia nuclear”, Kim Jong-il realizó el 9 de octubre del 2006, desoyendo las protestas de la comunidad internacional, una prueba nuclear subterránea de medio kilotón de potencia. El kilotón es la unidad de poder destructivo de un explosivo, que equivale a mil toneladas de TNT. Inmediatamente cundió una onda de alarma en la comunidad internacional. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó por el voto unánime de sus quince miembros una resolución en la que establecía una serie de sanciones comerciales, bloqueos y embargos contra Corea del Norte, resolución que fue considerada una “declaración de guerra” por el gobierno norcoreano.
A fines de ese mes, cuando los Estados Unidos presumiblemente preparaban una intervención “quirúrgica” contra las instalaciones nucleares de Corea del Norte para extirpar una amenaza atómica que les resultaba intolerable, el gobierno chino envió a Pyongyang a su máximo funcionario de seguridad nacional, Tang Jiaxuan, quien intentó neutralizar toda nueva prueba nuclear norcoreana.
Sin embargo, y a pesar de todas las advertencias de la comunidad internacional y en violación de la Resolución 1718 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el 25 de mayo del 2009 Corea del Norte hizo su segunda prueba nuclear subterránea en el noreste del país. Las autoridades de Corea del Sur detectaron actividad sísmica en esa zona, que correspondía a un artefacto atómico más potente que el anterior. Hubo una nueva y gran protesta de la comunidad internacional. El Consejo de Seguridad impuso a Pyongyang las sanciones más severas tomadas hasta ese momento para evitar que prosiguiera con su programa nuclear. Pero el impredecible y peligroso gobierno norcoreano argumentó que trataba de fortalecer la capacidad de disuasión de su país ante un eventual ataque o invasión de la potencia norteamericana y sus aliados.
Los acontecimientos del 2009 demostraron que Estados Unidos y China seguían favoreciendo la solución tradicional, pacífica y negociada del problema nuclear.
A pesar de las advertencias de la comunidad internacional, Corea del Norte realizó el 12 de febrero 2013 la tercera y más potente prueba nuclear subterránea de su historia. Pyongyang explicó que, en respuesta a “la hostilidad” de Estados Unidos, había detonado “con éxito” un dispositivo atómico “miniaturizado”. El ensayo produjo la inmediata condena de Seúl, Washington, Londres, Tokio y Moscú. China también expresó su oposición al ensayo pero pidió una respuesta tranquila a todos los países. Washington aseguró que el objetivo norcoreano era diseñar un misil balístico intercontinental capaz de transportar una cabeza nuclear, aunque Pyongyang estaba aún lejos de contar con uno que pudiera alcanzar territorio norteamericano. Ban Ki-moon, Secretario General de las Naciones Unidas, afirmó que se trataba de una “clara y grave violación de las resoluciones del Consejo de Seguridad”.
Japón —que rompió sus relaciones diplomáticas con Corea del Norte desde el 2006, en que hizo su primer ensayo nuclear— aplicó un embargo comercial completo al régimen de Kim Jong-un, negó visas a los norcoreanos y prohibió las transferencias financieras a su vecino asiático.
El presidente Barack Obama reafirmó el compromiso inquebrantable de Estados Unidos de proteger a Japón, incluso con un “paraguas nuclear”.
De otro lado, el gobierno iraní reinició en el 2005 su programa nuclear, que había sido paralizado años atrás por el Organismo Internacional de Energía Atómica. En abril del 2006 Mahmud Ahmadinejad anunció que, bajo la bendición de Alá, sus técnicos habían logrado “un primer éxito” en el enriquecimiento de uranio en la planta de Natanz. Como era lógico, esto produjo una onda de alarma y preocupación en Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia, China, India, Israel y otros muchos Estados, que no estaban dispuestos a aceptar que un país políticamente tan inestable y regido por el integrismo islámico construyera armas atómicas.
En general, la opinión pública mundial se planteaba la cuestión de si habría seguridad en el mundo con un tirano caprichoso y cruel como Kim Jong-il —quien en noviembre de 1987, bajo el gobierno dictatorial de su padre, ordenó la voladura de un avión comercial de la compañía surcoreana KAL en pleno vuelo con 115 pasajeros a bordo— en posesión de armas atómicas. Y si la habría con un ayatolá fundamentalista, fanático y violento, como Mahmud Ahmadinejad, presidente de Irán, con acceso al poder nuclear. Y si el mundo estaría dispuesto a soportar la amenaza de la proliferación de armas de destrucción masiva.
El periodista y escritor norteamericano Thomas Friedman, en un artículo publicado en “The New York Times” a mediados de octubre del 2006, sostuvo que el ensayo nuclear subterráneo de Corea del Norte dio término a la era de la >postguerra fría y abrió una nueva etapa histórica muy problemática, caracterizada por tres elementos potencialmente explosivos: Asia con armas nucleares, Oriente Medio con acceso a tecnología nuclear y desintegración de Irak en el corazón del mundo árabe. La nueva etapa, según Friedman, se definirá por el desarrollo de armas nucleares en Japón, Taiwán y Corea del Sur, en Asia; y también en los países del Oriente Medio gobernados por los árabes sunitas —Arabia Saudita, Egipto y probablemente Siria—, después de que los chiitas iraníes hayan desarrollado la bomba atómica. La interacción de todos estos acontecimientos producirá un mundo terriblemente volátil. Y la única forma de evitar que esto ocurra, dijo Friedman, era que China y Rusia comprendieran que el mundo posterior a la postguerra fría pudiera ser una amenaza mucho mayor para su prosperidad que el actual predominio de Estados Unidos y, por tanto, juntaran esfuerzos para evitar las aventuras nucleares de Corea del Norte e Irán, que llevarán a la proliferación de armas de destrucción masiva en Asia y el Oriente Medio. Sostuvo el periodista norteamericano que únicamente China estaba en posibilidad de presionar al gobierno norcoreano de Kim Jong-il para que desmantelara su programa nuclear bajo la amenaza de suspender su abastecimiento de energía y alimentos —en ese momento le entregaba once mil barriles de petróleo por día, que representaban el 70% del abastecimiento energético norcoreano— y que solamente China y Rusia juntas habrían podido conminar a los ayatolás iraníes a que desistieran de su carrera nuclear bajo la amenaza de sumarse a las sanciones impuestas a Teherán por la comunidad internacional. Acción que, por cierto, habría debido estar acompañada por la decisión del gobierno norteamericano de renunciar a su objetivo de cambiar el régimen político de Irán y resignarse simplemente a que éste cambiara de conducta.
Tal como había previsto Thomas Friedman, el 13 de febrero del 2007, después muchas horas de conversaciones, negociadores chinos, japoneses, surcoreanos, norteamericanos y rusos, reunidos en Pekín, llegaron a un acuerdo con los representantes del gobierno de Pyongyang para que Corea del Norte cerrara el reactor de Yongbyon, desmantelara su arsenal nuclear y renunciara a la fabricación de armas de destrucción masiva a cambio del levantamiento de las sanciones financieras que se le habían impuesto y el suministro de hasta un millón de toneladas de petróleo para aliviar su aguda crisis energética. El acuerdo, sin embargo, estuvo rodeado del escepticismo del gobierno chino en cuanto a la decisión norcoreana de ir hacia la desnuclearización y del disgusto de los “halcones” del gobierno norteamericano, ligados con el vicepresidente Richard Cheney, partidarios de la línea dura, que hablaron de un “mal acuerdo”.
En cuanto a Irán, las cosas se modificaron con el cambio de gobierno. Mahmud Ahmadineyad perdió las elecciones del 14 de junio del 2013 y fue sustituido en la presidencia iraní en agosto de ese año por el islamista moderado Hasan Rohani. Lo cual posibilitó la baja de las tensiones con Occidente y la modificación del programa nuclear iraní. En la búsqueda del desarme de Irán, los negociadores occidentales —Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia, China y Alemania—, después de un año y medio de negociaciones sobre el problema nuclear, alcanzaron el 2 de abril del 2015 en la ciudad de Lausana, Suiza, un acuerdo preliminar de principios con el gobierno iraní sobre la cuestión nuclear, que abría la posibilidad de negociar en los siguientes dos meses un texto definitivo sobre el programa nuclear iraní que contemplaba un control escalonado sobre las actividades atómicas a lo largo de los próximos diez a veinticinco años, para lo cual el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con sede en Viena, tenía acceso sin previo aviso a las instalaciones atómicas iraníes. Todo esto a cambio de la supresión de las sanciones nucleares impuestas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la disminución de las represalias económicas, financieras y energéticas que las potencias de Occidente habían impuesto a Irán por sus gestiones atómicas con efectos asfixiantes sobre su economía. El levantamiento de esas sanciones dependía de los informes que la OIEA presentara acerca del cumplimiento de los compromisos asumidos por Irán. Bien entendido que si el Estado islámico las incumpliera, las sanciones volverían a entrar en vigor automáticamente.
En cuanto a Irán, las cosas se modificaron con el cambio de gobierno. Mahmud Ahmadineyad perdió las elecciones del 14 de junio del 2013 y fue sustituido en la presidencia iraní en agosto de ese año por el islamista moderado Hasan Rohani. Lo cual posibilitó la baja de las tensiones con Occidente y la modificación del programa nuclear iraní. En la búsqueda del desarme de Irán, los negociadores occidentales —Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia, China y Alemania—, después de un año y medio de negociaciones sobre el problema nuclear, alcanzaron el 2 de abril del 2015 en la ciudad de Lausana, Suiza, un acuerdo preliminar de principios con el gobierno iraní sobre la cuestión nuclear, que abría la posibilidad de negociar en los siguientes dos meses un texto definitivo sobre el programa nuclear iraní que contemplaba un control escalonado sobre las actividades atómicas a lo largo de los próximos diez a veinticinco años, para lo cual el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con sede en Viena, tenía acceso sin previo aviso a las instalaciones atómicas iraníes. Todo esto a cambio de la supresión de las sanciones nucleares impuestas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y la disminución de las represalias económicas, financieras y energéticas que las potencias de Occidente habían impuesto a Irán por sus gestiones atómicas con efectos asfixiantes sobre su economía. El levantamiento de esas sanciones dependía de los informes que la OIEA presentara acerca del cumplimiento de los compromisos asumidos por Irán. Bien entendido que si el Estado islámico las incumpliera, las sanciones volverían a entrar en vigor automáticamente. El objetivo de tales negociaciones fue evitar que Irán fabricara armas atómicas, amenazara a sus vecinos —especialmente a Israel, del que el anterior presidente iraní anunció que sería “borrado del mapa— y desestabilizara la región.
Irán no dejaba de enriquecer uranio pero lo hacía con fines pacíficos, disminuiría el número de sus centrifugadoras, se sometería a la intensa vigilancia internacional y orientaría su programa nuclear hacia fines pacíficos.
Obama aseguró que el eventual acuerdo bloqueará el acceso de Irán hacia la fabricación de armas nucleares. Afirmó que el país persa “ha accedido a la mayor cantidad de inspecciones y transparencia jamás negociadas por cualquier programa nuclear” y sostuvo que “este acuerdo no estaba basado en confianza, sino en verificación sin precedentes”.
Sin embargo, en un acto inusual, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu fue recibido el 3 de marzo del 2015 en el seno del Congreso de Estados Unidos —de mayoría republicana—, a espaldas de la Casa Blanca, para impugnar las negociaciones que en ese momento se realizaban en Lausana entre el gobierno de Barack Obama e Irán acerca del programa nuclear iraní.
En su discurso ante los legisladores norteamericanos —con un inglés impecable— Netanyahu afirmó que ese tan complicado acuerdo en torno a la cuestión nuclear pondrá en pie la infraestructura de Irán para fabricar bombas atómicas y dejará a Israel, el Oriente Medio y el mundo bajo la amenaza de una “pesadilla nuclear”. Agregó que si los planes de Obama prosperaran el mundo tendrá que afrontar en los próximos años “un Irán más peligroso, un Oriente Próximo lleno de bombas nucleares y una cuenta atrás hacia una pesadilla nuclear potencial”.
El argumento central de Netanyahu fue que, aunque el acuerdo congelase el programa nuclear, a Irán le bastaría un año o menos para reactivarlo en la producción de armas nucleares. “Es por esto que es un acuerdo tan malo —afirmó Netanyahu ante el Congreso— porque no bloquea el camino de Irán hacia la bomba” sino que “allana el camino para que Irán consiga la bomba”, lo cual atentará contra los equilibrios del Oriente Medio.
Cerca de cincuenta parlamentarios del Partido Demócrata abandonaron la sesión en señal de protesta por la presencia y palabras del primer ministro israelí, que sin duda tendieron a socavar la autoridad del presidente estadounidense en las negociaciones nucleares con Irán, en las que participaban, en estrecha alianza internacional, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China —cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas— más Alemania.
Pero el presidente norteamericano aclaró que “el acuerdo no ha sido firmado” y que sólo es un principio de entendimiento. Y, en respuesta a las palabras del primer ministro israelí, dijo que “si Netanyahu busca la forma más efectiva de que Irán no tenga un arma nuclear, esta es la mejor opción”.
Y agregó, primero, que Irán no podrá desarrollar una bomba de plutonio porque no podrá generar plutonio del grado suficiente para fabricarla, y, segundo, que el acuerdo bloquea el camino a una bomba con uranio enriquecido.
Argumentó que Irán, por su lado, “accedió a reducir el número de sus centrifugadoras de uranio en dos tercios, de modo que no podrá acumular los materiales necesarios para construir un arma. Si Irán hace trampa, lo sabremos. Si vemos algo sospechoso, lo investigaremos. A cambio de las acciones de Irán, la comunidad internacional ha accedido a aliviar ciertas sanciones”, detalló el presidente norteamericano.
Por su parte, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Rusia saludó el acuerdo preliminar llamado a tener “un impacto positivo en la situación de seguridad global en Medio Oriente”.
En el conflicto que se armó entre los jefes de gobierno norteamericano e israelí, Obama manifestó que el primer ministro judío “no ha ofrecido alternativas viables” y Nacvy Pelosi, líder la la minoría demócrata en la Cámara de Representantes, apuntó que el discurso de Netanyahu fue “un insulto a la inteligencia de Estados Unidos”.
Obviamente las palabras de Netanyahu produjeron tensiones en las cálidas y amistosas relaciones tradicionales entre los dos países y dividieron a los dos partidos políticos norteamericanos en torno al tema.
Pocos días después —el 17 de marzo de ese año— Netanyahu y su partido Likud volvieron a triunfar sobre el Campo Sionista —una alianza de centro-izquierda formada en torno al Partido Laborista— en las elecciones parlamentarias de Israel y el líder ultraderechista asumió la jefatura del gobierno para un cuarto período de gestión gubernativa.
En lo que a América Latina y el Caribe se refiere, una injustificable y condenable carrera armamentista se dio durante la primera década de este siglo, en plena postguerra fría. El presidente Alan García de Perú hizo pública en septiembre del 2009 una espeluznante denuncia sobre el dispendio de gigantescas cantidades de dinero en armas por varios países de la región. Afirmó que, durante los últimos cinco años, Latinoamérica había gastado 176.000 millones de dólares en compras de armas —cuyos principales proveedores fueron Rusia y Estados Unidos, no obstantes sus prédicas de paz— y que en los siguientes cinco años se proponía despilfarrar 235.000 millones adicionales en repotenciar sus fuerzas armadas y adquirir nuevo armamento. Esto ocurría en momentos en que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) denunciaron que, a consecuencia de la crisis global de esos años, la hambruna en el planeta había alcanzado en el año 2009 el nivel más alto de la historia, con más de mil millones de personas afectadas gravemente por la escasez de alimentos, de las cuales 53 millones pertenecían a la región latinoamericana y caribeña. La grotesca ironía era que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas —órgano encargado del mantenimiento de la paz y seguridad en el mundo— fueron los principales vendedores de aquellas armas, en este orden: Rusia, Estados Unidos, Francia, China e Inglaterra.
En el 2012 Rusia exportó un gigantesco volumen de armas y equipos militares por una cifra superior a los 14.000 millones de dólares, según anunció públicamente a mediados de diciembre de ese año el presidente Vladimir Putin. “Estamos alcanzando un nivel de récord en exportación de productos militares”, dijo, al tiempo que su gobierno firmaba nuevos contratos para suministro de armamento al extranjero por valor de más de 15.000 millones de dólares. Satisfecho por el crecimiento del sector, el jefe del Kremlin destacó que la exportación de productos militares rusos estaba “viento en popa”.
Por esos años la venta de armas era una de las ramas más prósperas de la industria rusa. El presidente Putin declaró que las exportaciones de armas de su país crecieron el 12% en el año 2012. Rusia se situó así en segundo lugar, detrás de Estados Unidos, en el mercado armamentístico global. “Podemos afirmar con toda seguridad —dijo— que la Federación Rusa es uno de los líderes indiscutibles en el sector de las armas y la venta de equipos especiales. Nos corresponde más de la cuarta parte del mercado mundial. Cerca está sólo Estados Unidos y no con mucha ventaja”. Agregó que su país exportaba aviones, helicópteros, unidades de defensa antiaérea, equipos militares y armas a 66 países. Sus principales compradores eran India, China, Birmania, Vietnam, Venezuela, Nicaragua, República Checa, Malí, Singapur, Siria y otros países del Oriente Medio.
Según el informe sobre transferencias internacionales de armamento en el 2012 publicado por el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo —Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), fundado en la capital sueca en 1966—, China (con el 5% de las exportaciones globales de armas), se convirtió en ese año en el quinto mayor vendedor de armas convencionales en el mundo, desplazando de ese lugar al Reino Unido, antecedida por Estados Unidos (30%), Rusia (26%), Alemania (7%) y Francia (6%).
En ese año entró en funcionamiento el primer portaaviones construido en China —el Liaoning—, en momentos en que habían aumentado las tensiones por las disputas territoriales en los mares del este y del sur de China.
La República Popular de China estuvo también en aquel año entre los cinco primeros países importadores de armas convencionales, que eran todos asiáticos: India (con el 12% de las importaciones globales), China (6%), Pakistán (5%), Corea del Sur (5%) y Singapur (4%).
Por esos años, en el orden de las ganancias, el sucio tráfico de las armas era el primer gran negocio del mundo, después del cual seguían el narcotráfico y el petróleo.
Luego de más de una década de negociaciones fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 2 de abril del 2013 el Tratado de Comercio de Armas (TCA) —destinado a “regular” el mercado internacional de compra y venta de armas convencionales— por una amplia mayoría de sus miembros. Hubo 154 votos a favor —incluidos los de Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Brasil—, 3 en contra —Irán, Corea del Norte y Siria— y 23 abstenciones —entre ellas, las de Rusia y China—. El objetivo del tratado fue promover la paz y seguridad en el mundo mediante la disminución del flujo de armas convencionales —tanques, vehículos de combate, sistemas de artillería de largo alcance, aviones de combate, helicópteros militares, barcos de guerra, misiles y lanzamisiles, armas livianas— en los Estados y en los grupos del crimen organizado.
El 3 de mayo del 2010 se inició en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York la octava conferencia sobre el Tratado de no Proliferación Nuclear con el propósito de avanzar en los esfuerzos del desarme, uso pacífico de la energía nuclear y refuerzo de las medidas de vigilancia para que “los materiales nucleares no caigan en manos de actores no estatales o terroristas”, según dijo en el acto de apertura el Secretario General de la Organización Mundial, Ban Ki-moon.
Al comienzo de la conferencia, en un acto sin precedentes, el Pentágono anunció la desclasificación de los archivos confidenciales de su arsenal nuclear y dio a conocer que en ese momento tenía 5.113 cabezas nucleares desplegadas y miles más en desuso, que serían desechadas. La decisión la tomó el presidente Barack Obama con la intención de presionar a los otros Estados miembros del club atómico para que abrieran también la información de sus arsenales. Las cifras del Pentágono trataban de mostrar que en 1967, en plena guerra fría, los Estados Unidos poseían 31.255 armas atómicas y que, hasta comienzos del año 2010, las habían reducido en el 84%.