Es curioso el giro que ha tomado este término: significa la actitud contraria, hostil o persecutoria contra los judíos, que descienden de los semitas, pero no contra los árabes y otros pueblos que también son descendientes de ellos.
El antisemitismo debía comprender por igual a hebreos y árabes, pero no es así. Sólo se refiere a los judíos. Y es un odio que tiene muy remotos antecedentes históricos y que tuvo manifestaciones cruentas desde antes de la era cristiana en las invasiones asirias, babilónicas, persas, romanas, bizantinas, árabes, seléucidas, que despojaron de sus tierras a los judíos, y más tarde en las cruzadas, en la expulsión de los judíos de Inglaterra (1290), Francia (1306 y 1394), España (1492) y el reino de Nápoles (1510-1541), en la discriminación civil y política que ellos sufrieron en las sociedades europeas anteriores a la Revolución Francesa, en los horrores del >zarismo ruso, en la vesania hitleriana, en la diáspora, en la persecución soviética, en las guerras árabes y en muchos otros actos de hostilidad antijudía a lo largo de la historia.
El papa Paulo IV —Gian Petro Garaffa— expidió en 1555, al comienzo de su gestión pontifical, la bula Cum Nimis Absurdum, que fue un ignominioso monumento al antisemitismo. En ella sostuvo que “es absurdo e inconveniente en grado máximo que los judíos, que por su propia culpa han sido condenados por Dios a la esclavitud eterna, con la excusa de que los protege el amor cristiano puedan ser tolerados hasta el punto de que vivan entre nosotros”. Y agregó: “Su insolencia ha llegado a tanto que se atreven no sólo a vivir entre nosotros sino en la proximidad de las iglesias y sin que nada los distinga en sus ropas y que alquilen y compren y posean inmuebles en las calles principales”. En concordancia con estos antecedentes, la bula dispuso que se tomara una serie de medidas respecto de los judíos: confinarlos en guetos, obligarlos a vender todas sus propiedades a favor de los cristianos a precios irrisorios, prohibirles ejercer profesiones, entre ellas la medicina; vedar a las mujeres cristianas amamantar a bebés judíos; prohibir a los niños judíos jugar, comer y conversar con los cristianos; obligar a los judíos a llevar signos distintivos en la ropa; y otros vergonzosos arbitrios discriminatorios.
Pero esa no fue la única bula antisemita.
A lo largo de quinientos años la Iglesia Católica expidió muchas otras contra la “pérfida raza judía”, como la Ad Nostram Noveritis Audientiam de Honorio III, Sufficere Debuerat Perfidioe Judeorum Perfidia de Gregorio IX, Impia Judeorum Perfidia de Inocencio IV, Cum Haebraeorum Malitia y Cum Saepe Accidere de Clemente VIII, Dudum ad Nostram Audientiam de Eugenio IV, Si ad Reprimendos de Calisto III, Cum Nos Nuper y Haebraeorum Gens de Pío V, Ex Injuncto Nobis de Inocencio XIII, Alias Emanarunt de Benedicto XIII y otras del mismo tenor contra los “asesinos de Cristo”.
El antisemitismo tiene tres componentes principales que han actuado separada o vinculadamente a lo largo del tiempo:
a) un componente religioso, que es el repudio de los otros credos religiosos al judaísmo;
b) un componente étnico, que se basa en las teorías racistas de Treitschke, Gobineau, Chamberlain y otros pensadores, quienes pretendieron probar la “inferioridad” de la raza hebraica; y
c) un componente económico, que se formó por la preocupación de sectores de las burguesías y pequeñas burguesías europeas por el poder económico asumido por ciertas cúpulas judías.
A estos factores hay que agregar el ingrediente geopolítico, que está dado por la situación estratégica del territorio que las Naciones Unidas reconocieron a Israel en 1948 para la fundación de su Estado.
Uno de los teóricos más importantes del >racismo, el inglés Houston Stewart Chamberlain, cuyo pensamiento tuvo influencia directa sobre las ideas de Hitler, escribió a principios de siglo que los judíos representaban el mal absoluto mientras que los arios eran el “pueblo elegido”. El destino de la civilización universal dependía, según él, de la lucha entre los arios y los semitas. La victoria de éstos representaría la destrucción de la civilización y la de los arios el comienzo de una “revolución espiritual” y el advenimiento de una nueva era.
Estos conceptos, que se difundieron por el mundo con gran fuerza en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del XX, consideraban que los judíos constituían una raza inferior, vinculada con la civilización racionalista, individualista, igualitaria y ligada a los derechos humanos que había que destruir para imponer en su lugar la “natural y bienhechora diferencia” entre los hombres y la hegemonía de la raza aria. Estas ideas prevalecieron no solamente en Alemania sino también en Italia, donde en 1938 se adoptó una legislación racista, y en la Francia de Pètain que estableció normas tomadas de la legislación nazi de Nuremberg.
El antisemitismo llegó a su clímax con la tiranía de Hitler. Antes, en su libro “Mi Lucha”, el líder nazi había expresado ya sus conceptos sobre la “inferioridad” de la raza judía, que es la “destructora de la cultura” y que vive como “parásito en el cuerpo de otras naciones”. Hitler hizo del antisemitismo una teoría política. Culpó a los judíos de todos los males de la sociedad germánica, incluso de haber “asesinado por la espalda” al ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial. Sus ideas tuvieron un trágico desenlace en el holocausto, es decir, en la muerte y tortura de millones de judíos en los campos de concentración del >nazismo.
El antisemitismo árabe produjo cuatro guerras contra Israel a raíz de su nacimiento como Estado por disposición de las Naciones Unidas en 1948. La primera de ellas fue 24 horas después de instalado el nuevo Estado. Egipto, Líbano, Siria, Jordania e Irak invadieron su territorio e iniciaron un enfrentamiento bélico que duró más de un año y que terminó con el armisticio de 1949, tras el triunfo de las armas israelíes. La segunda fue la guerra relámpago de octubre de 1956, en que las fuerzas militares hebreas de Moshé Dayán, desalojando a los egipcios del territorio israelí, ocuparon el Sinaí e incorporaron 5.200 kilómetros cuadrados a su patrimonio territorial. Después estalló la “guerra de los seis días”, que se inició con un ataque aéreo israelí por sorpresa que destruyó los aeropuertos militares egipcios el 5 de junio de 1967 y que puso fuera de combate a los países árabes. Y, finalmente, la denominada “guerra del yom kippur” que se inició en las alturas de Golán y el Sinaí el 6 de octubre de 1973 —día del ayuno sagrado de los judíos— con un ataque sorpresivo a Israel por las fuerzas combinadas de Siria y Egipto —financiadas por Arabia Saudita y Kuwait y dotadas de sofisticado armamento soviético— para recuperar los territorios perdidos en 1967, guerra que terminó nuevamente con el triunfo de las armas israelíes.
Como resultado de las cuatro confrontaciones militares Israel cuadruplicó el tamaño de su territorio pero con ello creó otras tantas bombas de tiempo en el camino de la paz con los países árabes.
El líder de la revolución cubana Fidel Castro (1926-2016), en una entrevista concedida a la revista norteamericana “The Atlantic” a mediados de septiembre del 2010, al criticar con dureza al fundamentalista presidente iraní Mahmud Ahmadinejad por su antisemitismo y por negar el holocausto, comentó: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos, diría que mucho más que los musulmanes”.