Con este neologismo se designa a la tendencia actual de privilegiar la preocupación por el medio ambiente dentro del amplio espectro de las ideas y acciones humanas y a incorporar este elemento en los planes de gobierno y desarrollo de los países.
En el cúmulo de preocupaciones que conmueven al hombre de comienzos del siglo XXI, junto con el mantenimiento de la paz y con el desarrollo humano, está la defensa del medio ambiente, como expresión de solidaridad para con quienes vendrán después en la apasionante aventura de pisar la Tierra.
Pero todo dice que no hemos estado a la altura de esta responsabilidad y que hemos abusado en forma egoísta del medio ambiente. A las generaciones anteriores puede excusarles su ignorancia. Imbuidas de la ingenua creencia de que la primera revolución industrial traería un progreso lineal e inacabable, acometieron contra la naturaleza sin saber lo que hacían. Pero la actual generación no puede alegar ignorancia. Sabe bien lo que hace gracias a las investigaciones científicas. Conoce bien que los estragos de la violencia contra la naturaleza se llaman desertización, destrucción de la biodiversidad, alteración de los ecosistemas, desórdenes climáticos, contaminación, calentamiento de la Tierra, destrucción de la capa de ozono, escasez de agua dulce y agotamiento de los recursos naturales.
El ambientalismo es un movimiento universal que se extiende por encima de las fronteras nacionales. Está sustentado principalmente por innumerables entidades privadas, >organizaciones no gubernamentales (ONG) y partidos políticos que han erigido a la defensa de la naturaleza como su razón de ser o a lo menos como su principal preocupación de orden público. Por supuesto que hay diversos matices en los movimientos ambientalistas. Unos colocan el tema como una de las tantas variables que deben ser tomadas en cuenta en la gobernación de los Estados mientras que otros lo han convertido casi en una religión, con toda la carga de intransigencia y fanatismo que caracteriza a los credos religiosos.
La preocupación ambientalista, llevada a los extremos, conduce al >ecologismo que es un movimiento político de alcances internacionales que busca subvertir la organización social y las actuales formas de producción para sustituirlas con otras que sean capaces de vivir en armonía con la naturaleza.
El ambientalismo no va tan lejos. Se limita a plantear la tesis de que, así como en las décadas pasadas los políticos se vieron forzados a enterarse de las categorías económicas, como condición para que pudieran comunicar eficiencia a sus funciones públicas dentro de las nuevas circunstancias en que se desarrollaba el mundo, el imperativo de los tiempos actuales es que ellos, igual que los planificadores y los agentes económicos privados, deben penetrar en las categorías científicas de la >ecología, desentrañar las realidades y los secretos del medio ambiente y asumir el compromiso de dar respuestas eficientes a las demandas de protección de la naturaleza y del hombre dentro de ella.
Uno de los logros más importantes del ambientalismo es haber establecido relaciones permanentes entre la defensa del medio ambiente y los derechos humanos. Estas relaciones fueron abordadas ya en las conferencias mundiales sobre ambiente y desarrollo reunidas en Estocolmo, 1972, y en Río de Janeiro, 1992. Como resultado de esta nueva forma de pensar ha emergido, junto a las demás prerrogativas civiles, políticas y sociales del hombre, un nuevo derecho humano: el derecho a vivir en un medio ambiente sano, que ha sido proclamado por convenciones internacionales y consagrado en varios textos constitucionales modernos.
La más importante y activa organización ambientalista es Greenpeace, entidad civil internacional sin fines de lucro, con filiales en decenas de países, que se dedica a la protección del medio ambiente. Con este nombre se organizó en Vancouver, Canadá, en 1971, un grupo de personas empeñadas en formar una corriente de opinión pública internacional contraria a las pruebas nucleares. Poco después en Inglaterra se coligaron personas y grupos para oponerse a las pruebas nucleares francesas en el Pacífico. En la misma época y con igual denominación se formaron también en diferentes países otros grupos opuestos al desarrollo de las armas de destrucción masiva. A finales de 1976, representantes del mayor de esos grupos, que era la Vancouver Greenpeace Foundation de Canadá, fueron a Inglaterra para entablar conversaciones con el London Greenpeace Group, pero no tuvieron éxito los intentos de unificación. Sin embargo, pocos meses después se formalizaron los lazos de unión entre grupos semejantes de varios países para luchar de mancomún por la defensa del medio ambiente.
Los activistas de Greenpeace han promovido campañas y han emprendido acciones directas contra todas las formas de contaminación en el planeta. Se han opuesto a la deforestación y a la destrucción de los bosques, al abuso de los combustibles fósiles de efecto invernadero, a la emisión de clorofluorocarbonos que destruyen las moléculas de la capa de ozono, a la eliminación de los desechos tóxicos sobre las aguas y las tierras, a las descargas de materiales radiactivos, a la pesca irracional, a las acciones depredadoras contra las especies en extinción, a las manipulaciones genéticas peligrosas sobre los animales y las plantas, a la modificación genética de los organismos y, en general, a todas las formas de contaminación y degradación de la naturaleza.
En 1997 surgió una nueva preocupación para el ambientalismo: el oceanógrafo norteamericano Charles Moore descubrió una gigantesca “mancha de basura” que flota sobre las aguas del Océano Pacífico, entre América del Norte y el Japón, cuyo tamaño duplica al territorio de Estados Unidos. Son aproximadamente cien millones de toneladas de desechos plásticos, residuos industriales y otros elementos contaminantes llevados al mar por los ríos o lanzados desde barcos y plataformas petroleras, que causan la muerte de más de un millón de aves marinas y más de cien mil mamíferos acuáticos cada año. Greenpeace advirtió que de los cien millones de toneladas de desechos plásticos que anualmente dejan la industria y otras actividades productivas, un diez por ciento termina en el mar. Este gigantesco basural marino, de diez metros de profundidad, crece incesantemente al ritmo en que se desarrollan las actividades industriales de la civilización del plástico.
Al margen de la politización del tema ecológico —que ha formado “izquierdas ambientalistas” y grupos militantes que han hecho de la ecología un credo casi religioso— está claro que los problemas ambientales no admiten soluciones de libre mercado y que, en consecuencia, el Estado debe asumir la responsabilidad que le corresponde en la protección de la naturaleza. No será la “mano invisible” del mercado la que pueda arreglar la situación. Las fuerzas mercantiles están más interesadas en cuestiones de dividendos que de ecología. Por tanto, se necesita la intervención consciente y deliberada de la autoridad política, en esfuerzo coordinado internacionalmente, para dar soluciones eficaces al problema de la depredación de la naturaleza y para implantar modelos de desarrollo que sean capaces de funcionar en armonía con ella. Obviamente que deberán desecharse las políticas económicas cuantitativas que ignoran los costos ambientales y que no consideran a los recursos ecológicos como activos productivos a pesar de que un país puede encaminarse hacia la bancarrota por la degradación de ellos. Los costos ambientales son ignorados. Los indicadores económicos convencionales no incorporan los recursos del medio ambiente a sus mediciones. El producto interno bruto no toma en cuenta la depreciación de los activos naturales.
Aunque los bienes de la naturaleza —el aire puro, la foresta verde, la transparencia del agua, la pureza de la tierra, la voluptuosa biodiversidad de las selvas húmedas— no tienen asignado un “precio” en el mercado, es menester incorporar el valor del medio ambiente a las cuentas nacionales. Hay que poner un precio al agotamiento de los recursos naturales, a la destrucción de los bosques, a la contaminación del aire y del agua, en suma, al deterioro de la naturaleza. Alguien tiene que pagar por ello. La fórmula “quien contamina paga”, aplicada en algunos de los países industriales, debe ser perfeccionada y puesta en vigencia general.
El problema ambiental es de incumbencia de la humanidad entera. Los efectos de la contaminación, en cuanto disminuyen la capacidad del planeta para sustentar la vida humana, animal y vegetal, afecta el derecho de todos los seres vivos a respirar aire puro, beber agua limpia, pisar tierra fértil, mirar paisaje verde y consumir alimentos no contaminados. Este es el derecho al medio ambiente sano, que es uno de los >nuevos derechos de la persona humana.
En el informe Global Trends 2015, preparado por un equipo multidisciplinario de científicos y técnicos contratados por el National Intelligence Council del gobierno de Estados Unidos, publicado en internet a finales del año 2000, y en un informe del Departamento de Defensa norteamericano —hecho público por “The Observer” de Londres el 22 de febrero del 2004—, elaborado por los científicos Peter Schwartz —consultor de la Central Intelligence Agency (CIA) y antes jefe de planificación del Royal Ducht/Shell Group— y Doug Randell, de la Global Business Network, se sostiene que la escasez de agua dulce y los cambios climáticos catastróficos que se darán en el planeta a partir del año 2020 producirán gravísimos desastres naturales que cobrarán millones de vidas humanas, trastornarán la convivencia social y causarán inmanejables problemas de conducción política.
El economista británico Nicholas Stern, en su impactante estudio económico del cambio climático —titulado "The Economics of Climate Change"—, que fue presentado en la Royal Society de Londres el 30 de octubre del 2006 por el entonces primer ministro inglés Tony Blair, afirma que los futuros desórdenes del clima podrán desplazar anualmente doscientos millones de personas afectadas por inundaciones o sequías, quienes tendrán que buscar refugio en diversos lugares del planeta. Este desplazamiento, como es lógico, conllevará terribles conflictos sociales originados en la lucha de esas personas por sobrevivir y abrirse un espacio en sus nuevos emplazamientos geográficos. Stern sostiene además que se producirán daños materiales que eventualmente costarán al mundo entre el 5% y el 20% de su producto interno bruto. Por lo cual convocó a los gobiernos a tomar “acciones decisivas y valientes” para reducir las emisiones de dióxido de carbono y evitar el incremento de las temperaturas del planeta.
Esta fue, sin duda, la primera contribución importante dada por un economista —y no por un científico— al estudio y solución del calentamiento global y de sus consecuencias. "The Stern Review" —el “Informe Stern”—, cuya elaboración fue encargada al economista inglés por el secretario del tesoro británico Gordon Brown, está contenido en un volumen de 700 páginas, en el que se desarrollan argumentos económicos para explicar la crisis climática, se señala y cuantifica la magnitud de los riesgos que entrañan los desórdenes del clima si las cosas siguen como están y se concluye que la clave para resolverlos es que los países industrialmente más contaminantes, como China y Estados Unidos —con su incoercible “adicción” al petróleo—, reduzcan sus emisiones de monóxido de carbono por medio de medidas tributarias y cuotas de emisión. Blair, Stern y Brown enfatizaron que la batalla contra el calentamiento global sólo puede ser exitosa con la cooperación de grandes países como Estados Unidos y China.
El conocimiento científico en este campo ha progresado mucho pero los avances económicos han sido muy lentos. Lo cual se explica porque la economía es una ciencia de corto plazo. Incluso la política económica internacional tiende a privilegiar los asuntos inmediatos. Dieter Helm, profesor de economía en el New College de Oxford, opina que “la tradicional caja de herramientas de los economistas parece bastante enclenque ante la escala de este desafío. Del mismo modo en que la experiencia del desempleo en 1930 requirió de la reinvención de gran parte de la macroeconomía, el cambio climático necesita nuevas ideas”. Los bienes ambientales —aire y agua limpios, clima estable, paisaje verde— raramente son cuantificados por los análisis económicos. De allí que las Naciones Unidas han comenzado a impulsar la idea del “capital natural”, es decir, del valor de los bienes ambientales, a fin de que sean incorporados en las ecuaciones de los economistas. Al respecto, el director ejecutivo del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, Klaus Töpfer, comentó: “Los bienes y servicios que nos ofrece la naturaleza, incluyendo la atmósfera, los bosques, ríos, pantanos, manglares y arrecifes de coral, valen billones de dólares”.
Sostiene Stern que la pasividad ante el calentamiento climático provocará serios daños a la economía mundial. Ésta se hundirá a menos que se tomen acciones sin pérdida de tiempo. Y tienen que ser acciones internacionales para que las reducciones de la contaminación alcancen la escala requerida. Afirma el economista inglés que al menos el 1% del producto bruto mundial debe destinarse a enfrentar de inmediato el calentamiento terráqueo. De lo contrario, la crisis climática provocará a corto plazo el hundimiento del 20% de la producción económica global y reducirá el crecimiento en una quinta parte. En este supuesto, que es un supuesto previsible —afirma Stern—, la gran depresión de 1929 parecerá una “anécdota” comparada con los estragos humanos y económicos de los desórdenes del clima. El colapso económico de amplias zonas provocará desplazamientos masivos de población y grandes disturbios políticos y sociales, en medio de una darwiniana lucha por la supervivencia.
La percepción de Stern sobre la crisis climática no deja de ser apocalíptica. En su criterio, las inundaciones causadas por el aumento del nivel de las aguas marinas podrían desplazar a unos cien millones de personas, mientras que las sequías generarían decenas o acaso centenas de millones de “refugiados climáticos”; el derretimiento de los glaciares causaría escasez de agua dulce para una sexta parte de la población mundial; y la vida animal también sería afectada y podría extinguirse hasta el 40% de las especies.
En el IV Informe Mundial sobre el Medio Ambiente, elaborado en el 2007 por más de mil expertos de varios países bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, se sostiene que los tres más importantes problemas ambientales de la actualidad son: a) la extinción acelerada de las especies, a tasas cien veces más rápidas que antes; b) el cambio climático; y c) la sobreexplotación de los recursos naturales, de modo que la humanidad consume anualmente más de lo que el planeta genera.
Dice el informe que “la población del mundo ha alcanzado un estado en el que la cantidad de recursos necesaria para mantenerla supera lo que hay disponible. La huella ecológica de la humanidad es de 21,9 hectáreas por persona, mientras que la capacidad biológica de la Tierra es, de media, sólo 15,7 hectáreas por persona”.