Es la acción y efecto de ajustar, o sea apretar una cosa de modo que sus varias partes casen entre sí. El término tiene, en el campo político, una significación esencialmente económica. Se llaman medidas de ajuste a las que persiguen restringir y ordenar la economía de un país para que recobre los equilibrios perdidos. Ellas pueden establecerse por iniciativa interna o por presión exterior y pueden responder a los diversos criterios sustentados por las varias escuelas de pensamiento económico. Las políticas de ajuste son diferentes bajo el pensamiento estructuralista que bajo el pensamiento neoclásico. Sin embargo, las más conocidas, porque se han aplicado recientemente por “insinuación” del Fondo Monetario Internacional (FMI) o del Banco Mundial (BIRF) en los países del tercer mundo, son las que responden a los criterios económicos ortodoxos sostenidos por estos organismos internacionales. La toma de tales medidas suele condicionar el otorgamiento de préstamos tipo >stand-by por parte del FMI o de créditos para el desarrollo económico o social por el BIRF. Para ello, el compromiso de tomar medidas de ajuste se incorpora a los acuerdos-marco negociados entre esas instituciones y los países que requieren créditos. El incumplimiento del gobierno beneficiario conlleva la cancelación de los créditos que le han sido concedidos.
Al conjunto de tales medidas suele llamarse “programa de ajuste” o “programa de estabilización económica”. Las que estos programas contienen son generalmente medidas de <shock consistentes en la imposición de nuevos tributos, el mejoramiento de las recaudaciones, el alza de las tarifas de los servicios públicos, la contención del incremento de salarios, la devaluación monetaria, la baja de la tasa de inflación, la disminución del déficit fiscal, el incremento de las reservas internacionales, la disminución del gasto corriente del sector público, la contracción de la inversión, la restricción de la emisión monetaria, liberación de las tasas de interés, liberalización cambiaria, privatización de empresas públicas, eliminación de subsidios, pago de la deuda externa y otros arbitrios de este estilo encaminados a mejorar los indicadores macroeconómicos. El incumplimiento de ellos por el gobierno del país beneficiario conlleva la suspensión de los desembolsos o la cancelación del crédito de estabilización que le ha sido concedido.
Las medidas de ajuste dictadas por los llamados “organismos de Bretton Woods” —el FMI y el BIRF, principalmente— generalmente apuntan:
1) a reducir el gasto público, con todos los efectos depresivos que esta medida tiene sobre el ingreso, el empleo y el abastecimiento;
2) a eliminar los subsidios a ciertos servicios públicos o a bienes de consumo de primera necesidad, con efectos alcistas sobre las tarifas y los precios;
3) a modificar la estructura del gasto —la “expenditure switching”— por medio de la devaluación del tipo de cambio para incentivar la producción de los denominados “bienes transables” cuyos precios aumentan con relación a los no transables;
4) a liberalizar el comercio exterior;
5) a establecer la desregulación de los mercados laborales; y
6) a decretar la apertura del mercado de capitales.
De donde se concluye que estos organismos no sólo son abastecedores de recursos financieros sino también irradiadores de conceptos ideológicos.
Estos programas de ajuste parten de la hipótesis de que la mayor estabilidad de la economía y el máximo de bienestar social se logran con la libre operación de los mecanismos del mercado y con la menor intervención del Estado. Aparte de que esta es una aserción muy discutible desde la perspectiva puramente económica, ellos tienen un enorme >costo social y a lo largo de estos últimos años han producido profundos estragos en la distribución del ingreso y, por tanto, en la situación económica de grandes sectores de la población. Esos estragos se han presentado en forma de recesión, desempleo, marginación, disminución de la demanda agregada, desindustrialización y concentración de la riqueza. El resultado final ha sido la quiebra de empresas, el aumento de la desocupación y la creación de nueva pobreza en todos los países que han aplicado las “recetas” del Fondo Monetario, con frecuencia muy a pesar del espejismo de los indicadores macroeconómicos.
Nadie en su sano juicio puede poner en duda los beneficios del equilibrio macroeconómico: corrección del déficit fiscal, control de la inflación, recuperación de la RMI o equilibrio de la balanza de pagos. Esto sería tan insensato como dudar de la conveniencia de que los signos vitales de una persona se mantengan dentro de la normalidad: 37 grados de temperatura, 60 pulsaciones en reposo y 70-120 de presión arterial. Pero el ajuste se debe hacer con equidad, procurando que su precio lo paguen proporcionalmente los diversos segmentos sociales. La historia reciente de la aplicación de las medidas de ajuste en América Latina, dentro del marco de la llamada globalización económica, ha tenido ribetes de tragedia porque la dureza de sus efectos sobre los países de la región, bajo el inflexible criterio monetarista que guio a esas instituciones multilaterales, produjo graves convulsiones sociales. Como siempre la cuerda se rompió por la parte más delgada. Si hay que hacer ajuste, el ajuste se hace por el lado de los salarios, de las garantías y de las seguridades de los trabajadores. Para bajar sus costes y poder competir, las empresas recortan lo que les es más fácil: el empleo y los salarios. Este es el sino trágico de la globalización. La apertura de mercados y la invasión de productos extranjeros pone en dificultades a las empresas de los países pequeños, que por razones de escala tienen costes de producción más elevados. Ellas, para poder sobrevivir, lo primero que hacen es despedir trabajadores y reajustar salarios. Esta es la línea de menor resistencia puesto que los reajustes por el lado de las materias primas, los insumos, la tecnología, los costes financieros o las tarifas de servicios públicos son imposibles o muy difíciles. Entonces no les queda más que acudir al flanco laboral. Y al final son los trabajadores los que pagan el precio de la apertura de la economía.
Es cierto que la disminución del gasto público, que es una de las recetas de los programas de ajuste, ha bajado las tasas de >inflación y que esto ha aliviado en cierta medida la situación de los sectores pobres. Pero, por el otro lado, el costo social de esta medida ha sido altísimo en términos de desaceleración de la economía, desempleo, disminución de los salarios en el sector público y desmantelamiento de los programas sociales.
Las eliminación de los subsidios a los alimentos básicos, a los bienes de consumo masivo y a la prestación de ciertos servicios públicos ha tenido un duro impacto sobre la gente pobre, que ha visto disminuido su ingreso real. Este ha sido el sector más afectado con tal medida.
La devaluación monetaria aumenta los precios de las materias primas, los insumos y los bienes de consumo importados, lo cual, a su vez, repercute en los >costes de producción y en el nivel general de precios.
La liberalización del comercio exterior tiene una serie de efectos no deseables. En primer lugar, produce una contracción de las actividades productivas y la quiebra de las medianas y pequeñas empresas de los países atrasados que no están preparadas, por razón de escalas de producción, para afrontar la competencia con las grandes corporaciones transnacionales. El sector más afectado es el industrial dedicado a la sustitución de importaciones. Este fenómeno, a su vez, tiene efectos demoledores sobre el nivel del empleo.
La desregulación de los mercados laborales afecta el salario de los trabajadores, su estabilidad, las ventajas de la contratación colectiva y los beneficios de la tutela legal a la parte más débil de la relación de trabajo.
La desregulación del mercado de capitales tiende a eliminar todo control estatal sobre las tasas de interés. Pero si éstas, como con frecuencia ocurre, libradas a las fuerzas del mercado se encarecen en demasía, afectan gravemente a las actividades productivas, suben sus costes de producción y por ende los precios finales al consumidor.
De ninguna manera es aventurado afirmar que los grandes perdedores de los programas de ajuste son los pobres. No hay medidas económicas políticamente inocuas. Siempre favorecen a alguien y perjudican a alguien. De ellas resultan ganadores y perdedores. Esto parece inevitable e inocultable. Y de ello están conscientes tanto los inspiradores de las medidas, agazapados en los círculos financieros internacionales, como los ejecutores de ellas que son los gobiernos del mundo subdesarrollado. Por eso, para tratar de amortiguar su impacto, se crearon en su momento los denominados “fondos sociales de emergencia” o “fondos de compensación social” en casi todos los países afectados. En Bolivia se creó el Fondo Social de Emergencia” (FSE), reemplazado después por el Fondo de Inversión Social; en Perú el Fondo Nacional de Compensación y Desarrollo Social (FONDES); en el Ecuador el Fondo de Inversión Social Emergente (FISE) y después el Fondo de Solidaridad; en la Guayana el Social Impact Amelioration Program (SIMAP); en Chile el Fondo de Solidaridad e Inversión Social (FOSIS); en Colombia el Fondo Social de Emergencia (FOSEM); en Venezuela el Fondo Venezolano de Inversión Social (FONVIS); en Uruguay el Fondo de Inversión Social de Emergencia (FISE); en Panamá el Fondo de Emergencia Social (FES); en Guatemala el Fondo de Inversiones Sociales (FIS); en El Salvador el Fondo de Inversión Social (FIS); en Nicaragua el Fondo de Apoyo a los Sectores Oprimidos (FASO); en Paraguay el Fondo de Desarrollo Humano. Y así en los demás países. Todos estos fondos han servido más para halagar a las clientelas políticas que para afrontar el problema de la nueva pobreza que ha emergido de la aplicación indiscriminada de las medidas de ajuste macroeconómico.
A partir de junio 1997 tanto el Fondo Monetario Internacional como el Banco Mundial han realizado un gran viraje en su política crediticia hacia América Latina. Para la concesión de créditos a los países que los necesitan han tomado como adicionales puntos de referencia ciertos elementos de la gestión sociopolítica de ellos —tales como las inversiones en salud y educación—, los avances en el sistema tributario, el mejoramiento de la administración de justicia y la lucha contra la corrupción administrativa. Estos son parámetros nuevos en la política de los organismos de Bretton Woods, a los que el director-gerente del FMI, Michel Camdessus, ha llamado “la segunda generación de la reforma estructural”, en el entendido de que la primera fue la del >consenso de Washington de 1989. La nueva “filosofía económica”, si cabe llamarse así, y los tímidos pasos hacia la equidad social de estos organismos internacionales partieron de la reunión celebrada en la Santa Sede en Roma el 9 y 10 de junio de 1997 entre el director-gerente del FMI, el presidente del Banco Mundial y el presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, hondamente influidos por las ideas del Instituto Jacques Maritain de la Universidad Católica de Siena.
Este viraje tiende a alcanzar “la buena gobernabilidad” de los países beneficiarios. Para ello, a través del condicionamiento de sus créditos, el FMI y el BIRF exigen el profesionalismo y la independencia de los sistemas judiciales en América Latina a fin de dar confianza a los ahorristas e inversionistas porque, según afirmó Camdessus, para alcanzar el desarrollo, más importante que los ministerios de economía y de planificación es que el aparato de justicia dé a los inversionistas la certeza de que los derechos están protegidos, los contratos se cumplirán y la propiedad está segura. Estos principios están dentro de lo que él llamó “los 11 mandamientos" del FMI. Por lo visto, la “primera generación” de reformas resultó insuficiente para acelerar el progreso social y, por tanto, se requirió instrumentar la “segunda generación” de ellas “para aumentar significativamente la tasa de crecimiento per cápita y para que haya mayor equidad en la distribución de los ingresos”.