Esta palabra tiene, principalmente, tres significaciones: una en el campo jurídico, otra en el empresarial y otra en el político.
Desde el punto de vista de la doctrina jurídica, se diferencian desde los tiempos del Derecho romano las facultades de disponer y las de administrar las cosas. Ellas, en cierto modo, resultan facultades contrapuestas porque la facultad dispositiva, según el Derecho Civil, implica la de enajenar un bien mientras que la administrativa es solamente la de mantenerlo y usufructuarlo pero con cargo de conservar su naturaleza y forma. El propietario es quien tiene la facultad de disponer de sus bienes patrimoniales, mientras que el mero tenedor sólo está asistido de atribuciones administrativas.
Joaquín de Escriche, en su “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia” (1851), afirma que la administración es “la dirección, gobierno y cuidado que uno tiene a su cargo de los bienes de una herencia, de un menor, de un demente, de un pródigo, de un establecimiento o de cualquier particular; de modo que todo tutor, curador, albacea o ejecutor testamentario tiene una administración”. El administrador, concluye, es “el que cuida, dirige y gobierna los bienes o negocios de otro”.
En el campo empresarial la palabra administración denota la dirección y manejo “gerenciales” de una empresa privada. Y fue en las organizaciones de negocios donde el concepto de “administración”, tal como hoy se lo entiende en el ámbito político, surgió primero. Fueron ellas las que adoptaron sistemas de aplicación del conocimiento a la organización de la empresa, a la disposición del trabajo, a la optimación del uso de las herramientas y, en general, a los procesos productivos. Se establecieron nociones de jerarquía y disciplina, de ordenación del trabajo, de responsabilidad por el rendimiento de los agentes económicos y de aplicación de las nociones científicas a las tareas empresariales. Surgió así el concepto de “management” para designar la función directriz y organizativa de las empresas. Después este concepto se generalizó. Pasó del >sector privado al público. Fenómeno al que algunos autores modernos, Peter F. Drucker entre ellos, denominaron la “revolución de la administración”.
La ordenación del Estado obedeció también a criterios técnicos. A la función de gobierno le nació una nueva dimensión: la administrativa. Gobernar fue, desde ese momento, la doble operación de conducir personas y administrar cosas. Los nuevos principios que rigieron el campo gubernativo se plasmaron en un sistema de normas llamado Derecho Administrativo. Esto produjo un cambio en la naturaleza del >gobierno, que se convirtió en una función crecientemente técnica y especializada, desempeñada por personas dotadas de conocimientos específicos.
En el ámbito político se entiende por administración —administración pública— la función de manejar los asuntos económicos y logísticos del Estado o el conjunto de los órganos jerarquizados que asumen esta función.
Como acabamos de ver, la acción política de >gobernar tiene dos dimensiones: dirigir personas y manejar cosas. La primera —de naturaleza intangible— es la del liderato moral y político sobre la comunidad nacional; y la segunda es la administración de las cosas del Estado, o sea la gestión del patrimonio público y de los asuntos estatales concretos.
Dentro del esquema de la clásica división de poderes o funciones del Estado —que distribuye las competencias políticas cardinales entre los órganos legislativo, ejecutivo y judicial—, los actos de administración pública competen al poder ejecutivo —que es el poder administrador por antonomasia—, el cual los ejerce por medio de sus propias instituciones, bajo normas de Derecho preestablecidas que les asignan las respectivas competencias, es decir, las esferas de autoridad jurídicamente delimitadas.
Consecuentemente, las tareas administrativas —bajo el esquema tripartito del gobierno republicano— están a cargo del poder ejecutivo, es decir, del presidente de la república, los ministros y los funcionarios y empleados subordinados. Su función es la manejar los bienes y recursos estatales, recaudar e invertir los fondos fiscales, prestar los servicios públicos y asegurar el orden jurídico. Lo hace mediante actos concretos, inmediatos e incesantes, dado que las faenas administrativas no admiten solución de continuidad.
En tal sentido, el concepto de órgano administrativo se contrapone a los de legislativo y judicial, cuyas tareas son hacer leyes e impartir justicia, respectivamente.
Las funciones administrativas del Estado son o deben ser altamente técnicas. Sin embargo, la exageración de este principio puede conducir hacia la >tecnocracia, que es el aberrante predominio de los técnicos. La tecnocracia deja la decisión política de los asuntos estatales en manos de los técnicos. Esto no debe hacerse. Las decisiones generales deben ser tomadas por los estadistas para que los operadores técnicos las apliquen en sus respectivos campos de acción.
El >estadista, si lo requiere, contratará un buen administrador para que se encargue de los asuntos rutinarios de cada día, pero él se reservará la responsabilidad de señalar la ruta. El fallecido presidente estadounidense Richard Nixon, en su libro “Líderes”, puntualizó bastante bien esta cuestión. Impugnó la creencia, extendida en los Estados Unidos de América, de que lo que el país realmente necesita es un gran hombre de negocios para conducirlo. Dijo al respecto que “el administrador piensa en hoy y mañana mientras que el líder ha de pensar en pasado mañana”. Añadió que “el administrador representa un proceso; el líder, una dirección de la historia”. Citó el pensamiento del profesor Warren G. Bennis, de la Universidad de California del Sur, quien afirmó que “los administradores tienen como objetivo hacer las cosas de la forma adecuada”, pero que “los líderes políticos tienen como objetivo hacer las cosas adecuadas”.
De todas maneras, las técnicas administrativas son indispensables en el Estado moderno. Algunos analistas piensan que entre los factores que explican el adelanto de unos países con relación a otros y la dinámica de la >dependencia internacional está el de la eficiente administración pública. Una organización estatal eficaz abre muchísimas posibilidades para la producción, la economía y la distribución. La buena ordenación del gobierno y del Estado es, sin duda, una condición para el progreso económico y social. Esto han comprendido muy bien los países desarrollados, que fueron los primeros en incorporar la tecnología moderna a las faenas de la administración pública. El >subdesarrollo es, en buena medida, una consecuencia de la “subadministración” estatal que conduce a la esterilización de los recursos humanos y naturales con que cuenta la colectividad.