Un sargento llamado Rubén Fulgencio Batista Zaldívar, que se desempeñaba como taquígrafo del ejército cubano, protagonizó el 4 de septiembre de 1933 la denominada “rebelión de los sargentos” que derrocó al dictador Gerardo Machado y desordenó las jerarquías militares. Batista se autodesignó jefe de las fuerzas armadas cubanas y colocó en el poder a lo largo de siete años una sucesión de títeres suyos: Ramón Grau San Martín (1933-34), Carlos Mendieta (1934-35), José A. Barnet (1936-36), Miguel Mariano Gómez (1936) y Federico Laredo Bru (1936-40).
En las elecciones presidenciales del 14 de julio de 1940, Fulgencio Batista, al frente de la Coalición Socialista Democrática (CSD) —integrada por los partidos y grupos de izquierda, incluido el Partido Comunista— y bajo un programa de gobierno democrático y progresista, triunfó ampliamente sobre su contrincante Ramón Grau San Martín.
Su gobierno coincidió con la Segunda Guerra mundial y se alineó resueltamente al lado de las fuerzas antifascistas, lideradas por Estados Unidos de América. Cuba sufrió incluso el hundimiento de varios de sus barcos mercantes por submarinos alemanes que merodeaban las aguas del Océano Atlántico y del mar Caribe. Heinz August Luning, un espía nazi implicado en esos ataques, fue fusilado en La Habana en 1942.
En marzo 10 de 1952, casi veinte años después de la “rebelión de los sargentos”, Batista dio otro golpe de Estado para echar del poder al presidente Carlos Prío Socarrás y frustrar las elecciones en las cuales él participaba como candidato a la presidencia, en el último lugar de los sondeos de opinión. Dos años después, bajo presiones norteamericanas, “legitimó” su presidencia mediante amañadas elecciones en las que él fue el único candidato. Se convirtió así en “presidente” de Cuba. Bajo su gobierno, La Habana se convirtió en el paraíso de los casinos y de las mafias del juego y de otros negocios sucios. Batista fue muy cercano amigo de los célebres gangsters Meyer Lansky y Lucky Luciano, capos de los grandes casinos cubanos, que controlaban los juegos de azar y percibían gigantescas utilidades a pesar de la depresión económica mundial, y que además promovían la comercialización de drogas. Todo esto con la complicidad del gobierno y en medio de la más escandalosa corrupción en las altas esferas del oficialismo. El historiador británico Hugh Thomas, en su obra “The Cuban Revolution” (1977), escribió: “Batista’s golpe formalized gangsterism: the machine gun in the big car became the symbol not only of settling scores but of an approaching change of government.”
Bajo su gobierno las empresas norteamericanas llegaron a ser propietarias de casi el 90% de las haciendas y predios rústicos, a manejar el 40% de la industria azucarera, controlar el 90% de las minas, gestionar el 80% de los servicios públicos y el 50% de los ferrocarriles y de la industria petrolera.
Ante ese estado de cosas, un joven abogado opositor llamado Fidel Castro Ruz, hijo de un rico terrateniente de Birán en la antigua Provincia de Oriente, de origen gallego, lanzó un encendido manifiesto para condenar al gobierno batistiano, al que calificó de “golpista”, alertar a la opinión pública acerca de la era de terror que se venía y convocar a los cubanos a la lucha contra el impostor.
En ese momento aquel joven era miembro del Partido Ortodoxo fundado y liderado por Eduardo Chibás. Su idea era derrocar al dictador Batista para que Cuba retornase a los cauces constitucionales. Y poco tiempo después el joven Castro planificó la toma del Cuartel Moncada en Santiago de Cuba —que era la segunda fortaleza militar más importante del país— para lo cual formó un contingente de 120 jóvenes rebeldes. La operación empezó a las 05:15 horas de la madrugada del 26 de julio de 1953. Por razones tácticas se formaron tres grupos: uno de noventa combatientes comandado por Fidel Castro, que tenía la misión de atacar la fortaleza militar; otro dirigido por Abel Santamaría, segundo jefe del movimiento, para tomarse el Hospital Civil; y el tercero, liderado por Raúl Castro Ruz, cuyo objetivo era asaltar el Palacio de Justicia. Todos llevaban uniformes de sargentos del ejército de Batista. Desde las terrazas de estos dos edificios, contiguos a las barracas del cuartel, los rebeldes tenían la misión de apoyar la acción principal del primer grupo. Pero la operación terminó en un gran desorden y fracasó. En el combate los rebeldes sufrieron cinco bajas: las de los jóvenes que iban adelante y cuyo cometido era neutralizar a los centinelas y desarmarlos.
El asalto armado al Cuartel Moncada marcó el inicio del largo proceso insurreccional contra la dictadura de Batista aunque esta acción rebelde, en sí misma, no tuvo éxito. La represión que vino después fue implacable. Batista ordenó al general Martín Tamayo, jefe de la unidad militar, que matara diez rebeldes por cada soldado muerto. Fue la tristemente célebre “ley 10 por 1”, que rigió el proceso represivo. Fueron asesinados 56 de los jóvenes asaltantes del Moncada para llenar la cuota establecida por Batista. Castro, junto con los sobrevivientes de la aventura que no pudieron escapar, fue detenido en el Presidio Modelo de la Isla de Pinos y procesado por un tribunal de la dictadura.
Abogado como era, asumió su propia defensa. Y fue célebre por su valentía, lucidez y gallardía el alegato que pronunció el 16 de octubre de 1953 ante el tribunal penal que le juzgaba, que se convirtió en el “manifiesto político” de la oposición al régimen dictatorial. ”Termino mi defensa —expresó— pero no lo haré, como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo en Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte. Es concebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una República donde está de presidente un criminal y un ladrón”. Y concluyó: “En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no lo ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. ¡Condenadme, no importa, la historia me absolverá!”.
Fue condenado a 15 años de reclusión en la Isla de Pinos.
Beneficiado de una amnistía el 15 de mayo de 1955, se exilió en México, donde fundó el Movimiento 26 de Julio en ese mismo año y planificó la lucha contra la dictadura. Allí conoció al médico argentino Ernesto Guevara —el admirable revolucionario internacional y líder político latinoamericano—, quien se incorporó inmediatamente a la tarea de coadyuvar en la organización de la insurgencia armada contra Batista.
A finales de 1955 Castro recorrió varias ciudades norteamericanas —Filadelfia, Nueva York, Miami, Tampa, Palm Beach y otras— para invitar a la numerosa emigración cubana a participar en sus iniciativas revolucionarias y recoger aportaciones dinerarias para la causa.
De regreso a México a fines de diciembre de ese año, el líder insurgente compró las primeras armas, tomó en arrendamiento el rancho Santa Rosa a cuarenta kilómetros de la Ciudad de México para instalar el primer campamento y empezó el riguroso entrenamiento militar de sus hombres. Después consiguió un nuevo campamento: el rancho María de los Ángeles, en Tamaulipas; y entre los elementos que se incorporaron al entrenamiento estuvo un trabajador joven, vivaz e intrépido, llamado Camilo Cienfuegos.
El general español Alberto Bayo —nacido en Camagüey antes de la independencia cubana—, que combatió en las filas republicanas durante la <guerra civil española y que se exilió en México a raíz del triunfo de las fuerzas falangistas, fue el encargado de impartir el curso de táctica militar a los jóvenes rebeldes. Bayo quería mucho a Ernesto Guevara, con quien jugaba ajedrez las noches y de quien solía decir que era su mejor alumno en las lecciones de táctica.
El expresidente Carlos Prío Socarrás contribuyó con 20 mil dólares para los actos preparativos de la expedición y ayudó en la recolección de fondos de ciudadanos mexicanos y estadounidenses.
Finalmente, en la madrugada del 25 de noviembre de 1956, ochenta y dos revolucionarios armados con 55 fusiles de mirilla telescópica, bajo el mando de Castro, zarparon silenciosamente desde el puerto mexicano de Tuxpan con rumbo a Cuba, a bordo del pequeño yate de recreo Granma —18,60 metros de eslora por 5,10 metros de manga—, que podía alojar un máximo de 25 pasajeros. Siete días más tarde, a las seis de la mañana del 2 de diciembre, después de sufrir muchas peripecias en la travesía, desembarcaron en la playa de las Coloradas de la ensenada de Turquino, al suroccidente de la isla, para adentrarse en la montaña y empezar la lucha revolucionaria.
La sola travesía por las aguas del Atlántico fue un acto casi suicida. “Llegaron por milagro”, me comentó Antonio del Conde un día de noviembre del 2006 en La Habana. Mejor conocido como “el cuate”, porque era mexicano, Antonio del Conde fue el encargado de comprar el yate Granma en México, sin despertar sospechas, para el viaje de los combatientes de la Sierra Maestra.
Los grupos revolucionarios de la isla —principalmente el Movimiento 26 de Julio, el Partido Socialista Popular y el Directorio Revolucionario— esperaban la llegada del Granma el día 30 de noviembre, pero las dificultades que la sobrecargada nave tuvo que soportar por las marejadas y los vientos del Atlántico y el daño de uno de sus motores retrasaron dos días el arribo. Lo cual produjo un grave desfase con las acciones revolucionarias que se habían programado en la isla en respaldo al desembarco. Según estaba previsto, el día 29 se inició la huelga general de trabajadores en Santiago y en la madrugada del 30 los insurgentes se tomaron las calles de la ciudad, incendiaron la jefatura de la gendarmería, asaltaron la estación de la policía marítima y atacaron la fragata Siboney. Por varias horas Santiago estuvo bajo el dominio de los rebeldes. Pero los refuerzos policiales les obligaron a replegarse en medio de choques armados que dejaron decenas de muertos y heridos.
Setenta de los ochenta y dos guerrilleros que desembarcaron en la ensenada de Turquino murieron, se dispersaron, se perdieron en la montaña o fueron arrestados durante las primeras escaramuzas y bombardeos de la aviación. Los doce restantes, que se reagruparon el 18 de diciembre en un lugar de la selva llamado Cinco Palmas, fueron quienes empezaron la lucha armada contra el bien equipado y mejor entrenado ejército de Batista. Con los doce sobrevivientes del desembarco —entre los que estaban su hermano Raúl, Ernesto “Che” Guevara y Camilo Cienfuegos— Castro se remontó en la Sierra Maestra para emprender la lucha guerrillera. En el camino se le unieron varios expedicionarios y combatientes. El 17 de enero, a los 45 días del desembarco, los guerrilleros —que sumaban ya 32 hombres— atacaron un pequeño destacamento militar en la desembocadura del río La Plata, de donde obtuvieron ocho fusiles, una ametralladora, municiones, ropa y alimentos. Fue su primer combate victorioso. Los prisioneros fueron liberados, pero uno de ellos se incorporó a la guerrilla.
Un mes después ocurrió un hecho sorprendente: el célebre periodista norteamericano del “The New York Times”, Herbert L. Mattheus, se internó clandestinamente en la Sierra Maestra e hizo una dramática entrevista al comandante del Ejército Rebelde, Fidel Castro, que se difundió por el mundo entero. Este y otros reportajes generaron en el ámbito internacional, incluso en amplios sectores de la opinión pública norteamericana, una enorme simpatía por la romántica aventura de los barbudos cubanos. En agosto, mientras se consolidaban posiciones en la Sierra Maestra, los guerrilleros empezaron a formar instalaciones estables: cría de aves y animales para la alimentación, talleres de mecánica para la reparación del armamento, hospital de campaña, hornos para hacer pan y una pequeña imprenta en la que se editaba el primer periódico de la guerrilla: “El Cubano Libre”. El 24 de febrero de 1958 inició sus transmisiones desde la Sierra Maestra la “Radio Rebelde” para mantener informada a la isla de los avances de las acciones revolucionarias, con la voz de su locutora Violeta Casals.
El Ejército Rebelde comandado por Fidel Castro, combinando la táctica de movimiento con la de posiciones, amplió el ámbito operacional de la lucha y, en cada uno de los frentes —comandados por el Che Guevara, Raúl Castro y Juan Almeida—, formó nuevas columnas guerrilleras. A fines de noviembre de 1957 el Directorio Revolucionario 13 de Marzo se incorporó a la lucha armada en la Sierra del Escambray, situada en la parte central de la isla, e igual cosa hizo a comienzos del año siguiente el Partido Socialista Popular.
Crecía en la isla la animadversión popular contra Batista, que se expresaba en diversas acciones de violencia desarticuladas. Se tornó entonces necesario organizar la resistencia civil. La juventud universitaria fundó a fines de 1955 el Directorio Revolucionario, que reunió a los elementos juveniles más radicales y se constituyó en la entidad más representativa del estudiantado cubano. Su joven líder José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y secretario general del Directorio Revolucionario, en un discurso pronunciado el 24 de febrero de 1956 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, que alcanzó una gran resonancia, proclamó que ante las circunstancias el único camino posible era el de la insurrección armada. Ese mismo día el Directorio Revolucionario emitió un “Manifiesto al pueblo de Cuba” en el que explicó las razones de su creación y resumió en veinticinco puntos su programa de acción.
El 29 de abril de 1956 se produjo un frustrado asalto al Cuartel Goicuría en la ciudad de Matanzas, dirigido por el líder de los trabajadores Reynold García. El objetivo era apoderarse de las armas para entregarlas al pueblo. Pero los mandos militares, alertados de la acción, acribillaron a balazos a los rebeldes sin que pudieran siquiera usar sus armas. Diez de ellos, incluido su líder, murieron en el combate. Los que no pudieron fugar fueron detenidos, algunos de ellos asesinados y otros sometidos a los tribunales de justicia de la dictadura.
La violencia subía de nivel en las ciudades.
Proliferaban las huelgas, protestas, sabotajes y atentados. Crecía la resistencia civil. Los agentes clandestinos del Movimiento 26 de Julio y del Partido Socialista Popular (PSP) intensificaron sus acciones insurgentes. Hubo una noche —el 30 de junio del 57— en que La Habana se estremeció con más de cien explosiones. Fue la “noche de las cien bombas”. Pero paralelamente aumentaba la brutal represión de los órganos policiales y militares batistianos. La ciudad de Bayamo tuvo el 21 de octubre su “noche de San Bartolomé”: la ola de violencia militar dejó un saldo de 25 muertos y numerosos encarcelamientos. Pocos días después aparecieron siete hombres ahorcados en Sancti Spiritus y cuatro en Jovellanos. Fue asesinado y torturado el líder del transporte José María Pérez. Apareció muerto en La Habana el abogado Pelayo Cuervo Navarro, de las filas del Partido Ortodoxo. Un grupo de adolescentes de entre quince y veinte años fue abatido a balazos en las calles de Santiago.
La espiral de la violencia crecía cada vez más en la isla.
El Partido Socialista Popular, al día siguiente del desembarco, convocó a todos los grupos de oposición a respaldar a los guerrilleros del Granma y a formar un solo frente de lucha contra la tiranía. “Hay que echar atrás a la bestia que ha suprimido toda sombra de libertad y siembra el terror por todo el territorio nacional, que llena las cárceles de opositores y mata sin cesar”, decía el manifiesto.
Comandos del Directorio Revolucionario y grupos combatientes de otras filiaciones políticas atacaron el 13 de marzo de 1957 el Palacio Presidencial de La Habana. Venciendo la resistencia de la guardia, penetraron con el propósito de ajusticiar al tirano. Llegaron hasta la tercera planta del edificio pero Batista alcanzó a escapar de su despacho por una escalera secreta interior. Simultáneamente otro grupo de comandos, conducidos por José Antonio Echeverría, líder del Directorio Revolucionario, se tomó la emisora “Radio Reloj”, desde donde difundió una proclama revolucionaria en la que anunciaba la ejecución de Batista. Pero al encaminarse luego a la sede de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) su automóvil fue interceptado por vehículos policiales desde los cuales se abrió fuego y se abatió al valiente líder estudiantil. Más de treinta combatientes perdieron la vida en esa jornada de marzo y en los días siguientes fueron arrestados y asesinados cuatro más, incluido Fructuoso Rodríguez, presidente de la FEU desde la muerte de José Antonio Echeverría. En homenaje a los caídos el grupo estudiantil adoptó el nombre de Directorio Revolucionario 13 de Marzo.
También la Organización Auténtica, liderada a distancia por Carlos Prío Socarrás, envió desde Miami una expedición de treinta combatientes cubanos que desembarcaron al norte de la provincia de Oriente el 24 de mayo de 1957 para incorporarse a la lucha guerrillera en la Sierra Cristal. Llegaron en el yate Corynthia. Pero cuatro días después, hambrientos y extenuados, fueron aniquilados en la montaña por las fuerzas regulares.
El 30 de julio siguiente el movimiento revolucionario sufrió una de sus más dolorosas pérdidas: la muerte en un choque armado con la policía en las calles de Santiago de Cuba del legendario combatiente Frank País, que tantos y tan importantes servicios entregó a la causa de la revolución. Frank País ejercía en ese momento la jefatura nacional de acción del Movimiento 26 de Julio en el llano, es decir, en las ciudades y poblados a donde no llegaba la lucha guerrillera. En protesta por su muerte el pueblo de Santiago, después del entierro del joven revolucionario, decretó una huelga general de trabajadores que paralizó la ciudad y que demostró el alto grado de conciencia al que había llegado el pueblo cubano respecto a la lucha contra Batista.
En febrero del 58 una noticia dio vuelta al mundo: comandos del Movimiento 26 de Julio secuestraron en La Habana a Juan Manuel Fangio, campeón mundial de automovilismo y máxima atracción de la competencia internacional que iba a realizarse en la isla.
Ante el ímpetu revolucionario en toda Cuba, se produjo en octubre de 1957 el denominado “pacto de Miami”, que juntó en esa ciudad norteamericana a representantes de numerosos partidos, grupos y organizaciones cubanos de oposición. Fue una reunión muy amplia y plural. Concurrieron el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), la Organización Auténtica, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), el Directorio Obrero Revolucionario, el Partido Demócrata y delegados del Movimiento 26 de Julio. Todos los cuales acordaron la formación de la Junta de Liberación Cubana, la intensificación de la lucha contra la dictadura, la oposición a una solución electoral del conflicto y la constitución de un gobierno provisional presidido por el economista Felipe Pazos, de las filas auténticas, después de los días de Batista, para que en un plazo de 18 meses convocara a elecciones generales. El acuerdo contó con las simpatías de las esferas oficiales del gobierno norteamericano. Pero, como se vio después, la dinámica revolucionaria desbordó todo lo acordado. Los combatientes de la Sierra Maestra desautorizaron la representación del Movimiento 26 de Julio en la Junta de Liberación Cubana y repudiaron lo pactado, que no llenaba sus aspiraciones revolucionarias. Dijo Fidel Castro en esa oportunidad: “seguiremos solos la lucha como hasta hoy, sin más armas que las que arrebatamos al enemigo en cada combate, sin más ayuda que la del pueblo sufrido, sin más sostén que nuestros ideales”. Con lo cual el “pacto de Miami” perdió toda fuerza.
Mientras tanto, la lucha de los barbudos de la Sierra Maestra seguía adelante. La acción revolucionaria en las montañas, que se extendió por dos años, contó con el franco apoyo de los campesinos en los sectores rurales y de los intelectuales, estudiantes y pequeña burguesía en las ciudades.
La dictadura de Batista, como uno de sus últimos arbitrios para sofocar la insurgencia general, puso en ejecución en abril de 1958 el denominado plan FF (plan fase final), dirigido principalmente contra el primer frente guerrillero acaudillado por Fidel Castro. Movilizó hacia la Sierra Maestra cerca de seis mil hombres de infantería, artillería, vehículos blindados y aviación. La diferencia de potencial bélico resultó abrumadora para el Ejército Rebelde. Pero éste conocía mucho mejor el terreno y sacaba ventaja de los combates móviles e irregulares de sus focos guerrilleros. La táctica era golpear y replegarse y trastocar con eso la correlación de fuerzas. El objetivo guerrillero —como después enseñaría el Che Guevara en su “Manual de la guerra de guerrillas” (1963)— era lograr una superioridad ocasional en cada punto de lucha sobre la superioridad de número y armamento de las tropas regulares. Fueron numerosos los combates. Las fuerzas militares reconquistaron Las Mercedes, Santo Domingo, Vegas de Jibacoa, San Lorenzo, Minas de Frío y otras posiciones. Pero a mediados de julio se libró la batalla de El Jigüe, que fue un episodio decisorio en la guerra, en el que después de cercado fue aniquilado un batallón batistiano. Hubo más de cien combates en dos meses de enfrentamientos. En ellos el Ejército Rebelde capturó centenares de armas de diverso tipo: fusiles, ametralladoras, bazucas.
A partir de ese momento el Ejército Rebelde asumió la iniciativa de la guerra. Y Fidel Castro empezó a tomar decisiones de gobierno. El 10 de octubre de 1958 expidió la ley de reforma agraria que reconocía en beneficio de los arrendatarios, aparceros, colonos, subcolonos y demás trabajadores precaristas la propiedad de la tierra que laboraban. Emitió varias otras leyes revolucionarias y ordenó recaudar impuestos y contribuciones para financiar las operaciones insurgentes.
Batista, entretanto, con la intención de amainar el conflicto, convocó elecciones generales para el 3 de noviembre. Pero la mayoría de electores se abstuvo de acudir a las urnas a pesar de las amenazas oficiales de despedir del trabajo a quienes no votaran. Ellas fueron boicoteadas por las fuerzas opositoras, que impidieron la operación de muchos colegios electorales, cerraron carreteras y calles para impedir el paso de los electores y obstaculizaron de varias maneras la marcha del proceso eleccionario. De modo que el candidato oficial, Andrés Rivero Agüero —que se había desempeñado como ministro de educación del régimen— quedó burlado y nadie reconoció la legitimidad de su elección.
En el mes de diciembre la victoriosa contraofensiva revolucionaria en los ya numerosos frentes de lucha obligó al repliegue de las fuerzas batistianas. Una tras otra cayeron las ciudades y fueron declaradas territorios liberados por las fuerzas insurreccionales. El día 18 se encontraron en tierras orientales los jefes de los tres frentes de combate que avanzaban hacia la capital de la provincia de Oriente: Fidel Castro, Raúl Castro y Juan Almeida. El 1 de enero de 1959 se rindió el Cuartel Leoncio Vidal, el más poderoso de la región central de la isla y uno de los últimos bastiones del gobierno. Se inició entonces la ofensiva final del Ejército Rebelde sobre Santiago de Cuba bajo el mando directo del comandante Fidel Castro.
En la madrugada del 1 de enero de 1959, ante el arrollador avance del Ejército Rebelde sobre las provincias orientales, se rindió Santiago de Cuba y, con esa rendición, se desplomó la resistencia militar en toda la isla. La victoria revolucionaria fue saludada con desbordante alegría por el pueblo cubano.
Cuando todo estuvo perdido y fracasadas sus maniobras para designar presidente provisional al magistrado más antiguo del Tribunal Supremo de Justicia, Batista entregó la jefatura general de las fuerzas armadas al general Eulogio Cantillo, abandonó su cargo y fugó del país con sus colaboradores más cercanos. Después de una larga marcha de cinco días y cinco noches desde Santiago de Cuba, los barbudos de la Sierra Maestra, con Fidel Castro a la cabeza, entraron apoteósicamente a La Habana el 8 de enero para asumir el poder.
Se cerró el telón de una de las más ominosas dictaduras de América Latina.
Después de un fugaz período de ejercicio de la presidencia por Manuel Urrutia y luego por Osvaldo Dorticós, el comandante Castro —que para entonces ya era Fidel— asumió el poder absoluto en Cuba, en febrero de 1959, como primer ministro del gobierno revolucionario, función que desempeñó hasta 1976 en que tomó la presidencia del Consejo de Estado que, según la nueva Constitución revolucionaria, reunía la jefatura del Estado y del gobierno. Sin duda, fue esta la forma de resolver las encendidas contradicciones que surgieron entre los grupos dirigentes desde el primer momento del triunfo de las armas revolucionarias.
Como ocurre siempre en estos casos, es más fácil estar en contra de algo que a favor de algo. Unidos en la lucha contra Batista, se distanciaron después en función de gobierno. Fue en ese momento que se crearon los tribunales revolucionarios para juzgar a los verdugos de la dictadura, a los criminales de guerra y a los enriquecidos a costa del erario público. Confiscáronse los bienes mal adquiridos. Se disolvieron el ejército, la policía nacional, la policía secreta y los organismos represivos del régimen anterior. Las elecciones, al principio aplazadas, fueron luego suprimidas definitivamente. Colapsaron los partidos políticos tradicionales, muy desprestigiados por sus silencios o complicidades con la dictadura. La prensa fue unificada. La oposición al gobierno fue perseguida por contrarrevolucionaria y disueltos los partidos y grupos políticos discrepantes. “Se ha mantenido el principio del partido único —afirma Ignacio Ramonet, en su libro “Cien horas con Fidel” (2006)— y el régimen ha tenido tendencia a sancionar con severidad las discrepancias, aplicando a su manera el viejo lema de san Ignacio de Loyola: en una fortaleza asediada, toda disidencia es traición”.
Se dictaron las primeras medidas de la Revolución, entre ellas la Ley de Reforma Agraria el 17 de mayo de 1959, que entregó la tierra a los campesinos, y la Ley de Reforma Urbana, del 14 de octubre de 1960, que reordenó la propiedad de los predios de vivienda en las ciudades. Se declararon de uso público todas las playas del país. Se expidió la ley de alfabetización. Se universalizaron los servicios de educación, salud y seguridad social a cargo del Estado. En aplicación de los principios revolucionarios, se modificó radicalmente el modo de producción y se transformaron las relaciones de propiedad en todos los sectores de la economía. Las empresas agrícolas, industriales, financieras, comerciales y de servicios fueron expropiadas y transferidas al Estado. Se afectaron con eso los intereses de ciudadanos y compañías estadounidenses que eran propietarios de tales empresas. El gobierno norteamericano reclamó por ello y vino el rompimiento entre los dos regímenes.
Con el paso de unos años, el Departamento de Justicia de Estados Unidos reunió 8.821 reclamaciones de empresas y empresarios norteamericanos por la expropiación y estatificación de sus propiedades y empresas decretadas por la Revolución.
El 17 de abril de 1961, bajo el gobierno de John F. Kennedy, la Central Intelligence Agency (CIA) de Estados Unidos promovió el desembarco armado de más de 1.800 contrarrevolucionarios cubanos en la Bahía de Cochinos al mando de Manuel Artimes, antiguo compañero de Fidel, en un intento de invasión a Cuba para derrocar al gobierno. Pero la operación fracasó catastróficamente. Los invasores —adiestrados por la CIA desde los tiempos del gobierno de Dwigth Eisenhower— fueron interceptados por el ejército cubano. Murieron centenares de ellos y los restantes quedaron prisioneros, para ser rescatados posteriormente, previo pago, por grupos privados norteamericanos.
En la mañana del 17 de abril los hombres de la brigada 2506 —que era el nombre secreto de la operación— llegaron a Bahía de Cochinos y libraron una sangrienta batalla de 72 horas contra las tropas de Cuba, pero fueron aparatosamente derrotados. Centenares de soldados invasores murieron, otros se ocultaron en la selva y los restantes fueron apresados. A finales de diciembre de 1962, mediante una transacción de canje por 53 millones de dólares, éstos fueron liberados y retornaron a Miami.
La operación de Bahía de Cochinos fue un completo fracaso para los norteamericanos y las acusaciones apuntaron directamente contra el presidente Kennedy, su gobierno, el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia. Lo que hubo en el fondo fue un triple error de cálculo: militar, político y táctico. Los jefes de la CIA —alentados por el éxito en Guatemala del denominado Ejército de Liberación, entrenado y apoyado por ella, que invadió ese país en 1954 bajo las órdenes del coronel Carlos Castillo Armas y que ocupó rápidamente los centros neurálgicos para derrocar al presidente izquierdista Jacobo Arbenz— creyeron que esa experiencia podría repetirse en Cuba. No se percataron de las diferencias. Los soldados cubanos estaban bien entrenados y tenían además una gran mística de lucha por sus ideales. Su número era superior en casi 200 a 1 a los invasores. En lo político, estuvieron profundamente equivocados al suponer que la simple noticia del desembarco de los anticastristas insubordinaría al pueblo cubano contra Fidel. Y en lo táctico, la noticia de la misión secreta del desembarco llegó antes a las páginas del “The New York Times”.
Sin embargo, es de justicia señalar que el presidente Kennedy, recién llegado a la Casa Blanca, condenó la operación, se negó a ordenar a la Fuerza Aérea el apoyo a los mercenarios y, después del fracaso de ella, destituyó a sus principales responsables: Allen Dulles, director de la CIA; Charles Cabell, director adjunto; y Richard Bissell, director del stay behind. Además ordenó al general Maxwell Taylor que realizara una investigación interna para establecer responsabilidades. Lo cual, naturalmente, indignó a los “anticomunistas histéricos”, como los llamaba Kennedy, quienes le declararon “traidor”.
La invasión de Bahía de Cochinos tuvo una gravitante importancia en el curso de la revolución cubana porque contribuyó a endurecer y radicalizar la posición de Fidel frente a Estados Unidos y exacerbó en el pueblo antillano sus sentimientos nacionalistas. Según los documentos de la CIA desclasificados en 1998, la aventura paramilitar fue concebida, preparada y aprovisionada por ella desde los tiempos del presidente Eisenhower, quien autorizó el desembarco en las costas cubanas. El nuevo presidente norteamericano, John F. Kennedy, tomó el proyecto dejado por su antecesor, que no era la infiltración de un pequeño grupo de guerrilleros sino una invasión abierta, cuyos costos de preparación y ejecución subieron de 4 millones de dólares a más de 40 millones. La fecha de la expedición fue fijada para el 17 de abril de 1961. Dos días antes, en una operación encubierta, 8 aviones de combate norteamericanos pilotados por cubanos anticastristas trataron de destruir los aparatos de la fuerza aérea de Castro en sus propios hangares, cosa que lograron parcialmente. Pero dos de los ocho bombarderos tenían una misión diferente: sobrevolar Cuba y retornar a La Florida, donde sus pilotos debían declarar a la prensa que habían desertado de las fuerzas armadas cubanas y que habían sido ellos quienes bombardearon los aeropuertos militares. Sin embargo, el embuste no prosperó porque fueron los propios periodistas estadounidenses quienes descubrieron que esos aviones eran los B-26 norteamericanos pintados con las insignias militares cubanas. Lo cual llevó a Kennedy a cancelar la orden de un segundo bombardeo previsto para la mañana de la invasión a fin de proteger desde el aire a los expedicionarios en la playa.
El descalabro de Bahía de Cochinos puso de manifiesto no solamente el tortuoso papel que jugó el gobierno norteamericano en esa ocasión sino que además colocó a Fidel Castro en el punto focal de la política internacional.
Este incidente, unido a la incomprensión y a la hostilidad del gobierno de Estados Unidos, fue uno de los factores determinantes de la alineación de Cuba con el bloque comunista bajo la férula de Moscú. El 1º de diciembre de 1961 Fidel se declaró públicamente marxista-leninista, aunque antes —el 13 de febrero de 1960— había firmado un tratado comercial de largo plazo con la Unión Soviética y después otros convenios sobre asistencia económica, científica, técnica y militar. Nunca se sabrá si él fue ya comunista en el curso de la revolución o se convirtió traumáticamente al comunismo como respuesta a las presiones norteamericanas o si vio que la confrontación con Estados Unidos, a 90 millas de sus costas, era el único camino para ocupar un lugar —como de hecho ocupó— entre los más importantes personajes de la historia universal del siglo.
Lo cierto fue que Fidel hizo una expresión pública de fe en el marxismo-leninismo, alineó a su país con el bloque soviético y a lo largo de casi cinco décadas usó hábilmente la hostilidad de la primera potencia mundial para poner el nacionalismo del pueblo cubano al servicio de la revolución. En febrero de 1963 el gobierno de Moscú expresó que incluía a Cuba en el grupo de los países socialistas. En una pintoresca declaración Nikita Kruschov dijo: “Yo no sé si Fidel es comunista, lo que sí sé es que yo soy fidelista”. Antes el gobierno de Mao en China había saludado con entusiasmo el triunfo de Fidel y había reconocido el carácter socialista de la revolución. Pero todo esto causó una profunda escisión en las fuerzas que habían acompañado al líder cubano a lo largo de su lucha contra la dictadura de Batista. Algunos de sus compañeros —que estuvieron en la Sierra Maestra— se alejaron de él o fueron separados por él de las funciones públicas que ejercían. Otros salieron hacia el exilio o fueron encarcelados cuando se negaron a dar el viraje hacia el comunismo.
La dirigencia comunista tradicional de Cuba, agrupada en el denominado Partido Popular Socialista fundado en 1925, y el movimiento obrero controlado por ella calificaron de aventurerismo el asalto de Fidel al cuartel Moncada y asumieron una actitud de total pasividad durante los años de lucha en la Sierra Maestra. Sólo cuando la pelea fue ganada se adhirieron con oportunismo a la causa fidelista. Para solucionar las discrepancias internas, en el verano de 1961, bajo la batuta de Fidel, todas las fuerzas de izquierda —el Movimiento 26 de Julio, el Partido Popular Socialista (PPS), el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y otros grupos pequeños— se unieron en las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), más tarde convertidas en el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba, que el 2 de octubre de 1965 cambió su nombre por el de Partido Comunista de Cuba, cuyo secretario general fue Fidel y en cuyo secretariado colectivo del Comité Central sólo dos comunistas importantes fueron admitidos: Blas Roca y Carlos Rafael Rodríguez.
Mientras estuvo en Cuba, su hermana Juanita —la quinta de los siete hermanos Castro Ruz: cuatro mujeres y tres hombres— colaboró con las organizaciones contrarrevolucionarias de la isla por su aversión al comunismo. Eso afirma ella en su libro “Fidel y Raúl, mis hermanos. La historia secreta”, publicado en octubre del 2009 durante su dilatado exilio voluntario en Estados Unidos. Relata que ingresó a la CIA en junio de 1963 y que se separó de ella indignada, cuatro años después, cuando dos agentes de la entidad de inteligencia procedentes de Washington la visitaron para comunicarle que debía bajar su nivel de beligerancia contra el régimen de sus hermanos porque, bajo el entrante gobierno de Richard Nixon, la nueva política internacional de Estados Unidos con la Unión Soviética así lo demandaba. En la carta que ella envió a fines de aquel año a Richard Helms, Director de la Agencia Central de Inteligencia —cuya copia consta en su libro—, le dice que, “arriesgando mi vida y renunciando a todo lo que podía haber en el orden personal con el régimen de Fidel, me situé al lado de ustedes. Creí que lucharían sin claudicar contra el enemigo común: el comunismo y sus agentes. Creí que eran amigos y aliados sinceros de los que trabajan lealmente junto a ustedes y a su país (…) Parece que se quieren variar nuestras relaciones de lucha y yo me siento abandonada…”
Así llegó a su fin su activa colaboración con la CIA.
Después de que sus padres murieron, ella partió de Cuba el 19 de junio de 1964 para establecer su residencia en Miami, con la decisión de no retornar a La Habana mientras estuviera el gobierno marxista-leninista.
A fines del 2009 publicó el mencionado libro que recoge todos sus intensos recuerdos, experiencias, emociones y frustraciones desde que sus dos hermanos dirigieron el ataque al Cuartel Moncada, fueron aprisionados en la Isla de Pinos, recuperaron su libertad, se exiliaron en México, se adiestraron en la guerra de guerrillas, vivieron la impresionante aventura del Granma, se internaron a combatir en la selva contra las fuerzas militares batistianas, derrocaron al dictador Fulgencio Batista, entraron triunfalmente a La Habana el 8 de enero de 1959 y asumieron el poder en la isla.
Narra su decepción y su rabia por la decisión de sus hermanos combatientes de optar por la línea marxista en el gobierno, con la que ella nunca estuvo de acuerdo. Atribuye esa decisión al Che Guevara —con quien dice no haber congeniado: “nunca me gustó y nunca me simpatizó”, escribió en su libro— y a su influencia sobre el gobierno de La Habana.
Las relaciones con Estados Unidos se rompieron definitivamente. Los círculos oficiales norteamericanos nunca comprendieron el proceso revolucionario cubano y nada hicieron para promover un acercamiento. Las campañas de prensa y las hostilidades contra Fidel crecieron. Las propiedades de personas y empresas norteamericanas en la isla fueron nacionalizadas entre agosto y octubre de 1960. En represalia el gobierno norteamericano dejó de comprar a Cuba su tradicional cuota de azúcar, con lo cual le infirió un duro golpe económico. Cuba buscó entonces los mercados del área comunista y centralizó en un ministerio el manejo del comercio exterior.
En marzo de 1960 se creó la Junta Central de Planificación, que se encargó del planeamiento económico centralizado. Se inició un proceso de estatificación de los instrumentos de la producción, al más puro estilo soviético. Los latifundios ganaderos y arroceros se convirtieron en granjas del pueblo y las empresas azucareras privadas se transformaron en granjas cañeras sometidas al sistema cooperativo. Mediante la Ley de Reforma del Estado, expedida el 14 de octubre de 1960, fueron expropiadas las casas de arrendamiento. Los bienes de producción que aún quedaban en manos privadas: almacenes, pequeñas empresas artesanales, restaurantes, gasolineras y otros negocios particulares, pasaron también al dominio estatal. La economía en su conjunto fue gestionada por el Estado, a través de ministerios y corporaciones públicas.
La Central de Trabajadores de Cuba Revolucionaria asumió la conducción de los sindicatos. El Partido Comunista Cubano —partido de elite, como todos los partidos comunistas— admitió selectivamente en sus filas a alrededor de 50.000 cubanos. Los niños de 7 a 13 años fueron organizados en la Unión de Pioneros Rebeldes y los jóvenes desde los 14 años, en la Unión de Jóvenes Comunistas. Se creó también la Federación de Mujeres para organizar y concienciar al sector femenino. Los jóvenes y adultos de ambos sexos prestaban sus servicios en las milicias populares, en donde recibían adiestramiento en el manejo de armas y formación ideológica. Los varones entre 17 y 45 años de edad estaban obligados al servicio militar. Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) ejercían un control muy estricto de la población en cada manzana de las ciudades y eran los encargados de correr lista a los ciudadanos de su respectivo sector en las movilizaciones de masas. Todo estaba diseñado para la formación de la conciencia revolucionaria en el pueblo cubano.
La Constitución expedida en 1976 y reformada en 1992 dice que “Cuba es un Estado socialista de trabajadores” (Art. 1), en el que se establece el sistema de partido único, que es “el Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana”, constituido en la “fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”.
El artículo 14 manda que “en la República de Cuba rige el sistema de economía basado en la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios fundamentales de producción y en la supresión de la explotación del hombre por el hombre”, en el cual impera el principio de distribución socialista “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo”. Los bienes estatales “no pueden transmitirse en propiedad a personas naturales o jurídicas, salvo los casos excepcionales en que la transmisión parcial o total de algún objeto económico se destine a los fines del desarrollo del país y no afecten los fundamentos políticos, sociales y económicos del Estado, previa aprobación del Consejo de Ministros o su Comité Ejecutivo”.
El <internacionalismo proletario llevó al gobierno de Cuba a participar militarmente en los conflictos armados de Angola, el Congo, Guinea-Bissau, Somalia, Etiopía, Mozambique y Yemen del Norte, siempre de lado de las fuerzas antiimperialistas, y a impulsar y financiar movimientos guerrilleros en varios países de América Latina. En esta línea de pensamiento y acción, el gobierno cubano envió en diferentes épocas a casi medio millón de sus ciudadanos a cumplir misiones internacionales fuera de sus fronteras, ya como combatientes en acciones revolucionarias o en guerras de liberación, o como maestros, o alfabetizadores, o técnicos en diferentes áreas, o médicos o trabajadores de la salud.
El líder de la revolución cubana, en sus largas conversaciones con el periodista y escritor español Ignacio Ramonet —que se plasmaron en el libro “Cien horas con Fidel” (2006)—, informó que en ese momento “más de tres mil especialistas en Medicina General Integral y otros trabajadores de la salud laboran en los lugares más recónditos de 18 países del tercer mundo, donde mediante métodos preventivos y terapéuticos salvan cada año cientos de miles de vidas y preservan o devuelven la salud a millones de personas sin cobrar un solo centavo por sus servicios”.
Bajo el patrocinio del gobierno cubano se reunió en La Habana en 1966 la Conferencia Tricontinental —conocida simplemente como “la tricontinental”— que intentó unificar las fuerzas anticolonialistas y antiimperialistas de África, Asia y América Latina para luchar en favor de la paz, el desarme mundial, la soberanía de los pueblos, la liberación de los pueblos sometidos a coloniaje y la solidaridad con los países que combatían por su independencia nacional. De esa reunión nació la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL), que juntó a movimientos revolucionarios de 82 países, y de allí surgió también la idea de formar la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), que tuvo su primera conferencia en La Habana en 1967 pero que no llegó realmente a operar y que poco tiempo después murió por consunción, afectada entre otras cosas por el conflicto chino-soviético, las discrepancias tácticas y estratégicas entre sus miembros, la exterminación de una serie de movimientos guerrilleros y la muerte de Ernesto Che Guevara en las montañas de Bolivia.
La intervención cubana de mayor entidad fue en la guerra civil de Angola, para apoyar a las fuerzas del MPLA, respaldadas por la Unión Soviética, que combatían furiosamente contra las tropas de la UNITA, apoyadas por Estados Unidos y Sudáfrica, por el control del gobierno de la excolonia portuguesa después de que ella alcanzó su independencia el 11 de noviembre de 1975.
Bajo el principio del internacionalismo proletario el líder cubano envió ese año al país africano 36.000 soldados de sus fuerzas armadas regulares y miles de médicos, maestros e ingenieros. Más de 2.000 soldados cubanos murieron en combate. En agosto de 1988 se acordó un plan de paz, que no resultó duradero. En mayo de 1991 las últimas tropas cubanas abandonaron Angola y el gobierno del MPLA firmó un cese del fuego con UNITA supervisado por los observadores de las Naciones Unidas.
El triunfo de la revolución cubana obligó a los teóricos soviéticos a enmendar su concepción acerca del proceso revolucionario en América Latina y, en general, en el tercer mundo, en el sentido de que no era despreciable el camino guerrillero, que había demostrado su eficacia en la isla caribeña. Esta fue una discusión doctrinal que venía de atrás. Los teóricos soviéticos, muy influidos por el >trotskismo, sostenían que las revoluciones siempre son urbanas y las hacen las masas guiadas por su vanguardia: el movimiento obrero. Por consiguiente, es el “pueblo en armas”, y no la guerrilla, el que hace las revoluciones. La toma del armamento indispensable para que la revolución tenga éxito proviene del asalto a los cuarteles, que sólo es posible con una insurrección de masas y con la ayuda de complotados militares. Pero, a partir del triunfo del movimiento guerrillero cubano, los ideólogos de Moscú tuvieron que hacer ciertas enmiendas en sus concepciones “científicas” sobre la revolución con referencia al >tercer mundo, en el cual el <proletariado es incipiente y no están dados los demás presupuestos de la revolución marxista.
Cuba fue una suerte de cabeza de puente del movimiento internacional comunista en América Latina y jugó un papel muy importante en el curso de la <guerra fría, uno de cuyos más dramáticos episodios tuvo lugar precisamente en territorio cubano. Fue el de la instalación de los misiles nucleares soviéticos durante el otoño de 1962, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear. Después de que un avión de espionaje U-2 de Estados Unidos fotografió desde el espacio la construcción de alrededor de setenta plataformas para el lanzamiento de misiles nucleares de alcance medio, el presidente John F. Kennedy consideró amenazada la seguridad de su país puesto que los emplazamientos estaban a noventa millas de sus costas y los misiles podían alcanzar cualquier punto de Estados Unidos. Puso un >ultimátum al gobernante soviético Nikita Kruschov para que los retirara en 48 horas. Rodeó de barcos artillados la isla a fin de impedir el paso de los artefactos nucleares enviados desde la URSS y las naves soviéticas viraron en redondo para evitar el choque. Conminó al gobernante soviético el inmediato desmantelamiento de las instalaciones. Puso en estado de máxima alerta a todas sus fuerzas militares en el mundo. Desplegó en Berlín y en otros puntos claves de la guerra fría la operación llamada “en guardia”. Todo lo cual produjo una peligrosísima confrontación personal y directa entre Kruschov y Kennedy. Finalmente la firme determinación de éste llevó al gobernante soviético a ordenar el desmontaje de los misiles.
Fue evidente que las negociaciones secretas entre los líderes de las dos superpotencias se hicieron por encima de Fidel. Lo cual molestó mucho al jefe del gobierno cubano. Molestia que la expresó en cinco cartas que escribió a Kruschov, en una de las cuales, fechada el 26 de octubre de 1962, le hizo saber su temor de que cediera ante las exigencias de Kennedy y retirara los misiles, lo cual, según el gobernante cubano, significaría la invasión contra Cuba en los siguientes tres días. Y, ante esta eventualidad, le sugirió dar un golpe nuclear contra Estados Unidos.
Estas cartas fueron publicadas por el periodista francés Jean-Edern Hallier en el diario “Le Monde” de París hace varios años.
A comienzos de los años 90 se produjo el colapso y desaparición de la Unión Soviética. Muchos vaticinaron entonces el hundimiento de la revolución cubana, puesto que había desaparecido su principal mercado proveedor y comprador. Quince años más tarde, Fidel comentó que “el país sufrió un golpe anonadante cuando, de un día para otro, se derrumbó la gran potencia y nos dejó solos, solitos, y perdimos todos los mercados para el azúcar y dejamos de recibir víveres, combustible, hasta la madera con que darles cristiana sepultura a nuestros muertos. Nos quedamos sin combustible de un día para otro, sin materias primas, sin alimentos, sin artículos de aseo, sin nada”. Y agregó: “Nuestros mercados y fuentes de suministros fundamentales desaparecieron abruptamente. El consumo de calorías y proteínas se redujo casi a la mitad. Pero el país resistió y avanzó considerablemente en el campo social. Hoy ha recuperado gran parte de sus requerimientos nutritivos y avanza aceleradamente en otros campos” (Ignacio Ramonet, “Cien horas con Fidel”, 2006).
En medio de tan angustiosas circunstancias, en octubre de 1992 el Congreso de Estados Unidos aplicó un bloqueo comercial contra Cuba a través de la Cuban Democracy Act —mejor conocida como la ley Torricelli, en razón del nombre de su impulsor: el representante de New Jersey Robert Torricelli—, en virtud de la cual, con el propósito de “buscar una transición pacífica a la democracia y un restablecimiento del crecimiento económico de Cuba”, se autorizó al Presidente norteamericano para que impusiera sanciones a los países que mantuvieran relaciones comerciales o financieras con Cuba o le prestaran algún género de asistencia.
Las sanciones previstas podían ser: la exclusión de los países que hayan comerciado con Cuba de la recepción de ayuda norteamericana al amparo de la ley de asistencia extranjera de 1961 y la declaración de “no elegibles” para los programas de reducción de deuda con Estados Unidos.
La ley extendió sus sanciones a las filiales de empresas estadounidenses en el exterior y a los buques procedentes de puertos cubanos. Éstos no podían embarcar ni desembarcar carga en Estados Unidos sino después de transcurridos 180 días de su salida de Cuba y previa autorización del Departamento del Tesoro; y en el caso de los buques que transportasen pasajeros desde Cuba o hacia ella, no podían entrar a puertos norteamericanos.
Este bloqueo fue, sin duda, una forma de intervención de Estados Unidos no solamente en los asuntos de Cuba sino también en los países que no acataran sus disposiciones.
En 1996 el congreso de Washington expidió la Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act —mejor conocida como “ley Helms-Burton”, en razón del nombre de sus autores: el senador republicano Jesse Helms y el representante demócrata Dan Burton— que fue aprobada bajo la presión del <lobby de los exiliados cubanos en Miami, especialmente de la Fundación Nacional Cubano-Americana (FNCA) que en ese tiempo estaba liderada por Jorge Mas Canosa.
La ley formaba parte de los arbitrios que los sucesivos gobiernos norteamericanos habían adoptado para aislar a Cuba y ejercer un <bloqueo y un embargo económicos y comerciales sobre ella.
Se compuso de cuatro capítulos. El primero disponía que todas las instituciones de crédito internacionales debían rechazar cualquier tipo de operación financiera en favor de la isla so pena de que Estados Unidos restara de sus aportaciones a la entidad de crédito la suma correspondiente al préstamo que se concediera al gobierno cubano. Disponía también que las ayudas financieras de Estados Unidos a favor de los países que surgieron de la fractura de la Unión Soviética sufrirían una reducción equivalente al auxilio que éstos prestaran a Cuba y que igual merma soportarían las ayudas financieras norteamericanas a Rusia en las sumas que ésta entregara a la isla por el uso de la estación interceptora instalada en Lourdes, en suelo cubano. Amenazaba con bloquear todas las ayudas financieras norteamericanas —públicas o privadas— a países que participaran en la construcción de la central de energía nuclear de Juraguá o que otorgaran créditos para este fin. Y, so pena de sanciones, prohibía la importación de productos que contuvieran materias primas cubanas.
El segundo capítulo de la ley incluía las políticas norteamericanas para con los gobiernos cubanos del futuro, en términos de una “asistencia para una Cuba libre e independiente”. Preveía que el presidente de Estados Unidos sólo podría levantar el bloqueo cuando se instaurara en Cuba un gobierno de transición —entendido como un gobierno que no incluyera a Fidel ni a Raúl Castro— que hubiera legalizado todas las actividades políticas y “disuelto el actual departamento de seguridad estatal del Ministerio del Interior, incluyendo el Comité para la Defensa de la Revolución y las brigadas de respuesta rápida”; gobierno que hubiera prometido elecciones supervisadas internacionalmente; que garantizara el ejercicio de una justicia independiente, el funcionamiento de sindicatos libres y la existencia de medios de información privados; que tomara “las medidas adecuadas” para la devolución de las propiedades confiscadas a los ciudadanos y empresas norteamericanos o para su indemnización; y que asegurara el derecho de propiedad privada.
No obstante esto, los componentes más controversiales de la ley fueron sus capítulos III y IV. El uno otorgó a las empresas y ciudadanos norteamericanos que sufrieron la confiscación de sus bienes en Cuba (incluidos los exiliados que eran cubanos al momento de la expropiación y que después optaron por la ciudadanía norteamericana) el derecho de demandar ante los tribunales estadounidenses a las compañías extranjeras que hubieran invertido en las propiedades confiscadas, las hubieran usufructuado o se hubieran beneficiado de alguna manera con ellas. La ley utilizó para el efecto un concepto jurídico tan vago como el de “trafficks”. La amplitud de esta disposición tornó previsible que se presentaran, al entrar en vigencia estas normas de la ley, entre 300 mil y 400 mil demandas judiciales por este motivo. El otro capítulo prohibió la entrada a Estados Unidos de los propietarios o accionistas mayoritarios de tales compañías (incluidos sus parientes) así como de su personal directivo.
La ley dio a sus disposiciones efecto extraterritorial puesto que creó sanciones contra las personas naturales y empresas ubicadas en otros países que comerciaran o invirtieran en Cuba. Cosa que asustó y enardeció incluso a los grandes socios comerciales de Estados Unidos, que consideraron que ella contradecía principios fundamentales del derecho internacional y afectaba sus intereses económicos.
A los países de la Unión Europea, antes que el volumen de inversión o de comercio afectado —ya que Cuba era una plaza más bien pequeña—, les preocupó el precedente jurídico que la extraterritorialidad de dicha ley podía establecer en las relaciones económicas internacionales y por eso decidieron no acatar sus preceptos, no obstante lo cual adoptaron una “posición común para promover la apertura democrática en Cuba”.
La ley Helms-Burton tuvo no sólo características de bloqueo sino también de embargo porque a más de cercar comercialmente a Cuba posibilitó la acción judicial contra los bienes de personas y empresas que tenían inversiones en la isla caribeña o hacían negocios con ella.
Obviamente, las medidas contra Cuba tenían esa doble calidad puesto que entrañaban la amenaza de retención de recursos financieros de terceros países o de entidades internacionales de crédito que mantuvieran contactos comerciales o financieros con la isla.
Desde la promulgación de la ley, la aplicación de su capítulo III —referente a las acciones judiciales contra las empresas que hubieran invertido o invirtieran en propiedades que fueron despojadas a ciudadanos norteamericanos o cubanos por el gobierno revolucionario— fue aplazada en varias ocasiones por el presidente Bill Clinton, en ejercicio de la facultad que le dio la propia ley, pese a las protestas de los grupos anticastristas en Estados Unidos. En realidad, la ejecución de ese capítulo y el ejercicio de los derechos que él amparaba se mantuvieron suspensos. Esto pareció ser el resultado de un acuerdo expreso o tácito con los europeos. En la medida en que ellos se alinearan con la política norteamericana respecto a Cuba el capítulo III de la ley Helms-Burton se mantendría suspenso. Lo cual movió a los europeos a insistir, ante el gobierno cubano, en la liberación de los presos políticos, la reforma del derecho penal y la consagración de la libertad de reunión como signos de la apertura que impulsaban. El hecho de que la suspensión del capítulo III hubiera podido renovarse cada seis meses, a voluntad del Presidente de Estados Unidos, hizo que el asunto cubano apareciera frecuentemente en la agenda de la Unión Europea, lo cual sin duda fue un logro de la política exterior norteamericana.
Sin duda que la ley Helms-Burton no se propuso solamente el cambio de gobierno sino la instauración de un nuevo orden político y económico en Cuba, en concordancia con el pensamiento norteamericano, y la asunción de la tutoría sobre la vida cubana del futuro a través del dispositivo que permitía al gobierno de Estados Unidos levantar gradualmente el bloqueo.
Por esos días el senador Helms dijo en un discurso: “Estemos claros. A mí no me importa si el señor Castro abandona Cuba en posición vertical o en posición horizontal. Eso es asunto suyo y del pueblo cubano. Pero debe y tiene que irse de Cuba”.
La ley Helms-Burton y las anteriores, así como el cerco norteamericano de más de cuarenta años, no alcanzaron su objetivo de inducir a una apertura política en Cuba y tampoco es probable que en el futuro cercano esta apertura se logre por esos medios; pero sí han contribuido a menoscabar la situación económica de la isla, agravada por el colapso de su más importante socio comercial, que fue la Unión Soviética. Durante su intervención en el V Congreso del Partido Comunista Cubano en octubre de 1997, Fidel reafirmó que, no obstante las aperturas económicas hechas por su gobierno a causa de la caída de los principales regímenes comunistas, Cuba no se dirigirá hacia el capitalismo.
Durante medio siglo Fidel vio imperturbable desfilar por la Casa Blanca a Dwight Einsenhower, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George Bush, Bill Clinton y George W. Bush y Barack Obama, quienes a su hora trataron de deponerlo por diferentes medios.
El presidente George W. Bush anunció a comienzos de mayo del 2004 la toma de nuevas medidas para “acelerar el fin de la dictadura cubana”. Tales medidas incluyeron la restricción de visitas de cubano-estadounidenses a sus familias en la isla, para impedir que llegaran remesas de dólares, y la intensificación de la propaganda anticastrista mediante las emisiones de la radio y televisión Martí desde aviones militares C-130 en vuelo, cuyas señales no podían ser bloqueadas por el régimen cubano.
Bajo las nuevas reglas, un cubano-estadounidense sólo podía visitar a sus parientes una vez cada tres años por un máximo de catorce días y le estaba vedado, a su retorno, llevar bienes y productos cubanos a Estados Unidos o aceptar regalos durante su permanencia en la isla. El monto de dinero que podía llevar a Cuba se redujo de tres mil a trescientos dólares, el máximo de gastos autorizados en la isla bajó de 167 a 50 dólares diarios y la maleta de cada viajero no podía pesar más de 44 libras.
No dejaron de ser infames esas medidas ya que ellas afectaron más al pueblo de Cuba que a su gobierno.
El presidente Barack Obama, durante su primer período gubernativo que se inició en enero del 2009, mantuvo básicamente la misma política frente a Cuba, aunque permitió el envío de remesas monetarias y la realización de viajes a la isla por razones deportivas, educativas o religiosas.
Los jefes de Estado y jefes de gobierno que asistieron a la XV Cumbre Iberoamericana reunida en Salamanca durante los días 14 y 15 de octubre del 2005, en una declaración pública expresaron su condena al bloqueo de Cuba y manifestaron su “enérgico rechazo a la aplicación de leyes y medidas contrarias al Derecho Internacional, como la Ley Helms-Burton”, por lo que exhortaron al gobierno norteamericano a que terminara con esta medida coercitiva unilateral que afectaba el bienestar del pueblo cubano y obstruía los procesos de integración.
La XVI Cumbre Iberoamericana, celebrada en Montevideo del 3 al 5 de noviembre del 2006, volvió a pedir al gobierno de Estados Unidos que pusiera fin al bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba. El foro iberoamericano condenó el bloqueo por primera vez en su reunión de 1993 en Salvador, Brasil, y, desde entonces, el tema ha constado en su agenda, aunque antes hablaba de embargo y después de bloqueo, que resultaba más pertinente.
En la V Cumbre de las Américas reunida del 17 al 19 de abril del 2009 en Puerto España, capital de Trinidad & Tobago, con asistencia de 34 jefes de Estado y de gobierno de la región —a la que no fue invitado el gobernante cubano Raúl Castro—, varios presidentes latinoamericanos presionaron en sus discursos al jefe de Estado norteamericano Barack Obama, presente en la reunión, para que levantara el bloqueo económico y comercial contra Cuba. Lo calificaron como un “anacronismo”. Y suscribieron un consenso en torno a la idea de insistir ante el gobierno norteamericano para que lo suprimiera, si bien la decisión competía al congreso y no al Presidente de Estados Unidos porque fue el congreso el que impuso el bloqueo contra Cuba a través de la Cuban Democracy Act y lo endureció posteriormente con la ley Helms-Burton.
El 28 de octubre del 2009 la Asamblea General de las Naciones Unidas —por decimoctava ocasión consecutiva— aprobó una resolución de rechazo al bloqueo contra Cuba. Lo hizo por la abrumadora mayoría de 187 votos —de los 192 miembros de la Organización Mundial— contra tres votos negativos —Estados Unidos, Israel y Palau— y dos abstenciones —Micronesia y las Islas Marshall—.
Por vigésimo primer año consecutivo, la Asamblea General aprobó el 13 de noviembre del 2012 por la amplia mayoría de 188 votos contra 3 —los de Estados Unidos, Israel y Palau— una nueva declaración condenatoria del bloqueo financiero y comercial de Cuba. Durante el debate el canciller cubano atacó “la política inhumana, fracasada y anacrónica de once administraciones sucesivas de Estados Unidos”; y el representante norteamericano replicó que los cubano-estadounidenses enviaron a la isla dos mil millones de dólares en remesas de dinero y bienes durante el año 2011 y que su país flexibilizaría el bloqueo si el gobierno comunista emprendía cambios económicos y sociales. El diplomático estadounidense Ron Godard, encargado de los asuntos latinoamericanos ante la Asamblea General, comentó momentos antes de la votación que los problemas económicos y sociales de Cuba no se debían al bloqueo sino a las políticas económicas restrictivas implantadas por su propio gobierno, que afectaban negativamente a sus habitantes.
Igual que en el año 2013, la Asamblea General —con el apoyo de 188 de sus 193 Estados miembros, los votos contrarios de Estados Unidos e Israel y las abstenciones de Micronesia, Palau y las Islas Marshall— volvió a aprobar una resolución de rechazo al bloqueo económico contra Cuba el 28 de octubre del 2014 e instó a Washington para que lo levantara.
Año tras año la Asamblea General de las Naciones Unidas ha aprobado resoluciones condenatorias del bloqueo y ha pedido al gobierno de Estados Unidos que lo clausurara, pero sus decisiones han carecido de valor vinculante.
Los ministros de asuntos exteriores de los Estados miembros de la Unión Europea, reunidos en Bruselas el 19 de noviembre del 2012, resolvieron reanudar el diálogo político con La Habana e iniciar gestiones para la negociación de acuerdos de cooperación con el gobierno castrista pero no sin reclamar libertades y cambios económicos en la isla y sin abandonar la llamada “posición común” acordada en 1996 por los países europeos, que sometía los tratos con Cuba a la democratización de la isla. La decisión de Bruselas significó un cambio de rumbo de la Unión Europea con relación al régimen cubano.
En ese momento el bloque de países europeos era titular de cerca de la mitad de las inversiones extranjeras directas en la isla y más de la mitad de turistas que a ella llegaban procedían del Viejo Continente.
De otro lado, desde el 2008 el gobierno cubano había flexibilizado su régimen social y económico, que había dejado de ser ortodoxamente marxista. Disminuyó el tamaño del aparato estatal, redujo la burocracia, bajó los subsidios estatales, se propuso erradicar la corrupción administrativa, creó posibilidades de empleo por cuenta propia para los trabajadores estatales excedentarios, abrió ciertos espacios para la iniciativa privada, decretó la apertura controlada de la inversión extranjera, liberalizó algunos sectores del comercio, legalizó el mercado inmobiliario —con la limitación de que una persona sólo podía ser propietaria de una vivienda—, aprobó reformas sustanciales en el uso de la tierra agrícola, entregó en usufructo a los agricultores las tierras estatales ociosas para que las trabajen y abrió posibilidades de inversión al capital extranjero.
Las burguesías, especialmente latinoamericanas, han criticado duramente el bajo nivel de vida y de consumo del pueblo cubano. Lo han hecho desde su posición de clase privilegiada. Ciertamente que, comparativamente con los niveles de vida y de consumo de ellas, los del pueblo antillano han sido mucho más bajos. Pero no es esa la comparación que ha debido hacerse, sino la de la calidad de vida de las masas empobrecidas de nuestra América, que no poseen más que su fuerza de trabajo, con la de las masas cubanas que al menos han tenido asegurados niveles básicos de empleo, vivienda, alimentación, salud y educación.
En la última vez que visité Cuba —diciembre del 2006—, pude ver que la calidad de vida del pueblo cubano era sin duda más baja que la de un ciudadano medio latinoamericano —su capacidad de consumo era mucho menor y más restringido el volumen y la diversidad de los bienes y servicios que se le ofrecían— pero mucho mejor que la de las masas pobres de la América Latina capitalista. La población cubana tenía al menos la seguridad de trabajo, salario, educación, servicios médicos —seguridad en su futuro— de la que carecían los amplios sectores indigentes de los otros pueblos latinoamericanos. En las calles de la isla no se veían mendigos, ni analfabetos, ni desocupados, ni niños descalzos, ni borrachos, asaltantes, ladrones o drogadictos, ni <mafias, ni <pandillas juveniles.
Poco tiempo antes de cumplir sus 80 años, Fidel Castro sufrió una dolencia intestinal y fue sometido a intervenciones quirúrgicas poco exitosas. Sus condiciones de salud se deterioraron gravemente, hasta el punto de que se vio forzado a encargar provisionalmente el poder a su hermano Raúl, en su calidad de segundo secretario del partido y primer vicepresidente del Consejo de Estado.
Días antes de la fecha en que el parlamento debía elegir al Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe, el líder cubano tomó una de las más dramáticas decisiones de su dilatada vida política: renunciar al poder.
Lo hizo mediante una carta dirigida el 18 de febrero del 2008 a sus “entrañables compatriotas”, publicada con gran despliegue en la prensa cubana, en la cual les comunicó que no aceptaba una nueva designación para esa función por su mal estado de salud. “Traicionaría mi conciencia —les decía— ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total que no estoy en condiciones físicas de ofrecer”. Y agregó que el proceso revolucionario “afortunadamente cuenta todavía con cuadros de la vieja guardia, junto a otros que eran muy jóvenes cuando se inició la primera etapa de la Revolución”. Y, en una casi tierna invocación a los jóvenes para que asumieran la responsabilidad de conducir hacia adelante el proceso revolucionario, les dijo que “algunos casi niños se incorporaron a los combatientes de las montañas y después, con su heroísmo y sus misiones internacionalistas, llenaron de gloria al país” y hoy “cuentan con la autoridad y la experiencia para garantizar el reemplazo”. Aconsejó a quienes lo sustituyan “ser tan prudentes en el éxito como firmes en la adversidad”, ya que el camino “siempre será difícil y requerirá el esfuerzo inteligente de todos”. Con referencia al pueblo cubano, expresó que “prepararlo para mi ausencia, sicológica y políticamente, era mi primera obligación después de tantos años de lucha”. Dijo que se dedicará a escribir sus reflexiones, pero prometió cumplir con su deber frente a Cuba “hasta el último aliento”.
En consecuencia, la Asamblea Nacional del Poder Popular eligió el 24 de febrero del 2008 al general Raúl Castro Ruz, de 76 años de edad, Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe para el período de cinco años, en sustitución de su hermano Fidel.
En ese momento se abrió, sin duda, una etapa nueva en la historia de Cuba: era la primera vez, en medio siglo, que el líder de la revolución estaba ausente del gobierno.
Al asumir el mando ante la Asamblea, en un discurso que tuvo un cierto dejo de autocrítica acerca de lo que se había hecho o dejado de hacer a lo largo del proceso revolucionario, Raúl Castro se refirió a “la producción de alimentos y sus altos precios”, que tienen un “impacto directo y cotidiano en la vida de la población, sobre todo de las personas con menores ingresos”, y dijo que “se ha avanzado en los estudios (…) para que la tierra y los recursos estén en manos de quienes sean capaces de producir con eficiencia”. Expresó que tomará medidas “dirigidas a la paulatina solución de diversos problemas en la educación, la salud, el transporte, la vivienda, la recreación”, entre otros. Habló también de introducir tecnologías modernas en el proceso de la producción y organizar mejor la mano de obra para incrementar la productividad y la capacidad exportadora del país, todo lo cual debe hacerse “con la participación activa de todos”. Con relación a la deuda externa manifestó: “Estamos obligados a defender la credibilidad del país ante los acreedores y garantizar los recursos necesarios para las inversiones que aseguren el desarrollo”. Reconoció que “son justas las críticas de la población por el uso irracional de los recursos en determinadas entidades estatales por desorganización, falta de control y exigencia, mientras se encuentran pendientes de solución necesidades sociales y económicas”. “A eso se suman —dijo— las pérdidas derivadas del bloqueo económico contra Cuba y la necesidad de enfrentar las consecuencias de desastres naturales de magnitud y frecuencia crecientes, producidos por el cambio climático”.
En su discurso, Raúl Castro explicó a la Asamblea que “hoy se requiere una estructura más compacta y funcional, con menor número de organismos de la Administración Central del Estado y una mejor distribución de las funciones que cumple”. Y agregó: “Lo anterior permitirá reducir la enorme cantidad de reuniones, coordinaciones, permisos, conciliaciones, disposiciones, reglamentos circulares, etcétera, etcétera”, que han mediatizado la administración estatal. Señaló además que “contribuirá a concentrar algunas actividades económicas decisivas, hoy dispersas en varios organismos y hacer mejor empleo de los cuadros”.
Pero antes, como Vicepresidente en ejercicio delegado de la presidencia, Raúl Castro había adelantado ya ciertas líneas maestras de su futuro gobierno. El 26 de julio del 2007, al conmemorarse el aniversario del asalto al Cuartel Moncada, trazó un verdadero programa de acción gubernativa. Desde la tribuna que por casi medio siglo ocupó invariablemente Fidel, prometió ante una multitud de cien mil personas promover cambios en la economía de la isla, incluida la apertura controlada de la inversión extranjera siempre que “se preserven el papel del Estado y el predominio de la propiedad socialista”, y buscar nuevos rumbos en su política internacional, especialmente en la relación con Estados Unidos. Adelantó su disposición a dialogar con el nuevo gobierno norteamericano en el 2009, cuando hubiere dejado el poder el “retrógrado y fundamentalista” George W. Bush. El nuevo gobierno estadounidense —dijo en aquella ocasión— “tendrá que decidir si mantiene la absurda, ilegal y fracasada política contra Cuba o acepta el ramo de olivo que le extendemos”.
Aunque con abundantes citas a su hermano Fidel, habló de “no caer en los errores del pasado”. Reconoció problemas existentes en la alimentación, la vivienda y el transporte. Propuso reactivar la economía de la isla y mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Dijo que “el salario es claramente insuficiente para satisfacer todas las necesidades” y que la política salarial cubana no cumplía “el principio socialista de que cada cual aporte según su capacidad y reciba según su trabajo”. Habló de la posibilidad de trabajar con “empresarios serios y sobre bases jurídicas bien definidas que preserven el papel del Estado y el predominio de la propiedad socialista”.
Por esos años, mientras Cuba soportaba las millonarias pérdidas por el paso de los huracanes Gustav e Ike, que produjeron una aguda crisis alimentaria, Fidel hizo una declaración pública en la que exhortaba a combatir el desvío o apropiación de recursos estatales y, en general, “toda manifestación de privilegio, corrupción o robo” sin “excusa posible en esto para un verdadero comunista”.
En concordancia con los anteriores postulados, el presidente Raúl Castro reconoció y reforzó el valor de la propiedad privada individual, liberalizó algunos sectores del comercio, hasta ese momento restringidos, y autorizó la venta de automóviles, computadoras, teléfonos móviles y otros aparatos electrónicos. Legalizó el mercado inmobiliario aunque con ciertas limitaciones, entre ellas, que una persona sólo podía ser propietaria de una vivienda. Dentro de su estrategia de reactivar la agricultura, dispuso el 10 de julio del 2008 la entrega en usufructo de las tierras estatales ociosas a los agricultores con el fin de ponerlas a producir, estimular la generación de alimentos y reducir las importaciones, que en ese momento representaban el 84% de los alimentos que se consumían en la isla. Los agricultores recibieron entre 13,4 y 40,6 hectáreas a un plazo de diez años prorrogables, si eran personas naturales, o de veinticinco años prorrogables, si eran cooperativas, granjas estatales o entidades agropecuarias. Los beneficiarios debían pagar un impuesto por el uso de las tierras.
El Consejo de Ministros, en sus sesiones del 16 y 17 de julio del 2010, acordó flexibilizar las relaciones laborales para reducir el empleo estatal y crear mayores posibilidades de trabajo por cuenta propia, “como una alternativa más de empleo de los trabajadores excedentes”.
Esas reformas económicas —o contrarreformas, desde la perspectiva de la ortodoxia revolucionaria cubana— estaban destinadas a impulsar la producción y la productividad de Cuba, en un momento en que sufría una muy severa crisis económica y social, probablemente la más grave del período revolucionario.
A partir de la actitud presidencial, los dos periódicos oficiales: “Granma” y “Juventud Rebelde”, empezaron a emitir críticas sobre la ineficiencia y la corrupción en ciertas áreas de la administración pública cubana y a formular referencias inéditas al desempleo, el mal funcionamiento de algunas empresas estatales y las deficiencias en la asistencia médica.
En lo político, el régimen permitió que tres grupos disidentes —la Corriente Socialista Democrática y el Partido del Pueblo, en el interior de Cuba, y la Coordinadora Socialdemócrata en el Exilio, con sede en Miami— se fundieran en un solo partido político opositor, de tendencia izquierdista-democrática, denominado Arco Progresista, cuyo portavoz era el historiador Manuel Cuesta Morúa, radicado en Cuba.
Por supuesto que se trataba de un partido político pequeño, integrado por 400 afiliados y algo más de simpatizantes.
Abandonando los temas tradicionales de la disidencia, Cuesta Morúa formuló una nueva agenda opositora. Condenó el bloqueo económico norteamericano y elogió los avances alcanzados por el régimen cubano en la salud pública y en la educación. Postuló que dos de sus objetivos fundamentales eran la democratización y el bienestar del pueblo cubano, pero no para ir hacia una democracia tradicional latinoamericana y reproducir las viejas prácticas políticas, que no resultaban convincentes para el pueblo de Cuba, sino para avanzar hacia “una concepción gradual de los cambios, institucionalización de las alternativas y del debate político” y respeto a los derechos humanos. Pero para que ello pudiera avanzar —expresó Cuesta Morúa— era necesario “un lenguaje apropiado al diálogo y climas distendidos” —todo ceñido a “nuestro tiempo y a nuestras circunstancias concretas”— e interpuso distancias con la derecha anticastrista que pretendía “convertir a Cuba en el próximo espacio de un experimento neoliberal que enfríe el empuje de las fuerzas progresistas en el continente latinoamericano”. Y criticó, en clara alusión a ciertos gobiernos de la región en la primera década del siglo XXI, la emergencia de “nuevos populismos” que pretendían “monopolizar las opciones de izquierda” en América Latina y el Caribe.
Quedó claro que Arco Progresista no aspiraba a un cambio súbito sino gradual y que, como condición para el éxito de sus estrategias, defendía “una transición en los marcos de la soberanía nacional y a distancia de la política norteamericana hacia Cuba”.
El gobierno de Raúl Castro toleró que el nuevo partido formulara algunos pronunciamientos públicos de crítica a las políticas gubernativas. Sin embargo, impidió la asistencia de Cuesta Morúa al Congreso de la Internacional Socialista en Atenas del 30 de junio al 2 de julio del 2008 y a la convención del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en Madrid por esos días. Las autoridades de migración cubanas no dieron trámite al permiso de salida del dirigente opositor.
Mientras tanto, Fidel Castro, desde su lugar de retiro del poder, recibió con palabras muy amistosas la elección de Barack Obama como Presidente de Estados Unidos. El 22 de enero del 2009 escribió: “El rostro inteligente y noble del primer presidente negro de Estados Unidos desde su fundación hace dos y un tercio de siglos como república independiente, se había autotransformado bajo la inspiración de Abraham Lincoln y Martin Luther King, hasta convertirse en símbolo viviente del sueño americano”.
Su hermano Raúl, en ejercicio de la presidencia, expresó varias veces su disposición de reunirse con el nuevo gobernante de Estados Unidos para mejorar las relaciones entre los dos países.
Por su parte, el presidente Barack Obama, mediante decreto del 12 abril del 2009 —dentro de sus primeros cien días de ejercicio del poder—, levantó las restricciones de viaje o de envío de remesas de dinero o de bienes hacia la isla que pesaban sobre los cubano-estadounidenses residentes en Estados Unidos, sin límites temporales ni de frecuencia. Esas restricciones estuvieron vigentes durante más de tres décadas y su levantamiento benefició a los habitantes de la isla, que pudieron mejorar sus condiciones de vida.
En la V Cumbre de las Américas reunida del 17 al 19 de abril del 2009 en Puerto España, capital de Trinidad & Tobago, con asistencia de 34 jefes de Estado y de gobierno de la región —a la que no fue invitado el gobernante cubano Raúl Castro—, varios presidentes latinoamericanos presionaron en sus discursos al jefe de Estado norteamericano Barack Obama, presente en la reunión, para que levantase el bloqueo económico y comercial contra Cuba. Lo calificaron como un “anacronismo”. Y se suscitó un consenso en torno a la idea de solicitar al gobierno norteamericano que lo suprimiera, si bien la decisión competía al congreso y no al Presidente de Estados Unidos porque fue el congreso el que impuso el bloqueo comercial contra Cuba a través de la Cuban Democracy Act y lo endureció posteriormente con la ley Helms-Burton.
La Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), reunida en San Pedro de Sula, Honduras, el 3 de junio del 2009, resolvió por consenso dejar sin efecto la resolución que excluyó a Cuba del sistema interamericano hace cuarenta y siete años.
La decisión de la Asamblea General —que contó con la adhesión del gobierno norteamericano presidido por Barack Obama, cuyo delegado estuvo presente en la reunión— suscitó reacciones encontradas. Fue recibida con satisfacción por los pueblos y gobiernos latinoamericanos y despertó simpatías en los países europeos. Pero Fidel Castro, en un artículo escrito desde su retiro y publicado en el periódico cubano “Granma”, reiteró sus viejas acusaciones contra la OEA —de la que afirmó que “fue cómplice de todos los crímenes cometidos contra Cuba”— y desechó la posibilidad de reincorporarse a ella; y siete congresistas republicanos estadounidenses manifestaron, por su lado, que “readmitir a esa brutal dictadura es insensato, irresponsable y antidemocrático”, por lo que pidieron suspender la entrega de los aportes financieros de su país para el funcionamiento de la organización regional.
Hay que recordar que Cuba fue expulsada de la OEA el 31 de enero de 1962, en la VIII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores en Punta del Este, Uruguay, bajo la consideración de que —según decía la resolución en el barroco estilo anticomunista de los tiempos de la guerra fría— su gobierno “oficialmente se ha identificado como un gobierno marxista-leninista”, cosa que “es incompatible con los principios y propósitos del Sistema Interamericano”, y de que “la adhesión de cualquier miembro de la Organización de los Estados Americanos al marxismo-leninismo es incompatible con el Sistema Interamericano y el alineamiento de tal gobierno con el bloque comunista quebranta la unidad y la solidaridad del Hemisferio”.
Aquella decisión de Punta del Este —un episodio más de la guerra fría— fue tomada bajo la presión del gobierno norteamericano por catorce votos favorables, uno en contra y seis abstenciones.
Pero 47 años más tarde —el 3 de junio del 2009— los cancilleres latinoamericanos y caribeños reunidos en la Asamblea General de la OEA en San Pedro Sula, Honduras, bajo la presidencia del canciller canadiense Lawrence Cannon, acordaron derogar la mencionada resolución de 1962 y abrir la posibilidad de reintegración de Cuba tras un proceso de diálogo con su gobierno de conformidad con “las prácticas, los propósitos y principios de la OEA”.
Cuba forma parte de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), fundada en la cumbre de 33 jefes de Estado o de gobierno celebrada en Caracas el 2 y 3 de diciembre del 2011 e integrada por 33 Estados de la región, cuyo objetivo declarado es profundizar la integración regional, bajo la convicción de que “la unidad e integración política, económica, social y cultural de América Latina y el Caribe constituye, además de una aspiración fundamental de los pueblos aquí representados, una necesidad para enfrentar con éxito los desafíos que se nos presentan como región”.
Forman parte de este foro continental: Antigua & Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Dominica, Ecuador, El Salvador, Grenada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Surinam, Trinidad & Tobago, Uruguay y Venezuela.
La población de estos países, a la fecha de constitución de la CELAC, rodeaba los 589 millones de habitantes —174 millones de pobres y 73 millones en pobreza extrema— sobre 50,5 millones de kilómetros cuadrados de territorio.
La crisis financiera y económica que estalló en Wall Street en septiembre del 2008 —y que se extendió rápidamente por el mundo globalizado— golpeó duramente a Cuba. Según el diario oficial “Granma” —que citó un informe presentado a la comisión económica parlamentaria por el Ministro de Comercio Exterior e Inversiones Extranjeras, Rodrigo Malmierca— en el año 2009 de las 314 empresas con capital extranjero afincadas en Cuba —que trabajaban en las áreas de turismo, petróleo, comunicaciones, minería y servicios— 56 abandonaron el país a causa de la crisis global, las dificultades internas de la economía cubana, el bloqueo norteamericano y los devastadores efectos de tres huracanes que azotaron la isla en el 2008.
Uno de los problemas económicos más graves que afrontaba Cuba en ese momento era el déficit alimentario, que obligó al gobierno a importar más de dos mil millones de dólares en alimentos en el año 2009, a pesar de que el 54% de la tierra agrícola —o sea 1’230.000 hectáreas— no estaba cultivado y permanecía ocioso. Fue entonces que el gobierno presidido por Raúl Castro autorizó a los campesinos que sembraran los cinturones de tierras que rodeaban a los 169 municipios de la isla —que sumaban alrededor de 600 mil hectáreas— para mejorar la provisión de alimentos a las ciudades y contribuir a estabilizar los precios. Esta red de agricultura suburbana, ubicada en los linderos municipales, estaba constituida por fincas de entre 3 y 20 hectáreas, sometidas al trabajo familiar y al lucro privado.
El 7 de julio del 2010 ocurrió un sorprendente suceso: se juntaron en La Habana el jefe del gobierno cubano Raúl Castro, el Ministro de Asuntos Exteriores de España Miguel Ángel Moratinos y el cardenal Jaime Ortega, representante de la Iglesia Católica cubana, para tratar la situación de cincuenta y dos presos políticos —pertenecientes al denominado Grupo de los 75, detenido en la primavera del 2003— que permanecían en prisión desde ese año. Como consecuencia del inédito encuentro, el gobierno cubano resolvió liberarlos y aceptar la invitación española para que algunos de ellos viajasen a España con sus familiares.
El 18 de diciembre del 2010 el presidente Raúl Castro, en un severo y crítico discurso ante la Asamblea Nacional, se refirió a “los errores cometidos” en las últimas cinco décadas y afirmó que, “o rectificamos o ya se acabó el tiempo de seguir bordeando el precipicio; nos hundimos y hundiremos el esfuerzo de generaciones enteras”. Expresó: “Es necesario cambiar la mentalidad de los cuadros y de todos los compatriotas al encarar el nuevo escenario que comienza a delinearse. Se trata sencillamente de transformar conceptos erróneos e insostenibles acerca del socialismo, muy enraizados en amplios sectores de la población durante años, como consecuencia del excesivo enfoque paternalista, idealista e igualitarista que instituyó la Revolución en aras de la justicia social”. Agregó: “Muchos cubanos confundimos el socialismo con las gratuidades y subsidios, la igualdad con el igualitarismo, no pocos identificamos la libreta de abastecimientos como un logro social que nunca debiera suprimirse”. En su largo discurso anunció oficialmente el ajuste y la actualización del modelo económico cubano, la reducción a partir del 2011 de más de 500 mil puestos de trabajo en el sector estatal, el impulso al pequeño empleo privado y la autorización del trabajo por cuenta propia o asalariado. En ese momento había en la isla 11 millones de habitantes y 4,95 millones de ocupados, de los que el 80% trabajaba en el sector estatal de la economía y el resto tenía licencia para trabajar por cuenta propia o en forma cooperativa.
Los ajustes fueron muy duros.
Pero el Presidente aclaró que los cambios eran para hacer sostenible el socialismo, no para regresar al capitalismo. Primará “la planificación y no el libre mercado” y “no se permitirá la concentración de la propiedad”.
Manifestó que “la construcción del socialismo debe realizarse en correspondencia con las peculiaridades de cada país. Es una lección histórica que hemos aprendido muy bien. No pensamos volver a copiar de nadie, bastantes problemas nos trajo hacerlo y porque además muchas veces copiamos mal (…) aunque no ignoramos las experiencias de otros y aprendemos de ellas, incluyendo las positivas de los capitalistas”.
Otro pronunciamiento muy importante fue el referente al secretismo. “Es preciso —afirmó Castro— poner sobre la mesa la información y los argumentos que fundamentan cada decisión y, de paso, suprimir el exceso de secretismo a que nos habituamos durante más de cincuenta años de cerco enemigo. Siempre un Estado tendrá que mantener en lógico secreto algunos asuntos, eso es algo que nadie discute, pero no las cuestiones que definen el curso político y económico de la nación”.
El 19 de abril del 2011, ante el VI Congreso del partido celebrado en La Habana, el presidente Raúl Castro asumió, en reemplazo de su hermano y líder de la Revolución, la función de mayor poder político dentro de la estructura gubernativa de Cuba: la primera secretaría del Comité Central del Partido Comunista Cubano.
El Congreso —reunido en un momento de severa crisis social y económica de Cuba— aprobó 313 reformas en los sectores claves de la economía —agricultura, industria, comercio, turismo, transporte, comunicaciones— dirigidas hacia la descentralización administrativa y económica y hacia la implantación de un modelo de apertura que “tendrá en cuenta las tendencias del mercado”.
En el Congreso se aprobaron sorprendentes reformas políticas, sociales y económicas, dentro del plan de acción quinquenal propuesto por Castro, que contemplaba la descentralización del aparato estatal, la apertura de la economía hacia el sector privado, el recorte de empleos públicos, la reducción de subsidios, la supresión de la libreta de abastecimiento en virtud de la cual once millones de cubanos recibían alimentos subsidiados, la autogestión empresarial y otras reformas tendientes a “actualizar el socialismo” y armonizar los principios socialistas con el mercado.
En su discurso de clausura Raúl Castro expresó: “para alcanzar el éxito, lo primero que estamos obligados a modificar en la vida del partido es la mentalidad que, como barrera psicológica, ha permanecido atada durante largos años a los mismos dogmas y criterios obsoletos”. Y añadió: “la mentalidad de la inercia debe ser desterrada definitivamente para desatar los nudos que atenazan el desarrollo de las fuerzas productivas”.
Esta fue la mayor reestructuración económica desde las radicales reformas instrumentadas por Fidel Castro en los albores de la revolución.
Siete meses después, en ese camino de liberalización de la economía marcado por el congreso del Partido Comunista, el régimen cubano autorizó por primera vez en cincuenta años la compraventa de viviendas con el propósito de impulsar la economía de la isla y reducir el agudo déficit habitacional, según informó el diario oficial “Granma”. Y agregó: “Las nuevas normas jurídicas reconocen la compraventa, permuta, donación y adjudicación —por divorcio, fallecimiento o salida definitiva del país del propietario— de viviendas entre personas naturales cubanas con domicilio en el país y extranjeros residentes permanentes en la Isla”.
La nueva legislación estableció que sólo se podía ser propietario de una vivienda como residencia permanente y otra en zonas de descanso o veraneo.
Estas y otras reformas formaron parte del paquete de estímulos para expandir el sector privado de la economía, ampliar las opciones de empleo privado y vigorizar la solvencia fiscal.
Como consecuencia de esas reformas de libre mercado, el gobierno cubano expidió un código tributario que, sustituyendo los subsidios estatales anteriores, obligó a los ciudadanos al pago de impuestos a partir del 1 de enero del 2013. Fueron 19 tributos en diferentes ámbitos imponibles: ventas, transporte, explotación agrícola, medio ambiente, herencias y otros, que afectaron a las grandes y pequeñas empresas privadas, explotaciones agrícolas particulares y trabajadores por cuenta propia.
La producción de fármacos y productos químicos y la prestación de servicios médicos de alta tecnología —unas de las principales fuentes de ingreso de moneda dura en Cuba—, que antes estuvieron bajo la autoridad directa del gobierno, pasaron a regirse por “principios empresariales” aunque sometidas a la “planificación centralizada”.
Como parte de este proceso de ajustes y flexibilización económicos aprobados en el 2011 por el Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba para dinamizar la deteriorada economía de la Isla, el 11 de diciembre del 2012 entró en vigor el decreto-ley del gobierno que amplió gradualmente la implantación del cooperativismo —que hasta ese momento estaba permitido solamente en el sector agropecuario— hacia los servicios personales y domésticos, la actividad gastronómica, el transporte, la construcción, la recuperación de materias primas y otros sectores de la economía.
En la reunión del Consejo de Ministros de Cuba, celebrada el 4 de junio del 2013, el vicepresidente Marino Murillo —quien era además coordinador del programa de reformas que impulsaba Raúl Castro— sostuvo que “las medidas que durante décadas se han puesto en práctica en la forma de gestionar la tierra no han conducido al necesario aumento de la producción” y propuso la rectificación de “las distorsiones que han afectado los resultados económicos” en el campo y la urgencia de “poner en igualdad de condiciones a todos los productores, liberalizar las fuerzas productivas y propiciar su eficiencia”. Para lo cual el gobierno debía autorizar a los agricultores “relacionarse directamente con personas naturales o jurídicas en lo relativo al mercado de insumos, servicios y productos”.
En consecuencia, el gobierno cubano decidió crear un mercado de recursos y equipamientos sin subsidios destinado a los productores agropecuarios públicos o privados, de modo que los pequeños agricultores —sean personas naturales o jurídicas— pudieran comprar los insumos que requirieran para sus tareas de producción.
Todo esto fue parte de las reformas prioritarias planteadas por el régimen para revitalizar la agricultura, aumentar la producción de alimentos —asunto que se consideraba de “seguridad nacional” en un país que importaba el 80% de los víveres que consumía su pueblo— e impulsar la economía social.
Como se esperaba, Raúl Castro —de 81 años de edad en ese momento— fue reelegido como Presidente por el Consejo de Estado el domingo 24 de febrero del 2013 para su segundo y último mandato de cinco años. En el mismo acto se eligió al ingeniero electrónico Miguel Díaz-Canel —de 52 años de edad— para ocupar la segunda posición en el gobierno cubano. La elección de Díaz-Canel fue, según dijo Raúl Castro en su discurso ante el parlamento, el inicio de “la transferencia paulatina y ordenada a las nuevas generaciones” ya que “este será mi último mandato”.
En el ámbito económico, con el propósito de “atraer la inversión extranjera, generar exportaciones y promover la sustitución de importaciones”, las autoridades cubanas expidieron en septiembre del 2013 nuevas normas para impulsar y regular la zona económica especial alrededor del puerto de Mariel, en el occidente de la isla.
La constitución de la denominada zona de desarrollo especial de Mariel, de unos 465 kilómetros cuadrados de extensión, buscaba “atraer la inversión extranjera”, “generar exportaciones” y “promover la sustitución de importaciones”, según el texto publicado en la Gaceta Oficial de Cuba.
Las nuevas normas jurídicas otorgaban beneficios fiscales a las empresas que instalaran allí sus operaciones productivas.
En lo que fue una reforma de profunda importancia económica y social —porque implicó significativas concesiones al capitalismo—, el 29 de marzo del 2014 la Asamblea Nacional del Poder Popular aprobó la Ley de la Inversión Extranjera —modificatoria de la Ley 77, vigente desde septiembre de 1995—, que formuló el marco jurídico de la inversión directa de capitales extranjeros en la isla, dentro del cual se establecieron las facilidades, garantías y seguridad jurídica en beneficio de los inversionistas del exterior. Los objetivos de la ley eran obtener financiamiento externo, acceder a los mercados extranjeros, ampliar y diversificar las exportaciones cubanas, sustituir importaciones, acceder a tecnologías avanzadas, crear nuevas fuentes de empleo, iniciar métodos de gerencia empresarial y modificar la matriz energética.
La norma legal aprobada definía la inversión extranjera como la “aportación realizada por inversionistas extranjeros en cualquiera de las modalidades previstas en esta ley, que implique en el plazo por el que se autorice, la asunción de riesgos en el negocio, la expectativa de obtener beneficios y una contribución al desarrollo del país”.
La inversión extranjera, bajo la regulación del Consejo de Ministros, se dirigía a todos los sectores económicos y productivos del país, con excepción de los servicios de salud y educación de la población, las instituciones armadas y los medios de comunicación. Podía encaminarse hacia la explotación de recursos naturales no renovables, la producción agrícola y pecuaria, la administración hotelera y turística, la construcción de inmuebles y el sector servicios. Todo esto bajo tres posibles modalidades: empresa de capital totalmente extranjero, empresa mixta o asociación económica internacional.
Previa autorización del Banco Central de Cuba, los inversionistas extranjeros podían abrir y operar cuentas en moneda libremente convertible en bancos del exterior.
De acuerdo con la ley, el inversionista extranjero podía enajenar sus bienes y participaciones accionarias, previa autorización oficial, y recibir el precio libremente pactado en moneda convertible. Además, el Estado garantizaba al inversionista extranjero la libre transferencia al exterior, en moneda convertible y sin pagar tributos ni gravámenes por la transferencia, de los dividendos y utilidades que obtuviere de sus inversiones en territorio cubano.
La ley admitía la inversión de los exiliados cubanos y de los ciudadanos norteamericanos. Garantizaba a todos los inversionistas la plena seguridad de sus capitales y la no expropiación de sus bienes, les exoneraba del impuesto sobre sus utilidades durante los primeros ocho años y, excepcionalmente, por un período superior y además les eximía del pago del impuesto aduanero durante el proceso de su inversión.
En el curso de la apertura económica, el Consejo de Estado aprobó el 24 de octubre del 2014 una “cartera de oportunidades” que contenía 246 nuevos proyectos de inversión en diversas áreas de la economía cubana por un monto de 8.710 millones de dólares. Fue ésta otra reforma de fondo destinada a atraer al capital extranjero. La cartera de estas nuevas inversiones comprendía la agricultura, la construcción, la industria farmacéutica, la biotecnología, la energía renovable y otras áreas de inversión.
En un acto que despertó el asombro del mundo, los gobernantes Barack Obama de Estados Unidos y Raúl Castro de Cuba mantuvieron el 17 de diciembre del 2014 una cordial conversación telefónica directa —preparada y coordinada por sus respectivos equipos diplomáticos—, en la que acordaron restablecer las relaciones diplomáticas entre sus Estados y abrir las respectivas embajadas en La Habana y Washington.
El episodio sorprendió al mundo. No había ocurrido nada parecido en sesenta años, desde que se frustraron, por la muerte del presidente John F. Kennedy, las negociaciones en torno a una reunión al más alto nivel entre los dos gobiernos.
En su informe televisivo al país Obama explicó que “es hora de poner fin a una política hacia Cuba que está obsoleta y que ha fracasado durante décadas”. Dijo que confiaba en que el Congreso Federal levantara el bloqueo económico, financiero y comercial impuesto a Cuba, que ha fracasado en toda la línea.
El gobernante cubano, por su parte, manifestó públicamente en su comparecencia por televisión que siempre estuvo dispuesto a mantener “un diálogo respetuoso con Estados Unidos, sobre los principios de soberanía y Derecho a la autodeterminación de los pueblos”, y agregó que la decisión del presidente Obama “merece el respeto y reconocimiento del pueblo cubano”.
No obstante, personajes ultraderechistas del Partido Republicano y buena parte de los exiliados cubanos en Estados Unidos criticaron acerbamente la decisión de Obama, con eco en los círculos políticos conservadores de América Latina y el Caribe, que se unieron a las censuras contra la iniciativa del gobernante norteamericano.
Dentro de este proceso de acercamiento diplomático el presidente Obama envió al Congreso Federal la petición de retirar a Cuba de la lista de países promotores del terrorismo que mantiene el Departamento de Estado. Cuarenta y cinco días después, al expirar el plazo que tenía el Congreso para oponerse o bloquear esa medida, el Presidente norteamericano tomó el 29 de mayo del 2015 la decisión de suprimir a la isla antillana de la mencionada lista negra de países comprometidos con el terrorismo internacional —a la que fue incorporada en el año 1982— y dijo que lo hacía al margen de las significativas divergencias que mantenía con ese país. Y el Departamento de Estado declaró que Cuba “no había proporcionado ningún soporte al terrorismo internacional en los últimos seis meses” y que “ha dado garantías de que no apoyará actos de terrorismo en el futuro”.
La resolución entró en vigencia el 4 de junio del mismo año con su publicación en el diario oficial “Federal Register” del gobierno norteamericano.
Se eliminó así uno de los obstáculos para la normalización de las relaciones diplomáticas bilaterales.
En el curso de la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá 10 de abril del 2015 se produjo un encuentro y amigable conversación entre Barack Obama y Raúl Castro. Inmediatamente personeros diplomáticos de los dos gobiernos mantuvieron conversaciones reservadas a lo largo de varios meses con el fin de restablecer las relaciones diplomáticas entre sus dos países. Y finalmente se reabrieron las embajadas en solemnes ceremonias: el 20 de julio de ese año la embajada cubana en Washington y el 14 de agosto la sede diplomática de Estados Unidos en La Habana.
Quedaron reanudadas las relaciones diplomáticas entre los dos países después de 54 años de ruptura.
Los departamentos del Tesoro y Comercio del gobierno norteamericano eliminaron el 18 de septiembre de ese año algunas de las limitaciones al comercio con Cuba, abrieron los viajes hacia este país y eliminaron las limitaciones a determinados tipos de remesas de dinero de los emigrantes cubanos a su país.
Fue hasta ese momento la mayor ampliación de operaciones comerciales y financieras desde que se inició el proceso de acercamiento entre los dos países. Todo eso fue parte, obviamente, del proceso de aproximación y apertura entre los dos países promovido por sus gobernantes.
No obstante, persistía el bloqueo económico y financiero, que solamente podía ser desmontado por el Congreso Federal a través de medios legales.
El límite de dos mil dólares de remesas por trimestre hacia Cuba fue eliminado, igual que el máximo de dinero en efectivo que podía ser llevado a la isla (3.000 dólares para cubanos y 10.000 para extranjeros).
Se mantenía la prohibición de las remesas hacia Estados Unidos de funcionarios del gobierno cubano o del Partido Comunista de Cuba.
El nuevo paquete de medidas permitió el transporte por barco hacia la isla de viajeros autorizados, quienes podían abrir y mantener cuentas bancarias en Cuba para afrontar sus gastos mientras se encontraran en el país. Ciudadanos estadounidenses pudieron tener “presencia comercial” en Cuba a través del establecimiento de empresas de capital mixto.
Jacob Lew, Secretario del Tesoro, señaló en aquella oportunidad que “una relación más fuerte y más abierta entre Estados Unidos y Cuba tiene potencial de crear oportunidades económicas para estadounidenses y cubanos”.
Pero a pesar de ese nuevo paquete de medidas, los vuelos regulares hacia Cuba aún sufrían restricciones, los viajes eran objeto de licencias específicas para las personas interesadas y persistían los bloqueos a la exportación de ciertos bienes hacia la isla.
Ante la sorpresa del mundo, el 17 de diciembre del 2014 los gobernantes Barack Obama de Estados Unidos y Raúl Castro de Cuba mantuvieron una cordial conversación telefónica directa —preparada y coordinada por sus respectivos equipos diplomáticos—, en la que acordaron restablecer las relaciones diplomáticas entre sus Estados y abrir las respectivas embajadas en La Habana y Washington.
El acto sorprendió a la opinión pública mundial. No había ocurrido nada parecido en sesenta años, desde que se frustraron, por la muerte del presidente John F. Kennedy, las negociaciones en torno a una reunión al más alto nivel entre los dos gobiernos.
En su informe televisual al país Obama explicó que “es hora de poner fin a una política hacia Cuba que está obsoleta y que ha fracasado durante décadas”. Dijo que confiaba en que el Congreso Federal levantara el bloqueo económico, financiero y comercial impuesto a Cuba, que ha fracasado en toda la línea.
El gobernante cubano, por su parte, manifestó públicamente en su comparecencia televisiva que siempre estuvo dispuesto a mantener “un diálogo respetuoso con Estados Unidos, sobre los principios de soberanía y Derecho a la autodeterminación de los pueblos”, y agregó que la decisión del presidente Obama “merece el respeto y reconocimiento del pueblo cubano”.
No obstante, personajes ultraderechistas del Partido Republicano y buena parte de los exiliados cubanos en Estados Unidos criticaron acerbamente la decisión de Obama, con eco en los círculos políticos conservadores de América Latina y el Caribe, que se unieron a las críticas contra la iniciativa del gobernante norteamericano.
En el curso de la VII Cumbre de las Américas celebrada en Panamá 10 de abril del 2015 se produjo un encuentro y amigable conversación entre Barack Obama y Raúl Castro. Inmediatamente personeros diplomáticos de los dos gobiernos mantuvieron conversaciones reservadas a lo largo de varios meses con el fin de restablecer las relaciones diplomáticas entre sus dos países. Y finalmente se reabrieron las embajadas en solemnes ceremonias: el 20 de julio de ese año la embajada cubana en Washington y el 14 de agosto la sede diplomática de Estados Unidos en La Habana.
Quedaron reanudadas las relaciones diplomáticas entre los dos países después de 54 años de ruptura.
En lo que fue la primera vez que un presidente norteamericano lo hiciera, el 28 de septiembre del 2015 desde la tribuna de la Asamblea General de las Naciones Unidas y ante los representantes de 193 países —el gobernante cubano Raúl Castro incluido—, Barack Obama planteó la conveniencia de terminar con el embargo contra Cuba —bloqueo, en realidad—, aunque esa decisión dependía del Congreso de Estados Unidos.
Sin embargo, la Asamblea General de las Naciones Unidas, por vigésima cuarta ocasión, votó en contra del bloqueo a Cuba en la sesión del 27 de octubre del 2015 con 191 votos versus 2: el de Estados Unidos y el de Israel. Ronald Godard, embajador norteamericano, explicó su voto con el argumento de que el proyecto de resolución presentado por Cuba, casi idéntico al del año anterior, no reflejaba la situación de acercamiento entre los dos países que en ese momento impulsaban sus gobernantes y que les llevó, incluso, a abrir sus respectivas embajadas en Washington y La Habana.
Los departamentos del Tesoro y Comercio del gobierno norteamericano eliminaron el 18 de septiembre de ese año algunas de las limitaciones al comercio con Cuba, abrieron los viajes hacia este país y suprimieron las limitaciones a determinados tipos de remesas de dinero de los emigrantes cubanos a su país. Fue hasta ese momento la mayor ampliación de operaciones comerciales y financieras desde que se inició el proceso de acercamiento entre los dos países.
No obstante, persistía el bloqueo económico y financiero, que solamente podía ser desmontado por el Congreso Federal a través de medios legales.
El límite de dos mil dólares de remesas por trimestre hacia Cuba fue eliminado, igual que el máximo de dinero en efectivo que podía ser llevado a la isla (3.000 dólares por cubanos y 10.000 por extranjeros).
Se mantenía la prohibición de las remesas hacia Estados Unidos de funcionarios del gobierno cubano o del Partido Comunista de Cuba.
El nuevo paquete de medidas permitió el transporte por barco hacia la isla de viajeros autorizados, quienes podían abrir y mantener cuentas bancarias en Cuba para afrontar los gastos durante su permanencia en el país.
Ciudadanos estadounidenses pudieron tener “presencia comercial” en Cuba a través del establecimiento de empresas de capital mixto.
En el ámbito del turismo, el gobierno cubano señaló a mediados de junio del 2016 que, en el curso de los primeros seis meses de ese año, la entrada de turistas a la isla creció en el 12% con relación a igual período del año anterior. Según información del Ministerio de Turismo, los visitantes procedieron especialmente de Canadá, Alemania, Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Italia, España, México y Argentina.
Todo esto fue parte, obviamente, del proceso de aproximación y apertura entre los dos países promovido por sus gobernantes.
Y, como parte de ese proceso, el presidente Barack Obama visitó Cuba los días 20, 21 y 22 de marzo del 2016. Fue esa la primera visita presidencial desde 1928, en que el gobernante norteamericano John Calvin Coolidge llegó a la isla caribeña para participar en la VI Conferencia Panamericana.
Obama fue recibido en el aeropuerto de La Habana por el Canciller cubano Bruno Rodríguez. Paseó por la parte vieja de la ciudad y disfruto de un partido de béisbol, deporte cuya afición es compartida por los dos países.
En su discurso pronunciado en el Gran Teatro de La Habana, Obama explicó que su viaje se debía a la necesidad de “dejar atrás los últimos vestigios de la guerra fría” y “extender una mano de amistad al pueblo cubano”. Afirmó, con referencia al bloqueo financiero y económico, que era una “carga obsoleta contra el pueblo de Cuba”, razón por la cual había solicitado al Congreso federal su levantamiento. Y, en lo que implicó una crítica contra el régimen castrista, remarcó que “los ciudadanos cubanos deben tener el derecho a expresar lo que piensan”.
Raúl Castro, por su parte, en el curso de las palabras de bienvenida al presidente estadounidense, insistió en la terminación del bloqueo, en los daños y perjuicios que éste le ha causado a su país y en la devolución de la base naval de Guantánamo “ilegalmente ocupada” por Estados Unidos. Guantánamo es un <enclave de 117,60 kilómetros cuadrados situado en el sureste de la isla, que fue ocupado por los norteamericanos en el año 1903.
Durante su permanencia en la isla Obama se reunió con trece líderes de la disidencia para escuchar su pensamiento.
Días después de la partida de Obama, Fidel Castro rompió su silencio y, en una declaración escrita, expresó: “no necesitamos que el imperio nos regale nada”.
En Estados Unidos las opiniones estuvieron divididas. Los sectores políticamente progresistas aprobaron el viaje de Obama para acabar con el bloqueo y la hostilidad contra Cuba, pero los sectores reaccionarios, con el Republican Party a la cabeza, condenaron la visita y afirmaron que ella pretendía legitimar el gobierno de los Castro.
En todo caso, fue ese un importante acercamiento político y diplomático entre los dos países.
En otro campo, en lo que fue la tercera visita vaticana a la isla caribeña —antes estuvieron allí Juan Pablo II en 1998 y Benedicto XVI en el 2012— el papa Francisco I visitó Cuba del 19 al 22 de septiembre del 2015. Ofició una misa en la Plaza de la Revolución en La Habana, a la que concurrieron el comandante Raúl Castro y la presidenta argentina Cristina Fernández. Luego visitó a Fidel Castro en su casa para conversar sobre temas ecológicos y el estado de la economía global. Al día siguiente viajó a las ciudades de Holguín —capital de la provincia donde nacieron los hermanos Castro— y Santiago de Cuba, desde donde partió hacia Estados Unidos.
El 12 de febrero del 2016, en la escala de su viaje aéreo a México, el pontífice católico se reunió en el aeropuerto de La Habana con el patriarca Kirill de la Iglesia Ortodoxa Rusa para dar por terminados casi mil años de enemistad institucional, iniciados a raíz del cisma cristiano del año 1054.
Inaugurando los vuelos comerciales regulares entre Estados Unidos y Cuba —suspendidos por más de medio siglo—, a las 10:56 horas de la mañana del 31 de agosto del 2016 aterrizó en el aeropuerto internacional Abel Santamaría de la ciudad de Santa Clara de Cuba el Airbus 320 de la aerolínea JetBlue Airways, que partió del aeropuerto de Fort Lauderdale en La Florida. Entre sus 150 pasajeros estuvo Anthony Foxx, Secretario de Transporte del gobierno estadounidense, quien sustuvo conversaciones en La Habana con los funcionarios cubanos de aviación.
En aquel momento las empresas norteamericanas JetBlue Airways, American Airlines, Frontier Airlines, Silver Airways, Southwest Airlines y Sun Country Airlines habían recibido los permisos de operación en cinco ciudades estadounidenses —Miami, Fort Lauderdale, Chicago, Minneapolis y Filadelfia— para volar hacia nueve destinos cubanos: Santa Clara, Santiago de Cuba, Camagüey, Cayo Largo, Cayo Coco, Cienfuegos, Holguín, Manzanillo y Matanzas.
En el curso de este proceso de acercamiento entre los dos países, el líder de la revolución cubana falleció en La Habana el 25 de noviembre del 2016, a los noventa años de edad, tras largos años de enfermedad. Hubo conmoción y lágrimas en la isla. El gobierno decretó nueve días de duelo nacional. Sus restos fueron cremados y sus cenizas, después de recibir un multitudinario homenaje en la Plaza de la Revolución de La Habana con la asistencia de varios jefes de Estado y de recorrer las provincias de la isla con los mayores honores, fueron incrustadas en una roca en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba, cerca de la tumba de José Martí.