Con frecuencia las cosas obvias son difíciles de definir. Eso ocurre con la noción de pobreza. Podría decirse que es la imposibilidad económica de satisfacer necesidades básicas, que es la penuria de recursos materiales para llevar una vida humana de dignidad elemental, que es la negación de los derechos humanos fundamentales. Sin embargo, la pobreza es algo más que eso. No sólo se trata de la carencia de bienes y servicios indispensables para la vida sino también de la conciencia que acompaña a esta situación, es decir, del juicio de valor que los pobres hacen sobre su propio quebranto.
De esto se desprende que la pobreza tiene dos componentes: uno objetivo, que es la carencia material, y otro subjetivo, que es el estado de conciencia acerca de ella. La pobreza existió siempre. Fue una vieja herencia histórica de la humanidad. Lo nuevo es el juicio de valor sobre ella que hoy formulan los pueblos.
En los regímenes capitalistas, en que ser es tener, la identidad personal depende, en buena medida, de la propiedad. Por lo que la cuestión de la pobreza deriva además en un problema de identidad.
Pero el concepto mismo de pobreza es relativo —geográficamente relativo— porque, como escribió el economista norteamericano Paul Samuelson (1915-2009), “lo que en Estados Unidos sería pobreza en Asia podría ser prosperidad”.
No existe realmente una teoría de la pobreza. En la temprana época cristiana los evangelios hablaron de la pobreza como una credencial de los aspirantes para entrar al cielo y condenaron la riqueza como un mal en sí mismo. Mateo aconsejaba a los ricos que, en lugar de “amontonar tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen”, reunieran tesoros en el cielo (VI, 19 y 20). Marcos atribuía a Jesús haber aconsejado a un joven fariseo que vendiera cuanto tenía y diera a los pobres porque “más fácil es el pasar un camello por el ojo de una aguja que el entrar un rico en el reino de Dios” (X, 21, 25). Y en concordancia con esto Lucas ponía en boca de Jesús: “Bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios”.
La Iglesia Católica, por veinte siglos, exaltó el esclavismo y la pobreza en conformidad con las enseñanzas del apóstol san Pablo, quien en su Epístola Segunda a los Corintios exhortaba a los esclavos a no pretender cambiar “la condición que el Señor les ha asignado” porque “ante el Mesías todo esclavo es un hombre libre y todo hombre libre un esclavo de Jesucristo” (VII, 20-22); y en su Epístola a los Efesios advertía: “Siervos, obedeced a vuestros señores temporales con temor y respeto, con sencillo corazón, como al mismo Cristo”, puesto que “es la voluntad de Dios que los ha puesto en tal estado” (VI, 5, 6).
El economista inglés Thomas Robert Malthus (1766-1834) se aproximó a una teoría de la pobreza con su hipótesis de que los excedentes de población, en relación al volumen de producción de alimentos, son el origen de las penurias. Y Carlos Marx hizo lo propio con su teoría de la plusvalía —o sea el trabajo no pagado por el patrono—, que es la fuente de la acumulación del capitalista y de la pobreza del obrero. Pero estas fueron aproximaciones solamente. La pobreza es un fenómeno multicausal. En el nacimiento de ella concurren muchos factores. Enrique Iglesias, en ese momento presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, señalaba al menos cinco: el cambio demográfico, la distribución del ingreso, la situación del empleo, la prestación de los servicios sociales y las condiciones prevalecientes en materia de educación y formación de recursos humanos. Estos factores, a su vez, responden a otros y otros, en una cadena sin fin de carencias y postergaciones que describen un verdadero círculo vicioso. Porque la explosión demográfica, que es causa de la pobreza, es a su vez fruto de la ignorancia, que es una de las consecuencias de la pobreza. La insuficiencia de recursos para atender el desarrollo y el empleo se debe también a la pobreza pero estos factores, a su vez, la profundizan.
Los ocho objetivos de desarrollo aprobados en la Cumbre del Milenio, reunida en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York durante los días 6 y 7 de septiembre del 2000, tienen directa relación con la lucha contra la pobreza:
1. Erradicar la pobreza extrema y el hambre
2. Lograr la enseñanza primaria universal
3. Promover la igualdad y autonomía de la mujer
4. Reducir la mortalidad infantil
5. Mejorar la salud materna
6. Combatir el VIH/SIDA, la malaria y otras enfermedades
7. Asegurar la sostenibilidad del medio ambiente y
8. Fomentar una asociación mundial para el desarrollo.
Sabemos que la pobreza acompañó al hombre a lo largo de los tiempos. Sin embargo, la historia de la pobreza es menos abundante que la de la opulencia. Los pobres tienen menos historia que los ricos. Desde las épocas de los pueblos primitivos la esclavitud, las guerras, los desplazamientos humanos, los desastres naturales, la dominación de unos grupos por otros, los éxodos masivos fueron algunas de las causas de la pobreza. Esas causas no cesaron de crecer al ritmo de la evolución de los diferentes modos de producir e intercambiar los bienes económicos y de apropiarse de los excedentes. En cada época aparecieron nuevos factores de desigualdad social y de pobreza. En nuestros días, paradójicamente, los avances de la ciencia y de la tecnología amenazan con forjar formas nuevas de exclusión a causa del desgaje entre el progreso científico y el atraso de las concepciones éticas.
La pobreza, en la medida en que determina la carencia de los elementos necesarios para sobrellevar una vida digna, moldea un tipo de ser humano disminuido, con su libertad recortada, con deformaciones de la personalidad, carencias espirituales, abulia y desequilibrios psíquicos, que le impiden superar su situación.
En su Informe Mundial del Desarrollo 2000, el Banco Mundial entrevistó a miles de personas de bajos ingresos, dentro del ejercicio que denominó “las voces de los pobres”. Y sus páginas reflejaron la inseguridad de los pobres frente a la vida. No tienen voz. Se sienten precarios, saben que no controlan su propio destino, que son golpeados por fuerzas que no pueden resistir. Muchos carecen de seguro de desempleo, de salud y de vejez. Sus rentas son inciertas. No saben lo que les deparará el futuro. Ni siquiera el futuro inmediato. Hoy pueden comer pero no saben si mañana podrán hacerlo. Sufren una permanente sensación de impotencia.
La pobreza forja una cultura, es decir, un conjunto de valores, creencias, cosmovisiones, actitudes, sensibilidades y modos de comportamiento en el grupo humano que la sufre.
Ser pobre, sentirse pobre, soportar el desamparo, sufrir la desigualdad: es una experiencia estresante que daña la salud. Michael Marmot, profesor de epidemiología y salud pública en University College de Londres, ha hecho estudios muy sustentados sobre la permanente relación que existe entre pobreza y mala salud física, psíquica y emocional de quienes la sufren. Llegó a la conclusión de que, en el marco de la estratificación social, la salud de los seres humanos se deteriora a medida en que descienden en el escalafón social. Y lo dramático —sostiene el científico británico— es que el fenómeno tiende a prolongarse en las futuras generaciones de los pobres.
Los instrumentos de la producción y las tecnologías de la comunicación dejan sus huellas en la cultura. La propiedad o el uso de ellos condiciona la vida individual y social. El uso del teléfono, la radio, el cine, la televisión, los ordenadores, la microcomputación, internet y los modernos software de la comunicación contribuye a forjar una cultura y un estilo de vida. Desde esta perspectiva, en la medida en que los pobres no tienen acceso a esos prodigios de la tecnología moderna o tienen un acceso muy limitado, forjan una cultura diferente: la “cultura de la pobreza”, que es distinta de la “cultura de la riqueza” de los sectores económicamente aventajados. La pobreza condiciona las formas de vida individuales y colectivas y marca una manera de ser, un modo de pensar y de sentir y un peculiar estilo de hacer las cosas cotidianas.
Esta es la “cultura de la pobreza” que surge en los segmentos indigentes de una sociedad.
La pobreza es parte de la esquizofrenia de las sociedades de mercado, que entrañan un profundo fraccionamiento entre ricos y pobres. La pobreza está siempre ligada a las normas e instituciones prevalecientes en una sociedad y a las decisiones políticas que, en concordancia con ellas, toman los gobiernos. Los regímenes laborales y fiscales injustos conducen a la concentración de la riqueza y a la inequitativa distribución del ingreso, que son fenómenos intrínsecos de la economía de mercado. Las fuerzas mercantiles, el denominado comercio libre, la libre competencia, la abstención estatal y la globalización agudizan el problema.
El economista Robert Frank de la Universidad de Cornell afirma que la economía de mercado produce una “sociedad donde el ganador se lleva todo”. Lo cual se ve con entera claridad en los regímenes de remuneración de las empresas, especialmente de las grandes empresas. El proceso de concentración de los ingresos de sus ejecutivos lo demuestra. El Instituto para Estudio de Políticas, con sede en Estados Unidos, reveló que en el año 2004 los presidentes y directores ejecutivos de las grandes corporaciones ganaron 431 veces más que el ingreso promedio de un trabajador. Y el profesor inglés Anthony Giddens, en su libro “La Tercera Vía” (2000), afirma también que bajo el neoliberalismo y la globalización “la acumulación de privilegios en la cúspide es imparable” y que “la brecha entre los trabajadores mejor pagados y peor pagados es mayor de lo que ha sido durante al menos cincuenta años”.
Y lo peor de todo esto es que las diferencias en el ingreso se agrandarán en la >sociedad del conocimiento de los próximos años, a menos que se tomen medidas enérgicas para impedirlo.
El Foro de Sao Paulo —organización latinoamericana de izquierdas marxistas y no marxistas fundada en 1990—, en su empeño por poner de manifiesto el proceso de concentración del ingreso en las elites y la profundización de la pobreza en las masas, sostuvo en su IX encuentro efectuado en Managua en febrero del 2000 que “mientras en 1960 el 20 por ciento más rico de la población mundial disponía de un ingreso 30 veces mayor que el del 20 por ciento más pobre, hoy esa relación es de 82 a uno. Existen actualmente 358 personas, las más ricas del mundo, cuyo ingreso anual es superior al ingreso del 45 por ciento de los habitantes más pobres, o sea 2.600 millones de personas”. Y agregaba: “30 millones de personas mueren por hambre cada año y más de 800 millones están subalimentadas”.
Es tan dramática la injusta distribución del ingreso, que el periodista Nicholas D. Kristof del “The New York Times” afirmó, con base en los datos del Informe sobre Desarrollo Humano 2005 del PNUD, que los quinientos individuos más ricos del planeta tienen, en conjunto, el mismo ingreso que los 416 millones más pobres.
Según advirtió la United Nations Conference on Trade and Development (UNCTAD) en su informe “The Least Developed Countries Report 2002″, si persisten las tendencias económicas actuales, en el año 2015 habrá más de 420 millones las personas que vivan con menos de un dólar al día en los países menos adelantados (PMA). Lo cual significa que en esos países la extrema pobreza, o sea la subsistencia con un dólar diario, se habrá duplicado en 30 años.
Fueron especialmente dolorosos los índices de pobreza en los PMA de África —34 países de los 49 que integran ese grupo—, ya que la población que vivía con menos de un dólar diario per cápita pasó del 56% en la segunda mitad de la década de los años 70 al 65% en la segunda mitad de los 90 del siglo anterior, período durante el cual el consumo medio disminuyó de 66 a 59 centavos de dólar diarios. Y en la segunda mitad del decenio de 1990 casi nueve de cada diez personas de los PMA africanos vivían con menos de dos dólares diarios y su consumo medio fue de apenas 86 centavos por día (en comparación con 41 dólares diarios en Estados Unidos). Los PMA de Asia alcanzaron índices menos deprimidos, ya que entre la segunda mitad de la década de los años 70 y la segunda mitad de los 90 la proporción de personas que vivían con menos de un dólar diario disminuyó del 36% al 23%, mientras que su consumo medio pasó de 85 a 90 centavos de dólar por día. Según el referido informe de la UNCTAD, en la segunda mitad del decenio de 1990 dos terceras partes de la poblacion de los PMA de Asia vivían con menos de 2 dólares diarios y su consumo medio era de 1,42 dólares por día.
Las estimaciones de la UNCTAD fueron hechas en dólares constantes de 1985 y con arreglo a las cuentas nacionales y por tanto difieren de las estadísticas internacionales de la pobreza fundadas en encuestas para estimar los ingresos y el consumo de los hogares de una muestra representativa de la población nacional.
Ellas ponen de relieve la difícil tarea de alcanzar la meta internacional de reducir a la mitad la pobreza extrema entre 1990 y 2015 en los países del mundo subdesarrollado, que dependen mucho de las exportaciones de productos primarios.
El Programa de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Urbanos, en un informe especial acerca del estado de las ciudades del mundo 2006-2007, advirtió que, si las cosas siguen como están, en el año 2020 alrededor de 1.400 millones de personas vivirán en los asentamientos precarios que rodean a las grandes urbes, sin servicios públicos esenciales y con altas tasas de violencia y criminalidad. Señaló que en el año 2006 mil millones de personas vivían en tales condiciones, diez por ciento de las cuales pertenecían a los países desarrollados y el resto se distribuía en los cinturones de vivienda precaria de las ciudades de África, Asia y América Latina. Especialmente dramática era la situación africana. En los países subsaharianos el 72% de la población urbana vivía en las zonas de hacinamiento y en algunos países —como Etiopía y Chad— toda la población urbana estaba asentada en ellas. El informe puntualiza que el hacinamiento era tan brutal que había más de tres personas por habitación, y que, por ejemplo, en un asentamiento urbano de Harare, capital de Zimbabue, mil trescientas personas compartían un baño compuesto por seis pozos que hacían de letrinas.
Hay diferentes niveles de pobreza: pobreza absoluta (llamada también pobreza extrema o crítica) y pobreza relativa, que tiene ciertos atenuantes.
Se han propuesto diversos métodos para “medirlas”. Es clásico el ingreso per cápita. De acuerdo con este indicador se ubicó en la pobreza absoluta a las personas con ingresos inferiores a la llamada “línea de indigencia” y en la pobreza relativa a aquellas cuyo ingreso iba por la “línea de pobreza”. Pero este y otros sistemas tradicionales de signo cuantitativo resultaron muy poco precisos en las sociedades de grandes contrastes. Por ejemplo, si el crecimiento del PIB obedece a un aumento de las exportaciones de minerales o de petróleo en un polo de desarrollo de gran densidad de capital dentro de un país, el crecimiento de ese indicador no se traduce en una reducción de la pobreza ni, en esas condiciones, el incremento del PIB per cápita significa necesariamente un crecimiento del consumo privado por persona. Lo cual obligó a buscar otros métodos. Se intentó entonces la indagación del grado de insatisfacción de las necesidades básicas de una comunidad y se formuló el parámetro denominado necesidades básicas insatisfechas (NBI) o se fue por el lado de los ingresos medidos en términos de la “canasta familiar” y se propuso el método de línea de pobreza (LP). Pero ninguno resultó enteramente aceptable.
Frente a estas deficiencias, el investigador francés Philippe Saint-Marc ha propuesto como indicador el bienestar nacional neto (BNN) que resulta de ponderar una serie de factores: renta per cápita, nivel de consumo, forma de trabajo, duración de la jornada laboral, tiempo que toma cotidianamente el traslado del hogar al lugar de trabajo, clase de vivienda, medio ambiente y una serie de elementos cualitativos de la vida humana. A ellos se deben añadir consideraciones ecológicas. En los países desarrollados con frecuencia los niveles de ingreso y las comodidades modernas, que han alcanzado alturas admirables, se ven contrarrestados por el brutal deterioro de la naturaleza que degrada la vida humana.
Por su lado, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha incorporado desde 1990 una nueva fórmula de medición de las condiciones de vida que se aproxima más a las realidades profundas de las sociedades. Es el índice de desarrollo humano (IDH) que introduce nuevos elementos a la medición y que combina indicadores cuantitativos y cualitativos.
Esta nueva fórmula pretende ser una medida del bienestar de un pueblo, de sus condiciones integrales de existencia, de su índice de felicidad. Ella contiene un summum de elementos diversos que forman la calidad de vida humana.
Según el PNUD, el <índice de desarrollo humano comprende tres componentes básicos: longevidad, conocimientos e ingreso. La longevidad se mide por la esperanza de vida al nacer que tiene cada persona. Los conocimientos se calculan por el nivel educacional, la alfabetización de adultos y la tasa combinada de matriculación primaria, secundaria y terciaria. Y el ingreso, por el caudal dinerario que percibe periódicamente cada familia, aunque no garantiza por sí solo una mejor calidad de vida. El ingreso alto es siempre una mera posibilidad de vivir mejor que depende del uso que las personas den al dinero.
No existe necesariamente una relación directamente proporcional entre ingreso y desarrollo humano. Tradicionalmente, Colombia, Costa Rica, Chile, Madagascar, Sri Lanka, Tanzania y Uruguay —anota el PNUD— han logrado reflejar el nivel de su ingreso en las condiciones de vida de sus habitantes, y aun puede decirse que el progreso humano ha superado el nivel de sus ingresos, pero en otros países —como Angola, Arabia Saudita, Argelia, los Emiratos Árabes Unidos, Gabón, Guinea, Libia, Namibia, Senegal y Sudáfrica— su renta nacional va por delante del desarrollo humano de sus habitantes.
Esto demuestra que no siempre el nivel de ingresos de un país significa un avance en términos de desarrollo humano de su población.
Con base en esta nueva fórmula el PNUD, en su informe del 2013, clasificó a los países en función de sus índices de desarrollo humano. Según este cuadro —que estudió 187 países—, Noruega estaba en el primer lugar en desarrollo humano, seguida de Australia, Estados Unidos, Holanda, Alemania, Nueva Zelandia, Irlanda, Suecia, Suiza, Japón, Canadá, Corea del Sur y los demás países. Por cierto que este cuadro es susceptible de pequeñas variaciones a través de los años. Los países desarrollados se turnan en los primeros lugares. De todas maneras, se nota muy claramente que el escalafón, en función del desarrollo humano, no coincide con el del producto interno bruto. Hay países que están adelante en la medición cuantitativa (PIB) y postergados en la cualitativa (IDH). Lo cual quiere decir que la distribución de su ingreso no es eficiente o que los recursos no están empleados en concordancia con las prioridades humanas.
En América Latina y el Caribe el país mejor situado fue Chile, que ocupó el puesto 40, seguido de Argentina (45), Bahamas (49), Uruguay (51), Cuba (59), Panamá (59), México (61), Costa Rica (62), Granada (63), Antigua y Barbuda (67), Trinidad y Tobago (67), Venezuela (71), Dominica (72), Saint Kitts y Nevis (72), Perú (77), San Vicente y las Granadinas (83) y Brasil (85). Los más atrasados fueron: Haití (161), Santo Tomé y Príncipe (144), Guatemala (133), Nicaragua (129), Honduras (120), Guyana (118), Paraguay (111) y Bolivia (108).
En el contexto total los países más rezagados fueron: Níger (187), República Democrática del Congo (186), Mozambique (185), Chad (184), Burkina Faso (183), Mali (182), Eritrea (181), República Centroafricana (180) y Guinea-Bissaud (179). Todos situados en África.
Para formular este escalafón del IDH el PNUD ponderó el progreso medio de los países en tres aspectos prioritarios del desarrollo humano: a) vida larga y saludable para su población, medida a través de la esperanza de vida al nacer; b) educación, medida a través de la tasa de alfbetización de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en nivel primario, secundario y terciario; y c) nivel de vida digno, medido a través del producto interno bruto per cápita.
En muchos países hay diferencias de desarrollo humano entre los grupos étnicos de la población. Unos grupos tienen indicadores menores que la media general. Con frecuencia la desventaja se inicia en el momento de nacer. Es singular el caso de Estados Unidos: si sólo se tomara en cuenta a la población blanca, ese país ocuparía el primer lugar en los índices del desarrollo humano, pero si sólo se contabilizara a la población negra, bajaría al puesto 31.
Algo parecido ocurría con la Sudáfrica del <apartheid: su índice de desarrollo humano global, según cifras de 1994, fue 0,650 puntos. Pero éste se formó del promedio de 0,878 que tenía la población blanca y de 0,462 la población negra. Por tanto, si sólo se tomara en cuenta a los blancos Sudáfrica estuviera en el puesto 24 del escalafón mundial, inmediatamente después de España; pero si sólo contaran los negros, bajaría al puesto 123, inmediatamente antes del Congo.
Pero estas disparidades e incongruencias se dan no solamente con relación al factor étnico, como en el caso de Estados Unidos y la República Sudafricana, sino también con relación a las diferencias entre hombres y mujeres y a las desigualdades regionales.
Según estimaciones del Banco Mundial, a principios de los años 80 del siglo pasado había en el mundo subdesarrollado 500 millones de seres humanos que vivían por debajo del dintel de la pobreza absoluta mientras que diez años después, en 1990, se había duplicado el número de quienes estaban en esas condiciones, con una renta de menos de 370 dólares al año. Es presumible que en los próximos años se agraven las condiciones de pobreza, hambre, desnutrición, enfermedad y analfabetismo, a pesar de la existencia —o quizás por eso mismo— de zonas centrales modernas, internacionalizadas y de extraordinario desarrollo en el seno de las sociedades dualistas de los países del sur.
Atentas las imprecisiones que han demostrado los diferentes indicadores de la pobreza, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) elaboró en 1997 una nueva forma para medirla: el índice de pobreza humana (IPH). Es una fórmula que contiene elementos cuantitativos y cualitativos. Considera que un fenómeno tan complejo como la pobreza no puede ser mirado solamente desde el ángulo de la insuficiencia de ingresos. Hay muchos otros factores que lo determinan: la vida corta, vergonzante y riesgosa, la falta de acceso a los servicios básicos, la carencia de destrezas elementales para poder desenvolverse en la vida comunitaria, la ausencia de dignidad, confianza y respeto por sí mismos: son parte del complejo fenómeno de la pobreza humana.
En su Informe de 1998 el PNUD desglosó el índice de pobreza humana (IPH) en dos elementos: el IPH-1 para estudiar la situación de los países subdesarrollados y el IPH-2 para enfocar las condiciones de vida de los países industrializados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), dado que la pobreza no es un problema de los países atrasados únicamente. Ambos indicadores utilizan los mismos parámetros de medición pero el IPH-2 hace uso de adaptaciones y medidas que reflejan mejor las condiciones sociales y económicas de los países desarrollados y además introduce la exclusión social como una nueva referencia para medir la pobreza en estos países.
Con base en tales parámetros el PNUD clasificó a los países del mundo según el orden de pobreza.
Entre 77 países de menor desarrollo estudiados, Trinidad y Tobago tiene el menor índice de carencias medido por el IPH-1 (con el 3,3%) y después vienen Chile, Uruguay, Singapur, Costa Rica, Jordania, México, Colombia, Panamá, Jamaica, Tailandia, Mauricio, Mongolia, Emiratos Árabes Unidos, Ecuador y los demás países, cuya lista termina con Níger con el 62% de pobreza.
Entre los 17 industrializados, Suecia tiene la incidencia más baja de pobreza medida por el IPH-2 con el 6%, seguida de Holanda, Alemania, Noruega, Italia, Finlandia, Francia, Japón, Dinamarca, Canadá, Bélgica, Australia, Nueva Zelandia, España, Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos de América. Por cierto que este orden no coincide con el del producto interno bruto per cápita, en el cual los Estados Unidos están primeros y tienen detrás a Noruega, Dinamarca, Japón, Canadá y los otros países de la OCDE. Esta diferencia obedece a que la medición cualitativa de la pobreza —IPH— y la cuantitativa —PIB— dan resultados distintos. Lo cual demuestra que no es verdad, como se ha supuesto tradicionalmente, que el mayor ingreso por persona significa menos pobreza ni menor número de pobres.
En el ámbito latinoamericano, la Fundación Ethos —establecida en el 2008 con sede principal en México y autodefinida como independiente, apartidista y sin fines de lucro— formula anualmente su Índice Ethos de Pobreza referido a la región. Hace una medición multidimensional de la pobreza. A las variables tradicionales agrega en la medición otros indicadores ajustados a las condiciones latinoamericanas: institucionalidad democrática, derechos humanos, libertades civiles, cultura política, educación, corrupción, desempleo, salud pública, servicios sanitarios, seguridad, equidad de género, agua potable, electricidad, condiciones de vivienda, pobreza del hogar, pobreza del entorno, condiciones medioambientales y otras que inciden determinantemente en los niveles de pobreza.
En el Índice del 2011 se analizó la situación de ocho países latinoamericanos —o sea del 79% de la población regional—, que fueron situados en el escalafón, en orden descendente, de acuerdo con sus niveles de pobreza. El país más pobre era Bolivia, seguida de Ecuador, Venezuela, Perú, Colombia, México, Brasil y Chile. Argentina no fue tomada en cuenta por la inconfiabilidad de sus cifras oficiales, según explicó la Fundación.
Desde el punto de vista sociológico, la pobreza va siempre acompañada de ciertos usos o modalidades sociales, como la prematura iniciación de la vida sexual, el hacinamiento y la promiscuidad, la formación de familias incompletas, la falta de <planificación familiar, el abandono de mujeres y niños, el trabajo prematuro de menores de edad, la emigración, el absentismo escolar, el >subdesarrollo biológico, el incremento de la delincuencia, la prostitución, la mendicidad, el alcoholismo, la vagancia. Todo esto forma parte de lo que antropológicamente puede llamarse la cultura de la pobreza.
A lo largo de los siglos se ensayaron remedios contra la pobreza —desde la caridad y luego la beneficencia hasta la asistencia social— pero ninguno de ellos ha resultado eficaz.
Como dije antes, la pobreza implica muchas cosas: no sólo es el hecho material de la privación de los más elementales bienes y servicios para una vida digna sino además los juicios de valor que el hombre pobre emite acerca de su propia situación. Antes la gente solía mirar a la pobreza con la familiaridad de un objeto doméstico, que tuvo siempre un lugar en el hogar de sus antepasados. Se la consideraba como parte de la disposición divina de las cosas —recordemos aquello de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos— y, por tanto, como un elemento inseparable de la condición humana. Hoy no. La convicción de que la pobreza puede y debe eliminarse conduce a la rebeldía. Se da entonces la peligrosa ecuación política: pobreza + juicio de valor sobre ella + rebeldía = ruptura de la paz. La cual ha creado problemas muy graves de gobernabilidad.
La pobreza afecta primordialmente a los países del sur. Según el senegalés Jacques Diouf, Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) desde 1994 hasta 2012, 88 países del mundo soportan bajos ingresos y déficit alimentario. 44 de ellos están en África, 17 en Asia, 9 en América Latina y el Caribe, 6 en el Cercano Oriente y África del norte y 12 en Europa y la ex Unión Soviética. Todos estos países carecen en lo absoluto de seguridad alimentaria para su población. En África subsahariana cerca de 200 millones de personas, especialmente los niños, sufren desnutrición crónica y esta cifra tiende a subir.
A mediados de febrero del 2017 el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia —United Nations International Children´s Emergency Fund (UNICEF), fundado en Nueva York el 11 de diciembre de 1946— afirmó que cerca de 1.400 millones de niños estaban amenazados por hambruna en Nigeria, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. Nicolás Peissel, coordinador de la Organización Médicos sin Fronteras (OMS), al clamar al mundo por asistencia humanitaria para esos pueblos africanos, declaró en aquellos días que “la extrema violencia ha tenido un gran impacto en la capacidad de las personas para satisfacer necesidades básicas, como agua potable, suministro de comida, refugio y atención médica”. Esto se debía a la ineptitud y corrupción de sus propios gobiernos, a la violencia, a los conflictos armados, a las cruentas guerras civiles, carencias de refugio, egoísmo de las clases dominantes, inseguridad alimentaria, escasez de agua potable, falta de hospitales y catastróficas sequías. Todo lo cual condujo a la aguda malnutrición de grandes masas de la población.
Y la situación de pobreza y desnutrición de África y de otras regiones del planeta se agrava por el creciente aumento de los precios internacionales de los alimentos, que ha conspirado contra las iniciativas del combate a la pobreza impulsadas por gobiernos e instituciones internacionales. La FAO, en su informe “Food Outlook: Global Market Analysis” (2008), sostenía que a pesar del incremento relativo de la oferta mundial de productos agrícolas básicos, los precios de los alimentos han subido constantemente y el coste de las importaciones de los países pobres con déficit alimentario no ha dejado de incrementarse, en forma tal que en el año 2008 esas importaciones anuales representaron casi cuatro veces más que las del 2000. Lo cual llevó al Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, a decir en abril del 2008 que “la crisis causada en diversos puntos del mundo por el aumento del precio de los alimentos ha alcanzado proporciones de emergencia” y a Hafez Ghanem, subdirector general de la FAO, a afirmar que “la comida ha dejado de ser el producto barato de antaño” y que los precios en alza de los insumos limenticios empeoran aun más el “actual nivel inaceptable de carencia de alimentos de 854 millones de personas”. Por su parte, la directora del Programa Mundial de Alimentos (PMA), Josette Sheeran, advirtió en aquellos días que las reservas de alimentos en el mundo estaban en el nivel más bajo de los últimos treinta años a causa del alza incesante de sus precios en el mercado mundial. Y apuntó la gravedad de la situación al explicar que un hogar medio del mundo desarrollado gasta menos del 18% de su presupuesto en alimentación mientras que en los países del mundo subdesarrollado la media es el 70% —y talvez más—, lo cual reduce enormemente el margen de maniobra de los países pobres que importan alimentos.
La mencionada funcionaria del PMA afirmó en septiembre del 2009 que la hambruna en el mundo alcanzó su nivel más alto de la historia, con más de mil millones de personas afectadas por la escasez de alimentos. Cada seis segundos un niño moría en ese año por causas relacionadas con el hambre. La falta de alimentos afectaba a 642 millones de personas en Asia y el Pacífico, 265 millones en África subsahariana, 53 millones en América Latina y el Caribe, 42 millones en en el Oriente Medio y África del norte y 15 millones en los países del mundo desarrollado. El 65% de quienes padecían hambre vivía en siete países: India, China, República Democrática del Congo, Bangladesh, Indonesia, Pakistán y Etiopía.
En iguales términos se pronunció la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que afirmó que en ese año existían mil veinte millones de seres humanos que carecían de alimentos suficientes en el planeta.
La directora ejecutiva del PMA manifestó además que, de un presupuesto de 6.700 millones de dólares que necesitaba en ese año para hacer frente a la situación, contaba solamente con 2.600 millones. La funcionaria atribuyó la situación calamitosa a “dos tormentas que han coincidido y están golpeando al mundo”: la crisis financiera internacional que comenzó a finales del 2008 y el encarecimiento de los alimentos.
Sin embargo, tres años después —año 2012— la FAO informó que la cifra de la desnutrición crónica mundial había bajado a 868 millones de personas, que representaban cerca del 12,5% de la población mundial: 304 millones en Asia meridional, 234 millones en África subsahariana, 167 millones en Asia oriental, 65 millones en Asia sudoriental, 49 millones en América Latina y el Caribe, 25 millones en Asia occidental y África del norte.
De la cifra total, el 16% correspondía a los países desarrollados. De modo que la geografía del hambre estaba ubicada en las regiones subdesarrolladas del mundo.
El Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias y las organizaciones no gubernamentales Welthungerhilfe de Alemania y Concern Worldwide de Irlanda, conjuntamente, realizan la medición del hambre en el mundo y, ponderando tres indicadores combinados: desnutrición, bajo peso infantil y mortalidad infantil, formulan anualmente el Índice Global del Hambre —Global Hunger Index (GHI)— y clasifican a los países en función de sus realidades alimentarias.
Entienden por hambre las “molestias asociadas con la falta de alimento” y concuerdan con la FAO en que “el consumo de 1.800 kilocalorías por día es el mínimo requerido para vivir una vida saludable y productiva”. La kilocaloría es la unidad de energía térmica de mil calorías.
En el marco de una escala de cien puntos, en la que cero representa la mejor calificación, las mencionadas corporaciones de investigación formularon en el 2012 un escalafón de los países en la geografía del hambre. Burundi ocupó el primer lugar en desnutrición, con el índice de 37,1 puntos, seguido de Eritrea con 34,4 puntos, Haití 30,8, Etiopía 28,7, Chad 28,3, Timor Oriental 27,3 y República Centroafricana 27,3. Salvo Haití y Timor Oriental, todos estos son países africanos.
En América Latina y el Caribe los diez países con niveles de hambre alarmantes fueron: Haití 30,8 puntos, Guatemala 12,7, Bolivia 12,3, República Dominicana 10, Nicaragua 9,1, Honduras 7,7, Ecuador 7,5, Perú 7,4, Guyana 7,2 y Panamá 7.
Lo trágicamente contradictorio de todo esto es que en otros lados del planeta hay altas cifras de desperdicio de alimentos. Por ejemplo, según un análisis publicado por el Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales a mediados de agosto del año 2012, los estadounidenses botaban a la basura hasta un 40 por ciento de sus alimentos cada año, lo que suponía unos 165.000 millones de dólares en desperdicios. El reporte advertía que la mayoría de los desperdicios se producían en el hogar. Debido a que la comida representaba una parte muy pequeña de los presupuestos de las familias, éstas no estaban conscientes de la enorme cantidad de alimentos que desperdiciaban.
Pero tanto el Banco Mundial como el Fondo Monetario Internacional atribuyeron también la crisis alimentaria del mundo a la producción de biocombustibles, que desvía grandes cantidades de insumos alimenticios para generarlos, así como a los desórdenes climáticos y al crecimiento de la demanda de China, India y Brasil.
A pesar de todos los esfuerzos que se hacen, el mapa de la pobreza en el mundo es cada vez más grande. Según datos de 1993 del PNUD, más de mil millones de personas en el mundo padecían pobreza absoluta y el 20% más pobre de la población se encontraba con que el 20% más rico gozaba de un ingreso que era 150 veces superior al suyo. Y en los años siguientes las cosas se agravaron. La población rural de los países subdesarrollados recibe menos de la mitad del ingreso que la población urbana. Las mujeres ganan la mitad que los hombres. La pobreza de los más pobres constituye para ellos un obstáculo para su acceso a los beneficios de la vida política, económica y social. El mercado, que teóricamente está abierto para todos, en la práctica se encuentra cerrado para la población pobre. Las disparidades en el ingreso son enormes. En Indonesia el 20% más pobre de la población recibe sólo el 8,8% del ingreso nacional. En Chile, entre 1970 y 1988, el ingreso real del 20% más pobre disminuyó en el 3% mientras que el del 20% más rico aumentó en el 10%. En Bangladesh los campesinos sin tierras representan aproximadamente la mitad de los hogares rurales pero reciben sólo el 17% del crédito institucional. Los niños sufren el peor impacto de la pobreza. Los índices de mortalidad infantil en los países atrasados son de 114 por mil nacidos vivos y todos los años mueren cerca de 13 millones de niños antes de cumplir cinco años de edad. Hay 200 millones de niños en el mundo que sufren los estragos de la mala nutrición. Por las urgencias económicas de la vida familiar, más de 300 millones de niños, que deberían estar en planteles educacionales, se mantienen al margen de la educación. Son millones los niños que han abandonado sus sórdidos hogares —hogares generalmente incompletos— y viven en las calles de las ciudades del >tercer mundo. En Brasil, en la India, en las Filipinas, en Colombia, en Kenia y en muchos otros países el fenómeno de los niños de la calle es dramático.
De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, de la población global de 6.890 millones de personas en el cambio de milenio, cerca de 1.500 millones soportaban una severa pobreza y una cantidad igual no tenía acceso a los servicios de agua potable.
El economista norteamericano Joseph Stiglitz, en su libro “El Malestar de la Globalización” (2002), afirma que en el nuevo régimen económico de escala mundial “la brecha entre los pobres y los ricos ha aumentado e incluso el número de los que viven en la pobreza absoluta —con menos de un dólar por día— ha subido”. Eso significa que el ingreso de la gente y el bienestar de las sociedades no se han globalizado. Observadores sostenían a comienzos del siglo XXI que alrededor de 1.200 millones de personas vivían con menos de un dólar diario y 2.800 millones, con menos de dos dólares. Esa es, por desgracia, la desoladora realidad del planeta bajo el nuevo orden político y económico internacional de la postguerra fría y al socaire del signo de la <globalización neoliberal.
Hubo un tiempo —las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, especialmente— en que se suponía que el <crecimiento económico era el medio para reducir la pobreza. No había claridad en la estimación de dos fenómenos relativamente independientes entre sí: la producción y la distribución. Se creía que la producción conducía a la distribución por la vía del “goteo” o la “filtración” del ingreso hacia las capas inferiores de la estratificación social. Pero eso nunca ocurrió. El “trickle down effect” resultó fallido. Y, al compás del crecimiento, los estratos superiores continuaron en su proceso de <acumulación mientras que los de abajo se hundieron más. En los años 70 se cuestionó abiertamente la capacidad de este modelo de desarrollo para dar a los pobres oportunidades de progreso y se encargó al Estado la función de ordenar la economía y forzar la distribución.
A pesar de las negativas experiencias del “goteo”, sus modernos inspiradores han vuelto a sostener que parte de los beneficios de los ricos se filtran hacia las capas pobres de la población, con lo cual “todos” quedan contentos. Esta teoría ha servido a la derecha para justificar la concentración del ingreso. La experiencia histórica no ha sido suficiente para persuadirle de que la riqueza no “gotea” ni se “filtra” ni se “desborda” de las cúpulas económicas aventajadas sino que se consolida en las alturas y que la distribución del ingreso no es una acción espontánea sino inducida y eventualmente obligada por la ley y la autoridad.
Lamentablemente, en el decenio de los años 80 el problema de la deuda cambió el rumbo de la política mundial y latinoamericana. La imposición de medidas de <ajuste alejaron la atención de la dirigencia política de los problemas de la equidad. Los organismos financieros internacionales, obsesionados por la estabilidad macroeconómica, perdieron de vista también los profundos conflictos de la pobreza y la desigualdad. Todo conspiró contra las políticas de orden social. Los desniveles socio-económicos se volvieron enormes, la distribución del ingreso se tornó inicua y hoy hay más pobres que antes, aunque todos estos fenómenos están encubiertos por los indicadores macroeconómicos y las estadísticas.
La conclusión a la que he llegado es que el crecimiento económico ni la distribución, por sí solos, resuelven el problema. El crecimiento, si no va acompañado de arbitrios distributivos y redistributivos, conduce a la concentración de la riqueza. Pero la distribución sin crecimiento resulta estéril a la postre porque llega un momento en que no hay qué distribuir. Tienen que conjugarse ambos elementos. El crecimiento es una operación espontánea, acicateada por el afán de lucro de los agentes económicos privados, que el Estado debe procurar no desalentarla. La distribución, en cambio, no es una acción espontánea sino estimulada, programada y, normalmente, constreñida por el poder político. Los actores económicos no tienden de manera natural hacia la distribución de los beneficios. Es la autoridad estatal la que les fuerza a repartirlos entre quienes contribuyeron a su generación. La autoridad tiene la responsabilidad de armonizar el crecimiento con la equidad.
Ragnar Nurkse acuñó la frase ”círculo vicioso de la pobreza” para designar, dentro de la moderna teoría del <desarrollo económico, la constelación de fuerzas que, actuando en cadena, impiden a los países pobres superar su pobreza.
En éstos se producen varios procesos circulares. Uno de ellos tiene que ver con la educación y los recursos humanos, que constituyen factores productivos indispensables para el desarrollo. Sin educación la pobreza se perpetúa: se convierte en hereditaria. Los países pobres no tienen abundancia de tales recursos porque carecen de las disponibilidades financieras para prepararlos y esto ocurre porque su condición de subdesarrollo no les permite tenerlos. El otro proceso circular gira en torno a la pobreza. Dependencia, subdesarrollo y pobreza son como hermanos gemelos. La capacidad para producir riqueza de los países atrasados no puede incrementarse sin una sólida infraestructura de inversión, pero esta no existe sin los recursos financieros procedentes del desarrollo. El desarrollo requiere inversión y no hay inversión por falta de ahorro. Esta es una de las características estructurales del subdesarrollo. La falta de capitales, la estrechez de los mercados y la escasa productividad de las actividades económicas completan el ciclo de la pobreza. Otro proceso circular se mueve alrededor del fenómeno de la dependencia económica. Esta es parte de una dependencia más amplia, que abarca todas las facetas de la vida social. Para salir de ella es menester realizar investigación científica y tecnológica pero eso no es posible sin los recursos económicos que sólo el desarrollo puede proporcionar. Luego no hay desarrollo porque no hay tecnología, no hay tecnología porque no hay dinero y no hay dinero porque no hay desarrollo. Este es otro de los puntos muertos en que se debaten los países en >subdesarrollo.
La forma de salir de estos puntos muertos —o sea de superar el círculo vicioso de la pobreza— es el principal desafío que ellos tienen en esta hora.
Ciento trece jefes de Estado y de gobierno, convocados por las Naciones Unidas, se reunieron en Copenhague en marzo de 1995 en la cumbre mundial sobre desarrollo social para afrontar el problema de la pobreza en el mundo. Allí asumieron el compromiso de combatir la miseria que afectaba a 1.300 millones de seres humanos y mejorar el destino de 800 millones de desocupados, para lo cual aprobaron un programa de acción que contemplaba medidas para la erradicación de la pobreza, el fomento del empleo productivo, la integración social y el combate contra las desigualdades. Este programa comprendía acciones nacionales y de cooperación internacional. Los países del tercer mundo, aunque sin mayor eco, hicieron hincapié en la “humanización” de las “instituciones de Bretton Woods” y en la necesidad de mitigar la onerosa carga de la <deuda externa, que es uno de los obstáculos que impiden su desarrollo.
No obstante, es digno de anotarse que los quebrantos económicos y la pobreza social imperantes en el tercer mundo se combinan con los privilegios y la riqueza acumulada de pequeños círculos. O sea que además de pobreza existen en ellos una inicua distribución del ingreso y prácticas sociales reñidas con la igualdad e incompatibles con la miseria general. Una sarcástica y elocuente paradoja se dio precisamente en la mencionada cumbre social de Copenhague para tratar acerca del combate contra la pobreza en el mundo: el ministerio danés de relaciones exteriores se vio impotente para atender la gran cantidad de solicitudes formuladas por las delegaciones de los países pobres que querían acceder a las mejores y más caras habitaciones en los hoteles de lujo de la ciudad.
La revista norteamericana “Forbes” publicó en el año 2007 la lista anual de los veinte hombres y mujeres más ricos del mundo. Por duodécimo año consecutivo la encabezaba Bill Gates de Estados Unidos, con una fortuna calculada en 56 mil millones de dólares, seguido del norteamericano Warren Buffett con 52 mil millones, el mexicano Carlos Slim Helú con 49 mil millones, el sueco Ingvar Kamprad con 33 mil millones, el estadounidense Lakshmi Mittal con 32 mil millones y otros personajes de la India, Francia, España, China, Canadá, Arabia Saudita y Alemania.
Pero en abril del 2007 el diario “The Wall Street Journal” y la revista “Fortune Magazine” en agosto 6 de ese año informaron que el mexicano Carlos Slim, superando a Bill Gates y a Warren Buffett, se había convertido en la persona más rica del planeta. Eso significaba que, por primera vez, el hombre más rico era de un país pobre.
La revista “Forbes” en el año 2008 modificó el orden anterior: el inversionista norteamericano Warren Buffet asumió el primer lugar con una fortuna calculada en 62 mil millones de dólares, seguido de Slim con 60 mil millones y Gates con 58 mil millones. Según la revista, por primera vez el número de personas con más de mil millones de dólares de fortuna pasó de mil en todo el mundo: 469 norteamericanas, 298 europeas, 211 asiáticas, 84 del Oriente Medio, 38 de América Latina y 25 canadienses.
La misma revista publicó en el año 2009 la nueva lista anual de los hombres y mujeres más ricos del mundo. La encabezaba Bill Gates de Estados Unidos, con una fortuna calculada en 40 mil millones de dólares, seguido del norteamericano Warren Buffett con 37 mil millones, el mexicano Carlos Slim Helú con 35 mil millones, el norteamericano Lawrence Ellison con 22 mil quinientos millones, el sueco Ingvar Kamprad con 22 mil millones, el alemán Karl Albrecht con 21 mil quinientos millones, el hindú Mukesh Ambani con 19 mil quinientos millones, el alemán Theo Alnrecht con 18 mil ochocientos millones, el español Almancio Ortega con 18 mil trescientos millones y otros personajes de Francia, China, Canadá, Arabia Saudita.
Era notoria la disminución drástica de las cifras por las pérdidas que en sus negocios habían sufrido los magnates a causa de la severa crisis económica y financiera mundial de aquellos años.
En el 2010, desplazando a Bill Gates y a Warren Buffett, el empresario mexicano de los medios de comunicación Carlos Slim se convirtió en el hombre más rico del mundo, con una fortuna calculada en 53.500 millones de dólares, seguido de los dos norteamericanos.
Al año siguiente, según la revista, Slim incrementó su fortuna en más de 20 mil millones de dólares, de modo que alcanzó 74 mil millones, y se distanció de sus seguidores: Bill Gates con 56 mil millones y Warren Buffet con 50 mil millones.
En el año 2012 hubo ciertos cambios. Slim (México) siguió en el primer lugar con 69.000 millones de dólares de patrimonio, seguido de Bill Gates (Estados Unidos) con 61.000 millones, Warren Buffet (Estados Unidos) 44.000 millones, Bernard Arnault (Francia) 41.000 millones, Amancio Ortega (España) 37.500 millones, Larry Edison (Estados Unidos) 36.000 millones, Eike Batista (Brasil) 30.000 millones, Stefan Persson (Suecia) 26.000 millones, Li Ka-shing (China) 25.500 millones y Karl Albrecht (Alemania) 25.400 millones.
El escalafón se modificó a marzo del 2014. La revista “Forbes” colocó a Bill Gates en el primer lugar (76.000 millones), seguido de Carlos Slim, Amancio Ortega, Warren Buffet, Larry Edison, Charles y David Koch y Sheldon Adelson.
En el año 2015 “Forbes” volvió a publicar la lista de las personas con las mayores fortunas del planeta, cuyas diez primeras eran: Bill Gates con $ 79.200 millones, Carlos Slim $ 77.100 millones, Warren Buffett $ 72.700, Amancio Ortega $ 64.500, Larry Ellison 54.300, Charles Koch 42.900, David Koch $ 42.900, Christy Walton $41.700, Jim Walton 40.600 y Liliane Bettencourt $ 40.100. En ella incorporó 290 nuevos multimillonarios, de los cuales 71 eran de China.
Es importante observar que el escalafón anual de “megarricos” —enriquecidos con el mercado o con el Estado— demuestra dos cosas: el avance del proceso de concentración de la riqueza y el ascenso de chinos, rusos e hindúes a la privilegiada categoría.
Según la misma revista, en el año 2013 Estados Unidos tenía 403 multimillonarios con fortunas personales mayores de mil millones de dólares y le seguían China (Hong Kong incluido) con 147, Brasil 107, Alemania 57, India 52, Rusia 46, Turquía 39, Indonesia 36, Inglaterra 36 y Canadá 29.
En el año 2011 hubo un cambio: los asiáticos superaron en número a los europeos. En la lista figuraron 332 asiáticos frente a 300 de Europa.
Estados Unidos siguió en el 2014 en el primer lugar en el mayor número de fortunas con 492, China 152 y Rusia 111.
Los hombres más ricos de China (sin tomar en cuenta a Hong Hong) eran en ese año: Zong Qinghou (64 años), dueño del grupo Hangzhou’s Wahaha —el mayor productor de bebidas de China—; Liu Yongxing (62 años), propietario de exitosos negocios de alimentos, de importantes industrias pesadas y de acciones en el sector financiero y de seguros; Zhang Jindong (47 años), segundo más grande empresario de aparatos electrónicos y accionista de compañías de aparatos electro-domésticos japonesas; y Wang Chuanfu (44 años), fundador y presidente de la empresa fabricante de automóviles eléctricos y de la industria de baterías BYD Co. Ltd. Seguían después sesenta multimillonarios chinos, de los cuales uno de cada tres estaba afiliado al Partido Comunista de China.
En ese año el multimillonario chino Huang Guang Yu (41 años), propietario de la cadena Gome de aparatos electrodomésticos y de otras empresas —quien fue el hombre más rico de China en el 2005— recibió de un tribunal de Pekín la condena de catorce años de cárcel bajo la acusación de soborno a las autoridades gubernamentales, uso de información privilegiada y corrupción.
Pero las cifras cambiaron en el 2015. Según la revista de negocios de Pekín “Hurun Report”, China superó a Estados Unidos en número de multimillonarios: 596 contra 537 en ese año.
La revista “Forbes” informó el 26 de octubre del 2015 que, según sus datos, en aquel año la fortuna del hombre más rico de China, Wang Jianlin (61 años), se había incrementado en 17.000 millones de dólares —cifra que superaba el PIB de Islandia—, de modo que su patrimonio pasó de 13.200 a 30.000 millones de dólares —a pesar de la pérdida de dinamismo de la economía china en ese año—, y destronó a Jack Ma, fundador de la gigantesca corporación china de comercio en línea.
En lo que a América Latina se refiere, el mejor situado en el escalafón —después del mexicano Slim— fue el brasileño Eike Batista (53 años), en el séptimo lugar, ligado a la minería y al petróleo, con una fortuna calculada en 30 mil millones de dólares.
Y es interesante anotar que, a la fecha de su posesión de la presidencia de Chile —el 11 de marzo del 2010—, Sebastián Piñera, con una fortuna valorada en 2.200 millones de dólares, era reconocido por la revista “Forbes” como el multimillonario número 437 de su lista de los hombres más ricos del planeta.
En un momento en que la inequidad se encontraba en el punto más alto de su historia en Estados Unidos —por encima, incluso, de los años de la gran depresión—, dos de los multimillonarios norteamericanos: Warren Buffett y Bill Gates, en lo que fue un movimiento sin precedentes en el ámbito de la filantropía, lanzaron en junio del 2010 el proyecto denominado The Giving Pledge y lograron convencer a decenas de los hombres más ricos de su país que donasen la mitad de sus fortunas para obras de beneficencia y solidaridad sociales. Inmediatamente se sumaron al proyecto Eli Broad, John Doerr, Gerry Lenfest, John Mordridge, Michael Bloomberg, Larry Ellison, Boone Pickens, Barry Diller, Ronald Perelman, David Rockefeller, George Lucas, Paul Allen, Ted Turner y otros magnates estadounidenses. La iniciativa ha movido centenares de miles de millones de dólares.
En el año 2012 cinco de los siete gobernantes más ricos del mundo pertenecían a países árabes: Bashar al Asad de Siria, cuyo patrimonio mal habido se calculaba en 45.000 millones de dólares de fortuna; el sultán Muda Hassanal Bolkiah de Brunéi con 40 mil millones de dólares, el rey Abdullah bin Abdulaziz de Arabia Saudita con 18 mil millones, el jeque Khalifa bin Zayed al Nahayan de los Emiratos Árabes Unidos con 19 mil millones y Shayj Mohammed bin Rashid Al Maktoum de los Emiratos Árabes Unidos con 16 mil millones.
Saddam Hussein fue en su momento uno de los dictadores más ricos del mundo. Su fortuna, calculada en 6.000 millones de dólares según la revista norteamericana Forbes de junio 1999, ocupaba un lugar preferente en el escalafón mundial. Pero le superaron, en los años posteriores: Muammar Gadafi de Libia, Hosni Mubarak de Egipto y Bashar al Asad de Siria, cuyas fortunas acumuladas al socaire de sus poderes omnímodos se esparcieron principalmente en cuentas bancarias secretas en Suiza, el Reino Unido, Dubái, sureste de Asia y el golfo Pérsico.
África es un caso dramático. Hasta comienzos del año 2014 allí existían, según la revista nigeriana “Ventures”, cincuenta y cinco multimillonarios cuyas fortunas sumaban 144.000 millones de dólares. Encabezaba la lista Aliko Dangote —dueño de un complejo industrial cementero— con un patrimonio de 20.000 millones de dólares. Según la revista “Forbes”, once de los cuarenta africanos más ricos eran nigerianos, buena parte de quienes hicieron sus gigantescas fortunas en el ejercicio de altas funciones en el gobierno. Esos fueron los casos del general Theophilus Danjuma, antiguo ministro de Defensa —cuya fortuna se calculaba en 600 millones de dólares—, de Mohammed Indimi, pariente del presidente Ibrahim Babangida —con 550 millones—, del exembajador Sani Bello —con cerca de 425 millones— y de Hakeem Bello-Osagie, dueño del holding Premium Telecommunications, quien desempeñó en los años 80 la asesoría gubernamental en petróleo y energía.
Y esto ocurría en un país en el que un altísimo porcentaje de la población de 174 millones de habitantes vivía con un dólar al día. Y en el noroccidente del país —en el estado de Sokoto— las cosas eran aun peores: el 81,2% de sus habitantes subsistía con menos de un dólar diario.
Y la desigualdad socioeconómica no ha dejado de crecer.
En África subsahariana el 48,5% vivía en ese año por debajo del índice de la pobreza: con 1,25 dólares-día.
En el 2016 la revista “Forbes” cumplió treinta años de publicar la lista de los multimillonarios del mundo. En ese año los primeros doce lugares estuvieron ocupados por: 1) Bill Gates con 75.000 millones de dólares, 2) Amancio Ortega 67.000 millones, 3) Warren Buffett 60.800 millones, 4) Carlos Slim 50.000 millones, 5) Jeff Bezos 45.200 millones, 6) Mark Zuckerberg 44.600 millones, 7) Larry Ellison 43.600, 8) Michael Bloomberg 40.000 millones, 9) Charles Coch 39.600 millones, 10) David Coch 39.600 millones, 11) Liliane Bettencourt 36.100 millones y 12) Larry Page 35.200 millones.