El movimiento de la población entre países o entre regiones del mismo país, para cambiar de lugar de residencia, recibe el nombre de migración. Puede tener doble vía: si se produce de adentro hacia afuera se llama emigración y si de afuera para adentro, inmigración.
La emigración es la salida de una persona de su país o de su región con el ánimo de fijar en otros su domicilio.
La inmigración es la entrada de una persona a un país o a una región que no son los suyos, con la intención de residir en ellos temporal o definitivamente.
La migración se divide en: migración exterior y migración interior, dependiendo de si el flujo se realiza entre países o entre regiones de un mismo país, y migración definitiva o migración temporal, en función del tiempo de ausencia de las personas.
La diferencia entre el número de inmigrantes y el de emigrantes en un país durante un lapso determinado se denomina saldo migratorio.
El conocimiento de los movimientos migratorios se obtiene a través de los censos y del registro de pasajeros y es un elemento importante para la planificación económica y social de un país y, particularmente, para la ordenación de su espacio físico.
Es oportuno hacer las diferencias entre los términos: emigrante, refugiado, desplazado, exiliado y confinado. Emigrante es quien, por cualquier razón, especialmente por motivos económicos, abandona su pais o su ciudad para establecerse en otro lugar donde ve mejores oportunidades de empleo y mejoramiento económico. Refugiado es el que se ve forzado a salir de su país por persecución política y pide amparo y protección en otro. Quien por razones de violencia o desórdenes climáticos se ve en el trance de abandonar su lugar de residencia y trasladarse a otro, dentro de su país, es un desplazado. Exiliado es el expatriado por motivos políticos o religiosos. Y confinado es quien sufre como castigo la reclusión en alguna ciudad o lugar de su propio país, de donde no le es lícito salir.
El fenómeno migratorio es muy antiguo. Los desplazamientos de la población en las sociedades primitivas se debían principalmente a fenómenos climáticos, que la llevaban estacionalmente de un lugar a otro. Hoy los motivos son diferentes. Obedecen generalmente a causas políticas, económicas o religiosas. La persecución, el terrorismo, las guerras, el desempleo, la inseguridad, la pobreza, la reagrupación familiar desplazan a las personas y a los grupos fuera de sus fronteras nacionales. Esta ha sido la ley de hierro de la migración desde el principio de los tiempos.
Se atribuye a José Martí la ingeniosa frase de que, “cuando los habitantes de un pueblo emigran, no son ellos los que debían emigrar sino sus gobernantes”.
A comienzos del siglo XXI, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) calculaba que 192 millones de personas vivían fuera de sus países de nacimiento, con inclusión de refugiados y exiliados políticos, de modo que el 3% de la población mundial era migrante. Y el crecimiento de ella marca casi el 3% anual. La dirección de la migración es invariablemente sur-norte, es decir, de los países pobres hacia los países prósperos; y sus motivaciones son siempre: huir del desempleo, de la pobreza y del hambre.
La OIM es una entidad intergubernamental creada en 1951 para velar por el destino de los migrantes en todas las latitudes y prestar cooperación técnica a los gobiernos acerca de las estructuras políticas, jurídicas y administrativas de la migración, del retorno asistido de los migrantes, de la lucha contra la trata de personas, de las situaciones de emergencia, de la seguridad de los migrantes, de la asistencia a migrantes desamparados, de la seguridad de las remesas de los migrantes a sus países, de la gestión de los traslados, de la migración laboral, de la facilitación de la migración legal y de otros temas cruciales del fenómeno migratorio.
El principal destino de los emigrantes latinoamericanos y asiáticos son los Estados Unidos de América, a donde llega una de cada cuatro personas que salen de sus países de origen; y Europa es el principal destino de los emigrantes aficanos.
Según datos estadísticos de la OIM en el 2005, los tres países que enviaban al mundo mayor número de emigrantes eran: China con el 35%, India 20% y Filipinas 7%.
En todo caso, la dirección predominante de los movimientos migratorios internacionales apunta hacia el norte, hacia los países desarrollados, que constituyen un polo de atracción para las comunidades pobres del sur. Más del 80% de la inmigración en Estados Unidos y el 46% en Europa provienen de los países subdesarrollados bajo el efecto conocido como “pull and push”, en virtud del cual, de un lado, los países industrializados ejercen una gran atracción como fuentes de ocupación y prosperidad y, de otro, las condiciones de atraso, desempleo y pobreza predominantes en el tercer mundo expulsan a los sectores marginales de la población. Este efecto se ve potenciado por una serie de factores ligados al progreso moderno, tales como la revolución de las comunicaciones que lleva a los pueblos imágenes de los posibles lugares de destino y la disminución del costo y del tiempo de los viajes. Operan adicionalmente los reclutadores de emigrantes ilegales —llamados coyotes en América Latina, a la usanza mexicana— que explotan el ansia de oportunidades de trabajo de la gente pobre del tercer mundo. El término coyotes, originado en México y acogido por algunos países latinoamericanos —Ecuador, El Salvador, Honduras y otros— denomina a los traficantes de emigrantes que, a cambio de remuneración, se dedican a organizar y tramitar la salida de personas que no tienen sus papeles en regla para abandonar su país o para ingresar a otro —generalmente Estados Unidos o países de Europa occidental— al margen de la ley.
Sólo un muy pequeño porcentaje de los circuitos migratorios se realiza en sentido norte-sur, en concordancia con la dirección del capital y de las inversiones impulsados por los países desarrollados hacia las áreas meridionales del mundo.
Durante la segunda postguerra varios gobiernos europeos abrieron sus sistemas migratorios para acoger a trabajadores de los países en ese momento menos desarrollados de la propia Europa —Portugal, España, Italia, Rumania, Albania, Bulgaria, Polonia— y suplir así su déficit de mano de obra para la industria y otras actividades económicas. Se complementaron la necesidad de mano de obra de unos países con las altas tasas de desempleo de otros. Rumania, Albania, Bulgaria y Polonia impulsaron a sus jóvenes a emigrar hacia los países del oeste europeo para aliviar los problemas sociales internos —incluso con el riesgo de que la emigración de científicos, técnicos, profesionales, intelectuales, artistas, deportistas u obreros cualificados les perjudicara— y Alemania y Francia, especialmente, fueron los países que recibieron las mayores olas inmigratorias.
En las décadas de los años 50 y 60 del siglo anterior comenzó la emigración de africanos y turcos hacia los países de Europa. Después fueron oleadas de asiáticos y luego de latinoamericanos las que presionaron las fronteras de los países europeos. La violenta disgregación del imperio soviético en los años 90 del siglo pasado lanzó hacia Europa occidental y Estados Unidos grandes oleadas de emigrantes que huían de la pobreza, el desempleo y la violencia. Hemos visto en los últimos años desplazamientos masivos en Somalia, Ruanda, Bosnia, Chechenia y otros lugares a causa de conflictos armados. La búsqueda de trabajo y de mejores condiciones de vida y los deseos de superación impulsan a los individuos a abandonar sus países y entrar en otros. Los flujos migratorios de los países del sur hacia los del norte son enormes a pesar de las barreras impuestas por éstos. Los latinoamericanos van principalmente hacia Estados Unidos y los africanos hacia Europa, donde se han formado extensas “colonias” de inmigrantes.
En en el año 2007 España se convirtió en el país comunitario con la mayor tasa de inmigración (10%) —procedente principalmente de África, América Latina y Asia—, seguida por Francia (9,6%), Alemania (8,9%) e Inglaterra (8,1%), países a donde fueron a parar los denominados “sin papeles” o “indocumentados” del tercer mundo.
Libia era una de las grandes puertas de la migración ilegal africana hacia Europa. Por eso, en su visita oficial de 48 horas a Roma en agosto del 2010, el líder libio Muammar Gadafi pidió a la Unión Europea al menos 5.000 millones de euros por año a cambio de frenar la migración ilegal desde África y afirmó que era de interés para los europeos cumplir con su pedido. “Mañana —dijo con poco elegantes palabras de chantaje— talvez Europa ya no será europea sino negra, ya que son millones los africanos que desean venir”. La Comisión Europea respondió con un cortante “sin comentarios” a la propuesta del dictador libio.
La <globalización de las economías ha tenido efectos perversos sobre el empleo en América Latina y, en general, en los países del tercer mundo. La quiebra de empresas productivas a causa de la invasión de los mercados nacionales por bienes y productos extranjeros ha obligado a cerrar sus puertas a muchas unidades de producción, especialmente en el sector industrial. La mano de obra redundante, en estas condiciones, ha buscado oportunidades de trabajo por medios lícitos o ilícitos fuera de las fronteras nacionales. La inmigración en los países europeos se ha incrementado dramáticamente. Pero éstos han tomado medidas para regular el flujo de inmigrantes sin respetar el derecho de las personas para circular por el mundo y fijar su residencia en el lugar que quisiesen, de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La migración es uno de los problemas globales de nuestro tiempo, con incidencia en la situación política, económica y social de todos los países. El avance de las telecomunicaciones y los transportes ha impulsado la migración en el mundo globalizado y ha estimulado el tráfico de seres humanos. Han proliferado mafias internacionales que han hecho de la migración un grande, sucio y peligroso negocio. La migración es uno de los mayores problemas de este siglo porque decenas de miles de pobres y desocupados del mundo subdesarrollado tratan de alcanzar los prósperos países del norte, legal o clandestinamente, en búsqueda de opciones laborales. Pero esto, sin duda, incrementa los rencores y las resistencias de las sociedades receptoras contra los “intrusos” que entran a “dañar” sus costumbres, a implantar contraculturas y a disputar los puestos de trabajo. Estados Unidos y Europa, principalmente, se niegan a admitir más inmigrantes en sus territorios y, por eso, en la rearticulación de sus políticas migratorias hacen todos los esfuerzos posibles para expulsar a los inmigrantes ilegales y para cerrar la entrada de nuevos inmigrantes.
En el debate sobre la inmigración en Estados Unidos y en Europa subyace, sin duda, una concepción eugenésica —aunque ella no sale a la luz— porque hay sectores de opinión que tienden a privilegiar la inmigración de los anglosajones y nórdicos europeos y a frenar o prohibir el ingreso de inmigrantes chinos, japoneses, coreanos, africanos, árabes e indoamericanos, a los que consideran miembros de “razas inferiores” que pueden “contaminar” el acervo genético y cultural norteamericano o europeo.
Como ha puntualizado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a partir de sus investigaciones sobre desarrollo humano, los inmigrantes que logran integrarse al mercado laboral de los países receptores, venciendo todas las barreras y dificultades —idioma, cultura, educación, costumbres, estilos de vida, adaptación al medio, inmovilidad social, hostilidades xenófobas o raciales, malas condiciones de vivienda—, terminan por alcanzar mejores condiciones de vida que las que tenían en el país de origen. Me refiero a los trabajadores no calificados, ya que el ambiente laboral y los ingresos de los profesionales altamente calificados y de los ingenieros de los modernos software son muy altos, casi tan altos como los de sus colegas norteamericanos o europeos. Y, por supuesto, mucho mayores que los de los países del mundo subdesarrollado de donde provienen. Pero el hecho de que los salarios de los inmigrantes no calificados sean comparativamente más altos que los que se perciben en sus países de origen no deja de situarlos en el último peldaño de la estratificación social de los países receptores: altas tasas de desocupación, empleos mal remunerados, mal trato a los forasteros, discriminación, precariedad laboral, trabajos duros y a veces serviles, desprotección social, explotación de su fuerza laboral y permanente amenaza de expulsión.
Sin embargo, la hostilidad hacia el inmigrante no es privilegio de los países desarrollados. También en el tercer mundo ocurren cosas parecidas. En Arabia Saudita y en los Emiratos Árabes Unidos, por ejemplo, la ley prohíbe a los inmigrantes afiliarse a los sindicatos y ellos encuentran resistencia y hostilidad de parte de los trabajadores locales. El PNUD observa que las inmigrantes bolivianas en Argentina son discriminadas, tienen pocas oportunidades laborales y ocupan lugares subordinados en la escala social. Cosa parecida ocurre en Chile con los migrantes peruanos. En Sudáfrica abundan los casos policiales de acoso y extorsión contra los inmigrantes y lo mismo ocurre en la República Checa con los mongoles que entran en su territorio. Los inmigrantes en Malasia sufren también acciones de represión. En algunos países latinoamericanos los inmigrantes indios, procedentes de las regiones rurales, soportan discriminación en las zonas urbanas. Y se podrían citar muchos otros casos. Este es un fenómeno generalizado y no es reciente: en el siglo XIX los irlandeses afrontaron iguales prejuicios en Inglaterra y los chinos en Australia. Los forasteros han sido, a lo largo de la historia, víctimas de discriminaciones y atropellos a sus derechos fundamentales.
Entre los inmigrantes irregulares abunda la trata de personas con fines de explotación sexual o de crimen organizado. La explotación sexual es la forma más conocida, pero no la única, de la trata de personas. Los inmigrantes, atrapados en las redes de tráfico humano, son incomunicados y despojados de sus documentos de viaje, a fin de anular sus posibilidades de escape. La mayoría de las víctimas se integra por mujeres jóvenes, atenazadas entre el control migratorio del Estado y la servidumbre bajo la dominación de los traficantes, es decir, entre la deportación y la prostitución forzada. Su falta de papeles les impide reclamar sus derechos y denunciar ante la autoridad pública a los traficantes, reclutadores y contrabandistas.
La cuestión migratoria es uno de los grandes conflictos del mundo contemporáneo, no obstante lo cual ningún organismo internacional controla las políticas migratorias. Los países del norte han impuesto sus propias reglas para impedir la inmigración y, a pesar del creciente sentimiento <cosmopolita del mundo contemporáneo, incrementan severamente las restricciones para el libre tránsito de las personas procedentes del sur a través de las fronteras estatales.
Algunos Estados han tomado con mucho celo el ejercicio de su facultad de señalar las condiciones y los trámites que ellas deben cumplir para entrar a su territorio. Hasta hace poco tiempo las prohibiciones para salir de sus fronteras eran proverbiales en la Unión Soviética, Cuba, Alemania oriental —con su impresionante muro de Berlín— y otros países de la órbita soviética, que fueron testimonios vergonzantes de la conculcación del derecho humano de “circular libremente y elegir su residencia en el territorio de un Estado” así como de “salir de cualquier país, incluso del propio, y regresar a su país”, consagrado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero eso terminó con la caída del muro de Berlín. Hoy la conculcación viene del lado contrario: no es para salir sino para entrar. Los Estados del mundo industrializado ponen obstáculos legales y administrativos al ingreso de personas del >tercer mundo, en lo que sin duda es también una flagrante vulneración de los derechos humanos básicos causada por inconfesables y ocultas motivaciones xenófobas o racistas. Se han impuesto “cuotas migratorias” o simplemente se han cerrado las fronteras para impedir el ingreso de personas de fuera de la región. Y se ha desarrollado en ellos un alto grado de hostilidad contra los inmigrantes del mundo subdesarrollado, a pesar del déficit laboral que soportan en algunas áreas de la producción económica —la construcción, la agricultura, el servicio doméstico, la hotelería y otras—, con efectos negativos en sus índices productivos.
La percepción que tienen las sociedades del norte sobre el fenómeno inmigratorio es extremadamente negativa, tal como se expresa en las encuestas de opinión. Un alto porcentaje de los ciudadanos del primer mundo piensa que los inmigrantes de los países periféricos dañan el mercado del trabajo, quitan posibilidades de empleo a la mano de obra local, son portadores de malas costumbres, aumentan la delincuencia, la prostitución, la mendicidad y el tráfico de drogas, traen el SIDA (especialmente los inmigrantes africanos) y la hepatitis “B”, tienen tasas de fecundidad elevadas que crearán problemas futuros y atentan contra la cultura de los países receptores. Por lo cual apoyan las medidas para impedir la “invasión” de los inmigrantes.
En los últimos años del siglo XX y comienzos del XXI cundió en los países receptores la animadversión e intolerancia contra los inmigrantes, especialmente los que procedían de África y América Latina, y empezó a diseñarse en Europa una política migratoria restrictiva que se inició el 16 de octubre de 1999 en el Consejo Europeo de Tampere, Finlandia, y que fue impulsada, años después, en el Consejo Europeo de La Haya, que el 5 de noviembre del 2004 dio vía libre a este proceso limitativo.
El Parlamento Europeo, después de casi tres años de discusiones y negociaciones entre los gobiernos de los países comunitarios, aprobó el 18 de junio del 2008 la denominada Directiva del Retorno de Inmigrantes, con el voto favorable de 367 de sus eurodiputados, 206 votos contrarios y 109 abstenciones, como paso previo hacia una política común de control de la inmigración ilegal en los veintisiete Estados de la Unión Europea.
La iniciativa fue impulsada por la derecha política de Europa, agrupada principalmente en el Partido Popular Europeo y en los grupos liberales. Los socialdemócratas, los socialistas y los verdes —salvo los socialistas españoles— votaron en contra de su aprobación, se abstuvieron de votar o propusieron cambios a la normativa.
La Directiva del Retorno de Inmigrantes contiene una serie de normas que los Estados miembros de la UE deben incorporar a sus legislaciones migratorias. Señala un plazo de hasta 30 días para el retorno “voluntario” de los inmigrantes ilegales. Si eso no se produce, las autoridades pueden ordenar el internamiento temporal de ellos en centros de retención hasta por seis meses, ampliables a dieciocho, y proceder luego a su repatriación. No obstante, no puede ser repatriado un inmigrante indocumentado cuya vida o libertad estuviere amenazada en su país de origen. Y los menores de edad sólo podrán ser repatriados si su familia o un centro social estuviere en posibilidad de recibirlos.
Quedaron prohibidas las expulsiones arbitrarias y, en el curso del proceso de las expulsiones permitidas, las autoridades están obligadas a proporcionar a los inmigrantes retenidos asistencia legal gratuita para revisar la juridicidad del procedimiento.
Los inmigrantes repatriados no podrán volver a los países comunitarios durante los siguientes cinco años. En cambio, quienes hubiesen retornado voluntariamente tendrán facilidades para el reingreso al país europeo del que salieron.
Se prevén sanciones legales a los empleadores de inmigrantes indocumentados y rigurosos castigos para las redes de traficantes de inmigrantes que medran con esta tragedia humana y que, después de explotar a los inmigrantes, los abandonan a su suerte. Ya Inglaterra, desde noviembre del 2007, contempla en su legislación fuertes multas por cada trabajador “sin papeles” que sea contratado. Y Francia se inclina por demandar a los inmigrantes, como requisitos de admisión, un contrato de integración y el aprendizaje del idioma del país anfitrión.
La cumbre de jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea, reunida en Bruselas el 15 y 16 de octubre del 2008, aprobó por unanimidad el Pacto Europeo de Inmigración y Asilo, que regula el ingreso controlado y selectivo de inmigrantes a sus veintisiete Estados, de acuerdo con las necesidades laborales y las capacidades de recepción de cada uno de ellos.
El Pacto endureció la posición europea contra la inmigración clandestina —que en ese momento se estimaba en ocho millones de personas— y puso fin a las regularizaciones masivas, puesto que, según explicó, “la Unión Europea no tiene los medios de recibir dignamente a todos los migrantes que esperan encontrar en ella una mejor vida”.
El acuerdo estableció las bases de una política migratoria común entre los Estados europeos, con arreglo a seis puntos básicos: organizar la inmigración legal de acuerdo con el mercado laboral del país anfitrión, promover la cooperación con los países de origen, mejorar el sistema de asilo, combatir la inmigracíon ilegal, expulsar a los inmigrantes indocumentados y fortalecer los controles fronterizos.
Bajo el modelo de la “green card” norteamericana, la Unión Europea aprobó el 25 de mayo del 2009 en Bruselas la vigencia la “tarjeta azul” como credencial de los inmigrantes extracomunitarios altamente calificados para atraerlos hacia los países europeos que se interesen en ellos en función de las demandas de su mercado laboral. Se consideran inmigrantes altamente calificados quienes acreditan al menos tres años de estudios superiores o experiencia profesional demostrable por un mínimo de cinco años.
Este documento, que refleja una preferencia comunitaria, ofrece ventajas jurídicas, económicas y sociales a los extranjeros capacitados, cuya presencia se estima positiva para el desarrollo de los países anfitriones. Sus titulares gozan del derecho a la reagrupación familiar y al trabajo de los cónyuges en el país receptor, así como la libertad de circular por el territorio comunitario y de trabajar en cualquier país europeo al cabo de dos años de permanencia en el país receptor.
La tarjeta azul satisface la creciente demanda europea de trabajadores cualificados, ya que las distancias de Europa con otras regiones del mundo desarrollado eran muy grandes en ese momento. Los países de la Unión Europea —con buena parte de su población envejecida y jubilada— tenían en conjunto el 1,7% de inmigrantes tecnológicamente cualificados, mientras que Australia tenía el 9,9%, Canadá el 7,3% y el 3,7% Estados Unidos.
Sin embargo, políticos conservadores alemanes de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) plantearon en junio del 2010 que se sometiera a los inmigrantes calificados a un test de inteligencia como requisito adicional para ingresar a Europa, porque según dijo su portavoz en Berlín, Peter Trapp, “tan importante como la educación o la calificación profesional es la inteligencia”.
Por iniciativa del primer ministro Silvio Berlusconi de Italia, el Senado y la Cámara de Diputados aprobaron a mediados del 2009 la ley que tipificaba la inmigración ilegal como delito —con penas de hasta cuatro años de cárcel para los inmigrantes sin papeles que no obedecieran la orden de expulsión—, que autorizaba a los médicos —violando el secreto profesional— a denunciar a los inmigrantes indocumentados que atendieran en los centros sanitarios y que preveía penas de cárcel para quienes alquilaran casas o departamentos a inmigrantes sin papeles. La ley se aprobó a pesar de la oposición del Presidente de la República Giorgio Napolitano y del clamor de los médicos y enfermeras para que no se aceptara esa ley “xenófoba”.
El Tratado de Lisboa —que entró en vigencia el 1 de diciembre del 2009 y que rige la vida de la Unión Europea— dispone en materia migratoria que los ciudadanos de la Unión tienen el derecho de “circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros” y que les está garantizada “la ausencia de controles de las personas en las fronteras interiores”, pero manda ejercer “los controles de las personas y la vigilancia eficaz en el cruce de las fronteras exteriores”. Establece que la Unión Europea “desarrollará una política común de asilo, inmigración y control de las fronteras nacionales que esté basada en la solidaridad entre Estados miembros y sea equitativa respecto de los nacionales de terceros países”. Refuerza su lucha contra “la delincuencia, el racismo y la xenofobia”. Implanta una “política común de visados y otros permisos de residencia de corta duración”. Aplica “una política común de inmigración” destinada a garantizar “una gestión eficaz de los flujos migratorios”, así como la “prevención de la inmigración ilegal y de la trata de seres humanos”. Y reconoce “el derecho de los Estados miembros a establecer volúmenes de admisión en su territorio de nacionales procedentes de terceros países con el fin de buscar trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia”.
En materia penal, el Parlamento Europeo y el Consejo pueden establecer, con arreglo al procedimiento legislativo ordinario, “normas mínimas relativas a la definición de las infracciones penales y de las sanciones en ámbitos delictivos que sean de especial gravedad y tengan una dimensión transfronteriza”. “Estos ámbitos delictivos —agrega la norma— son los siguientes: el terrorismo, la trata de seres humanos, la explotación sexual de mujeres y niños, el tráfico ilícito de drogas, el tráfico ilícito de armas, el blanqueo de capitales, la corrupción, la falsificación de medios de pago, la delincuencia informática y la delincuencia organizada”.
Adicionalmente, los líderes políticos europeos de la derecha radical consideran que la masiva inmigración musulmana a sus países constituye una amenaza para la seguridad de Europa. Sostienen que el islamismo, antes que una religión, es una ideología política con designios de dominio universal, y que hay una “islamización” de Europa por la vía de la inmigración árabe, que es una inmigración “colonizadora”.
Afirman que los inmigrantes musulmanes han constituido una “sociedad paralela” dentro de cada uno de los países que los acogen. No se han integrado a ellos sino que han formado barrios enteros musulmanes, que son guetos islámicos controlados por fanáticos religiosos. El ultraconservador diputado holandés Geert Wilders, fundador del Partido de la Libertad, en un discurso pronunciado en Nueva York el 25 de septiembre del 2008 afirmó que “muchas ciudades europeas ya tienen una cuarta parte de su población que es musulmana” y que “París está rodeado por un anillo de barrios musulmanes”, en los que las mujeres parisinas no pueden caminar sin cubrirse la cabeza con un pañuelo. Dijo que en las escuelas de la ciudad los maestros ya no hablan del holocausto para no herir la sensibilidad de los musulmanes y que en el Reino Unido “los tribunales sharia han pasado a ser parte oficial del sistema legal británico”. Y añadió que los inmigrantes islámicos han establecido en Europa “la peor ola de antisemitismo desde la Segunda Guerra Mundial”.
Hay quienes sostienen que Europa vive un proceso de debilitamiento de su cohesión social causado por la aluvional migración de musulmanes a su territorio, que empezó en la segunda mitad del siglo XX y continuó en el siglo XXI, acicateada por las necesidades de mano de obra barata para los procesos de producción europeos, de un lado, y de otro, atraída por los beneficios que la seguridad social de los países europeos ofrece a todos sus habitantes.
Lo cierto es que millones de musulmanes, huyendo de la pobreza, el caos político y las sanguinarias dictaduras en sus países de origen, se embarcaron hacia Europa: hacia la Europa “infiel”, que dicen los musulmanes.
En esta operación hay elementos contradictorios: la inmigración islámica es recibida con una cierta hostilidad por los ciudadanos europeos pero los beneficios del bienestar social de sus países se extienden a los inmigrantes, especialmente si están desocupados. Y esto atrae la inmigración. El investigador social islámico egipcio Ali Abd al-Aal, en una entrevista televisual el 12 de octubre del 2012 en la cadena satelital Mayadeen TV de Líbano, afirmó que el 80% de los musulmanes en los países de la Unión Europea vive de la seguridad social estatal, que es uno de los principales atractivos para la inmigración musulmana.
Pero la hostilidad hacia los inmigrantes no solamente viene de los xenófobos y racistas tradicionales —con xenofobia agudizada por los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, el 11 de marzo del 2004 en Madrid, el 7 de julio del 2005 en Londres— sino también de otros sectores de la opinión pública europea que se han manifestado contra la apertura migratoria a los musulmanes, que son los inmigrantes más distantes en términos culturales, religiosos e idiosincrásicos.
Tales distancias han conducido a que ellos formen en las zonas periféricas y pobres de las ciudades europeas barrios enteros musulmanes —que son verdaderos guetos, donde se mueven fanáticos religiosos— en los que se difunden religión, prácticas y costumbres islámicas. Por esos lugares no puede pasar una mujer sin cubrirse la cabeza. Los matrimonios son endogámicos. Tienen sus propias escuelas coránicas. Las numerosas mezquitas convocan grandes congregaciones —probablemente mayores que las de otras iglesias—, desde donde se emiten mensajes antioccidentales. Al interior de esos barrios impera de facto la sharia, o sea la ley islámica, y a ellos no ingresan los mandatos legales del Estado anfitrión ni sus autoridades nacionales. Todo lo cual socava la cohesión social de los países europeos.
El islamismo —que a más de religión es una ideología política de tendencia teocrática y fundamentalista— señala reglas de comportamiento social. Por eso Winston Churchill decía del Islam que era “la fuerza más retrograda en todo el mundo” y solía comparar el Corán con el “Mein Kampf” de Hitler.
La inmigración musulmana no se ha asimilado ni incorporado a los países receptores sino que ha creado en ellos sociedades paralelas y subculturas. Sus integrantes consideran que su lealtad con el Islam es mucho más importante que su lealtad con el país que los recibe. Eso ha llevado a los adversarios de la inmigración islámica a decir que los inmigrantes no han llegado para integrarse a las sociedades receptoras sino para pretender “colonizarlas” e imponer la ley islámica. E, incluso, instaurar un califato de dimensiones mundiales, que someta al continente europeo y a los otros continentes.
Fue muy elocuente Muammar Gadafi en agosto del 2010, cuando era gobernante de Libia: “hay signos de que Alá otorgará una gran victoria al Islam en Europa sin espadas, sin armas, sin conquistas. No necesitamos terroristas, no necesitamos bombarderos suicidas”.
El 4 de agosto del 2013 el presidente Vladimir Putin, en su discurso al parlamento, se refirió a las tensiones que en Rusia causaban las minorías islámicas y dijo: “¡En Rusia vivid como rusos! Cualquier minoría, de cualquier lugar, que quiera vivir en Rusia, trabajar y comer en Rusia, debe hablar ruso y debe respetar las leyes rusas. Si ellos prefieren la ley sharia y vivir una vida de musulmanes les aconsejamos que se vayan a aquellos lugares donde esa sea la ley del Estado”. Agregó: “no toleraremos faltas de respeto hacia nuestra cultura rusa”. Y concluyó: “las tradiciones y costumbres rusas no son compatibles con la falta de cultura y formas primitivas de la ley sharia y de los musulmanes”. Los miembros del parlamento ruso, levantados de sus asientos, respondieron con una larga ovación a Putin.
En el año 2014 vivían en Europa 54 millones de musulmanes. Eran 29,6 millones en 1990. En Francia representaban un 7,5% de la población, en Bélgica un 6%, en Suiza 5,7%, en Holanda 5,5%, en Alemania 5%, en Inglaterra 4,6%. En varias de las ciudades un alto porcentaje de su población era musulmana —Marsella, París, Amsterdam, Malmoe, Madrid, Sevilla, Londres, Birmingham, Bruselas, Berlín, Colonia, Bradford— y en ellas se han producido movilizaciones hostiles contra sus gobiernos e instituciones.
Como información referencial, anoto que Rusia tenía 21’513.046 islámicos (o sea el 15% de su población), Estados Unidos de América 4’500.000 (1,5%) y China 19’827.778 (1,5%).
En lo que a Francia se refiere, Marsella —su segunda mayor ciudad— es la más musulmana de Europa: casi la mitad de sus 852.000 habitantes es islámica —en su mayoría de origen argelino y tunecino—, llegados en las últimas décadas. Marsella tiene graves problemas de pobreza, desempleo y criminalidad.
La comunidad musulmana de Francia, principalmente de origen argelino, obediente al Frente Islámico de Salvación (FIS) de Argelia, ha lanzado numerosas intifadas en las calles de París y de otras ciudades para reivindicar el derecho de las colegialas islámicas a portar la niqab —el velo que cubre el rostro y sólo deja descubiertos los ojos— dentro de las aulas y de vestirse de acuerdo con sus creencias religiosas, cosa que contradice la laicidad del Estado francés establecida en sus leyes. En el año 2005, a lo largo de varias semanas, estallaron violentos desórdenes desatados por la comunidad musulmana en protesta por la muerte de dos jóvenes que, al huir de la policía, treparon a una subestación eléctrica y se electrocutaron. Hubo duros enfrentamientos con la policía. Los amotinados, en su intento de desarticular la sociedad francesa, efectuaron toda clase de acciones violentas e incendiaron centenares de automóviles en las calles de París y de otras ciudades francesas a lo largo de siete semanas de amotinamiento. Los incidentes se extendieron hacia Bélgica, Dinamarca, Alemania, Holanda, Suiza y Grecia.
En general, a partir de los años 80 del sigo pasado, las guerras en el Oriente Medio, con participación de países árabes, han repercutido en Europa con olas de atentados terroristas.
Los líderes políticos europeos de la derecha radical consideran que la masiva inmigración musulmana a sus países constituye una amenaza para la seguridad de Europa. Sostienen que el islamismo, antes que una religión, es una ideología política con designios de dominio universal, que pretende la “islamización” de Europa occidental y central —islamización desde abajo: desde la base social— por la vía de la inmigración árabe, que es una inmigración “colonizadora”. Les preocupan las altas tasas de natalidad de la comunidad musulmana —que contrastan con las muy bajas de las sociedades europeas— y sostienen que, en términos comparativos, la población europea disminuye mientras que la islámica crece. Y concluyen que, sobre la base de los 54 millones de musulmanes en Europa central y occidental —según cifras del 2014—, más de un 10% de la población en diez países europeos será musulmana en el año 2030.
En el Reino Unido hay también una fuerte población musulmana de características contestatarias, asentada en la periferia de Londres, que proviene principalmente de Pakistán e India.
En el año 2014 vivían en España alrededor de 1’800.000 musulmanes, procedentes principalmente del Magreb: marroquíes, argelinos y tunecinos. Representaban el 3,6% de la población. Su trabajo era mal valorado —y ellos lo sabían—, soportaban altos índices de desocupación laboral o se dedicaban a tareas de baja cualificación e insignificantes remuneraciones. Los españoles suelen citar los datos y cifras de la Guardia Civil, según los cuales uno de cada tres magrebíes ha sido detenido por la comisión de delitos y casi la mitad de los presos extranjeros en cárceles españolas eran árabes. Claro que las condiciones económicas y sociales de esos inmigrantes son terriblemente angustiantes, lo cual les acerca más a la delincuencia.
En Francia ocurría algo parecido. Según datos del 2014, entre el 60% y el 70% de los presidiarios eran musulmanes. En Holanda lo era el 20% de la población carcelaria. Representando el 6% de la población total de Bélgica, los musulmanes formaban el 16% de la población encarcelada. En Inglaterra los inmigrantes islámicos constituían el 2,8% de la población general pero su incidencia delictiva representaba el 11% de la población carcelaria.
La primera ley estadounidense que restringió la inmigración fue expedida en 1875 para prohibir la entrada de delincuentes y prostitutas. Cinco años después se promulgó la Chinese Exclusion Act que impidió por diez años el ingreso de chinos, ya que, como afirmó el juez Stephen Field del Tribunal Supremo de Justicia al momento de ratificar la constitucionalidad de esa ley, eran personas de una raza diferente que “vivían en comunidades separadas” y que, por tanto, eran “imposibles de asimilar” a la sociedad norteamericana puesto que “mantenían las costumbres y los usos de su propio país de origen”. En 1894 se fundó la Liga para la Restricción de la Inmigración que repudió la entrada de “las razas eslavas, latinas y asiáticas, históricamente oprimidas, atávicas y estancadas”, y favoreció, en cambio, la inmigración de “los descendientes de los británicos, los alemanes y los escandinavos, históricamente libres, enérgicos y progresistas”. La Liga logró que el Congreso de Estados Unidos aprobara en 1917 la aplicación de pruebas de alfabetización como requisito de admisibilidad de los migrantes. No querían analfabetos o ignorantes que pudieran ser una carga para el Estado. A principios del siglo XX advino la “amenaza” de la inmigración japonesa y el Congreso federal aprobó una ley para prohibir el ingreso de personas provenientes de los países asiáticos, que estuvo vigente hasta 1952. En los años veinte se establecieron cuotas de inmigración en función de los países de origen —no más de 150 mil personas por año—, con preferente apertura hacia Europa nor-occidental, lo cual determinó un cambio en la composición étnica y cultural de los inmigrantes, que con el tiempo alcanzaron altos niveles de riqueza y poder en Estados Unidos. Pero no faltaron voces norteamericanas que reclamaron “inmigración cero”, en nombre de la cohesión social y de la intangibilidad del “credo americano”. Durante el resto del siglo XX la avalancha de inmigrantes legales e ilegales fue muy grande. Lo cual generó la preocupación de su asimilación a la sociedad norteamericana, especialmente de quienes procedían de culturas diferentes o antagónicas, y condujo a medidas más severas de control de los movimientos migratorios.
El presidente George W. Bush, en un discurso pronunciado en Tucson, Arizona, el 28 de noviembre del 2005, anunció su “plan de reforma migratoria” destinado a “endurecer las leyes de inmigración, reforzar los controles fronterizos para impedir la entrada ilegal y crear un programa de trabajadores temporales” para atender “las exigencias de una economía que crece y permitir a los trabajadores honrados que lleven el pan a sus familias respetando la ley”. Anunció que su gobierno “devolverá de inmediato a cada inmigrante ilegal que atrapemos en la frontera, sin excepciones”, en clara referencia a los novecientos mil mexicanos indocumentados que intentan cruzar la frontera cada año, y dijo que combatirá a “los despiadados traficantes de personas y pandillas que traen inmigrantes ilegales cruzando las fronteras y que también traen crímenes”. Informó que, desde que asumió el poder, han sido detenidas más de cuatro millones y medio de personas que han llegado a Estados Unidos de manera ilegal.
El Senado de Estados Unidos, desoyendo las protestas mexicanas, aprobó el 17 de mayo del 2006 —por 83 votos contra 16— la construcción de una cerca de tres muros a lo largo de más de mil kilómetros de la frontera con México para impedir el ingreso clandestino de los <chicanos a territorio estadounidense. Se trata de una cerca dotada de los más modernos y sofisticados instrumentos electrónicos —sensores, equipos de vídeo y otros software— para vigilar el movimiento de personas durante las veinticuatro horas del día. Esta decisión formó parte de la política antiinmigratoria del gobierno norteamericano y, según dijo el senador republicano Jeff Sessions, era “una señal de que los días de frontera abierta se terminaron”. Según informaciones de la revista “Newsweek” (abril 3, 2006), a comienzos del 2006 había en Estados Unidos más de once millones de extranjeros indocumentados, que habían ingresado al margen de la ley, de quienes el 56% provenía de México, el 22% de los otros países de América Latina, el 13% de Asia, el 6% de Europa y el 3% de África y del resto del mundo. En el año 2005 fueron capturadas 1,2 millones de personas que intentaron ingresar ilegalmente a Estados Unidos a través de su dilatada frontera de 3.141 kilómetros con México. Una resolución del Senado de Estados Unidos, tomada el 23 de mayo del 2006, rechazó la legalización de los inmigrantes indocumentados, propuesta como enmienda a la ley inmigratoria por la senadora demócrata por California Dianne Feinstein.
Según el censo nacional del año 2011, la población latina representaba en California casi un tercio de los habitantes del estado. En la primera década del siglo XXI ella aumentó 14 millones de personas y constituyó el 38% de la población en el estado más poblado del país. El 51% de las personas menores de 18 años eran latinas. La población blanca representaba en ese momento el 40% de la total. Aunque no en la misma proporción también crecieron los inmigrantes asiáticos. La población hispana representaba en ese momento el 22% del electorado californiano. De modo que el peso político de los latinos aumentó significativamente. En el 2005 asumió la función de Alcalde de Los Ángeles el demócrata latino Antonio Villaraigosa y la jueza Sonia Sotomayor se convirtió en el 2009 en la primera ciudadana hispana en llegar a la Corte Suprema.
En Estados Unidos se ha formado un fuerte sentimiento antiinmigratorio a pesar de que la mano de obra extranjera le ha sido muy útil en la industria de la construcción, en la cosecha de frutas y en otros sectores de la economía. Los grupos nacionalistas norteamericanos consideran que los inmigrantes son una amenaza para la vida e identidad de su país y afirman, además, que los inmigrantes pobres, muchos de ellos enfermos de hepatitis “B” o portadores del VIH, saturan las salas de urgencia de los hospitales, que no pueden negarles atención, y agotan los presupuestos de la seguridad social.
Los grupos opuestos a la inmigración invocan las estadísticas del Federal Bureau of Investigation (FBI) —correspondientes al año 2006—, según las cuales en Estados Unidos operaban en ese año alrededor de treinta mil pandillas de inmigrantes, que agrupaban a ochocientos mil pandilleros con vocación de cometer toda clase de desafueros y que constituían una de las principales causas de la inseguridad y de la violencia en ese país. Esas estadísticas señalaban que el 49% de los miembros de las bandas eran inmigrantes hispanos o descendientes de ellos, el 31% afroamericanos, el 13% blancos y el 7% asiáticos. Según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, la mayor concentración pandillera está en las ciudades de Los Ángeles y Chicago, donde alrededor del 60% de los homicidios son causados por esas bandas.
En la primera década de este siglo las principales pandillas que operaban en Estados Unidos eran los Latin Kings, Imperial Gangsters, Spanish Gangsters Disciples, Latin Blood, The Thugs, Latin Counts, Sureños 13, Vatos Locos, Mara Salvatrucha (MS-13), Calle 18, Mexikanemi, Hermanos Pistoleros Latinos de Laredo y muchas otras.
En octubre del 2012 el gobierno de Estados Unidos, por órgano de su Departamento del Tesoro, incluyó a la Mara Salvatrucha (MS-13) en la lista internacional de organizaciones criminales. Las maras se originaron en El Salvador pero se extendieron después a varios países centroamericanos y penetraron en cuarenta estados de la Unión norteamericana, donde tenían más de 8.000 miembros dedicados al tráfico de drogas, secuestros, asesinatos, trata de personas, prostitución y otras modalidades del crimen organizado.
Los sectores hostiles a la inmigración argumentaban —utilizando datos del PNUD— que América Latina, con el 9% de la población mundial, producía el 27% de los homicidios del planeta y las dos terceras partes de los secuestros, cosa que pesaba en términos de seguridad en Estados Unidos —y en otros países receptores de la emigración latinoamericana— a la hora de diseñar sus políticas migratorias.
Para combatir la inmigración ilegal, algunos ayuntamientos municipales norteamericanos —y, también, europeos— han expedido normas que prohíben el arrendamiento de casas o departamentos de vivienda a inmigrantes indocumentados. Eso ocurrió, por ejemplo, en Farmers Branch, Texas, en que los ciudadanos convocados a un referéndum en mayo del 2007 aprobaron por el 68% de los votos un reglamento que vedaba alquilar inmuebles a inmigrantes ilegales. Poco tiempo después, el alcalde de Hazleton, en Pennsylvania, promulgó una ordenanza en el mismo sentido, aunque ella fue declarada inconstitucional por un juez federal en medio de un ardiente debate público, con lo cual se sentó un precedente jurídico para coyunturas similares. No han sido pocos los casos en Estados Unidos y en Europa de normas prohibitivas de arrendamiento de inmuebles a inmigrantes que no tuviesen sus papeles en regla.
En el año 2007 el estado de Arizona promulgó una ley que facultaba a la autoridad pública clausurar las empresas que contrataran los servicios laborales de inmigrantes ilegales. El gobierno federal, la cámara de comercio, los grupos empresariales locales y las entidades vinculadas con la defensa de los derechos humanos la impugnaron y lograron suspender su aplicación.
El caso fue a parar en el Tribunal Supremo de Justicia de Estados Unidos que, desconociendo los argumentos de los impugnadores, falló el 26 de mayo del 2011 en favor de la constitucionalidad la ley de Arizona. Esta decisión constituyó un respaldo para ocho estados de la Unión norteamericana que habían expedido normativas similares y para otros que se preparaban a hacerlo y reconoció la competencia de todos ellos para tomar decisiones autónomas en materia de migración.
El estado de Arizona expidió tres años después —abril 23 del 2010— la ley BS-1070 que criminaliza la entrada y la permanencia de inmigrantes ilegales en su territorio y que autoriza a la policía indagar el estatus migratorio de cualquier persona sospechosa de haber cometido un acto ilegal. Tipifica como delito la inmigración clandestina y castiga a los indocumentados con la pena de prisión de hasta seis meses más el pago de 2.500 dólares de multa. Fue la ley más severa expedida hasta ese momento en Estados Unidos en materia de migración. El presidente Barack Obama la calificó de “medida equivocada”, asumiendo los riesgos políticos de discrepar con casi el 60% de la población estadounidense que la aprobaba, y el presidente Felipe Calderón de México dijo de ella que atentaba contra los derechos humanos. La ley dispone que carecer de papeles de inmigración, no llevar consigo la “green card” o transportar en un vehículo a un indocumentado constituye un delito menor estatal. La policía quedó autorizada para detener a las personas “razonablemente” sospechosas de estar indocumentadas. Arizona tenía en ese momento 6,5 millones de habitantes, de los cuales 1,9 millones eran inmigrantes de origen mexicano y 460.000 carecían de los debidos documentos. Las autoridades locales argumentaron que la ley buscaba defender la “seguridad ante la codicia criminal de los carteles de la droga” y que no podían “permanecer de brazos cruzados mientras los secuestros y la violencia comprometían su calidad de vida”, según expresó la gobernadora del estado, Jan Brewer. Sus impugnadores, en cambio, rechazaban el “racismo” y la “xenofobia” de la ley por violar principios constitucionales básicos.
La ley levantó una ola de protestas de gobiernos y grupos políticos latinoamericanos, organismos de derechos humanos y representantes de comunidades étnicas. Sin embargo, una encuesta realizada a los pocos días de expedida la ley por el Centro Pew de Investigaciones reveló que el 59% de los estadounidenses la apoyaba, en tanto que el 32% la desaprobaba. Y un 67% manifestó su acuerdo con que la policía pudiera detener a las personas que no probaran su ingreso legal a territorio norteamericano.
En Fremont, pequeña ciudad de 25 mil habitantes en el estado de Nebraska, se convocó un referéndum para decidir la prohibición de dar en arrendamiento viviendas y proporcionar empleos a los inmigrantes indocumentados. La consulta se realizó el 21 de junio del 2010 y en ella triunfó por el 57% el voto en favor de las prohibiciones. La medida afectó a cerca del diez por ciento de la población, que era de origen hispano. Por obra de ella, las empresas fueron obligadas a consultar una base de datos federal para comprobar si sus trabajadores tenían ingreso legal a Estados Unidos.
Pero aún más dura fue la ley contra la inmigración ilegal expedida en el estado de Alabama el 9 de junio del 2011 que, aparte de las otras acciones de la normativa de Arizona, exige a las escuelas públicas que verifiquen el estatus migratorio de sus alumnos e incrimina a quienes transporten u otorguen refugio a los inmigrantes ilegales.
A pesar de su reducida proporción de población hispana —apenas un 3 por ciento—, Alabama expidió la ley de inmigración más rígida y severa de Estados Unidos hasta ese momento. Es un delito, según ella, salir a la calle sin documento de identificación. Los agentes de policía, por tanto, deben comprobar el estatus migratorio de cualquier persona sospechosa de ser indocumentada. Las compañías privadas, incluidas las proveedoras de los servicios de agua y electricidad y de recolección de basura, tienen prohibido contratar sus servicios con clientes indocumentados.
Leyes contra la inmigración se expidieron también en Tennesse, Indiana, Georgia, Carolina del Sur, Utah, Texas, Nebrasca, Oklahoma, Florida, Alabama y algún otro estado.
Todo esto lleva a afrontar un tema ineludible: la creciente impopularidad en la opinión pública estadounidense —y europea, también— de la inmigración africana, asiática y latinoamericana, hasta el punto de que se ha convertido en un buen “negocio” político asumir posturas de dureza contra los inmigrantes. Algunas de las medidas hostiles con respecto a ellos reciben importantes respaldos de opinión. Esto es innegable. Lo dicen las encuestas. La opinión pública mayoritaria se vuelca a favor de los políticos que plantean arbitrios de prohibición o de limitación del ingreso de inmigrantes aunque esos arbitrios, en algunos casos, tengan inspiraciones racistas o xenófobas.
En el año 1990 había en Estados Unidos 3’500.000 inmigrantes clandestinos procedentes de diversos países. La cifra subió en el 2014 a 11’300.000, de los cuales 6’800.000 provenían de México, 660.000 de El Salvador, 520.000 de Guatemala, 380.000 de Honduras, 280.000 de China, 270.000 de Filipinas, 240.000 de India, 230.000 de Corea del Sur, 210.000 de Ecuador, 170.000 de Vietnam y cifras menores de muchos otros países.
La migración es un fenómeno complejo, que tiene efectos positivos y negativos así en los países emisores como en los receptores. Ella favorece el rejuvenecimiento de la población y aporta mano de obra para tareas que los trabajadores locales se niegan a cumplir, pero produce también un choque cultural con efectos traumáticos en las sociedades receptoras. Por eso el Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, manifestó por esos años que “en el siglo XXI, uno de nuestros principales retos es encontrar mecanismos para manejar la migración en beneficio de todos, tanto de los países de partida como los de recepción y de tránsito, así como para los propios migrantes”.
El ritmo de crecimiento de la inmigración es alto. Vivir en un país más rico es un estímulo muy fuerte para las personas de los países pobres. Según informaciones de las Naciones Unidas, en el año 2008 había en el mundo cerca de 192 millones de inmigrantes mientras que cinco años antes la cifra era 175 millones. En ese año, uno de cada tres inmigrantes vivía en Europa y uno de cada cuatro en Estados Unidos. Lo cual había ocurrido no obstantes todas las políticas de los países del norte para impedir las nuevas inmigraciones procedentes del sur.
Las cifras migratorias en ese año eran las siguientes: en América del Norte había 44,5 millones de inmigrantes, en Europa 64,1 millones, en Asia 53,3 millones, en América Latina 6,7 millones, en África 17,1 millones y en Oceanía 5 millones.
Un caso dramático era la masiva emigración africana hacia los <enclaves españoles de Ceuta y Melilla y hacia las islas Canarias, como cabeza de puente para ir a Europa. Según datos del Banco Mundial, España era un país 5,5 veces más rico que Marruecos en paridad de poder de compra, 13 veces más que Mauritania, 14 veces más que Senegal y 26 veces más que Malí. Lo cual explicaba la febril desesperación de los africanos pobres subsaharianos —los denominados “cayucos”, por su modo de transporte— por abandonar la sima económicosocial en que vivían e ir hacia las islas Canarias, que están a noventa millas náuticas de Marruecos.
Conforme crece la mancha de la pobreza en África se intensifica la emigración de sus habitantes hacia tierras europeas. Las Islas Canarias han soportado una avalancha de inmigrantes africanos indocumentados llegados a bordo de sus frágiles botes de pesca senegaleses, denominados cayucos. De enero a septiembre del 2005 alrededor de veinticinco mil inmigrantes africanos clandestinos llegaron a las costas canarias, como escala en su viaje hacia el territorio continental. La oposición del Partido Popular fue muy dura contra la política de “regularización masiva” de los inmigrantes instrumentada por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, quien reconoció que entre el 2000 y el 2004 entró a España un millón de inmigrantes ilegales. El Partido Popular dijo que tanto las fuerzas de seguridad como el poder judicial habían sido “desbordados” por la inmigración indocumentada. “España sigue siendo un coladero”, afirmó el líder de ese partido, y abogó por las repatriaciones. Las autoridades españolas pidieron a los gobiernos africanos desplegar mayores esfuerzos para evitar la salida de sus ciudadanos. Como parte de la política antiinmigratoria de España, desde el 14 de septiembre hasta el 25 de octubre del 2006 se realizaron 63 vuelos para devolver a Senegal, su país de origen, a 4.641 emigrantes clandestinos que habían alcanzado las costas insulares españolas. El gobierno de Senegal, al igual que el de Dakar, tuvo que afrontar duras presiones de su opinión pública para que negara autorización de aterrizaje a los aviones españoles que expulsaban a los ciudadanos africanos. Para propiciar la reinserción de los repatriados y evitar futuras migraciones, el gobierno de Senegal —país que en ese momento soportaba una desocupación laboral del 48% de su población económicamente activa— lanzó, con el apoyo financiero de veinte millones de euros del gobierno español, el “plan Reva” de creación de polos agrícolas de trabajo. Sin embargo, las presiones migratorias continuaron cada vez con más fuerza.
Esto llevó al politólogo italiano Giovanni Sartori (1924-2017), en su libro “La Tierra Explota” (2003) —en el que afronta el tema de la explosión demográfica del planeta que amenaza la existencia misma de la humanidad, de la que inculpa directa y principalmente a la Iglesia Católica por su condena a la anticoncepción, que impide un efectivo control del crecimiento de la población—, a concluir que “el mayor peligro para el mundo es la superpoblación de los países pobres”, que agota vorazmente los recursos naturales del planeta y que provoca una migración descontrolada que lleva al establecimiento de guetos, no sólo ajenos, sino hostiles a las reglas de las sociedades desarrolladas donde ellos se afincan, con los consiguientes conflictos culturales, intolerancias y violencia. Afirmó Sartori, en una entrevista al periódico “El País” de España en mayo del 2003, que especialmente difícil era la integración de los inmigrantes islámicos a los países que los acogen. Y habló de “las enormes dificultades que existen para integrar a inmigrantes musulmanes en sociedades democráticas abiertas, porque rechazan la separación Iglesia-Estado y porque su única fuente de autoridad reconocida está en la mezquita y en el imán”.
Durante la primera década de este siglo varios miles de emigrantes africanos —que huían de la pobreza, los conflictos y la violencia de sus países— murieron ahogados en su intento de llegar por las aguas del Atlántico desde Marrruecos, Argelia, Mauritania, Senegal u otros lugares hacia las Islas Canarias o de cruzar el Mediterráneo con destino a Italia, Malta o Grecia para penetrar en Europa.
De acuerdo con datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, en el año 2014 la migración africana hacia las costas europeas dejó un saldo de 3.420 víctimas en las aguas del Meditarráneo. Pero en el 2015 las cifras trágicas aumentaron. En los primeros 110 días de ese año más de 1.750 migrantes se ahogaron en las aguas mediterráneas. Cuatro naufragios ocurrieron a mediados de abril, de los cuales el más dramático fue el del barco pesquero que se hundió frente a las costas de Libia, causando la muerte de sus 800 ocupantes.
Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 35.000 migrantes arribaron por vía marítima al sur de Europa en los cuatro primeros meses del año 2015 y 1.750 desaparecieron en las aguas del Mediterráneo a causa del naufragio de sus embarcaciones.
El 90% de los emigrantes africanos con destino a Europa salía en aquellos años de los puertos de Libia, donde a partir del 2014 se había montado un gigantesco sistema de tráfico ilegal con muy altas tarifas, que producía enormes ingresos económicos a las mafias de traficantes que impulsaban masivamente el éxodo africano con rumbo a los países europeos, vía Italia especialmente. El tráfico se hacía a bordo de viejas y desvencijadas embarcaciones —incluidas naves inflables— que zarpaban sobrecargadas de pasajeros desde las costas del norte del continente africano —Libia principalmente— y que con frecuencia zozobraban en las aguas del Mediterráneo.
La tragedia de abril del 2015 movió a los gobernantes de los veintiocho Estados de la Unión Europea a reunirse en Bruselas el 23 de ese mes para afrontar la crisis humanitaria y tomar medidas a fin de “evitar que más personas mueran en el mar”, según dijo Donald Tusk, Presidente del Consejo Europeo. Con esa oportunidad, Thomas de Maizière, Ministro del Interior de Alemania, expresó que “es cierto que Europa no se puede aislar, pero también es cierto que Europa no puede acoger a todos los refugiados que llegan”.
En Bruselas los gobernantes de la Unión Europea decidieron hacer todos los esfuerzos para que las tragedias no se repitieran, pero preferentemente por la vía de represar la salida de los emigrantes, poner freno al tráfico de personas, reforzar las operaciones de patrullaje marítimo en el Mediterráneo —llamadas Tritón y Poseidón—, duplicar los recursos para los patrullajes marinos en el litoral sur de Europa, apoyar a Túnez, Egipto, Sudán, Malí y Níger en el control y vigilancia de sus respectivas fronteras y triplicar los recursos económicos para financiar las operaciones de vigilancia marítima y patrullaje en alta mar por medio de barcos, aviones y helicópteros.
Acordaron, además, combatir militarmente a las mafias de traficantes y capturar y destruir en los propios puertos sus viejas y ruinosas embarcaciones.
Todo esto, sin perjuicio de la devolución de los emigrantes —considerados inmigrantes irregulares— a sus países de origen, en el marco de un programa de repatriación rápida.
Toda esa compleja misión se encomendó a la European Agency for the Management of Operational Cooperation at the External Borders of the Member States of the European Union (FRONTEX), fundada en el 2004 como una agencia internacional autónoma integrada y dirigida por los representantes de los Estados miembros de la Unión Europea (UE), destinada a planificar, coordinar y ejecutar políticas de control y protección de las fronteras nacionales terrestres, marítimas y aéreas de los Estados miembros de la comunidad europea.
Entre las responsabilidades fundamentales de esta agencia estaba la de supervisar la movilización de los inmigrantes ilegales de terceros países con destino a los territorios europeos, fortalecer los linderos estatales de Europa, evitar la penetración de inmigrantes ilegales, proceder a la expulsión de ellos y emprender la búsqueda y rescate de los náufragos dentro de las treinta millas náuticas de las costas europeas.
En definitiva instancia la respuesta europea fue taponar las vías de salida hacia el Mediterráneo de los emigrantes africanos.
Zeid Ra’ad Al Husein, Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, tachó de “cínicas” las políticas migratorias aprobadas por la Unión Europea y acusó a la reunión de Bruselas de “dar la espalda a los emigrantes más vulnerables del mundo” y de convertir “el Mediterráneo en un gran cementerio”. Y los organismos internaciones de los derechos humanos —entre ellos, la Asociación Europea de Defensa de Derechos Humanos— pidieron a las autoridades políticas de Europa una posición centrada más en fines humanitarios que en consideraciones de seguridad nacional.
En Estados Unidos el problema de la inmigración es especialmente complejo. Un informe de su Population Research Bureau divulgado a mediados de 1999 señalaba que más de 9 millones de inmigrantes ingresaron legal o ilegalmente a su territorio durante la última década del siglo XX, suma tan alta que sólo puede compararse con la de la primera década del siglo. Según el censo de población celebrado en el primer semestre del 2001, los inmigrantes latinoamericanos constituían la primera “minoría” de ese país compuesto de múltiples minorías. Habían sobrepasado a la minoría negra. “The New York Times” informó en aquella oportunidad que en casi la mitad de las cien principales ciudades norteamericanas los blancos anglosajones habían dejado de ser la mayoría, ya sea por el incremento de la inmigración hispana en la última década, ya porque los blancos han abandonado las ciudades para refugiarse en los suburbios alejados. De modo que la minoría hispana, la negra, la asiática y otras minorías sumaban en ellas más que los blancos anglosajones.
Estos inmigrantes provienen: el 58,7% de México, el 15,1% de América Central, el 11,4% de Sudamérica, el 10,1% de Cuba y el 4,8% de República Dominicana. El porcentaje de América Central se descompone así: El Salvador 6,4%, Guatemala 3,1%, Nicaragua 2,3%, Honduras 1,5%, Panamá 1,2%, otros 0,7%. La cuota sudamericana se integra por el 4% de colombianos, 2% de peruanos, 2% de ecuatorianos, 1,3% de argentinos y 2,3% de los demás países de la zona.
Según el “reloj demográfico” que funciona en la oficina norteamericana del censo —U.S. Census Bureau—, en el año 2006 ingresaba un inmigrante a territorio estadounidense cada 31 segundos, de modo que en un día cualquiera cruzaban legal o ilegalmente sus fronteras 2.787 inmigrantes, o sea 1’017.255 inmigrantes cada año. Este es uno de los factores que han llevado a Estados Unidos a ser el tercer Estado más poblado del planeta, después de China e India. Los inmigrantes son responsables del 40% del crecimiento de la población norteamericana.
El controvertido profesor norteamericano Samuel P. Huntington, en su libro “¿Quiénes Somos?” (2004), afirmó que hay un proceso de “mexicanización” en algunos estados del suroeste de la Unión Norteamericana por la “invasión” de inmigrantes legales o clandestinos de México a lo largo de su frontera terrestre de más de tres mil kilómetros. Dijo que los inmigrantes mexicanos constituían, en el año 2000, el 27,6% de la población estadounidense nacida en el extranjero. Añadió que en ese mismo año la población nacida fuera de Estados Unidos correspondía a los siguentes cinco primeros países: México 7’841.000 habitantes, China 1’391.000, Filipinas 1’222.000, India 1’007.000 y Cuba 952.000. Concluyó que el impacto de esta inmigración era muy fuerte, especialmente en las escuelas, porque tenía tasas de fecundidad notablemente más altas que las de la población nativa. Y anotó que en el año 2002 el 71,9% de los estudiantes del Distrito Escolar Unificado de la ciudad de Los Ángeles era de jóvenes hispanos.
“The Economist” informó que en el año 2000, de doce ciudades fronterizas importantes, seis tenían población hispano-mexicana en más del 90%, tres en más del 80%, una entre el 70% y el 79% y sólo dos (San Diego y Yuma) en menos del 50%. Huntington teme que si la tendencia continúa podría consolidarse en esa región un bloque cultural y lingüísticamente diferenciado, con propia identidad, que no querrá asimilarse a Estados Unidos.
El U.S. Census Bureau de Estados Unidos vaticinó en marzo del 2004 que, a este ritmo de crecimiento, la suma de las minorías étnicas representará en el año 2050 el 49,9% de la población total norteamericana frente al 50,1% de población blanca.
Es importante anotar que a mediados del 2013 el crecimiento de la población blanca en Estados Unidos fue negativo. Según datos del U. S. Census Bureau, por primera en la historia de ese país la cifra de muerte de personas de raza blanca superó a la de nacimientos. Más fueron los blancos que murieron que los que nacieron, aunque la inmigración procedente de Canadá, Alemania y Rusia contribuyó a disminuir ese desequilibrio.
La mayoría de los nacimientos fue en las minorías étnicas. Lo cual, después de tres décadas, llevará a que la suma de esas minorías —asiáticas, hispanas y afrodescendientes— se convertirá en el grupo mayoritario de ese país.
Si bien en el 2014 los blancos aún eran el grupo racial mayoritario —constituían el 64% de la población, según datos censales— la inmigración ha determinado el crecimiento del 2,9% de los asiáticos y del 2,2% de los hispanos, mientras que los negros crecieron en el 1,3% y los blancos en el 0,1%, de modo que con el transcurso del tiempo la actual preponderancia blanca dará paso a la hegemonía multirracial. Lo cual significa que “en el futuro las minorías ya no dependerán de los ciudadanos blancos para garantizar su bienestar económico”, según sostiene William H. Frey, demógrafo de la Brookings Institution, que analizó el tema. Frey señaló que en los próximos 50 años “serán las minorías las que realicen las mayores contribuciones al crecimiento económico” de Estados Unidos.
Según los expertos norteamericanos, fueron la recesión económica del país y el interés creciente de las mujeres por terminar sus estudios universitarios antes de formar una familia las principales causas del descenso de la natalidad en la etnia blanca de ese país. Pero ellos esperan que, en el futuro, vuelva a crecer la tasa de nacimientos en este grupo de población.
Algunos demógrafos estadounidenses explicaron que en la segunda década de este siglo las muertes de blancos en su país representaban el 80% del total porque, como grupo social, eran los de mayor edad, con un promedio de 42 años frente a 34 de los asiáticos, 32 de los afroamericanos y 28 de los hispanos.
Estados Unidos, a pesar del endurecimiento de sus controles migratorios, ha sido el primer destino de los emigrantes latinoamericanos en búsqueda de opciones de trabajo, mejores salarios y condiciones de vida más favorables. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estimó que las remesas de los emigrantes latinoamericanos desde Estados Unidos, la Unión Europea y otros países sumaron 53.600 millones de dólares en el 2005 —cifra que superó la inversión extranjera directa y la ayuda para el desarrollo—, de los cuales México recibió 20.034 millones, Brasil 6.411, Colombia 4.126, Guatemala 2.993, El Salvador 2.830, República Dominicana 2.682, Perú 2.495, Ecuador 2.005, Haití 1.077, Bolivia 860, Argentina 780, Paraguay 550, Costa Rica 362, Venezuela 272, Guyana 270, Panamá 254, Uruguay 110, Trinidad & Tobago 97, Belice 81, Surinam 55. En el marco de esta dolorosa diáspora, las remesas enviadas a varios de estos países por sus emigrantes constituyeron la segunda más importante fuente de divisas.
Lo paradójico de esta situación es que, en la medida en que los países del norte legalicen la condición de los indocumentados, los montos de las remesas tenderán a bajar porque los inmigrantes llevarán a los miembros de su familia y desaparecerá la razón principal de los envíos de dinero a sus países de origen.
Con referencia a la migración mexicana, Huntington anota que “ningún otro grupo inmigrante de la historia de los Estados Unidos ha reclamado para sí o ha estado en disposición de formular una reivindicación histórica sobre una parte del territorio estadounidense”. Estas palabras aluden, sin duda, al hecho de que Texas, Nuevo México, Arizona, California, Nevada y Utah formaron parte del territorio de México hasta las guerras mexicano-norteamericanas de 1835-36 y de 1846-48, en que fueron anexados a Estados Unidos. En otras palabras, los inmigrantes mexicanos proceden de un país cuyos territorios le fueron despojados por la fuerza y, por tanto, abrigan consciente o inconscientemente la esperanza de recuperarlos. Esto hace que la inmigración mexicana sea cualitativamente diferente. Cosa que preocupaba a Huntington en función de la identidad de su país, fundado por colonos blancos, británicos y protestantes. El entonces profesor de Harvard afirmaba además en su libro que “la continuidad de los elevados niveles de inmigración mexicana e hispana en general, unida a las bajas tasas de asimilación de dichos inmigrantes a la sociedad y cultura estadounidenses, podrían acabar por transformar Estados Unidos en un país de dos lenguas, dos culturas y dos pueblos”.
Desde el otro lado, no dejan de ser elocuentes las palabras del sociólogo mexicano Andrés Molina Enríquez, cuando a comienzos del siglo XX, al hablar en uno de sus libros de la reivindicación del mestizaje hispano-indio, afirma que la venganza mexicana contra los invasores del norte la ejecutarán los inmigrantes mestizos mexicanos en Estados Unidos, quienes con su unidad racial “minarán la solidez de ese país”.
México fue históricamente el principal país expulsor de migrantes hacia Estados Unidos en las últimas cuatro décadas, pero según informaciones del gobierno mexicano se advirtió una caída del 70% en la tasa de emigración a partir del año 2007 y consecuentemente disminuyó también el número de detenciones de emigrantes mexicanos por las patrullas fronterizas estadounidenses. Concomitantemente el Pew Hispanic Center (PHC) —entidad independiente de investigación con sede en Washington— reportó en el 2011 que, tras décadas de crecimiento de la ola migratoria, se produjo una caída en el flujo de México hacia Estados Unidos a partir del 2007. Y la atribuyó a varios factores: la crisis económica norteamericana con la consiguiente disminución de la demanda de mano de obra, las deportaciones masivas de inmigrantes ilegales, la radicalización de las medidas de seguridad fronteriza, la expedición de severas leyes contra la inmigración sin papeles, el retorno voluntario de los emigrantes a causa de la dificultad de encontrar empleo y las acciones emprendidas contra ellos por las bandas del crimen organizado en México.
La realidad muestra, en general, que un número reducido de inmigrantes latinoamericanos tiene probabilidades de triunfar económicamente en Estados Unidos, dado que sus niveles de educación son muy bajos. De ellos, los mexicanos, por su incipiente escolaridad, son los más proclives a vivir en la pobreza y a recibir subsidios sociales. Según el Current Population Survey de marzo 1998, los grupos de inmigrantes más afectados por la pobreza eran: mexicanos 31%, cubanos 24%, salvadoreños 21%, vietnamitas 15%, chinos 10%, filipinos 6% e indios 6%. El Centro de Estudios de Inmigración, con sede en Washington —que aboga por la disminución de la inmigración legal y la erradicación de la ilegal—, calculó en el año 2004 que los servicios sociales gubernamentales que reciben los inmigrantes ilegales y sus familias, descontados los impuestos que ellos pagan, costaban anualmente al gobierno de Estados Unidos alrededor de 10 mil millones de dólares.
La política antiinmigratoria de Estados Unidos se endureció aun más el 26 de octubre del 2006 con la firma por el presidente George W. Bush de la ley que autorizaba la construcción de un muro limítrofe con México de unos 1.126 kilómetros de largo para impedir la entrada ilegal de inmigrantes hispanos a su territorio. El muro comprende iluminación de alta intensidad, equipos de visión nocturna, sensores electrónicos y otros dispositivos de seguridad. “Lamentablemente el Estado no estuvo en condiciones durante décadas de controlar por completo las fronteras”, manifestó el gobernante en la ceremonia de sanción de la ley, aprobada días antes por el Congreso. Explicó que su gobierno había aumentado de 9 mil a 12 mil los agentes de la Patrulla Fronteriza con México, había actualizado la tecnología de control operativo y había expulsado a más de 6 millones de indocumentados. El proyecto, que recibió críticas internas y externas, fue condenado por el Presidente del Gobierno Español José Luis Rodríguez Zapatero y los doce gobernantes latinoamericanos y caribeños reunidos en la XVI Cumbre Iberoamericana celebrada en Montevideo del 3 al 5 de noviembre del 2006. La primera respuesta política de los inmigrantes hispanos se produjo pocos días después, con su voto masivo en favor del Partido Demócrata en las elecciones legislativas del 7 de octubre, que contribuyó decisoriamente al fracaso electoral del Partido Republicano del presidente Bush y a la pérdida de su mayoría en las cámaras del Senado y de Representantes. Según las encuestas, siete de cada diez votantes hispanos se inclinaron por los demócratas en función del tema migratorio.
Un hecho muy significativo ocurrió a comienzos del 2007. El gobernador demócrata de Nuevo México, Bill Richardson López, fue el primer hispano en buscar la postulación como candidato a la presidencia de Estados Unidos, en las elecciones presidenciales de noviembre del 2008. Nacido en Nuevo México, de madre mexicana, Richardson expresó a la cadena ABC de televisión: “es claro que soy hispano y orgulloso de serlo (…) pero mi programa de acción no es exclusivamente el de la colectividad hispana”. Y aunque su postulación no prosperó en las elecciones primarias del Partido Demócrata, el hecho de que un hispano aspirase a conducir los destinos de Estados Unidos no pudo ser más elocuente de las ambiciones políticas de la inmigración hispana en ese país.
El voto hispano —que en ese momento representaba alrededor del 9% del electorado norteamericano— pesó decisoriamente en el triunfo de Barack Obama, candidato del Partido Demócrata, sobre su contendor republicano John McCain en las elecciones presidenciales del 4 de noviembre del 2008. Según investigaciones del Pew Center, el 66% de los votantes hispanos se inclinó por el candidato demócrata, en quien vieron un hombre surgido abajo y elevado por sus propios méritos. Obama fue el primer negro —mulato, en realidad— en llegar a la presidencia de Estados Unidos.
Cuatro años más tarde, el voto de los inmigrantes latinoamericanos volvió a ser determinante en la reelección de Obama. En las elecciones del 6 de noviembre del 2012 el 75% de los 23,6 millones de inmigrantes hispanos con derecho a voto sufragó por Obama y el 23% por su adversario republicano Mitt Romney, según información de la empresa encuestadora Latino Decisions.
Y, en lo que a Inglaterra se refiere, como consecuencia de la inmigración en la década 2001-2011, la ciudad de Londres, que siempre tuvo más del 50% de residentes británicos de raza blanca, bajó al 45% —13 puntos menos que en el año 2001—, según se desprende del censo de marzo del 2011, cuyos resultados fueron publicados a comienzos de diciembre del 2012 por la Oficina Nacional de Estadísticas (ONS, en sus siglas en inglés). Fue notable el aumento de los residentes de origen extranjero en la ciudad —y en el país—, atraídos por las posibilidades de mejor empleo, salud y educación. A escala nacional, los residentes extranjeros aumentaron de 4,6 millones a 7,5 millones en el curso de aquella década. Concomitantemente, durante ese período descendió en 13 puntos la suma de habitantes que se declararon cristianos —del 72% al 59%—, el 4,8% se confesó musulmán y, dentro de esa creciente diversidad, aumentó del 15% al 25% el número de quienes declararon no profesar religión alguna, que en el año 2012 sumaron 14,1 millones.
La inmigración entraña el problema de la asimilación y de la incorporación de los inmigrantes a la sociedad que los recibe. Este es un problema de complicada solución. Por lo general los inmigrantes contribuyen a resolver el déficit de mano de obra en ciertos sectores de la producción de las sociedades industriales puesto que asumen las tareas tecnológicamente más simples y de poca rentabilidad, que son desechadas por los trabajadores locales; pero como ellos proceden de culturas muy diferentes de la de los países receptores su adecuación al nuevo medio social no resulta fácil.
Los inmigrantes del tercer mundo —africanos, árabes, turcos, latinoamericanos, caribeños— crean conflictos culturales en las sociedades europeas y norteamericana que los acogen. Las sociedades receptoras se empeñan, como es lógico, en preservar sus costumbres, su identidad y su carácter nacional. Para ello han restringido muy rígidamente la inmigración en los últimos años. Han establecido severos criterios de admisión en función del lugar de origen de los inmigrantes y de su nivel de educación. A principios de la década de los años 90, por ejemplo, Francia postuló la “inmigración cero” e instrumentó las medidas necesarias para conseguir este objetivo. Alemania endureció su legislación migratoria. Y lo propio hicieron los otros países europeos. Por su lado, Estados Unidos, a pesar de ser un país de inmigrantes —o, talvez, precisamente por serlo— estableció cupos anuales y severos controles al ingreso de ellos en guarda de su <cohesión social. Durante el siglo XIX y buena parte del XX —concretamente entre 1820 y 1924— los 34 millones de inmigrantes europeos y los hijos y nietos de éstos no tuvieron mayor problema en adaptarse a la sociedad norteamericana, dada la proximidad de sus culturas con la del país que los acogió; pero en la segunda mitad del siglo XX, los 23 millones de inmigrantes, la mayor parte de los cuales procedía de América Latina y de Asia, afrontaron serios problemas de aclimatación social.
La asimilación se produce por varias vías. Una es la educación compartida de los jóvenes en escuelas, colegios y universidades; otra es la dispersión de los inmigrantes con sentido vecinal, para que no se formen “guetos” dentro de las ciudades que retardan o impiden la integración; otra es la <aculturación que lleva a los inmigrantes a tomar las características culturales de la sociedad que les acoge; otra son los matrimonios mixtos —o sea con personas de fuera de su grupo— que producen un mestizaje étnico.
Por supuesto que la asimilación significa “europeización” o “norteamericanización”, según el caso; es decir, la absorción de la cultura del país de acogida, en sus diversas manifestaciones: conocimientos, lenguaje, estilo de vida, costumbres, hábitos, tradiciones, valores, mitos, creencias, juicios de valor, prejuicios, prácticas religiosas, percepciones, sensibilidades, recuerdos históricos y símbolos. Este proceso pasa por la disposición de los inmigrantes de “querer ser” europeos o norteamericanos en la primera, segunda o siguientes generaciones, e implica una sustitución de lealtades nacionales. La asimilación tiene diferentes velocidades, dependiendo del grado de compatibilidad entre la cultura de la que son vectores los inmigrantes y la cultura del país anfitrión. Los medios de comunicación de masas —especialmente la >televisión— juegan un importante papel en el proceso de asimilación.
La inmigración sin asimilación —como es el caso de los mexicanos en Estados Unidos, los africanos en Francia o los turcos en Alemania— lleva a aislar de la sociedad receptora estos grupos, que no alcanzan a integrarse a ella, y contribuye a generar conflictos de cultura que terminan por producir reacciones xenófobas en la población local.
En lo que a la asimilación se refiere, el caso de Miami es muy peculiar. La afluencia de inmigrantes cubanos y latinoamericanos la ha convertido en la más hispana de las grandes ciudades norteamericanas. La historia empezó a comienzos de enero de 1959 con el triunfo de la >revolución cubana, en que oleadas de emigrantes de capas sociales altas y medias abandonaron la isla y se establecieron, por razones de cercanía, al sur de Florida. En los doce primeros años ingresaron 260 mil cubanos y cifras un poco menores en las siguientes décadas. En el año 2000 dos terceras partes de la población de Miami era hispana y más de la mitad de esa cifra de origen cubano. En la mayoría de los hogares se hablaba español. La tranquila ciudad de los jubilados se transformó por completo. Hubo un gran desarrollo económico que atrajo a inversionistas de otros países latinoamericanos. Aumentaron vertiginosamente sus depósitos en los bancos de Miami. Los inmigrantes cubanos y latinoamericanos pudieron asumir un rol importante en el desarrollo de la zona. Crearon sus propias empresas e instituciones financieras. Las grandes corporaciones transnacionales norteamericanas establecieron sucursales importantes en Miami para sus tratos con Latinoamérica. Se ampliaron las relaciones económicas de Miami con la región. Pero los cubanos no demostraron interés en asimilarse a Estados Unidos sino que formaron un enclave social, sin renunciar a su cultura ni a sus costumbres. Sus relativamente altos índices de educación y capacitación les permitieron desarrollar iniciativas económicas autónomas y alcanzar apreciables niveles de vida, que se han sostenido por más de cuatro décadas. El crecimiento de la renta personal en los años 70 fue superior al 10% anual y así se ha mantenido. En tales circunstancias, los cubanos no tardaron en incursionar en la vida cultural y política de la comunidad y se convirtieron en una minoría influyente en Florida, que ha elegido alcaldes, congresistas y representantes locales de ascendencia latinoamericana. Se abrieron canales de televisión y estaciones de radiodifusión hispanos, aunque de muy discutible calidad. Se dio una verdadera “cubanización” de Miami, que produjo el éxodo de alrededor de ciento cincuenta mil norteamericanos.
Los inmigrantes cubanos y latinoamericanos pudieron asumir un rol importante en el desarrollo de la zona. Crearon sus propias empresas e instituciones financieras. Las grandes corporaciones transnacionales norteamericanas establecieron sucursales importantes en Miami para sus tratos con Latinoamérica. Y se ampliaron las relaciones económicas de Miami con la región.
Los inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos han adoptado una de tres actitudes frente al medio: la preservación de su identidad cultural y de su lengua, la formación de una cultura mestiza con elementos propios y de la cultura mayoritaria, o la <aculturación, esto es, la renuncia a su cultura para adaptarse total e incondicionalmente a la american way of life.
La mayor parte de los inmigrantes latinoamericanos son personas que llevan muy exiguo bagaje cultural. Por eso no lograron insertarse en los procesos productivos de sus países de origen y se vieron forzados a salir en búsqueda de opciones de trabajo mejor remuneradas en Estados Unidos, a pesar de las severísimas restricciones en el otorgamiento de visas que ha impuesto el gobierno norteamericano.
El ingreso de los llamados “indocumentados” a territorio norteamericano ha resultado imparable. Pero su situación ilegal y la falta de papeles les vuelve muy vulnerables en el mercado del trabajo y, en general, en todas sus actividades, porque ante el temor de ser deportados y como no pueden reclamar legal, judicial ni administrativamente so pena de ser detenidos por su ingreso ilegal, son víctimas de toda clase de abusos de quienes les otorgan empleo y perciben los salarios más bajos.
La organización denominada National Council of La Raza publicó el 16 de julio de 1993 en el periódico “USA Today”, con base en los datos del Census Bureau de Estados Unidos, que el 11,3% de los hispanos carece de empleo en comparación con el 7,5% de los no hispanos, que el 29% de ellos vive bajo la línea de pobreza en comparación al 13% de los demás, que el 53% ha culminado la educación secundaria (high school) frente al 82% del resto de la población, que sólo el 9% de los hispanos tiene un college degree mientras que la cifra sube al 22% entre los no hispanos y que el 54% de los hispanos está cubierto por un seguro médico comparado con el 75% de los demás. Todo lo cual demuestra que las condiciones de vida de los inmigrantes latinoamericanos son sensiblemente más bajas que las del resto de la población.
Y las cosas no han cambiado sustancialmente desde ese año.
La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 18 de diciembre de 1990 la Convención Internacional sobre la protección de los Derechos de todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares. Este instrumento define al trabajador migratorio como “toda persona que vaya a realizar, realice o haya realizado una actividad remunerada en un Estado del que no sea nacional”, con excepción de “las personas empleadas por organizaciones y organismos internacionales o personas empleadas por un Estado que participen en programas de desarrollo; inversionistas; refugiados y apátridas; estudiantes y personas que reciban capacitación; marinos y trabajadores en estructuras marinas”.
Esta Convención establece todos los derechos civiles y económicos de que están asistidos los trabajadores migratorios, sin discriminación alguna. Declara la igualdad de ellos con los trabajadores nacionales. Reconoce su derecho a formar parte de sindicatos. Les faculta para transferir ingresos y ahorros. Prohíbe las medidas de expulsión colectiva y manda que los trabajadores migratorios “sólo podrán ser expulsados en cumplimiento de una decisión adoptada por la autoridad competente conforme a la ley”.
Antes y después de la mencionada Convención, diversos organismos de las Naciones Unidas —la Asamblea General, el Consejo Económico y Social, la Organización Internacional del Trabajo, la UNESCO— expidieron varios documentos en los que pusieron énfasis en la igualdad de oportunidades que debe reconocerse a los trabajadores migratorios y a sus familias en materia de empleo, remuneración, seguridad social, derechos sindicales y educación.
También se han expedido normas para evitar el tráfico ilegal de la mano de obra organizado por delincuentes que la explotan y que han reproducido “condiciones parecidas a la esclavitud y al trabajo forzoso”, según dice el preámbulo de la antigua Resolución 1706 (LIII) del Consejo Económico y Social.
Tanto la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo, celebrada en El Cairo en septiembre de 1994, como la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social, reunida en Copenhague en marzo de 1995, y la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer efectuada en septiembre de 1995 en Pekín, se ocuparon del tema, reconocieron la necesidad de intensificar la cooperación internacional para solucionar los problemas de los trabajadores migratorios y aprobaron normas destinadas a garantizar su seguridad.
Bajo el lema de “un mundo sin muros” se reunió en Madrid el III Foro Social Mundial de Migraciones —patrocinado por el Foro Social Mundial de Porto Alegre— para tratar las experiencias del movimiento migratorio en el mundo, la crisis económica global, la defensa de los derechos de los migrantes, las políticas restrictivas de la inmigración en Europa, la Directiva del Retorno y otros temas conexos.
La reunión se celebró del 12 al 14 de septiembre del 2008 y a ella concurrieron 2.500 delegados de noventa países.
En el curso de las deliberaciones se denunció la falta de ideas, iniciativas y programas que reflejen las realidades del migrante por parte de gobiernos y organismos internacionales.
El portavoz del gobierno español Pedro Zerolo, Secretario de Movimientos Sociales del PSOE, manifestó que “España sigue siendo un referente en su modelo migratorio” y aseguró que no van “a aplicar las disposiciones de la Directiva de Retorno, porque tenemos el sistema más garantista dentro de la Unión Europea”.
Tres de las conclusiones más importantes fueron el rechazo a la Directiva del Retorno, la exhortación a todos los Estados a que observen y cumplan la mencionada Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Migrantes y la petición a la comunidad internacional de crear una agencia especializada que se encargue de atenuar la trágica situación en que viven millones de migrantes en el mundo, ya que “migrar no es un delito, delito son las causas que originan la migración”, según rezaba la parte final de la declaración del Foro.
La reunión internacional concluyó con una marcha por las calles de Madrid para llamar la atención pública hacia las conclusiones del encuentro.
Sin embargo, también el congreso español, en sus reformas a la Ley de Extranjería aprobadas el 29 de octubre del 2009, incorporó algunas de las restricciones europeas a su régimen de inmigación.
El movimiento migratorio, como dije antes, tiene también otra dimensión: la migración interna, que generalmente señala la dirección del campo a la ciudad. Los campesinos y los habitantes de los pequeños poblados periféricos, atraídos por las luces ciudadanas, suelen abandonar el campo o la aldea y emprenden viaje hacia las grandes urbes, donde fijan su residencia. Lo cual ha contribuido a producir la hipertrofia del urbanismo, con todos sus problemas de masificación social, contaminación, desempleo, pobreza, violencia e inseguridad.
La mayor migración interna de la historia —con alrededor de 250 millones de campesinos que abandonaron sus empobrecidos lugares de origen en búsqueda de empleos fabriles en las ciudades industriales— se produjo en China durante las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI, al compás del crecimiento económico de sus zonas industriales. Pero millones de los migrantes tuvieron que retornar a sus lugares originarios por causa de la crisis económica y financiera que se desató sobre el mundo a finales del 2008 y que, al disminuir las exportaciones de China, obligó al cierre de muchas de sus empresas industriales.
En su libro “Un Mundo sin Rumbo” (1997), el geopolítico español Ignacio Ramonet sostiene que a comienzos del siglo XIX apenas el 3 por 100 de la población mundial estaba urbanizada y sobre el planeta no se levantaban más de veinte ciudades de más de 100.000 habitantes, en tanto que a comienzos de 1990 se elevaban a novecientas. Y, mirando hacia el futuro, dice que, “en menos de diez años, más de la mitad de la humanidad se hacinará en las ciudades. Las megalópolis (aglomeraciones que acogen varios millones de personas) reunirán al 60 por 100 de la población mundial”.
El Programa de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Urbanos, en un informe especial sobre el estado de las ciudades del mundo 2006-2007, advirtió que, si las cosas siguen como hoy, en el año 2020 alrededor de 1.400 millones de personas vivirán en los asentamientos precarios que rodean a las grandes urbes, sin servicios públicos esenciales y con altos índices de violencia y criminalidad. Señaló que en el año 2006 mil millones de personas vivían en tales condiciones, diez por ciento de las cuales pertenecían a los países desarrollados y el resto se distribuía en los cinturones de vivienda precaria de las ciudades de África, Asia y América Latina. Especialmente dramática era la situación africana. En los países subsaharianos el 72% de la población urbana vivía en las zonas de hacinamiento y en algunos países —como Etiopía y Chad— toda la población urbana estaba asentada en ellas. El informe puntualiza que el hacinamiento era tan brutal que había más de tres personas por habitación, y que, por ejemplo, en un asentamiento urbano de Harare, capital de Zimbabue, mil trescientas personas compartían un baño compuesto por seis pozos que hacían de letrinas.
La vivienda —con sus excelencias o sus miserias— es un punto de vista sobre el mundo. Desde la perspectiva política, el >populismo, que forja movimientos políticos erráticos y violentos, es un fenómeno político de raíces económicas que se origina y prospera precisamente en aquellas zonas de hacinamiento que se forman alrededor de las grandes ciudades del tercer mundo.
Quienes viven en pocilgas o duermen bajo los puentes no pueden tener puntos de vista muy amables sobre la vida.
El fenómeno demográfico condiciona el comportamiento individual y colectivo de las personas. Las megalópolis producen anomalías de la conducta y raras aberraciones. No hay más que comparar el proceder del hombre de la pequeña aldea con el del hombre despersonalizado de la gran ciudad. Las diferencias son notables. La concentración humana sobre el espacio físico urbano conlleva una serie de problemas que terminan por afectar la psiquis del ser humano. En los países de América Latina, Asia y África el urbanismo acusa, entre otros rasgos distintivos, el crecimiento impresionante de los sectores de <economía informal, con la proliferación de vendedores ambulantes en las calles y el aumento de la mendicidad.