En los años 40 del siglo XX se descubrió, gracias a las investigaciones de los científicos canadienses Oswald Avery (1877-1955) y Colin McLeod (1909-1972) y del genetista norteamericano Maclyn McCarty (1911-2005), que la información genética de los seres vivos reside en el ácido desoxirribonucleico existente en los cromosomas de las células, que los científicos norteamericanos denominaron DNA. Desde entonces los físicos no han cesado de investigar la estructura molecular de esta sustancia para descifrar su comportamiento. El resultado fue la confirmación de que ella contiene el material genético que fija los caracteres de los seres vivos y los transmite por la vía hereditaria.
Desde los más remotos tiempos de la especie humana se observó que los hijos tienden a parecerse a sus padres física y espiritualmente. Pero tuvo que pasar mucho tiempo hasta que el monje austriaco Gregor Mendel descubriera en 1865 las “leyes de la herencia” que rigen la transmisión hereditaria de las características físicas. Mendel observó a lo largo de sus experimentos de cruzamiento de plantas que las unidades hereditarias —a las que denominó factores pero que hoy llamamos genes— encierran caracteres “dominantes” y caracteres “recesivos”. Al cruzar plantas de tallo largo con plantas de tallo corto resultaron, en la segunda generación, tres plantas de tallo largo por una de tallo corto, o sea una proporción de 3 a 1. Mendel formuló entonces su primera ley —la de la segregación— en virtud de la cual los genes se agrupan en pares de los tipos AA, Aa y aa. Los genes “A” son los dominantes y los genes “a” son los recesivos. Cuando se polinizaban entre sí ejemplares AA, nacían solamente plantas de tallo largo; cuando se cruzaban ejemplares aa, se producían únicamente plantas de tallo corto; y de los cruces entre híbridos Aa se generaba una descendencia de plantas de tallo alto y de tallo corto en proporción de 3 a 1. De lo cual concluyó Mendel que las unidades hereditarias no se mezclan entre sí, como creían sus predecesores, sino que permanecen inalterables en las sucesivas generaciones.
Las leyes de Mendel —cuya importancia y alcance sólo se reconocieron en el año 1900— establecieron las bases teóricas de la genética moderna. En las primeras décadas del siglo XX Thomas Hunt Morgan, a la cabeza de un equipo de científicos en Nueva York, descubrió con sus investigaciones en la mosca drosophila que los genes residían en los cromosomas de los núcleos de las células. Y el genetista estadounidense Alfred Sturtevant (1891-1970), un discípulo de Morgan, dedujo de las enseñanzas de su maestro que los genes estaban dispuestos, uno detrás de otro, en largas hileras dentro de los cromosomas. El químico austriaco Erwin Chargaff demostró en los años 40 que el ADN está compuesto de miles de millones de pequeños elementos llamados bases, que son de cuatro tipos: adenina, citosina, guanina y timina, cuyas cantidades varían de una especie a otra, pero siempre la cantidad de adenina es igual a la de timina y la de guanina a la de citosina en cualquier especie de animal o vegetal.
El 28 de febrero de 1953 el físico inglés Francis Crick afirmó emocionado en el pub “The Eagle” de Cambridge que había encontrado “el secreto de la vida”. Se refería a sus investigaciones conjuntas con el científico norteamericano James Watson que habían conducido al descubrimiento de la denominada “doble hélice” del ADN, consistente en una larga y retorcida doble hilera de bases apareadas según el principio de Chargaff, o sea adenina (A) con timina (T) y guanina (G) con citosina (C). La estructura del ADN tiene la forma de una escalera en espiral compuesta por dos hileras de azúcar y fosfato unidas entre sí por esas cuatro bases químicas ordenadas en parejas, que forman una suerte de “travesaños” de la escalera, de modo que siempre la adenina se articula con la timina y la guanina con la citosina. La información genética está contenida en el orden en que las bases están colocadas en la hilera, del mismo modo como la información literaria está contenida en el orden de las letras del texto.
Las conquistas de la ingeniería biogenética han superado la desbordante imaginación del género literario de ciencia-ficción y de sus historias sobre sociedades futuras fantásticas, como en las novelas de carácter científico del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946) en la segunda mitad del siglo XIX, en las que se expresaba permanentemente la preocupación por las consecuencias sociales de la tecnología: “La máquina del tiempo”, “La isla del Doctor Moreau”, “El hombre invisible”, “La guerra de los mundos” y “El primer hombre en la Luna”; o en “Un Mundo Feliz” (1932) del novelista inglés Aldous L. Huxley (1894-1963), que ofreció una visión deshumanizada y utópica del futuro; o en las célebres utopías negativas del escritor inglés George Orwell (1903-1950) que describieron una sociedad terrorífica sometida a la tiranía de la ciencia y de la política.
Los logros de la ingeniería biogenética moderna se acercan a las fantasiosas profecías de Huxley —en su libro “Un Mundo Feliz”, que es uno de los clásicos en el género de ciencia-ficción— en que diseña una sociedad política cuyo gobierno ejerce el control completo sobre la reproducción humana, en el marco de la abolición del matrimonio y la paternidad, y los niños, gestados en incubadoras fetales, son clasificados desde antes de su nacimiento en clases sociales predeterminadas: desde los alfa, en el nivel superior, hasta los épsilon, en el inferior. El gobierno es quien decide las metas reproductivas, para que los individuos alcancen salud, felicidad, poder y éxito en la vida, y señala el rol específico que éstos deben cumplir en la trama social.
El desciframiento del genoma completo del gusano caenorhabditis elegans realizado por los científicos Robert Waterston del Genome Sequencing Center de la Universidad de Washington en Saint Louis y John Sulston del Sanger Centre de Cambridge echó mucha luz sobre el genoma humano. Ese ínfimo ser guarda todas las claves de la genética. Según las investigaciones, posee 19.899 genes (de los cuales 800 tienen funciones aún desconocidas), o sea más de la mitad de los que posee el ser humano, y 300 neuronas, es decir 33 millones de veces menos que las del cerebro del hombre. Como aquel diminuto animal puede reptar, comer y defecar, ha desarrollado los principales tipos de tejido: piel, epitelios, sistemas excretores, músculos y nervios. Cuando llega a su edad adulta tiene 959 células, 300 de las cuales constituyen su sistema nervioso que puede detectar olores y sabores y que reacciona ante la temperatura y el tacto. Sus células envejecen y le llevan a la muerte al cabo de dos o tres semanas de vida.
Sobre la base de estas investigaciones, que han servido para seguir la evolución biológica de los genomas animales, los científicos han realizado similares estudios genéticos en otras tres escalas del proceso evolutivo animal: la mosca drosophila, el ratón y el ser humano.
Lo importante es que tales investigaciones han servido para descodificar la información genética del hombre. En todas las escalas zoológicas los genes diseñan a los animales. En el ser humano es igual. Su código genético es el que determina su forma de vivir, enfermar y morir, y además señala sus diferencias específicas con su pariente más cercano: el chimpancé, que tiene un cierto grado de pensamiento abstracto y razonamiento. En él residen los orígenes del habla, la formación de los lóbulos cerebrales frontales, la postura erguida y las fuentes del razonamiento abstracto, que distinguen al hombre de los seres de las otras categorías zoológicas.
El genoma es el conjunto de los genes que caracterizan a una especie y el gen —unidad física y funcional fundamental de la herencia— es un fragmento de la hebra de ADN que contiene las instrucciones para hacer una proteína, que es la cadena de aminoácidos colocados en un orden específico que se pliega y repliega en diferentes formas y con propiedades físicas y químicas distintas. Las proteínas son necesarias para la estructura, función y regulación de las células, tejidos y órganos del cuerpo. Ellas juegan un papel fundamental en la vida del ser humano: le permiten moverse, respirar, obtener energía, intercambiar sustancias con el entorno natural y realizar todas las funciones básicas de la vida, de acuerdo con la información y las “instrucciones” guardadas en esa “base de datos” que son los genes, cuya información se transmite de padres a hijos. Cada una de las proteínas tiene una función propia. Son moléculas compuestas de una o más cadenas de aminoácidos en un orden específico, determinado por la secuencia de los nucleótidos en el código genético de la proteína. Nucleótido es el nombre técnico de una letra del ADN, que representa a una de las cuatro bases químicas que lo componen. Se habla ya de una nueva ciencia: la proteónica, encargada de estudiar las proteínas codificadas por los organismos, y el genetista australiano Mark Wilkins acuñó en 1994 la palabra proteoma para designar el conjunto de proteínas generadas por las células, que caracterizan a una especie biológica. Los científicos calculan que el proteoma está integrado por centenares de miles de proteínas de distinta naturaleza, cada una de las cuales cumple funciones específicas. Una célula puede producir proteínas diferentes en razón de su edad y de las condiciones del organismo. Una célula patológica —una célula cancerosa, por ejemplo— produce proteínas diferentes que una célula normal.
El ADN (ácido desoxirribonucleico) es un delgado filamento compuesto de timina (T), adenina (A), citosina (C) y guanina (G) —que son cuatro moléculas constituídas básicamente por carbono y nitrógeno— y cuya “espina dorsal” es la desoxirribosa. El ADN, que codifica la información genética, está formado por dos cadenas o escaleras retorcidas —la célebre doble hélice descubierta en 1953 por el físico Francis Crick de Inglaterra y el biólogo James Watson de Estados Unidos— compuestas por elementos químicos llamados nucleótidos.
El genoma, que contiene el paquete de ADN con las secuencias lineales de genes en su interior, está ubicado en los cromosomas del núcleo de la célula. La célula es la unidad mínima de un organismo vivo, capaz de actuar de manera autónoma. El ser humano tiene 23 pares de cromosomas en cada célula de su cuerpo, excepción hecha de los gametos, que son las dos células sexuales: la masculina y la femenina. Todo ser vivo está formado por células. Las plantas y los animales —y, dentro de éstos, el ser humano— tienen millones y trillones de células organizadas en tejidos y órganos, cada una de las cuales cumple una función específica. Las diferencias estructurales y funcionales entre las células son notables no obstante ser portadoras de la misma información genética puesto que han nacido de las divisiones sucesivas de un único óvulo fecundado. Una célula nerviosa de su seno se parece en nada a una hepática y ambas son muy diferentes del eritrocito de un mamífero. Algunos organismos microscópicos, como los protozoos y las bacterias, tienen una sola célula. Los virus y los extractos acelulares, aunque realizan muchas de las funciones de las células, no son seres vivos porque no están formados celularmente. Pese a sus diferencias de forma y función, todas las células están envueltas en una membrana, denominada membrana plasmática, en cuyo interior tienen lugar numerosas reacciones químicas que les permiten crecer, producir energía y eliminar residuos. Al conjunto de estas reacciones se llama metabolismo. Todas las células contienen información hereditaria codificada en moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN), que es la que dirige la actividad celular, su reproducción y la transmisión de sus caracteres a la descendencia. La fuente de la singularidad personal radica en el genoma completo, que está guardado en cada una de las células del cuerpo.
En resumen: el cuerpo humano está formado por miles de millones de células, cada célula tiene un núcleo que envuelve veintitrés pares de cromosomas, en cada cromosoma anidan los filamentos de ADN dentro de los cuales están los genes, que contienen los rasgos hereditarios.
Empresas públicas y privadas, con inversiones multimillonarias, compiten por hallar y patentar los trozos de ADN que tienen potencia curativa. Saben bien que el futuro de la medicina y de la farmacología está en ellos puesto que la genética señalará con absoluta precisión el origen y la base de las enfermedades y dolencias e indicará la terapia adecuada a partir de la utilización de las propias moléculas aisladas del cuerpo humano. De allí que el reto científico, por encima de las regulaciones jurídicas —como la Declaración de las Naciones Unidas o las que ha intentado el Parlamento Europeo—, es el control de los genes y el manejo de la terapéutica genética hasta convertirla en una realidad clínica. Entonces se abrirá la posibilidad de sustituir genes defectuosos por sanos aun antes de que aquéllos lleguen a manifestarse en el organismo.
No hay duda de que la medicina del siglo XXI será la medicina de la biogenética. Las enfermedades y las deficiencias humanas se prevendrán por la vía genética, dado que los genes son los elementos que definen y caracterizan a cada individuo de la especie. Ellos contienen toda la información relativa a su funcionamiento corporal y psíquico. Los 30.000 genes portan esa información. Ellos “diseñan” a los individuos con determinadas excelencias pero también con deficiencias que se pondrán de manifiesto en forma de enfermedades, defectos y quebrantos de la salud física o mental en el momento en que el código genético lo tenga determinado. La estatura, la fortaleza, el tipo de cuerpo, el sexo, la longevidad, el color de los ojos y del cabello, los rasgos físicos y mentales, el índice de inteligencia, las sensibilidades, las predisposiciones e inclinaciones: todo arranca de los genes y se combina más tarde con el medio.
Según el biólogo norteamericano Thomas F. Lee, autor de las obras “Human Genome Project” y “Gene Future: The Promise and Perils of the New Biology”, los seres humanos pueden verse afectados por tres mil diversas enfermedades hereditarias conocidas.
En el futuro cercano el diagnóstico de las dolencias se realizará mediante biochips para identificar las causas genéticas de ellas. Los biochips detectarán las fallas o alteraciones en los genes del paciente, o sea sus SNPs (single nucleotide polymorphisms), y permitirán desarrollar terapias personalizadas para enmendarlas. El profesor Collins manifestó en febrero del 2001 que “surgirá una nueva generación de tratamientos basados en el conocimiento molecular de las enfermedades”. Eso significa que el análisis del genoma de cada persona permitirá generar nuevos medicamentos y saber cuál es el óptimo en cada caso, es decir, el que surta los efectos más eficientes y elimine los riesgos de reacciones adversas.
Cuando falla un gen viene una enfermedad, llámese mal de Alzheimer, mal de Parkinson, diabetes, cáncer, dolencias cardíacas, esquizofrenia, desarreglos maniaco-depresivos, ceguera, sordera, cataratas, menigioma, epilepsia, enfermedad de Huntington, hemofilia, trombosis recurrente, arterioesclerosis, distrofia muscular, obesidad, anemia hemolítica, fibrosis quística, leucemia, cáncer de próstata, fibrilación auricular hereditaria, asma, osteoporosis, neoplasias, soriasis, alcoholismo, diabetes o alta presión arterial. Según Francis Collins, toda enfermedad tiene un componente hereditario. Del comportamiento de los genes dependen no sólo la propensión a las enfermedades sino también el funcionamiento del cerebro. Por eso los científicos trabajan frenéticamente en la tarea de desentrañar, identificar y estudiar los genes humanos para establecer sus desperfectos que son los que desencadenan las enfermedades leves o mortales. Éste es y será un trabajo largo y minucioso. Pero como en él están implicados no solamente intereses científicos sino también económicos de escalas incuantificables, hay una verdadera carrera entre las instituciones estatales y privadas para descifrar la información genética del hombre. Se han asignado presupuestos multimillonarios para este fin. Empresas, universidades, laboratorios y científicos se mueven febrilmente en Estados Unidos, Europa, Japón, China y Corea del Sur con la meta de tener acceso lo antes posible al “libro de la vida” del ser humano, según la gráfica expresión de Francis Collins, director del Instituto Nacional de Investigación sobre el Genoma Humano de Bethesda en los Estados Unidos.
Cuando se conozca con precisión la base genética de las enfermedades será posible no sólo curarlas sino también prevenirlas por la vía de sustituir los genes defectuosos que las causan. En esto están empeñadas particularmente las empresas farmacéuticas, que podrán ganar sumas multimillonarias cuando estén en posibilidad de sugerir los nuevos tratamientos para una enorme variedad de dolencias.
El biólogo y genetista norteamericano James Watson, premio Nobel de Medicina en 1962 por haber descubierto la doble hélice del ADN, abrió una gran polémica en el mundo al afirmar, en su libro “Avoid Boring People: Lessons from a Life in Science” (2007), que la falta de inteligencia es una dolencia originada en genes malos o defectuosos, que la inteligencia no es igual en todas las razas humanas y que “los negros son menos inteligentes que los blancos”, como lo demuestran todas las pruebas. Escribió que la baja inteligencia de los negros le infunde un profundo pesimismo en cuanto al destino de África. Insistió en que los índices del cociente intelectual tienen un origen genético y que los genes responsables de las diferencias de inteligencia entre los seres humanos se identificarán con entera precisión en el curso de la próxima década.
La genómica (neologismo muy extendido en los círculos científicos de la ingeniería biogenética) es el diagnóstico, prevención y tratamiento de las enfermedades genotípicas.
Un equipo de científicos norteamericanos anunció en agosto del 2001 que había identificado el gen responsable del envejecimiento humano, situado en el cromosoma número 4. Descubrimiento que llevará en un futuro más o menos próximo a extender la vida humana y mejorar la calidad de ella.
En marzo del 2000 la empresa biotecnológica norteamericana PE Celera Genomics, dirigida por el doctor Craig Venter, reveló que ha logrado identificar todas las letras químicas que forman los genes, lo que sin duda fue un gran paso en el camino de la elaboración del mapa completo del genoma humano. Como en este campo los intereses científicos y los económicos están imbricados, el solo anuncio de Celera produjo la casi duplicación del valor de sus acciones en la Bolsa de Nueva York y el drástico ascenso del de otras empresas dedicadas a la biotecnología, como la Human Genome Sciences, la Incyte Pharmaceutics y la Gene Therapeutics.
Según revelaciones hechas en agosto del 2002 por un grupo de investigadores alemanes e ingleses de antropología evolutiva, el gen FOXP2 parece ser el responsable del habla en los seres humanos. El gen es muy parecido en los orangutanes y los chimpancés, pero tiene una diferencia, relativamente pequeña, que surgió con la especie humana hace 120.000 o 200.000 años. Los seres humanos comparten más del 98 por ciento de los genes con los chimpancés. Esto significa que los hombres son más parecidos a los chimpancés que éstos a los gorilas. La investigación reveló que las personas que carecen de las dos copias normales del gen tienen considerables dificultades al hablar, cometen errores gramaticales, no pueden articular palabras con claridad y tienen problemas con los movimientos faciales.
El genetista norteamericano Dean Hamer, de la Gene Structure and Regulation Unit at the U.S. National Cancer Institute de los Estados Unidos, afirma que el gen VMAT2, al que denominó god gene, es el que predispone a sus portadores a sentir la presencia divina y les conduce a adoptar en la vida posiciones místicas. En consecuencia, según él, la religiosidad es una cuestión genética, rodeada por tanto de un cierto determinismo.
Los científicos han localizado también los genes responsables de la fibrilación auricular hereditaria, la calvicie, la obesidad, el alcoholismo, ciertos tipos de diabetes, cáncer de próstata y alta presión arterial. En el año 2006 investigadores suizos de Friburgo y franceses de Estrasburgo descubrieron el gen Per 2, responsable de las señales corporales que advierten el hambre, con lo cual se abrió la posibilidad futura de combatir la obesidad y el alcoholismo.
En agosto del 2007 un grupo de científicos ingleses y norteamericanos anunció que, después de estudiar el genoma de alrededor de 35 mil personas, había descubierto que la estatura de los seres humanos depende del gen HGMA2 y de decenas de otros genes. En noviembre del mismo año un equipo de científicos británicos identificó un par de genes localizados en el cromosoma 6, responsables del desarrollo de la diabetes de tipo uno infantil. Investigadores norteamericanos establecieron en el 2008 que el gen STK39 produce una proteína que influye en la hipertensión sanguínea.
Después de quince años de investigación, científicos suizos de la Universidad de Lausana identificaron en el año 2013 el gen MCR1 —que es un transportador de lácteos—, como responsable de la obesidad.
En el año 2010, después de escanear el mapa genético de 1.400 niños, científicos británicos hallaron las primeras pruebas de que la hiperactividad y su déficit de atención (TDAH) —uno de los trastornos mentales más extendidos entre los niños— tiene también origen genético.
Sin embargo, la corriente epigenética no acepta que el determinismo genético sea concebido en términos tan absolutos y confiere mucha importancia, en la configuración del fenotipo, a las condiciones medioambientales en que se desarrolla la vida del ser humano.
En 1942 el biólogo y genetista inglés Conrad H. Waddington (1905-1975) acuñó el término epigenetics para designar la teoría según la cual los rasgos que caracterizan a un ser vivo se modelan en el curso de su desarrollo, sin estar definitivamente preformados genéticamente. De allí derivaron las palabras castellanas: epigénesis, que designa la ciencia de la adaptación biológica heredable de los seres vivos, y epigenética, que se refiere a todo lo que pertenece o se relaciona con la epigénesis.
Waddington definió la epigénesis como “la rama de la biología que estudia la interacción causal entre los genes y sus productos, de los cuales emerge el fenotipo final”.
Los seguidores de la tesis epigenética sostienen que los agentes ambientales pueden, en no despreciable medida, desactivar los genes, es decir, obrar sobre la estructura genética para dar paso a la adaptación biológica heredada. Ellos parten de la plasticidad del genoma para adaptarse a los estímulos ambientales y modificar su original estructura. El desarrollo epigenético implica, por tanto, un enriquecimiento de la información genética, que viene desde afuera: del medio ambiente —al que los científicos denominan ambioma—, y que es capaz de modificar el patrón del ADN. Fue precisamente el descubrimiento de este mecanismo de “silenciación” genética el que les valió el Premio Nobel de Medicina en el 2006 a los biólogos estadounidenses Andrew Z. Fire y Craig C. Mello, del Instituto Karolinska de Estocolmo. El mecanismo opera por medio de proteínas que “alistan” otras proteínas competentes para forjar transformaciones epigenéticas. Lo cual significa que, a pesar de tener idéntica “base de datos” genética, algunos genes pueden activarse y otros desactivarse —o “silenciarse”, en términos de Fire y Mello—, de manera que células genotípicamente idénticas pueden devenir fenotípicamente diferentes como consecuencia de su proceso de adaptación al medio ambiente.
De este modo, los genotipos, en su contacto con las condiciones ambientales —reprogramados por ellas—, pueden manifestarse en fenotipos diferentes.
Los seguidores de esta teoría sostienen, entonces, que lo genético influye sobre el desarrollo humano, pero que lo epigenético influye sobre lo genético. Lo cual produce un fenómeno de causalidad circular.
La actividad epigenética desempeña un papel muy importante en el desenvolvimiento de las enfermedades. En muchas de ellas se ha podido establecer una relación directa con las alteraciones epigenéticas. Y no solamente eso. Las mutaciones epigenéticas se proyectan, por la vía hereditaria, hacia las generaciones siguientes, como lo comprobó el científico norteamericano Michael K. Skinner, de la Escuela de Biociencias Moleculares de la Washington State University.
A fines de noviembre del 2007 dos equipos de científicos —uno norteamericano y otro japonés—, actuando independientemente y con procedimientos diferentes, anunciaron un avance muy importante en las investigaciones biogenéticas: convertir células de la piel humana —simples células somáticas— en células-madre, es decir, en células embrionarias capaces de transformarse en cualquiera de los doscientos veinte tipos de células que tiene el organismo humano.
Las células-madre —denominadas también células troncales— son un tipo especial de células indiferenciadas que tienen la capacidad de dividirse indefinidamente sin perder sus propiedades.
Los dos equipos científicos —el de Shinya Yamanaka, de la Universidad de Kioto, y el de James Thomson, de la Universidad de Wisconsin— lograron, cada uno por su lado, obtener células-madre, no a partir de un embrión, sino de células somáticas de la piel de una persona.
La comunidad científica internacional elogió este paso revolucionario destinado a conducir la medicina regenerativa hacia la conquista de su objetivo central de crear tejidos humanos, a partir del material genético de la misma persona, para reparar órganos dañados.
Lo cual significa que ya no será necesario acudir a la clonación terapéutica —que crea embriones con el propósito de extraer células-madre y luego los destruye— para obtener tejidos humanos trasplantables.
La importante innovacion científica permite, además, evadir la discusión ética, jurídica y política que ha rodeado a la clonación terapéutica desde sus inicios.
En diciembre del 2008, la revista científica “Sciencie”, órgano de la American Association for the Advancement of Science (AAAS), por medio de un jurado de científicos sobresalientes, calificó a la reprogramación celular —que permite convertir células enfermas en sanas a través de su reprogramación en pacientes enfermos— como el avance científico del año, ya que ofrece la posibilidad de entender y curar una serie de enfermedades.
El método creado por Shinya Yamanaka, del grupo científico japonés, consiste en tomar células adultas de la piel humana y, mediante un virus que sirve como vehículo de transporte, insertar genes a su ADN celular para iniciar un proceso controlado de cambio en la celula.
El presidente de Estados Unidos Bill Clinton y el primer ministro Tony Blair de Inglaterra anunciaron en junio del año 2000 que sus países, que impulsan el proyecto científico internacional para elaborar el mapa del ADN, pondrán gratuitamente al alcance de la comunidad científica del mundo los logros y conquistas de las investigaciones en torno al genoma humano a fin de impulsar los progresos médicos en este campo.
En una Europa reticente a la clonación humana, la Cámara de los Comunes de Inglaterra aprobó el 19 de diciembre del 2000 una enmienda legal que permitía a los científicos crear embriones humanos de hasta catorce días de vida para extraer de ellos las células que puedan curar ciertas enfermedades, como el mal de Parkinson, la fibrosis cística, la distrofia muscular, el cáncer, el mal de Alzheimer, la enfermedad de Huntington, la diabetes y las lesiones de la médula espinal.
En cambio, poco tiempo después, la Cámara de Representantes de Estados Unidos, bajo la inspiración del entonces presidente George W. Bush, prohibió la clonación humana mediante una ley aprobada el 1 de agosto del 2001, en nombre de presuntos principios éticos y religiosos.
Pero el presidente norteamericano Barack Obama, con mentalidad más moderna y amplia, dentro de sus primeros cien días de gobierno, terminó con las prohibiciones impuestas por su antecesor para la investigación científica de células-madre provenientes de embriones humanos.
“Los científicos creen que estas células pueden tener potencial para ayudarnos a comprender, y posiblemente curar, algunas de nuestras más devastadoras enfermedades y patologías”, dijo Obama, y ofreció que su país asumirá el liderazgo mundial en este campo de investigaciones científicas, con fondos federales, aunque aclaró que esto no significaba abrir paso a la clonación de seres humanos, que “es peligrosa y que no tiene lugar en nuestra sociedad”.
Como resultado de la cerrada competencia científica entre la empresa privada norteamericana PE Celera Genomics, dirigida por el profesor Craig Venter, y el consorcio público Proyecto Genoma Humano (Human Genome Project), conducido por Francis Collins y Eric Lander, financiado y promovido por los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y Japón, con la colaboración de China, el 12 de febrero del 2001 esas empresas anunciaron conjuntamente el resultado de sus investigaciones sobre el genoma humano, que sorprendieron al mundo. En un logro científico sólo comparable con el descubrimiento de la evolución de las especies de Darwin o la llegada del primer hombre a la Luna, las dos empresas, que habían hecho sus investigaciones por separado, anunciaron simultáneamente que el mapa del genoma humano había sido descifrado. O sea que había podido establecerse el modo en que están ordenados los 3.000 millones de pares de bases del ADN. La Celera utilizó para ello 800 superordenadores, interconectados con 300 kilómetros de cables de fibra óptica. Fue soprendente la afirmación de que el hombre tiene alrededor de 30.000 genes —Celera afirmó que son 38.000 y el consorcio, 31.780—, cuando anteriormente se había hablado de 100.000. Lo cual significa que tiene apenas 17.000 más que la mosca y 11.000 más que el gusano.
Según los informes, las alteraciones y mutaciones en 1.100 de esos genes —llamadas SNPs en el argot de la ingeniería genética— están relacionadas con 1.500 enfermedades humanas. En esas alteraciones radica la clave de las diferencias hereditarias entre los individuos, con inclusión de sus propensiones a las diversas enfermedades. Algunas de esas mutaciones ocurren durante la vida de la persona y son causadas por agresiones externas del medio ambiente —en el caso del cáncer, por ejemplo, por el humo del tabaco o por la radiación ultravioleta de los rayos solares— pero la mayoría de ellas la lleva el individuo desde antes del nacimiento y forma parte de su bagaje hereditario. Basta la alteración de una sola letra de las cuatro que forman su código genético (G, C, A y T) para que se produzcan trastornos en su salud física o mental. Esa alteración se denomina SNPs —que es la abreviatura de single nucleotide polymorphisms—, palabra que será de uso común en el vocabulario de la medicina molecular del futuro.
El genoma humano completo, según los últimos descubrimientos, está compuesto de alrededor de 3.000 millones de pares de bases, o sea 6.000 millones de letras que forman el código genético: G, C, A y T. Para establecer el orden y secuencia de ellas y desentrañar su información genética, la empresa PE Celera Genomics ha utilizado 800 poderosos ordenadores Compaq dotados de procesadores Alfa, en una de las mayores operaciones informáticas que se hayan realizado en el campo civil.
La carrera tecnológica entre la empresa privada y la pública por descifrar los misterios de la genética es implacable. No obstante, la diferencia entre sus objetivos es que la empresa pública se propone poner a disposición de todos los investigadores interesados el resultado de sus indagaciones, mientras que la empresa privada busca vender sus resultados y no entregarlos gratuitamente. El doctor Francis Collins, director del Proyecto Genoma Humano que se financia con fondos públicos y que inició sus trabajos en octubre de 1990, ha sostenido que la información de las investigaciones genéticas debe ser abierta —incluso difundida por internet—, mientras que Craig Venter, fundador de la PE Celera Genomics en 1998, sirve a los intereses de lucro de una empresa privada que mantiene la reserva sobre sus investigaciones.
En vano la mencionada declaración de las Naciones Unidas proclama que “ninguna investigación relativa al genoma humano ni ninguna de sus aplicaciones, en particular en las esferas de la biología, la genética y la medicina, podrá prevalecer sobre el respeto de los derechos humanos, de las libertades fundamentales y de la dignidad humana de los individuos” y que el patrimonio genético de ellos no puede estar sometido a intereses comerciales, pues la dinámica capitalista se mueve con extraordinaria fuerza en este campo y desborda todas las limitaciones jurídicas. Las casas comerciales, para resguardar sus investigaciones, han formulado una gran cantidad de peticiones de patentes a las entidades estatales que se encargan de estos asuntos. Pretenden reivindicar derechos sobre los genes y fragmentos de genes en un intento de proteger ahora la materia de su investigación para estudiarla a fondo después. Sin duda que ésta es una conducta irresponsable y una mala práctica científica. Aquí también está involucrada una cuestión ética —más precisamente: bioética— porque repugna la idea de que alguien pretenda ser dueño de una parte del ser humano. En el pasado a nadie se le ocurrió patentar el hígado o el páncreas ni reclamar derechos sobre ellos. Luego no hay razón alguna para que alguien pueda tenerlos sobre los genes. Lo que podrían patentar y registrar es el sistema para descodificarlos pero no el objeto de la descodificación, que son los genes. Del mismo modo que a nadie se le ocurrió patentar el cobre o el oro sino el método para extraerlos de la mina o para refinarlos.
Todo esto ha generado una abundante actividad en las oficinas de patentes y registro de marcas y permite prever una gran congestión en los tribunales de justicia por las disputas que vendrán acerca de los derechos sobre el ADN humano.
Pero según un fallo expedido en el año 2013 por el Tribunal Supremo de Justicia de los Estados Unidos, los genes humanos en su estado natural o aislados en el laboratorio no se pueden patentar. Esta resolución judicial surgió a propósito de la pretensión de la empresa Myriad Genetics de asumir la propiedad industrial y la explotación comercial de los genes BRCA1 y BRCA2 en el diagnóstico del cáncer de mama y de ovario. Afirmó el Tribunal en su sentencia que “el ADN es un producto de la naturaleza y no puede ser objeto de patente”, por lo que todas las empresas en los Estados Unidos pueden aislar y usar cualquier gen para diagnosticar enfermedades sin atenerse a patente alguna. Por supuesto que los efectos de la resolución del alto tribunal de justicia tuvieron validez exclusivamente en el territorio de los Estados Unidos y no afectaron las licencias vigentes que la empresa Myriad Genetic tenía en Europa.
El profesor norteamericano de origen japonés Michio Kaku, que enseña física teórica en la Universidad de Nueva York, al tratar de vislumbrar los efectos que sobre la vida humana tendrán los avances de la ciencia en el siglo XXI, afirma que si la capacidad de cálculo de los ordenadores sigue duplicándose cada 18 meses, como hoy ocurre, será posible descodificar todos los genes humanos, de modo que en el 2020 cualquier habitante del planeta podrá conocer su código genético —compuesto por 30 mil genes— y llevarlo consigo en una tarjeta de plástico “como si fuera el manual de instrucciones de uso de su cuerpo”. A partir de lo cual la ciencia estará en posibilidad de curar las enfermedades hereditarias, frenar el envejecimiento, duplicar la esperanza de vida y manipular a discreción los genes humanos con ayuda de la ingeniería biogenética y de los ordenadores. Podrá, por ejemplo, decidir la altura, el color de los ojos y del cabello y los aspectos de la personalidad de un ser humano. Podrá formar seres humanos superdotados para las diversas áreas de la actividad privada o pública. Dice el profesor Kaku que en lugar de que un padre gaste miles de dólares anuales en las clases de violín de su hijo le resultará más sencillo sustituirle el gen responsable del oído musical óptimo.
En su libro “Visions” (1998) Michio Kaku habla de las tres revoluciones científicas del siglo XX: la revolución cuántica —quantum revolution—, la revolución biomolecular —biomolecular revolution— y la revolución informática —computer revolution—. La primera, fundada en la teoría cuántica formulada por Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y otros científicos, hizo posibles las dos siguientes, llamadas a tener efectos determinantes en el presente siglo. La revolución informática está condicionando la vida social e individual de una manera muy fuerte. Y la revolución biogenética tiene proyecciones importantísimas en la vida humana porque, como dijo dramáticamente el científico norteamericano James Watson —uno de los descubridores de la estructura del ADN (ácido desoxirribonucleico)—, “nos acostumbramos a pensar que nuestro futuro estaba en las estrellas. Hoy sabemos que está en nuestros genes”.
En el campo de la revolución biomolecular el profesor Kaku, haciendo un ejercicio de futurología, afirma que las consecuencias de la clonación humana, “pasando de lo ridículo y humano hacia lo fantástico”, pueden ser sorprendentes: “Prominentes atletas y deportistas, incluso de diferentes décadas, podrán ser clonados para crear un lucrativo dream team. Hombres ricos y monarcas ancianos sin hijos podrían dejar sus fortunas y tronos a sus clones. Padres podrán querer clonar al niño que murió de una fatal enfermedad o accidente. Podrán ser robadas células de famosas y carismáticas figuras y luego vendidas al público que quiera estos modelos humanos para sus hijos. Sepulturas de personas célebres podrán ser atracadas para obtener muestras de ADN susceptibles de ser clonadas. Dictadores podrán crear ejércitos de soldados o esclavos clonados de gran fuerza física pero de limitadas capacidades mentales o producir híbridos humanos parecidos a las pesadillas de The Island of Dr. Moreau”.
Los riesgos de los avances de la ingeniería genética son grandes porque bien pueden conducir hacia sociedades polarizadas y divididas ya no por razones de riqueza, etnia o educación, como en el pasado y en el presente, sino por la calidad de los genes de las personas. Según la prognosis diseñada por el profesor de biología molecular, ecología y biología evolutiva de la Universidad de Princeton, Lee M. Silver, en su libro “Vuelta al Edén” (1998), habrá en el futuro más o menos cercano dos clases de genes humanos: los genes enriquecidos —a los que llama “genricos”— y los genes naturales. Los primeros darán a las personas ventajas enormes en su capacidad física y mental. Harán seres superdotados: más sanos, inteligentes y vitales que los demás. Pero por razones económicas esos genes sólo estarán al alcance de la gente adinerada, puesto que serán genes producidos artificialmente en los laboratorios y clínicas de enriquecimiento genético (EG). Esa gente podrá escoger los que quiere comprar para implantar a sus hijos: si quiere genes para gobernantes, para hombres de negocios, para artistas, para profesionales, para intelectuales, para deportistas o para cualquier otra actividad humana específica. La implantación se hará en los embriones humanos, mediante técnicas de ingeniería genética, para producir niños genricos. La distancia entre los portadores de los genes enriquecidos y los de los genes “estándar” se marcará cada vez más en perjuicio de estos últimos. Y se formará progresivamente una sociedad completamente polarizada, en la cual el gobierno, la economía, las finanzas, la administración pública y privada, los medios de comunicación, los mandos militares y, en general, todos los instrumentos de dominación social estarán controlados por los miembros de la clase genéticamente mejorada, bajo cuyas órdenes trabajará la clase genéticamente inferior en el desempeño de tareas de baja productividad y de exiguas remuneraciones. Silver afirma que “los genricos serán una clase hereditaria moderna de aristócratas genéticos”.
Esta pudiera ser una posibilidad cierta en el futuro si el desfase entre los avances de la ciencia y los progresos de la moralidad humana sigue creciendo como hasta ahora.
Este determinismo genético plantea el problema filosófico de la libertad humana, puesto que el comportamiento de los genes, sometido a leyes preestablecidas, dejaría menor espacio para la voluntad del hombre.
El profesor Silver ha formulado una suerte de utopía al revés —utopía negativa— porque la suya es distinta de las que propusieron los grandes utopistas de la historia: Platón, Moro, Campanella, Bacon, Butler, Cabet, Morris, Wells, Huxley, los socialistas utópicos franceses e incluso Marx. La de Silver es una utopía pesimista. No es la halagüeña premonición de los otros, que soñaron con mundos edénicos en los que la libertad y la igualdad eran los signos sociales prevalecientes, sino la sombría “utopía” de una sociedad dividida en dos clases antagónicas: la clase “genrica” dominante y la clase natural sometida. Es una prognosis que, como él mismo dice, no ha sido hecha por sociólogos sino por científicos que están en contacto con los experimentos que se realizan en los laboratorios de ciencias naturales.
Es presumible que cuando el mapa genético del hombre esté completamente descifrado —y esa posibilidad no está lejana— será muy difícil que las compañías de seguros privadas dejen de caer en la tentación de personalizar las primas en función de los diferentes niveles de riesgo genético de sus clientes. Esa posibilidad ha sido advertida por especialistas en la materia, como Svante Pääbo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig o David Baltimore, Premio Nobel del California Institute of Technology de Pasadena. El riesgo es mayor, dijo Pääbo a la revista Nature en febrero del 2001, “en aquellos Estados que, a diferencia de la mayoría de los países europeos, no han sido bendecidos con sistemas sanitarios públicos que comparten los riesgos de modo equitativo entre toda la población”. Sin duda que las empresas aseguradoras privadas solicitarán a sus potenciales clientes los exámenes genéticos para decidir si los aceptan o no, a menos que oportunamente los Estados legislen sobre la materia.
Los conocimientos de la ingeniería biogenética se aplican hoy en diversos campos, incluido el de la agricultura. La producción de organismos genéticamente modificados en laboratorio —los llamados productos transgénicos— para mejorar la producción y la productividad agrícolas ha cobrado gran impulso en los últimos años. Grandes empresas transnacionales están dedicadas a esta línea de producción. Pero la manipulación genética tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientalistas en el desarrollo de la sociedad.
En el campo de la ganadería la transgénesis, o sea la transferencia de los genes de un animal a otro de la misma especie o de especie diferente, confiere a éste características que no tenía originalmente. Puede ser más resistente, más fuerte, más sano, adaptarse mejor al medio, producir más, tener propiedades biológicas mejores y más alta capacidad de reproducción. Igualmente, en el ámbito de la agricultura la manipulación genética produce plantas más resistentes a las plagas, enfermedades, herbicidas, insecticidas y fungicidas.
Por tanto, la manipulación genética permite conseguir mayor rendimiento de los cultivos, producción todo el año, mejor tolerancia al manejo postcosecha y otras ventajas sobre los productos tradicionales. Las semillas modificadas en laboratorio pueden dar plantas que produzcan proteínas de mejor calidad nutritiva, aceites menos nocivos para la salud humana y nuevas sustancias de uso médico o industrial. Las frutas transgénicas maduran más lentamente, requieren menos fertilizantes químicos y resisten mejor el embalaje y el transporte.
Pero la >transgénesis tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientales. Tanto que se ha abierto un duro debate sobre el tema. Las primeras protestas surgieron de algunas organizaciones ambientalistas europeas, que hablaron de la ruptura de la cadena ecológica, y enseguida de ciertas asociaciones de consumidores que argumentaron que tales productos eran peligrosos para la salud humana, aunque no aportaron prueba alguna de sus aseveraciones. Los científicos que impulsan la modificación genética de animales, plantas y organismos argumentan que los productos transgénicos están destinados a incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población humana en constante y rápido crecimiento. Sus impugnadores sostienen, en cambio, que tales productos no sólo entrañan una peligrosa alteración genética —con los riesgos de que aparezcan rasgos patológicos en los seres humanos, los animales y las plantas, perturbaciones en los ecosistemas y transferencia de nuevos trazos genéticos en otras especies— sino que además pueden causar daños irreversibles a la agricultura. Temen que el polen de plantas transgénicas, llevado por el viento a grandes distancias, afecte a otras plantas, como ocurrió en Europa años atrás con la polinización esparcida por la canola transgénica de origen canadiense. Hacen además mucho hincapié en la cuestión alérgica y afirman que la manipulación genética de los alimentos dirigida a producir proteínas con frecuencia crea elementos alérgenos.
Afirman además que la modificación genética puede producir plantas que den semillas estériles —mediante la técnica denominada terminator—, lo cual no permitiría a los agricultores reproducirlas a partir de sus propias semillas, como lo han hecho tradicionalmente, sino que les obligaría a comprarlas a las empresas oligopólicas para cada ciclo de cultivo.
Obviamente que en este campo, como en otros, la revolución genética es ambivalente: de un lado, trae avances tecnológicos y crea grandes posibilidades de producción; pero, de otro, agudiza las disparidades socioeconómicas. En el caso concreto de la aplicación de las tecnologías genéticas a la producción agrícola y del uso de semillas transgénicas, hay el riesgo de que los pequeños productores agrícolas y campesinos pobres, sin posibilidades de acceso a las nuevas tecnologías, queden desplazados del mercado por las grandes y modernas empresas agrícolas. Estos trabajadores rurales, que practican la agricultura familiar y de subsistencia —y que representan la mitad de los agricultores del planeta— pueden quedar duramente afectados por el uso de las nuevas tecnologías.
A comienzos del siglo XXI, la República Popular de China, forzada a alimentar a mil trescientos sesenta millones de personas —de los que doscientos setenta millones sufren algún grado de desnutrición—, ha acudido a la ingeniería biogenética para producir masivamente alimentos a partir de la modificación genética del arroz, la papa, el tomate, el pimiento, el maíz y otros productos y frutas. El propósito de China es no solamente alcanzar su autonomía alimentaria sino también abastecer al mundo en el lapso de diez años. En el 2005 la empresa Novartis Seeds afirmó que los laboratorios chinos habían desarrollado variedades de algodón transgénico, que fueron sembradas en alrededor de tres mil kilómetros cuadrados.
El 21 de mayo del 2010 la revista “Science” reveló que el biólogo norteamericano Craig Venter —uno de los más importantes investigadores del genoma humano—, después de varios años de investigaciones, dio un paso trascendental en el proceso de creación de vida artificial al producir en laboratorio la primera célula viva cargada con ADN sintético fabricado por el hombre. Esto permitió a Venter afirmar que a muy corto plazo se creará vida artificial, o sea vida generada en laboratorio bajo fórmulas científicas. Lo cual llevará, en consecuencia, a la posibilidad de producir organismos que funcionen de forma diferente de la determinada por la naturaleza.
La célula es la unidad mínima de un organismo vivo. Es la unidad morfológica y funcional de todo ser vivo. Es la unidad fundamental de vida. Posee una membrana de fosfolípidos con permeabilidad selectiva que mantiene un medio interno altamente ordenado y diferenciado del medio externo en cuanto a su composición.
La célula es el elemento de menor tamaño que puede considerarse con vida. Es la estructura más pequeña capaz de realizar por sí misma las tres funciones vitales: nutrición, relación y reproducción. Posee una capacidad notable para unirse, comunicarse y coordinarse con otras células.
Todo ser vivo está formado por células. Algunos organismos microscópicos, como las bacterias y los protozoos, son unicelulares. Las plantas y los animales —y, dentro de éstos, el ser humano— tienen millones y trillones de células organizadas en tejidos y órganos, cada una de las cuales cumple una función específica.
La citología es la rama de la biología que se ocupa del estudio de la célula.
El experimento de Venter y su equipo de científicos consiguió, por primera vez, tener una célula que no procedía de la división de otra, sino que tenía un origen artificial en laboratorio. El descubrimiento —dijo Venter— “nos ha permitido saber cómo funciona la vida” y “nos permitirá comprender la vida celular básica”.
Pero el experimento generó también preocupación en círculos científicos y, especialmente, religiosos. Pat Mooney, director de un organismo internacional privado de control de las tecnologías, dijo que el trabajo de Venter es una “caja de Pandora”, cuestionó sus aplicaciones futuras y comentó: “Sabemos que las formas de vida creadas en laboratorio pueden convertirse en armas biológicas y amenazar también la biodiversidad natural”.
El Presidente estadounidense Barack Obama ordenó a la comisión presidencial para estudios bioéticos que analizara “los potenciales beneficios médicos, ambientales, de seguridad y otros en este campo de investigación, así como cualquier potencial riesgo para la salud, la seguridad u otros”.
El Vaticano mostró una aguda preocupación por estos avances biotecnológicos y por la creación de la primera célula viva, que pueden ser un “salto a lo desconocido”.