La palabra guerra proviene del germano werra que significa “querella”, “pelea” o “tumulto”. Para Cicerón ella significaba un enfrentamiento violento (certatio per vim) entre naciones y tenía una comprensión muy amplia. En la tradición medieval la guerra era una especie de juicio de dios que había de dirimirse de acuerdo con las reglas de la justicia. Superando estos conceptos, Nicolás Maquiavelo (1469-1527) —anticipándose al militar prusiano y teórico de la ciencia militar Karl von Clausewitz (1780-1831)— sentó las bases del concepto moderno de que la guerra es un factor de fuerza en las negociaciones políticas y aconsejó la formación de ejércitos de infantería reclutados entre ciudadanos libres, capaces de luchar por sus convicciones —a diferencia de los condottieri de su tiempo, que no bregaban por una causa sino por su provecho personal— y de tener el sentido del honor nacional. El jurista y escritor holandés Hugo Grocio, en la primera mitad del siglo XVII, compartió también la concepción ciceroniana de la guerra, en la que debían movilizarse todos los recursos políticos. Con lo cual empezaron a nacer los conceptos de la nación en armas, del servicio militar obligatorio y del ejército profesional permanente.
La palabra guerra tiene una significación muy amplia tanto en la dimensión real como en la metafórica. En la dimensión real, guerra es toda disputa violenta entre grupos, aunque tiene una significación militar más estricta: el choque armado entre pueblos o Estados. En la dimensión metafórica puede significar muchas cosas y se la utiliza en diversos sentidos: guerra mundial, guerra convencional, guerra nuclear, guerra de liberación, guerra de secesión, guerra dinástica, guerra de conquista, guerra revolucionaria, guerra religiosa, guerra colonial, guerra ofensiva, guerra defensiva, guerra aérea, guerra terrestre, guerra marítima, guerra del espacio, “guerra de las galaxias”, guerra de guerrillas, guerra civil, guerra santa, guerra religiosa, guerra sucia, guerra de nervios, guerra psicológica, guerra total, guerra de baja intensidad, guerra preventiva, guerra cibernética.
En sentido general, la guerra es una acción de fuerza destinada a obligar al adversario o enemigo a someterse a una voluntad ajena a la suya. Y en el sentido militar de la palabra, guerra significa lucha armada entre Estados o entre bandos distintos dentro de un mismo Estado. En el primer caso la guerra incumbe al Derecho Internacional y, en el segundo, al Derecho Constitucional.
La guerra es siempre la ruptura de la paz. Siempre es una contienda armada. Y aunque ella acompañó al hombre a lo largo de su historia —fue una de las fuerzas que dieron origen a las civilizaciones, ya que los hombres se unieron y organizaron por el miedo—, no deja de ser una anomalía social, un trastorno en la vida de los pueblos, algo que atenta contra el orden natural de las cosas.
Con sabias palabras Herodoto (484-425 a. C.) dijo que durante la guerra los padres entierran a sus hijos; en tiempo de paz, los hijos son los que entierran a sus padres, para evidenciar el trastocamiento de las etapas vitales que la guerra significa.
El célebre reportero y escritor polaco Riszard Kapuscinski (1932-2007), que en su intensa y dramática vida periodística cubrió la información de más de veinte revoluciones en el lugar de los hechos e hizo doce reportajes desde el frente de batalla en diferentes guerras, describió patéticamente en uno de sus libros la irracionalidad de la guerra. Expresó que ella “es la degradación del hombre al mismo nivel de la bestia. Cada guerra es una derrota para todos. No hay ningún vencedor. He visto muchas guerras, pero recuerdo especialmente cómo acabó la Segunda Guerra Mundial. Hubo unos días de euforia, pero luego fue saliendo a la luz la inmensa infelicidad que la acompañaba: los mutilados, los niños huérfanos, las ciudades heridas y arrasadas, la gente irremediablemente enloquecida. La guerra no termina el día en que se firma el armisticio. El dolor persiste mucho tiempo”.
1. Historia de la guerra. Los hombres y los pueblos han luchado desde siempre. Estudios antropológicos, sin aclarar del todo el asunto, han establecido como motivo de los conflictos la sangre, el poder, el prestigio, la cultura, la religión, el dominio, el territorio, la expoliación económica. Lo cierto es que la guerra ha sido una constante histórica desde las épocas más primitivas de los grupos humanos. Ella ha marcado la vida de los hombres desde las hordas a los imperios. Hasta el extremo de que con frecuencia los filósofos de la historia se han enredado en la discusión bizantina de si la guerra es la ruptura de la paz o la paz es la interrupción de la guerra, es decir, si la guerra es la excepción a la norma de la paz o viceversa. Para decirlo en otras palabras: si la guerra es un período que se interpone en el curso de la paz o si la paz es un corto lapso que interrumpe la continuidad de la guerra. Pertenece al estratego prusiano Karl von Clausewitz la conocida frase de que “la guerra es la continuación de la política con otros medios” y el Primer Ministro de la India, Pandit Jawaharlal Nehru (1889-1964), en su libro autobiográfico, sostuvo que, “históricamente, la paz sólo ha sido una tregua entre dos guerras, una preparación para la guerra y, hasta cierto punto, la continuación del conflicto en la esfera económica y en otros campos”.
Sin duda que Clausewitz (1780-1831) fue uno de los grandes teóricos de la materia. Su obra “De la Guerra” se convirtió en un libro clásico en las academias militares, aunque con la limitación de que las guerras que conoció y en las que participó el autor fueron las de su tiempo: las guerras napoleónicas, empeñadas en imponer un nuevo régimen político a los vencidos. Eran guerras en las que participaban grandes ejércitos formados por soldados de la república francesa que marchaban al frente de batalla con enorme entusismo revolucionario. Napoleón dispuso de decenas de miles de hombres bajo las armas. En la campaña contra Rusia en 1812 lucharon 460.000 hombres al lado del emperador. Y en las batallas de Ligny y Waterloo, que duraron tres días, intervinieron 350.000 soldados. Por esa época las dinastías europeas veían en los principios de la Revolución Francesa la mayor amenaza contra los regímenes monárquicos. Fue de tales experiencia de donde desprendió Clausewitz su fórmula de que la guerra es la continuación de la política. Pero ella constituye una simplificación. Las palabras de Clausewitz han sufrido con el tiempo una cierta distorsión, al menos en su versión castellana. Lo que él en realidad dijo fue que la guerra es la continuación de la relación política (des politischen verkehrs) con el uso de otros medios (mit einmischung anderer mittel). Lo cual se vio claramente en las guerras napoleónicas.
Si bien la guerra, según Clausewitz, tiene como fin asegurar un propósito político, ella fue durante mucho tiempo un fin en sí misma. Esta fue su verdadera naturaleza, hasta el punto de que quienes así la consideraron tuvieron mejores posibilidades de éxito que los que trataron de moderar su naturaleza con objetivos políticos.
La guerra es tan antigua como el hombre. Parafraseando a Aristóteles podría decirse que el ser humano no sólo es un “animal político” sino también un “animal guerrero” puesto que ha hecho la guerra desde tiempos inmemoriales. La guerra ha sido parte de la cultura. No en vano en el último libro del Nuevo Testamento ella está representada por uno de los cuatro jinetes de la Apocalipsis.
La vida guerrera siempre ha ejercido una gran fascinación sobre la imaginación de los varones. Muchos, desdeñando la vida sedentaria y tranquila, hicieron de ella su realización personal. El “temperamento guerrero” les llevó a considerar que el combate era el supremo ideal de la hombría.
El inglés John Keegan (1934-2012), uno de los historiadores militares más importantes de nuestro tiempo, señala en su “Historia de la Guerra” seis tipos principales de servicio militar: el guerrero, el mercenario, el esclavo, el regular, el conscripto y el miliciano. Cada una de estas categorías tiene sus características. Los guerreros —como los primigenios musulmanes, los sij, los zulúes, los aztecas o los ashanti— fueron combatientes forjados en las viejas tradiciones de lucha de sus tribus primitivas. Son mercenarios quienes prestan sus servicios militares por dinero o por incentivos económicos, como la dación de tierras o, según la usanza de la antigua Roma, la concesión de la ciudadanía. Los regulares son mercenarios que ya gozan de la ciudadanía pero que optan por el servicio militar como medio de subsistencia. El esclavismo militar estaba integrado por los esclavos que se veían forzados a alistarse bajo la más férrea disciplina y en la absoluta desprotección de sus derechos, como ocurrió con los jenízaros o los mamelucos. Los grandes contingentes de remeros en las batallas navales de la Antigüedad y aun después tuvieron generalmente esa condición. La conscripción es un gravamen que se impone a la población masculina de determinada edad —en algunos países también a la femenina— para servir a las fuerzas armadas durante un lapso. La institución se inició en agosto de 1793 cuando la Francia revolucionaria decretó que hasta que “los enemigos hayan sido expulsados del territorio de la República, todos los franceses quedan sujetos permanentemente al servicio de las armas”. En cuanto a la milicia, Keegan la entiende de un modo poco convencional: dice que es el deber de todos los varones aptos para prestar servicio militar.
La integración de los grupos humanos y su evolución hacia estadios superiores se hicieron, en gran medida, por la guerra. Los vencedores dominaron a los vencidos. Los absorbieron y esclavizaron. Así se desarrollaron, en el curso de la prehistoria y de la historia, las hordas, los clanes, las tribus, los Estados, hasta llegar a los imperios. Bien se puede decir que la historia de la humanidad ha sido modelada por las decisiones políticas de los hombres de Estado y por las acciones guerreras de los hombres de armas.
En el Derecho Internacional clásico se consideró a la guerra como una función natural del Estado y una prerrogativa de su soberanía. Dado que no había órganos legislativos ni judiciales de validez internacional, las diferencias entre los Estados, la modificación de sus límites y la adaptación del Derecho a las nuevas circunstancias nacionales eran las funciones de la guerra.
Después de la amarga experiencia de la primera conflagración mundial, que alcanzó dimensiones de hecatombe, empezó a pensarse en una limitación del jus ad bellum de los Estados para prevenir que se repitan situaciones como esa. El Pacto de la Sociedad de las Naciones, suscrito en 1919, dice en su preámbulo que es necesario “aceptar ciertas obligaciones de no recurrir a la guerra” que se desarrollaron en sus artículos 11 al 15. Era una renuncia, si bien parcial, al derecho a hacer la guerra que tradicionalmente tuvieron los Estados. El 27 de agosto de 1928 se suscribió en París, a instancias de Estados Unidos y de Francia, el Tratado General de renuncia a la guerra por los delegados de quince Estados. Un total de 60 países, incluidas las grandes potencias, se adhirieron después al tratado, cuyo artículo primero condenaba la guerra como método de solución de las controversias internacionales. Pero era un cuerpo jurídico incipiente. No preveía sanciones para un Estado que iniciase un conflicto armado y tenía muchas otras debilidades. Por eso, este tratado lo mismo que el Pacto de la Sociedad de las Naciones no pudieron evitar que se realizaran numerosos conflictos armados en la década de los años 30. La comunidad internacional miró impotente la agresión de Manchuria por el Japón en 1931, la guerra entre Italia y Abisinia en 1934-1935, la anexión de la región de los sudetes de Checoeslovaquia por Alemania en 1939, la invasión soviética contra Finlandia en el mismo año y poco tiempo después el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial por el nazifascismo.
Muchos fueron los esfuerzos que se hicieron en aquella época para limitar el “derecho” de los Estados a la guerra. Las conferencias de La Haya en 1899 y 1907 marcaron el comienzo del proceso de búsqueda de soluciones de paz a las controversias entre los Estados. En el proyecto de pacto de asistencia mutua de 1923 se declaraba la “guerra de agresión” como un crimen internacional. En el preámbulo del proyecto de protocolo de Ginebra de 1924 se mandaba “no recurrir a la guerra en ningún caso” excepto en los expresamente enumerados en su texto. Las partes del tratado de Locarno de 1925 se comprometieron mutuamente a no atacarse o invadirse o recurrir a la guerra entre ellas, salvas ciertas excepciones. La Asamblea de la Sociedad de las Naciones, a petición de Polonia, aprobó en 1927 una resolución que expresaba que “una guerra de agresión no puede servir nunca como medio de resolver las controversias internacionales y, en consecuencia, es un crimen internacional”. En el ámbito regional, la Sexta Conferencia Panamericana, reunida en La Habana en 1928, consideró que “la guerra de agresión constituye un crimen contra la especie humana” y que, por consiguiente, “toda agresión es ilícita y como tal se la declara prohibida”.
Pero todos estos buenos deseos y las palabras esperanzadas fueron barridos implacablemente por los fusiles nazis, que iniciaron en 1939 la Segunda Guerra Mundial.
El precario orden internacional que surgió del Tratado de Versalles empezó a derrumbarse con la invasión japonesa a Manchuria en 1931. La comunidad internacional no pudo frenar al Japón en sus intenciones expansionistas. Hitler se anexó por la fuerza o la intimidación varios territorios. Empezó con Austria tres años después de que la Italia fascista invadiera impunemente Etiopía. Austria fue ocupada por las fuerzas militares nazis en la primavera de 1938 y anexada al Tercer Reich, en cumplimiento del viejo sueño del führer, a vista y paciencia de la comunidad internacional que estaba paralizada de miedo ante el poderío militar nazi-fascista. En julio de 1936 se produjo el alzamiento falangista en España para destruir el régimen republicano. Hitler y Mussolini ayudaron a Francisco Franco con más de cien mil soldados, aviones, buques, submarinos, tanques, cañones antiaéreos y piezas de artillería. Recordemos la denominada Legión Cóndor de combatientes hitlerianos en suelo español. En la primavera de 1939 Alemania convirtió en “protectorados” a Bohemia y a Moravia. Arthur Neville Chamberlain y Edouard Daladier, primeros ministros de Inglaterra y Francia, hicieron en ese momento concesiones suicidas a favor de Hitler en el caso de los sudetes checos. El 21 de agosto de 1939 la Unión Soviética firmó con el líder nazi el vergonzoso acuerdo de no agresión, denominado pacto Ribbentrop-Molotov. Mientras esto ocurría, Alemania reestructuraba su maquinaria militar y emprendía su rearme en gran escala. Finalmente, cuando Hitler invadió Polonia el primero de septiembre de 1939, Inglaterra y Francia decidieron detener el expansionismo hitleriano y se desató la Segunda Guerra Mundial, que enfrentó a las denominadas potencias aliadas —Francia, Inglaterra, China, Estados Unidos de América, Canadá, Unión Soviética, Australia, Nueva Zelandia, India, Polonia— contra las potencias del eje Roma-Berlín formado originalmente por Italia y Alemania, al que se adhirió Japón a partir del pacto tripartido celebrado el 27 de septiembre de 1940 y al que se incorporó después una serie de gobiernos títeres manejados por la Alemania nazi: Bohemia, Moravia, Croacia, Eslovaquia, Serbia, Albania, Montenegro y otros.
Se combatió encarnizadamente en Europa, Asia, África y Oceanía. Y en los océanos y los siete mares. Los combates dejaron más de ochenta millones de muertos.
En la primera fase de la guerra las fuerzas militares aliadas habían sido derrotadas en todos los frentes y combates por las tropas hitlerianas. La situación era sombría. Hitler dominaba el Occidente europeo —en donde sólo Inglaterra se mantenía en pie de guerra— y sus ejércitos se habían adentrado miles de kilómetros en la Unión Soviética. Italia dominaba el Mediterráneo. Los japoneses habían conquistado buena parte de China, Indochina, Tailandia y Singapur y se preparaban para invadir Malaya, las Indias orientales holandesas y las Filipinas. En la primavera de 1942 dominaban el Pacífico occidental y tenían en su poder los grandes recursos de petróleo, caucho y estaño de Indonesia. Amenazaban Australia, hacia el sur, y Alaska hacia el norte.
En tales condiciones se produjo el ataque japonés a la base naval norteamericana de Pearl Harbor en Hawai el 7 de diciembre de 1941. Esto obligó a Estados Unidos a entrar a la guerra. Y lo primero que hicieron fue orientar gran parte de su infraestructura industrial hacia la fabricación de artefactos bélicos. Entre julio de 1940 y agosto de 1945 produjeron cerca de 300.000 aviones de combate, 86.000 tanques, 3 millones de cañones, centenares de miles de vehículos militares y 71.000 barcos de guerra, de los cuales más de 100 mil camiones y jeeps, miles de aviones, 6 millones de toneladas de acero y otros pertrechos fueron entregados a Inglaterra; y más de 400 mil camiones, 50 mil jeeps, 7.000 tanques y 420.000 toneladas de aluminio, aparte de grandes cantidades de alimentos y vituallas, a la Unión Soviética.
Lo cual desmintió a Hermann Goering, el ministro nazi de la aviación, quien afirmó con ironía al comienzo de la guerra que “los norteamericanos no pueden construir aeroplanos; no saben hacer más que refrigeradores eléctricos y hojas de afeitar”.
Con el ingreso de Estados Unidos la guerra tomó otro rumbo. Ellos embarcaron más de cinco millones de soldados hacia los campos de batalla alrededor del planeta. Contribuyeron a sostener, equipar y abastecer los ejércitos de Inglaterra, Rusia, China, Francia y otros aliados. Los barcos norteamericanos combatieron en todos los mares. Después de las batallas alrededor de las islas Salomón, Gilbert, Marshall, Marianas y Bonin, terminaron con el dominio japonés en el Pacífico, reconquistaron las Filipinas y tomaron Iwo Jima y Okinawa.
Hasta ese momento las fuerzas militares aliadas habían sido derrotadas en todos los frentes y combates por las tropas hitlerianas. La situación era sombría. Hitler dominaba el Occidente europeo —en donde sólo Inglaterra se mantenía en pie de guerra— y sus ejércitos se habían adentrado miles de kilómetros en la Unión Soviética. Italia dominaba el Mediterráneo. Los japoneses habían conquistado buena parte de China, Indochina, Tailandia y Singapur y se preparaban para invadir Malaya (la actual Malasia), las Indias orientales holandesas y las Filipinas.
En diciembre de 1941 parecía inminente que las tropas alemanas, avanzando triunfalmente hacia el Oriente a través del Cáucaso y del norte de África, se juntarían con las japonesas en la India, después de que éstas hubieran cruzado los territorios de China y de Birmania.
El fin de la guerra mundial empezó en la madrugada del 6 de junio de 1944 —conocido en los anales de la historia militar como el “día D”— con el desembarco de las fuerzas aliadas en las playas de Normandía, en el que intervinieron 1’750.000 soldados británicos, 1’500.000 norteamericanos y 250.000 franceses, canadienses, polacos y de otras nacionalidades, bajo el comando supremo del general estadounidense Dwight D. Eisenhower y los mandos adjuntos de los mariscales ingleses Bernard L. Montgomery, en las fuerzas terrestres, y Trafford L. Leigh-Mallory, en las fuerzas aéreas.
El desembarco de Normandía fue una colosal operación militar —la mayor invasión por mar de la historia—, en la que intervinieron tres millones y medio de combatientes con gigantescas cantidades de pertrechos bélicos. Comenzó en la madrugada de aquel día después de que los intensos bombardeos de las fuerzas aliadas alejaron de la costa a las tropas alemanas comandadas por el mariscal Erwin Rommel y destruyeron sus vías de comunicación con el interior del país. Logrado este objetivo, paracaidistas norteamericanos de las 82ª y 101ª divisiones aerotransportadas, junto con fuerzas especiales británicas a bordo de planeadores, se posaron detrás de la primera línea defensiva de las tropas alemanas —en la retaguardia enemiga— para detener la llegada de refuerzos. La víspera, el 2º batallón Ranger del ejército estadounidense, en una operación muy riesgosa, había desembarcado en la playa de Pointe du Hoc, a las 21:00 horas, para impedir que los cañones alemanes dificultasen el desembarco en las playas de Omaha y Utah.
Al anochecer del día D la cabeza de playa estaba tomada y durante los días siguientes desembarcaron miles de soldados aliados. La playa más difícil de tomar —de las cinco en que se dividió la operación— fue la de Omaha, en donde las defensas alemanas estuvieron más concentradas. Allí murieron seis mil soldados norteamericanos y quince mil fueron heridos. Murió la mitad de los combatientes que tocaron tierra en los primeros encarnizados combates, pero los que vinieron detrás pudieron atravesar las playas y destruir las fortificaciones hitlerianas.
Fue este uno de los episodios culminantes y decisorios de la Segunda Guerra Mundial. La cruenta operación militar liberó a Francia de los cuatro años de ocupación alemana, inició la reconquista de Europa y acercó el fin de la guerra mundial.
El 25 de abril de 1945 las tropas norteamericanas e inglesas, procedentes de Normandía, se encontraron en el río Elba con las tropas soviéticas que venían de las orillas del Dnieper. Habían recorrido 3.200 kilómetros de combates para el encuentro. Los alemanes hicieron su último intento de defender Berlín, pero fueron destrozados. Entonces Hitler se suicidó —poco tiempo antes Mussolini había sido colgado de un farol— y los restos del ejército nazi se rindieron incondicionalmente.
No obstante, hay versiones de que el líder nazi no se suicidó —nunca se encontró su cuerpo— sino que fugó en un submarino hacia la Patagonia argentina, donde vivió sus últimos años.
En todo caso, terminaron así los delirantes desvaríos del führer en torno a los mil años del Tercer Reich.
Sin embargo, las tropas japonesas no se rendían. Fue necesario el infierno nuclear para que capitularan. El 6 de agosto de 1945, a las 8 horas y 15 minutos de la mañana, un bombardero B-29 de la fuerza aérea norteamericana lanzó la primera bomba atómica de la historia. Fue sobre Hiroshima. Y tres días después la segunda, en Nagasaki. Esto produjo, cinco días más tarde, la rendición incondicional del Imperio Japonés, que fue formalizada el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado norteamericano U.S.S. Missouri, anclado en la rada de Tokio.
Pero Europa, en ese momento, era una masa informe de escombros, bajo los cuales yacían sepultadas las auspiciosas intenciones de paz y de justicia de otros tiempos.
Era preciso construir todo de nuevo, tal como habían previsto hacerlo el presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt y el primer ministro inglés Winston Churchill, en su ya remota reunión del Océano Atlántico el 14 de agosto de 1941, para crear el orden internacional del futuro “después de la destrucción total de la tiranía nazi”.
El Derecho Internacional contemporáneo, surgido en la última postguerra, contuvo por primera vez normas con cierta eficacia para “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” y para constreñir a los Estados a que arreglasen sus diferencias por medios pacíficos. Creó en 1945 la Organización de las Naciones Unidas, dotada de órganos parlamentarios, judiciales y ejecutivos, para preservar la paz y la seguridad en el mundo. Su Carta fundacional, suscrita por 193 Estados del planeta, sólo contiene una excepción a la prohibición de acudir al uso de la fuerza: la legítima defensa individual y colectiva en caso de ataque armado contra un miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales.
2. La “guerra justa”. La guerra ha merecido a lo largo del tiempo diversas calificaciones éticas. Durante mucho tiempo la guerra fue considerada como un derecho de los entes políticos y de los Estados. Incluso cuando se firmaron tratados y convenciones de “renuncia a la guerra” se lo hizo como una renuncia a un derecho. Hubo la tesis de la “guerra justa” —bellum justum—, en virtud de la cual, dentro de ciertas circunstancias, la guerra tenía una justificación moral. Sus raíces se remontan a los primeros siglos de nuestra era. San Agustín (354-430) distinguió la guerra justa y la guerra injusta a comienzos de la Edad Media y afirmó que las acciones bélicas estaban permitidas a los cristianos cuando había una “justa causa” para empuñar las armas. Los teólogos y canónigos que le sucedieron trataron de definir mejor estos conceptos. Más tarde santo Tomás de Aquino (1225-1274) teorizó sobre las condiciones que ha de reunir una guerra para ser considerada como “justa” y estableció tres: a) la declaración de guerra debe ser formulada por la autoridad legítima, b) debe existir una “justa causa” para ello, y c) el beligerante debe tener “recta intención”. La doctrina posteriormente agregó dos condiciones: a) la guerra ha de ser “necesaria”, esto es, no debe haber otra forma de reparar la injusticia, y b) deben emplearse medios proporcionales para alcanzar sus fines.
Los juristas españoles del siglo XVI Francisco de Vittoria y Francisco Suárez elaboraron, sobre la base del pensamiento tomista, la teoría de la “guerra justa” en virtud de la cual un Estado tiene derecho a emplear sus armas en legítima defensa ante una “injuria grave recibida” o como punición por la violación de un derecho propio.
Pero nadie llegó tan lejos en su época en el análisis de los derechos y deberes entre los Estados, en tiempo de paz y en tiempo de guerra, ni en el estudio de sus reclamaciones “justas”, como el jurista holandés Hugo van Groot, mejor conocido como Hugo Grocio (1583-1645). Sus antecesores —los teólogos españoles Francisco de Vitoria y Francisco Suárez y el profesor italiano Alberico Gentili— no alcanzaron la amplitud y profundidad de miras del pensador holandés, quien sostuvo, a principios del siglo XVII, que es “guerra justa” no solamente la que se promueve en legítima defensa sino también aquella que, bajo determinadas circunstancias, se hace preventivamente, ante el peligro inminente de sufrir una agresión y aunque las injurias aún no hayan sido inferidas.
Con estas y otras ideas el marco de razones justificativas de la guerra se amplió tanto que el Derecho Internacional clásico terminó por aceptar la facultad ilimitada de los Estados a hacer la guerra.
Los intentos de aplicar la teoría del “bellum justum” llevaron a terribles excesos bélicos, no sólo porque las ambiciones de los caudillos rebasaron toda pretendida limitación de la guerra y más pudo la >razón de Estado, sino también porque las propias condiciones de la “guerra justa” fueron muy subjetivas o resultaron inaplicables a los casos concretos de conflicto. El propio Grocio, a quien se considera como el padre del Derecho Internacional, en su célebre obra “De jure belli ac pacis” (traducida al inglés bajo el título de “The Law of War and Peace”), encontró que era muy difícil establecer la “justicia objetiva” en cada caso concreto por la interposición de las “inocencias subjetivas” de las partes. Y por eso resultó imposible detener los conflictos armados incluso entre los Estados que se llamaban “cristianos” y que invocaban la misma tesis tomista de la “guerra justa” pero desde riberas contrarias.
3. El jus ad bello y el jus in bello. En la práctica la teoría de la “guerra justa” trajo tantas dificultades, puesto que cada Estado beligerante interpretaba a su manera la “justicia” de su causa, que al Derecho Internacional no le quedó más remedio que desarrollar normas jus ad bello y jus in bello para limitar el derecho a la guerra de los Estados y controlar de alguna manera las hostilidades entre ellos una vez que la guerra había empezado.
El Derecho Internacional clásico trató de determinar no solamente en qué circunstancias era legítimo el recurso de la guerra, es decir, bajo qué condiciones tenían los Estados el derecho de hacer la guerra —jus ad bello— sino que además intentó desarrollar normas que regulasen el proceso mismo de la guerra —jus in bello— para evitar los excesos de crueldad y los actos inhumanos, establecer las prerrogativas de los Estados beligerantes durante el conflicto, reglamentar la neutralidad de los otros Estados y regular los derechos de los combatientes y de los prisioneros.
La guerra, para ser legítima, debía obedecer a una “justa causa” y debía ser precedida por una declaración formal de hostilidades hecha por un príncipe soberano. Era justa causa la legítima defensa de los derechos del Estado o la respuesta a una injuria recibida. La ocupación de territorios ha sido históricamente la causa más frecuente de las confrontaciones bélicas. En esos casos, el desalojo de las tropas invasoras ha sido considerado como una de las “justas causas” de la guerra. La guerra preventiva ante la inminencia de una agresión exterior era también legítima. En todos los casos la “guerra justa” era considerada como un mecanismo de autoprotección de los Estados.
Aunque el jurista holandés Hugo Grocio estableció desde el siglo XVII la regla de que ningún Estado está autorizado a emplear contra otro medios coactivos antes de que hayan fracasado las negociaciones diplomáticas y de que una <declaración de guerra era necesaria para el comienzo de las hostilidades bélicas, en la práctica los Estados no se han sometido a estas normas, por lo que la mayor parte de las guerras, desde los tiempos de Grocio a nuestros días, comenzaron sin una declaración previa.
Las dos conferencias de paz de La Haya, en 1899 la primera y la segunda en 1907, morigeraron estas normas y contribuyeron a su inaplicabilidad al establecer que, antes de recurrir a las armas, los Estados debían acudir a los buenos oficios o a la mediación de Estados amigos “en tanto que lo permitan las circunstancias”. La coartada estaba creada. Nunca las circunstancias “permitieron” a los Estados expansionistas acudir a los métodos pacíficos de solución de las controversias internacionales y optaron por los ataques sorpresivos, como hizo el Japón contra Rusia en 1904, la Italia fascista contra Abisinia en 1935, el Japón contra China en 1937, Alemania contra Polonia en 1939 y el mismo Japón contra Estados Unidos en 1941 con el bombardeo de Pearl Harbor.
Las leyes de cada Estado señalan la autoridad competente para declarar la guerra —la función legislativa, la función ejecutiva o la concurrencia de las dos funciones—, cosa que es cuestión del Derecho Constitucional y no del Derecho Internacional. En todo caso, las normas internacionales clásicas no justificaban el comienzo de las hostilidades en tiempo de paz sin una previa declaración de guerra, notificada en forma clara al Estado afectado. Por entonces se establecía que los Estados no podían iniciar hostilidades bélicas sin una advertencia previa e inequívoca, una declaración de guerra que explique las razones de la decisión o un ultimátum con una declaración condicional de guerra.
Las declaraciones de guerra no tienen “fórmulas sacramentales”. Basta con que sean claras e inequívocas. Así fueron las que se formularon al comienzo de la Primera Guerra Mundial, entre ellas la declaración de guerra presentada por el imperio Austro-húngaro a Serbia el 28 de julio de 1914; o la que entregó en nombre de su gobierno el embajador alemán en San Petersburgo al ministro ruso de asuntos exteriores el 2 de agosto de 1914; o la que el 3 de agosto de 1914 depositó el embajador alemán en el ministerio francés de asuntos exteriores en París; o la que aprobó contra Alemania el Congreso Federal de Estados Unidos el 6 de abril de 1917.
4. Beligerancia y neutralidad. Habiendo descartado por imposible la supresión de la guerra, el Derecho Internacional clásico no tuvo más remedio que reglamentarla. Trató de limitar su uso, de someterla a formalidades —como la declaración de guerra, por ejemplo— , reducir el efecto de sus operaciones y regimentar los derechos y deberes de los Estados beligerantes y también de los neutrales. Este fue el Derecho de la guerra: el jus in bello.
Los Estados podían estar en dos posiciones: la beligerancia o la neutralidad. Eran dos condiciones jurídicas distintas. Tenían la calidad de beligerantes los protagonistas de la conflagración, sean agresores o defensores. Asumían esta misma calidad todos los países alineados en la guerra. En cambio, la neutralidad era la condición de los Estados que no participaban en el conflicto armado.
El >neutralismo, que no es lo mismo que la neutralidad, es la tendencia permanente a no tomar partido en las querellas entre los Estados. El neutralismo es una teoría, la neutralidad es una posición. El neutralismo es una actitud permanente mientras que la neutralidad es ocasional: es la no participación en un determinado conflicto.
En su sentido restringido, que es el que corresponde al Derecho Internacional, se entiende por neutralidad la condición jurídica y militar de un Estado que se sitúa al margen de un conflicto armado entre otros Estados.
Dentro de las regulaciones jurídicas que durante la época clásica del Derecho Internacional pretendieron imponerse a la guerra —el jus ad bellum para tratar de evitarla y el jus in bello para humanizarla—, el estatuto de la neutralidad reconocía derechos y deberes muy estrictos a los Estados que asumían esta posición. La Conferencia de la Paz celebrada en La Haya en 1907 adoptó dos convenciones sobre el tema: la referente a los derechos y deberes de los Estados neutrales en la guerra terrestre y la concerniente a los derechos y deberes de los Estados neutrales en la guerra marítima.
Según ellas, la neutralidad implicaba la obligación de observar imparcialidad y de abstenerse de actuar en un conflicto, a cambio de lo cual los Estados neutrales adquirían el derecho de no ser vulnerados en su soberanía ni sufrir represalias por parte de los Estados beligerantes. En el nuevo Derecho Internacional que surgió después de la Segunda Guerra Mundial ya no tiene cabida la institución de la neutralidad porque ya no existe el “derecho a la guerra” y la guerra misma está considerada como un crimen contra la humanidad, ante el cual no cabe la neutralidad de la <comunidad internacional ni de sus miembros.
5. Guerra, batalla, combate, escaramuza. Aunque se lo usa como sinónimo de guerra, el vocablo batalla —proveniente del latín vulgar batualia, que significó originalmente lucha individual, pugilato, competencia gimnástica o atlética— señala cada una de las acciones bélicas globales que integran la guerra. Corresponde a la <estrategia la planificación y conducción de la guerra mientras que a la >táctica le incumbe disponer los hombres y las cosas para la batalla. La guerra se descompone en una o más batallas. La suma de acciones bélicas compone el combate, la serie de combates constituye la batalla y la serie de batallas forma la guerra. La escaramuza es, en cambio, una refriega de poca importancia, sostenida generalmente por las avanzadas de los ejércitos.
El general prusiano Karl von Clausewitz (1780-1831), que fue uno de los grandes teóricos de la guerra en un siglo especialmente fecundo en la teoría y el arte militares, contribuyó a diferenciar conceptualmente la batalla de la guerra cuando afirmó que la táctica es “el arte de emplear las tropas en el combate” y la <estrategia, el arte de “utilizar los combates para alcanzar el fin de la guerra”.
La primera batalla de que existe relato fue la de Timbrea, descrita por el historiador griego Jenofonte y librada en el año 548 a. C., en la que Ciro El Grande derrotó a Creso, rey de Lidia.
Los mayores batalladores de la historia fueron Napoleón con 60 batallas libradas y Julio César con 50.
El concepto de guerra es totalizador. La guerra se compone de una o más batallas y batalla es cada una de las confrontaciones bélicas parciales que integran la guerra. Dependiendo del escenario en que se desarrollan, hay batallas aéreas, terrestres y marítimas. La combinación de ellas puede dar: batallas aeroterrestres y batallas aeronavales, en que la aviación —cuya intervención es determinante en la guerra moderna— colabora con las fuerzas terrestres o navales, bombardeando a las formaciones de tierra o a las escuadras navales enemigas.
Por grande y encarnizada que sea una batalla no deja de formar parte de una operación global de mayores dimensiones, que es la guerra. Por ejemplo, el célebre desembarco de Normandía —en el que participaron 1’750.000 soldados británicos, 1’500.000 norteamericanos y 250.000 canadienses, franceses, polacos y de otras nacionalidades—, que dio comienzo a la liberación de Francia y a la victoria de los aliados sobre los nazis en la segunda conflagración mundial, no dejó de ser una batalla en el curso global de la guerra ni de inscribirse, por tanto, en un planteamiento militar de más amplias proporciones. La batalla de Normandía fue, sin duda, una colosal operación militar —la mayor invasión por mar de la historia—, en la que intervinieron tres millones y medio de combatientes con gigantescas cantidades de pertrechos bélicos, pero eso no desnaturalizó su condición de batalla. Tampoco lo hizo el hecho de que en el desembarco se hayan utilizado 4.216 embarcaciones, 1.213 navíos de guerra y 11.590 aviones.
La batalla de Normandía comenzó en la madrugada del 6 de junio de 1944 —conocido en los anales de la historia militar como el “día D”— después de que los intensos bombardeos de las fuerzas aliadas alejaron de la costa a las tropas alemanas comandadas por el mariscal Erwin Rommel y destruyeron sus vías de comunicación con el interior del país. Logrado este objetivo, paracaidistas norteamericanos de las 82ª y 101ª divisiones aerotransportadas, junto con fuerzas especiales británicas a bordo de planeadores, se posaron detrás de la primera línea defensiva de las tropas alemanas —en la retaguardia enemiga— para detener la llegada de refuerzos. La víspera, el 2º batallón Ranger del ejército estadounidense, en una operación muy riesgosa, había desembarcado en la playa de Pointe du Hoc, a las 21:00 horas, para impedir que los cañones robados por los alemanes durante su invasión a Francia dificultasen el desembarco en las playas de Omaha y Utah.
Al anochecer del día D la cabeza de playa estaba tomada y durante los días siguientes desembarcaron miles de soldados aliados. La playa más difícil de tomar —de las cinco en que se dividió la operación— fue la de Omaha, en donde las defensas alemanas estuvieron más concentradas. Allí murieron 6.000 soldados norteamericanos y 15.000 fueron heridos. Murió la mitad de los combatientes que tocaron tierra en los primeros encarnizados combates, pero los que vinieron detrás pudieron atravesar las playas y destruir las fortificaciones alemanas.
El sangriento desembarco en las playas de Nomandía —denominado operación Overlord— se realizó bajo el mando supremo del general estadounidense Dwight D. Eisenhower y los mandos adjuntos de los mariscales ingleses Bernard L. Montgomery, comandante de las fuerzas terrestres, y Trafford L. Leigh-Mallory, comandante de las fuerzas aéreas. Y, en el esquema de la guerra mundial, abrió un segundo gran frente de lucha al occidente del Tercer Reich, mientras que las tropas soviéticas atacaban por el este, liberaban a Bielorrusia y se acercaban a Polonia.
La tecnología moderna permite hablar también de “batallas del espacio”, que serán las que tengan como escenario el ámbito sideral, con la utilización de misiles láser y otros proyectiles lanzados desde satélites orbitales y naves espaciales contra objetivos en órbita, en el aire, en tierra o en el mar.
Las primeras armas que utilizó el hombre para sus guerras fueron las contundentes, las punzantes y las cortantes: el hacha, el martillo, el puñal, la pica, la frámea, la espada, el espadón, el montante, el sable, la partesana, la cimitarra, la maza, la alabarda. Después vinieron las armas a distancia: piedras, lanzas, flechas, hondas, catapultas, venablos, dardos, bodoqueras, cerbatanas, bumeranes, ballestas, que fueron las antecesoras de las armas de fuego. Estas empezaron a usarse desde mediados del siglo XIV, a partir del invento de la pólvora por los chinos. La infantería, primero, y la artillería después, se desarrollaron al compás de la evolución de los pedreñales, pedreros, falconetes, pistolas, pistoletes, trabucos, escopetas, arcabuces, mosquetes, carabinas, tercerolas, fusiles, rifles, metralletas, ametralladoras, bombardas, culebrinas, espingardas, cañones, granadas, morteros, bazucas y obuses. Cada vez se construyeron armas de fuego de mayor alcance y precisión y capaces de disparar más proyectiles en menos tiempo. Surgieron luego, como factores decisorios de la guerra, la aviación y los vehículos blindados. Las fuerzas del mar se sofisticaron y alcanzaron un gran poder de fuego. La electrónica, como en su tiempo la pólvora, revolucionó la construcción de armas y el arte de la guerra. Las armas nucleares vinieron después como fruto de la más sofisticada tecnología aplicada a la fisión y fusión del átomo. Los misiles teledirigidos, dotados de cabezas atómicas múltiples, pueden alcanzar distancias intercontinentales.
En la guerra moderna la vigilancia satelital con fines de navegación, obtención de datos meteorológicos, alerta temprana y comunicaciones seguras, así como el sistema de posicionamiento global —el global position system (GPS)— para guiar a la aviación y a las columnas blindadas, son elementos fundamentales de las batallas y de los combates, lo mismo que el abastecimiento logístico de las tropas. El buen manejo de estos elementos asegura el éxito de las operaciones bélicas. Sin la oportuna y suficiente provisión de comida, agua, medicamentos, combustibles y municiones el frente de fuego está condenado al fracaso. Por ejemplo, en la denominada guerra del golfo en 1991 —a la que se considera la primera guerra del siglo XXI en función de las nuevas armas probadas y las técnicas electrónicas empleadas—, librada en suelo iraquí, bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, entre una coalición de fuerzas militares de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Egipto, Arabia Saudí, Siria y otros Estados y las tropas iraquíes de Sadam Hussein, el medio millón de efectivos de las fuerzas aliadas consumía diariamente alrededor de 5’000.000 de galones de combustible, 1’300.000 galones de agua, 708 toneladas de comida, 34.000 toneladas de munición y 804 toneladas de abastecimientos médicos y otros elementos. Sin ese gigantesco aprovisionamiento de bienes y servicios la guerra no hubiera podido avanzar exitosamente. El abastecimiento logístico presupone, por supuesto, eficientes sistemas de transporte aéreo, marítimo y terrestre y ágiles y seguros servicios portuarios y aeroportuarios.
6. Estrategia y táctica. En el planteamiento de la guerra el concepto de estrategia se refiere a la conquista de objetivos amplios y globales mientras que el de táctica significa la determinación y alcance de los objetivos de pequeña escala y corto plazo dentro de una campaña militar. Es la consecución de éstos la que posibilita la ulterior conquista de los “objetivos estratégicos”. De donde se sigue que la táctica, en el planteamiento bélico total, no es más que una parte de la estrategia. El general prusiano Karl von Clausewitz (1780-1831), uno de los grandes teóricos de la guerra, dijo que la >táctica es el arte de emplear las tropas en el combate y la <estrategia, la de utilizar los combates para alcanzar los fines de la guerra.
En el “Reglamento Táctico de Infantería” del ejército español se define a la táctica como el “arte de disponer, mover y emplear las tropas sobre el campo de batalla con orden, rapidez y recíproca protección, teniendo en cuenta: misión, terreno, enemigo y medios propios”.
Pero el diccionario castellano da a la palabra una significación más amplia que la puramente militar: dice que es el “arte de poner orden en las cosas, método o sistema para ejecutar o conseguir algo, habilidad para aplicar este sistema”.
7. Los convenios de Ginebra. En la línea de proteger ciertos principios de carácter humanitario durante los procesos bélicos, desde el siglo XVII los Estados concluyeron convenios referentes al tratamiento de los heridos y de los prisioneros de guerra. Estaba prohibida la matanza, mutilación y maltrato de ellos. Sin embargo, estos tratados no constituyeron una norma de carácter general. Fueron sólo un principio de obligación entre los Estados que los suscribieron, que no siempre fueron observados.
Recién en 1864, por iniciativa de Bundesrath de Suiza, se reunió en Ginebra un congreso internacional, al que asistieron representantes de doce gobiernos, que aprobó el convenio de Ginebra sobre la condición de los soldados heridos de los ejércitos en campaña.
Empezó a tomar forma este nuevo aspecto del jus in bello.
Por sugerencia de la primera conferencia de la paz de La Haya en 1899, en junio de 1906 se reunió en Ginebra un nuevo congreso con la participación de delegados de 35 países, incluidos los de todas las grandes potencias, quienes firmaron en 1907 un nuevo convenio de prescripciones humanitarias para la guerra.
La experiencia de la Primera Guerra Mundial fue muy aleccionadora sobre esta materia. El primero de julio de 1929 los representantes de 47 Estados se juntaron en Ginebra y 33 de ellos suscribieron un nuevo convenio sobre heridos y enfermos de guerra, que sustituyó a los de 1864 y 1907, y otro sobre prisioneros de guerra, que tuvo su primera prueba en la segunda conflagración mundial.
El resultado de esta dramática experiencia llevó a una nueva conferencia internacional en Ginebra en 1949, convocada por el gobierno suizo, que aprobó cuatro convenios de índole humanitaria sobre protección de las víctimas de la guerra —heridos, enfermos, inválidos, madres en gestación, prisioneros de guerra, muertos en combate y población civil— aplicables no sólo a los casos de guerra declarada sino a cualesquier otros conflictos armados, incluidos los de carácter interno. Se prohibieron el asesinato, la mutilación, la tortura, el trato cruel, la captura de rehenes y las ejecuciones sin juicio previo sustanciado ante jueces o tribunales regulares. Se mandó que las personas heridas o enfermas, que hayan caído en manos del enemigo, debían ser respetadas, protegidas y cuidadas sin distinción alguna de nacionalidad, sexo, raza, religión, opinión política u otros factores. En cuanto a los soldados muertos en combate, se estableció el derecho de los Estados beligerantes a pedirse mutuamente que sus cuerpos no sean mutilados ni tratados ignominiosamente y que, en cuanto sea posible, sean recogidos y enterrados o incinerados en el campo de batalla.
Para proteger las actividades médicas y humanitarias de las hostilidades de la guerra, el artículo 38 de la Convención de Ginebra adoptó, como “una atención hacia Suiza”, la enseña heráldica de este país —cruz blanca sobre fondo rojo—, pero con sus colores invertidos, como signo distintivo de los servicios médicos asistenciales durante los conflictos armados. La cruz roja sobre fondo blanco debe usarse, con autorización de las autoridades militares competentes, sobre banderas, brazaletes, ambulancias, vehículos, aviones, helicópteros, trenes, barcos, tiendas de campaña, edificaciones y, en general, sobre todo equipo que pertenezca al servicio asistencial.
El convenio impone a las partes contratantes la obligación de respetar todas las instalaciones, vehículos y personas que lleven la cruz roja y de otorgarles libertad de paso para que puedan cumplir sus funciones humanitarias.
La primera de estas cuatro convenciones celebradas en Ginebra el 12 de agosto de 1949 se refiere a los heridos y enfermos en campaña, a su protección en toda circunstancia y al respeto a los establecimientos fijos y unidades móviles de atención médica de la cruz roja. La segunda es la concerniente a los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas navales. La tercera se ocupa de la situación de los prisioneros de guerra, a quienes se considera que están en manos de la potencia enemiga y no de las unidades militares o individuos que los hayan capturado. Y la cuarta se refiere a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra, ya se encuentren en territorio enemigo o ya en territorio ocupado por el ejército enemigo.
Para completar este proceso de formación del llamado Derecho Internacional Humanitario, que empezó a forjarse con la denominada cláusula Martens incorporada tanto a la convención de La Haya en 1907 como a las de Ginebra en 1949, se realizó en Suiza la Conferencia sobre la reafirmación y desarrollo del Derecho Internacional Humanitario que culminó su trabajo el 8 de junio de 1977 con la formulación de los dos protocolos adicionales a las convenciones de Ginebra: el primero relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales y el segundo a las de los conflictos armados no internacionales.
En la Conferencia de Roma celebrada en 1998, con la presencia de representantes de 120 países, se creó el Tribunal Penal Internacional de las Naciones Unidas, como un órgano jurisdiccional de carácter permanente, para procesar a quienes hayan cometido “los más graves crímenes contra la comunidad internacional”, como <genocidio, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, violaciones graves de los derechos humanos y otros delitos execrables cuyo juzgamiento no haya sido iniciado por los Estados, sea por falta de voluntad, por complicidad o encubrimiento o por falta de competencia. El Tribunal empezó a funcionar en el 2001 con sede en La Haya. Actúa a instancias de los Estados, de su propio ministerio fiscal o del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los delitos contra la humanidad no prescriben y la jurisdicción para perseguir a sus autores se extiende más allá de las fronteras nacionales.
8. La proscripción de la guerra. Después de la Segunda Guerra Mundial las cosas cambiaron radicalmente. Las teorías del jus ad bello y del jus in bello fueron sustituidas por la consideración de la guerra como un crimen contra la humanidad, cuya licitud o ilicitud no puede estar confiada a la apreciación de los Estados comprometidos en el conflicto sino que debe ser sometida al juicio de la <comunidad internacional.
En esto se fundamentó la creación de la Organización de las Naciones Unidas en 1945. Su razón de ser, como lo expresa el preámbulo de su Carta fundacional, fue “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que por dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”. Se atribuyó al Consejo de Seguridad el conocimiento de todo acto de agresión capaz de romper la paz en el mundo y se le dotó de amplias facultades para intervenir militarmente en los lugares afectados. De este modo, el jus ad bellum quedó reservado únicamente para la comunidad internacional organizada.
A partir de la conclusión de la >guerra fría está en proceso de formación el llamado derecho de >injerencia humanitaria en determinados casos de conflictos armados internos que pongan en peligro a la población civil o que amenacen con la disolución del Estado por la encarnizada lucha entre facciones opuestas. Ya no tienen sentido las reglamentaciones para las hostilidades de la guerra ni las calificaciones de “beligerante” o de “neutral” que los Estados recibían de acuerdo con las normas del Derecho Internacional clásico. La guerra moderna compromete a la comunidad de Estados. No hay guerra justa ni injusta. Toda guerra es un crimen contra la humanidad. Ningún Estado puede utilizar las armas contra otro, salvo en condiciones de legítima defensa “en caso de ataque armado contra un miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales”, según manda la Carta de la Organización Mundial. La paz es hoy un bien indivisible que debemos sentir vulnerada dondequiera que se atente contra ella. Una nueva filosofía informa el Derecho Internacional contemporáneo desde el fin de la última gran guerra y, con mayor fuerza, desde la terminación de la guerra fría.
9. La inutilidad de la guerra. Mijail Gorbachov, que fue quien inició el proceso de cambio en la Unión Soviética y en los países del bloque oriental, sostiene en su denominado nuevo pensamiento la inutilidad actual de la guerra como instrumento político o económico. Funda su tesis —que en realidad no es nueva, puesto que mucho antes ya la había propuesto Arnold Toynbee— en que “la guerra nuclear no puede ser un medio para lograr fines políticos, económicos, ideológicos o de cualquier otra índole”. Estas palabras dejan atrás las tradicionales nociones sobre la guerra y la paz que se manejaron en la Unión Soviética por tan largo tiempo. La función política de la guerra no es la misma que ayer. La guerra es hoy una insensatez, porque en una conflagración nuclear no habrá vencedores ni vencidos. Todos serán aniquilados. La civilización desaparecerá de la faz de la Tierra. La guerra sería el suicidio del género humano. Por eso, el axioma de Karl von Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política sólo que con diferentes medios resulta hoy un anacronismo a la luz del gigantesco poder destructor de las modernas armas nucleares. Por primera vez en la historia la guerra carece de una utilidad política o económica. Esto no ha ocurrido nunca antes. Los vencedores siempre despojaron a los vencidos y les impusieron sus condiciones políticas. Hoy eso no es posible porque todos desaparecerían en el holocausto nuclear.
Lo cual explica que, desde el holocausto de Hiroshima y Nagasaki en 1945, no hayan vuelto a usarse armas nucleares con fines bélicos. Más aun: que no haya habido una guerra no nuclear entre Estados que las poseen. En efecto, no se ha dado una confrontación bélica entre dos Estados nucleares —a pesar del fanatismo, la locura, la estupidez, la maldad, el rencor, la megalomanía, la mezquindad, la egolatría o el complejo de inferioridad de algunos de sus líderes—, cosa que, por cierto, no aleja el peligro potencial de que armas nucleares puedan ir a parar a manos de los agentes del terrorismo transnacional —Hezbolá, al Qaeda, talibanes, Hamás,Yihad Islámica y otros— que hagan uso suicida de ellas.
10. La guerra del futuro. Las confrontaciones bélicas a lo largo de la historia estuvieron condicionadas por la tecnología disponible en cada época para la fabricación de las armas. Las primitivas guerras se hicieron con el hacha, el bifaz, la azagaya, la espada, el sable, la cimitarra, la alabarda. Las tropas entraban en contacto personal para utilizarlas. Después vinieron las armas a distancia: piedras, lanzas, flechas, catapultas, venablos, bodoqueras, cerbatanas, ballestas, pedreros, cañones. A partir del invento de la pólvora por los chinos, a mediados del siglo XIV, comenzaron a usarse las armas de fuego. Este invento revolucionó el arte de la guerra. Durante cinco siglos, hasta el descubrimiento de la nitroglicerina, no se conoció otro explosivo. La aplicación de este principio promovió la guerra de infantería, primero, y la de artillería después. Surgieron luego, como factores decisorios, la aviación y los vehículos blindados. Las fuerzas del mar se sofisticaron y alcanzaron un gran poder de fuego.
A fines del siglo XIX aparecieron las armas químicas y biológicas.
En 1945 se inició la era nuclear con los procesos de fisión y de fusión del átomo que modificaron la teoría de la guerra ya que ésta, en cuanto guerra total, se volvió, si no imposible, muy improbable. Perdió todo sentido la frase de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política puesto que una guerra que significara autodestrucción masiva no podría servir a política alguna, salvo a la política de evitarla. Fue cuando apareció el concepto de la disuasión nuclear fundado en la propia existencia de los arsenales de armas de destrucción masiva.
En el curso de la >guerra fría los estados mayores de las fuerzas armadas de los dos bloques contendientes al parecer llegaron a la convicción de que los arsenales de armamento nuclear y su permanente crecimiento eran el principal factor disuasivo de una guerra de exterminio masivo. Por supuesto que la disuasión no comprendió a las “guerras limitadas” en las que no se podía esperar un contraataque nuclear. Esas guerras se dieron durante el período del equilibrio del terror y los Estados perfeccionaron sus armas convencionales para utilizarlas en ellas.
En las últimas décadas la electrónica, como en su tiempo la pólvora, revolucionó el arte de la guerra. Actualmente se desarrollan las llamadas “armas no letales” como fruto de la más sofisticada tecnología. Algunas de ellas son capaces de producir radiaciones gamma, alfa o beta con efectos muy perniciosos sobre los seres humanos. Los norteamericanos probaron estas nuevas armas en la guerra del golfo contra Irak en 1991. Las cortinas de rayos gamma que ellas levantaron en el teatro de las operaciones, sin dañar los equipos mecánicos, inhabilitaron a sus tripulantes para la batalla. El arsenal de estas armas está formado por una gran variedad de dispositivos de rayos láser.
Aparte de ellas hay otras armas terriblemente eficaces, como las microondas de alta potencia que destruyen los sistemas electrónicos, los virus informáticos para trastornar los ordenadores, los infrasonidos de muy baja frecuencia capaces de producir náuseas, desorientación y hasta ataques de epilepsia, los ácidos extremadamente cáusticos que alteran la estructura molecular de los metales, las sustancias químicas que cambian la composición y propiedades de los carburantes, las redes metálicas antitanques, las espumas paralizantes y una serie de instrumentos de paralización humana o de bloqueo electrónico de un país.
Tanto en la guerra de Yugoeslavia en 1998 y 1999 —que se desencadenó a raíz de la “limpieza étnica” emprendida en Kosovo por el gobernante racista de yugoeslavo Slobodan Milosevic y en la que intervinieron las fuerzas de la OTAN para detener el desangre— como en la guerra de Afganistán que se desarrolló en el último trimestre del 2001 como consecuencia de los cruentos atentados contra las torres gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington perpetrados el 11 de septiembre del 2001 por comandos islámicos del grupo terrorista al Qaeda, dirigido por Ossama Bin Laden, las potencias occidentales emplearon nuevas técnicas militares y los bombardeos y el lanzamiento de misiles se hicieron por medios electrónicos y a control remoto, de modo que las fuerzas ofensivas de Estados Unidos y de sus aliados de Europa occidental no sufrieron bajas ni daños. Una de las características principales de este tipo de guerra es que los atacantes no corren riesgo alguno. Los misiles teleguiados se lanzan desde aviones o barcos a larga distancia contra objetivos identificados electrónicamente. Igual cosa ocurre con los bombardeos, que se hacen desde distancias y alturas que aseguran la integridad de los aviones bombarderos, algunos de los cuales además son no tripulados.
En la guerra de Afganistán las fuerzas armadas norteamericanas emplearon una serie de armas modernas de naturaleza electrónica para bombardear los puntos neurálgicos del enemigo talibán. En ella se probaron las llamadas bombas termobáricas, que en ese momento estaban en su fase de experimentación, capaces de penetrar profundamente en los búnkeres, cavernas, grutas y túneles subterráneos para succionar todo el oxígeno y volver imposible la vida.
Estos avances tecnológicos de la industria militar moderna responden a las nuevas estrategias de la guerra para atacar desde fuera del alcance de las armas enemigas y causar los peores estragos sin arriesgar la vida de los pilotos ni de las tropas de tierra.
De otro lado, la guerra del espacio —la llamada guerra de las galaxias— es una posibilidad real en el mundo moderno. Los Estados poderosos consideran al espacio sideral no sólo como un medio de información científica, militar, minera o meteorológica obtenida a través de los satélites artificiales sino también como una “tierra alta” (high ground), de valor estratégico, desde la cual pueden proyectar su poder. Trabajan en el propósito de instalar bases y armas en el espacio para la toma de fotografías de indagación de recursos naturales, la vigilancia de actividades militares y eventualmente el lanzamiento de proyectiles de precisión sobre objetivos en cualquier lugar del planeta.
Los Estados Unidos han tomado la delantera en la guerra del espacio y han colocado en órbita satélites, como el trumpet, capaces de capturar transmisiones de radio y otras señales desde altitudes mayores a 24.500 millas, o como los apiece KH-12 y lacrosse para detectar el lanzamiento de misiles y las explosiones nucleares en la Tierra. El Pentágono trabaja en la construcción de satélites y naves espaciales que puedan disparar desde el espacio contra objetivos en órbita, en el aire o en la superficie terrestre. En las simulaciones de guerra del Pentágono estas nuevas “fuerzas del espacio” (space forces) ganan batallas más rápido y con mucho menos bajas que las fuerzas convencionales. Los kinetic energy rods, lanzados desde satélites o naves espaciales y que alcanzarán velocidades cinco veces mayores a la del sonido, estarán en capacidad de destruir búnkeres enterrados a decenas de metros de profundidad. Vehículos espaciales podrán transportar armas al espacio, efectuar el servicio de mantenimiento de ellas y hasta disparar proyectiles contra los satélites.
Por supuesto que la visión estratégica de la guerra del espacio pasa por la defensa de los propios satélites ante la posible agresión de misiles adversarios. Los satélites pueden convertirse en objetivos de los láser antisatélites disparados desde la superficie terrestre, el espacio aéreo o el espacio interplanetario. En los últimos años China ha avanzado mucho en sus proyectos de destrucción de satélites por medio de rayos láser y otras armas capaces de cegar los sensores ópticos de ellos. De ahí el empeño puesto por las autoridades norteamericanas en desarrollar rayos láser, kinetic energy rods y otras armas con capacidad para atacar naves o misiles espaciales hostiles o dirigirse hacia blancos terrestres, como puentes, edificios, instalaciones militares, depósitos de municiones. Esta es una dimensión nueva de la guerra que amenaza con desencadenar una nueva proliferación de armas después de los exitosos esfuerzos internacionales para controlar la expansión de los arsenales nucleares. Los “juegos de guerra” han sido transferidos de la superficie terrestre al espacio sideral. El conflicto armado de Kosovo en 1998 y 1999 prestó a las potencias occidentales la gran oportunidad de probar sus sofisticados artefactos de detección de movimientos militares desde el espacio y de teleguiar sus misiles con precisión. Los satélites espías norteamericanos ofrecieron a las fuerzas de la OTAN el servicio de seguir los desplazamientos de las tropas serbias y de interceptar las conversaciones entre sus oficiales. Ella fue para Estados Unidos, desde el punto de vista experimental, una gran oportunidad para avanzar en su proyecto de la guerra del espacio.
El presidente norteamericano George W. Bush en los cien primeros días de su mandato, en abril del 2001, incumpliendo el tratado AB firmado en 1972 entre Estados Unidos y Unión Soviética para limitar la fabricación de armas nucleares, se propuso construir un escudo antimisiles láser, como parte de su política de seguridad y defensa, que tenía proyecciones fuera del territorio norteamericano, para hacer frente a las eventuales amenazas provenientes de Irak, Irán Libia y Corea del Norte, países hostiles a Estados Unidos con capacidad de desarrollar misiles intercontinentales.
Casi una década después, el Pentágono informó que había realizado exitosamente la primera prueba de destrucción de un misil balístico en pleno vuelo con un rayo láser lanzado desde un avión.
La prueba se realizó a comienzos de enero del 2010. Duró pocos segundos. Se hizo con un rayo láser —el Airborne Laser Testbed (ALTB)— emitido en pleno vuelo desde un avión Boeing 747-400F modificado, que derribó por primera vez un misil balístico nuclear en ascenso a varios kilómetros de distancia. Para realizar este ejercicio el ejército estadounidense disparó desde el mar un misil de combustible líquido que simulaba una amenaza real, el mismo que fue abatido por el disparo del láser.
Esta arma ultraprecisa de interceptación de blancos a la velocidad de la luz, dotada de rayos infrarrojos, no solamente que está llamada a revolucionar la guerra del futuro, sino que dará a Estados Unidos un instrumento con capacidad de afrontar eficazmente la amenaza de misiles portadores de armas de destrucción masiva provenientes de cualquier país. El superpotente Airborne Laser Testbed, montado en aviones de combate F-35 o F-22, podrá derribar con total seguridad misiles balísticos, cohetes o aeronaves.
Pero las guerras del futuro, bajo la revolución digital, no serán solamente operaciones de tropas aerotransportadas ni desembarcos de infantes de marina sino acciones ofensivas de naturaleza electrónica destinadas a paralizar al enemigo, causar el caos en su organización social y enervar totalmente su capacidad de defensa. El “bombardeo” de virus electrónicos podrá trastornar por completo sus puntos vitales: redes de informática, comunicaciones, sistemas logísticos, infraestructura defensiva, tránsito terrestre y aéreo y otros sistemas cruciales. Sería una guerra devastadora. No solamente paralizaría la defensa militar propiamente dicha sino que formaría el caos en la vida civil. La provisión de electricidad, el suministro de agua potable, la operación de las telecomunicaciones, la movilización del transporte ferroviario, el control del tráfico aéreo, la operación de los medios de comunicación, la programación del trabajo en las fábricas, el funcionamiento de los hospitales: todo se sumiría en el más absoluto bajo la perturbación de agentes patógenos de la informática inoculados con el propósito de desarticular la organización social.
El Pentágono sabe bien que las guerras del futuro tendrán un gran componente cibernético. Estará en juego no sólo el dominio del espacio sino también del ciberespacio. Las principales tareas ofensivas y defensivas serán de naturaleza electrónica. Se pulsarán unos cuantos botones para desbaratar masivamente las redes informáticas, los sistemas cibernéticos y los routers de la potencia enemiga, y, con ello, desordenar dramáticamente su organización social. En vez de lanzar toneladas de explosivos y volar instalaciones, resultará más fácil apretar unos mandos electrónicos y desatar la guerra digital, con armas más efectivas aunque menos mortales que las armas cinéticas convencionales.
Estados Unidos empezaron a organizar a comienzos del nuevo siglo un comando cibernético —el USCybercom— para afrontar eventuales guerras del futuro, que buscarán desbaratar las estructuras informáticas del adversario.
El exdirector de seguridad electrónica del Departamento de Seguridad Nacional norteamericano, Amit Yoran, en marzo del 2010 definió la conflagración cibernética como “el uso de las tecnologías de la información al servicio de la guerra”.
Y, al respecto, hay analistas que afirman que, aunque en escala muy reducida, la primera guerra cibernética de la historia fue la que protagonizaron Rusia y Georgia en agosto del año 2008, cuando en respaldo al pronunciamiento independentista de las provincias georgianas de Abjasia y Osetia del Sur —que pretendían su separación de Georgia— Moscú movilizó su infantería, artillería, fuerza aérea y flota naval hacia el territorio georgiano, con el acompañamiento de ciberataques contra sus sistemas de comunicación y su organización financiera y bancaria.
Hay quienes piensan que esta fue, en cierto sentido, la primera guerra cibernética. Georgia lanzaba misiles y Rusia respondía con tanques pero también con hackers. Y el pequeño país de 69.500 km2 de territorio y 4,6 millones de habitantes no pudo resistir la invasión rusa, ya que sus diferencias militares y tecnológicas eran abismales. Rusia tenía, en ese momento, 141 millones de habitantes sobre sus 16’894.740 kilómetros cuadrados de territorio y un mayor avance en las tecnologías de la información.
El 23 de septiembre del 2010 Ali Akbar Salehi, vicepresidente del gobierno iraní, reconoció públicamente que un sofisticado virus informático intentó infectar las plantas nucleares de su país y causar en ellas un completo caos, pero dijo que el intento no alcanzó sus objetivos porque los científicos iraníes lograron neutralizarlo e impedir que penetrara en los sistemas informáticos de las máquinas centrifugadoras en las instalaciones nucleares. Sin embargo, reconoció que el virus logró afectar plantas de energía, sistemas de procesamiento de aguas, oleoductos, instalaciones industriales y miles de ordenadores personales.
El virus fue bautizado como stuxnet y los círculos científicos internacionales lo consideraron un prototipo de arma cibernética, que marcaba el inicio de una nueva y diferente carrera armamentista. Alguien afirmó que fue el primer misil cibernético guiado. Stewart Baker, exconsejero general de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, afirmó que “el Stuxnet es el comienzo de una nueva era” porque “es la primera vez que vemos realmente un arma creada por un Estado para llevar a cabo una meta para la que, de otra manera, hubiera tenido que usar múltiples misiles de crucero”.
Dada su alta sofisticación, en los círculos políticos iraníes se afirmó que el malicioso virus no fue creado ni manipulado por hackers privados sino por centros de inteligencia de Estados enemigos de su régimen político —sobre Israel y Estados Unidos cayeron las primeras sospechas— con el propósito de dañar sus instalaciones de enriquecimiento de uranio. Y, rompiendo el absoluto secreto en que se manejaba el régimen iraní, Mahmud Alyaie, alto funcionario del Ministerio de Industrias y Minas, admitió que “una guerra electrónica ha sido lanzada contra Irán”. Después se pudo verificar que fueron, en realidad, Estados Unidos e Israel los que elaboraron y usaron aquel tan sofisticado y mortífero virus informático para afectar los programas nucleares iraníes. El “The New York Times” reveló que durante dos años se utilizó la central nuclear de Dimona, al sur de Israel, para crear, ensayar y probar la eficacia del stuxnet con el objetivo táctico de descomponer las centrifugadoras nucleares de Irán para el enriquecimiento de uranio.
Con el avance de la revolución digital, la doctrina militar terminará por considerar la piratería informática, bajo determinadas modalidades y circunstancias, como agresión militar. Los ciberataques contra oficinas estatales o entidades públicas estratégicas, el espionaje electrónico o el robo de información de inteligencia serán tenidos como actos de guerra, a responderse por los Estados mediante contraataques cibernéticos u operaciones bélicas convencionales.
Por iniciativa de Alemania y Estados Unidos, los países desarrollados han formulado desde la primera década de este siglo leyes de seguridad cibernética —cybersecurity o IT security— y han establecido organismos altamente técnicos y especializados para aplicarlas y proteger sus sistemas digitales ante las diversas formas de intrusión exterior, capaces de causar cataclismos en su organización social.