Proviene de la palabra católico y ésta del latín catholicus que, procedente de una voz griega, significa “general”, “universal”, “perteneciente a todos”. Es una de las ramas del cristianismo, o sea de la doctrina religiosa iniciada y enseñada por Cristo a sus apóstoles y predicada después por ellos. Comprende el conjunto de dogmas, creencias, ritos, normas y mandamientos de la Iglesia Católica de Roma. Es la interpretación del cristianismo hecha por la organización eclesiástica romana.
Las divisiones y subdivisiones del cristianismo ocurridas desde el siglo IV por diferentes causas —desde las profundas de carácter dogmático hasta las meramente disciplinarias— han dado lugar a numerosas ramas de esta religión: la católica, la ortodoxa y las múltiples comuniones protestantes (anglicanas, presbiterianas, luteranas, metodistas, bautistas, cuáqueras, coptas y otras), cada una de las cuales reivindica para sí la posesión exclusiva y excluyente de “la verdad”.
Ellas tienen en común la fe en Jesucristo (palabra formada de las voces griegas Jesús, que es una variante de Josué, y cristo que significa “el ungido”), quien vino al mundo para redimir a la humanidad, y la creencia en una vida ultraterrena.
Catolicismo significa también la reunión de todos los católicos en torno a su fe, es decir, de todos quienes tienen a Cristo por la cabeza invisible de su Iglesia y al papa por la visible.
La palabra catolicismo es de procedencia relativamente moderna. Fue acuñada y utilizada en sus controversias por los enemigos de la Iglesia de Roma. Después ésta se apropió del término y lo usó para distinguirse de las otras religiones que el Concilio de Trento, celebrado a mediados del siglo XVI, denominó “reformadas”. La expresión “católicos romanos” empezó a usarse desde el año 1580. Los seguidores de esta Iglesia sostienen que sólo ellos tienen el derecho de llamarse “católicos”. Denominan a su Iglesia “una, santa, católica y apostólica”. Se han esforzado siempre por lograr la más perfecta unidad de doctrina, gobierno y liturgia. Los católicos de cualquier parte que sean tienen las mismas creencias, que fueron las que enseñaron Cristo y los apóstoles. Ellas están contenidas en la Biblia, que es el conjunto de las “sagradas escrituras” que contienen las verdades reveladas por Cristo a sus apóstoles y a las que consideran la palabra escrita de Cristo, aun cuando él no dejó algo escrito y es presumible que no supiera leer ni escribir. Al menos no hay testimonios o pruebas de lo contrario. En su tiempo muy pocos lo sabían. Recordemos que san Agustín, ya en el siglo V, se refería con inusitada admiración a san Ambrosio, el obispo de Milán, porque era tan inteligente y tan culto que podía leer sin mover los labios. Lo cual, por supuesto, no descalifica en lo absoluto la brillantez mental de Cristo. Al contrario: el que haya ejercido tan grandes capacidades de liderato, no obstante esta limitación, demuestra su fuerza intelectual. Y el mismo hecho de que un joven de doce años haya podido llamar la atención de los doctores de la ley en el templo, como lo refiere san Lucas (II, 47), lo ratifica. Sin embargo, el evangelio de san Juan (VIII, 6), en el pasaje bíblico en que los fariseos llevaron ante Cristo a una mujer acusada de adulterio a la que pretendían lapidar de acuerdo con la ley de Moisés, sugiere que Cristo sí sabía escribir puesto que dice que en ese momento “se inclinó y empezó a escribir en la tierra con el dedo”. Algo similar se puede leer en el evangelio de san Lucas (IV, 16 y 17) que dice que habiendo ido Jesús a Nazareth, donde se había criado, entró un sábado en la sinagoga y “se levantó para encargarse de la leyenda”. Después de lo cual agrega: “Fuele dado el libro del profeta Isaías y, en abriéndole, halló el lugar donde estaba escrito”.
Sin embargo, todo hace presumir que no sabía leer ni escribir, porque de lo contrario, en su ardiente empeño de difundir sus enseñanzas, habría dejado documentos manuscritos.
Tampoco el profeta Mahoma sabía leer ni escribir. Y esa es una verdad aceptada por los musulmanes. El Corán, que es el libro sagrado de ellos, contiene las revelaciones que Alá, por medio del arcángel Gabriel (Yibrail), hizo a Mahoma durante su estancia en La Meca y en Medina en las primeras décadas del siglo VII. Mahoma dio a conocer estas revelaciones a sus seguidores, quienes las escribieron en hojas de palma, fragmentos de huesos, pieles de animales y otros utensilios. Luego de la muerte de Mahoma —ocurrida en el año 632 d. C.—, sus seguidores comenzaron a recoger aquellas revelaciones, que fueron recopiladas en el Corán bajo el califato de Utmán en el año 650. Mahoma, como Cristo, no dejó documento escrito alguno no obstante su apasionada vocación de comunicar sus pensamientos a la comunidad y de proyectarlos hacia la posteridad.
El pensamiento católico se refinó mucho durante la Edad Media, bajo la influencia de los eminentes maestros y teólogos que florecieron desde el siglo I, en que Cristo fundó el >cristianismo, hasta fines del siglo VII. Fueron seiscientos años de fecundo trabajo de interpretación y complementación de las ideas cristianas por los llamados padres de la Iglesia. Después vino el >tomismo, o sea el sistema filosófico, teológico y político contenido en las obras de santo Tomás de Aquino (1226-1274) —el más importante de los escolásticos— y de sus discípulos, quienes sostuvieron que hay dos fuentes del conocimiento: la revelación (es decir las sagradas escrituras y la tradición de la Iglesia) y la razón, que en su concepto no sólo que no se contraponían sino que eran complementarias. Su obra maestra, la “Summa Teológica”, fue precisamente un erudito intento de conciliar la fe con la razón. El tomismo ha sido, sin duda, la corriente más importante del pensamiento católico, que tuvo seguidores contemporáneos —neotomismo—, como los filósofos franceses Jacques Maritain (1882-1973) y Étienne Gilson (1884-1978).
El escolasticismo representó un esfuerzo de los pensadores católicos de la segunda etapa de la Edad Media para aplicar la razón y las nociones de la filosofía a las verdades reveladas y al dogma religioso y para conciliar la libertad humana con la infalibilidad de la voluntad divina.
En esa época medieval —que tuvo sus propios conceptos, su visión del mundo, sus usos y costumbres, sus formas de organización política, su literatura y su arte— todo giró alrededor de dios, la religión, la fe y el culto bajo un peculiar punto de vista sobre el universo, el ser, la cultura y la historia. Todo esto enmarcado en los estrechos límites del dogma religioso.
En la baja Edad Media, bajo la invocación de “combatir a los infieles” y defenderse de sus ataques, la Iglesia organizó las llamadas órdenes militares, que eran verdaderos ejércitos armados y equipados para imponer por la fuerza su credo a los demás. Las principales órdenes militares fueron los Hospitalarios o Johanitas en el año 1100, los >Templarios en el 1118, los Teutones en Judea en 1190, los Portaespadas en Livonia en el 1201, los Caballeros de Alcántara en varios lugares de España y los Caballeros de Aviz en Portugal.
En su verboso, irreverente y agudo libro “La Puta de Babilonia” (2007), que desafió todas las reglas de lo “políticamente correcto”, el escritor colombiano Fernando Vallejo recordó con impresionante despliegue de testimonios históricos los saqueos y matanzas de las cruzadas y las persecuciones y genocidios cometidos por los agentes religiosos del catolicismo en nombre de dios. Su diatriba contiene un pormenorizado inventario de las atrocidades de la Iglesia a lo largo de sus 1.700 años de recorrido, desde que el emperador Constantino la transformó de víctima en victimaria en el año 323 de nuestra era hasta las modernas andanzas de los “nuevos grandes cazadores de herencias del Opus Dei” y las fechorías de los sacerdotes paidófilos de Boston, Rhode Island, Louisville, Manchester —y la cantidad de dinero que costó a las diócesis la indemnización de las víctimas— o los abusos sexuales contra miles de niños en los orfanatos y escuelas católicos de Dublín a cargo de sacerdotes y monjas desde 1930 hasta 1990.
La Iglesia Católica se proclama apostólica por haber sido fundada por Cristo, difundida por los apóstoles y conducida por los papas, considerados como los sucesores en línea ininterrumpida de san Pedro, el primer obispo de Roma, a quien Cristo confió las “llaves del reino”.
Los doce apóstoles originarios, escogidos por Cristo, fueron: Pedro (que antes se llamó Simón), Andrés, Santiago el Mayor, Santiago el Menor, Juan, Felipe de Betsaida, Bartolomé, Mateo, Tomás, Judas Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote. Después de la muerte de Cristo advino Matías —sucesor de Judas a causa de la traición y suicidio de éste— y se llamó también apóstol a Pablo de Tarso, que de fariseo y persecutor de cristianos se convirtió a la nueva fe después de la crucifixión de Cristo. Los dos fueron apóstoles póstumos porque aparecieron con posterioridad a la muerte de Jesús.
El catolicismo postula la obediencia absoluta a cuanto la Iglesia ordena y manda creer por medio del jefe de la organización, que es el papa romano, a quien se considera infalible cuando habla ex-cathedra en materia de fe.
Como toda religión, el catolicismo tiene un credo y un culto. El credo es el conjunto de creencias que, tenidas como revelación divina, son difundidas por la Iglesia y deben ser acatadas por los fieles. El culto es la manifestación externa de la fe y comprende todos los ritos y ceremonias de adoración a dios y de honor a los santos, entre ellos el sacrificio de la misa. El ejercicio del culto requiere una organización sacerdotal especializada, cuyos miembros constituyeron en el pasado verdaderos estamentos sociales y llevaron a la Iglesia a detentar poder y riqueza.
Durante un largo trecho de la historia —desde comienzos del siglo VIII hasta fines del XIX— la Iglesia Católica se convirtió en una potencia temporal. Los papas fueron monarcas con poder político. Por la acción de sus ejércitos se enseñorearon en buena parte de Italia. A principios del siglo VIII los dominios territoriales del papa se extendían al Ducado de Roma, que abarcaba desde las orillas del Tíber hasta Terracina y desde el mar hasta cerca de los Apeninos, entre los ducados de Ferrara, Espoleto y Benevento. Pero estos territorios después se ampliaron por el éxito de las conquistas militares del papado. Así nacieron los estados pontificios —llamados también estados pontificales o estados de la Iglesia— que eran el conjunto de territorios que, como patrimonio de ella, estaban sometidos al poder temporal del papa y eran gobernados monárquicamente. Así permanecieron las cosas hasta el 20 de septiembre de 1870, en que Italia, en pleno proceso de unificación, los ocupó militarmente y los anexó a su territorio, con lo cual redujo los dominios del papa a una pequeña parcela enclavada en la ciudad de Roma.
El papa perdió su poder temporal. No fue ya dueño ni soberano de territorio alguno. El gobierno italiano dictó la llamada ley de garantías que permitía al pontífice desempeñar su misión espiritual, como jefe de la cristiandad, y le confería inmunidades y privilegios propios de un soberano en territorio extranjero.
Al perder su poder temporal, el pontífice se declaró “prisionero voluntario” del gobierno italiano en el palacio del Vaticano.
Así permaneció hasta el 11 de febrero de 1929, en que para poner término al período de hostilidad que se abrió desde 1870 entre el poder político de Italia y el papado, el jefe del gobierno fascista italiano, Benito Mussolini, suscribió con la Santa Sede los llamados Pactos de Letrán, en los que hizo dos concesiones a la Iglesia: la creación de la Ciudad del Vaticano y el sometimiento de las relaciones de ella con el Estado italiano bajo un <concordato.
Y entonces la Iglesia empezó a recuperar su poder temporal y a formalizar entendimientos secretos con gobiernos autocráticos.
En diversas épocas de la historia los gobernantes han pretendido utilizar la religión y el clero como instrumentos de dominación política —y el >cesaropapismo es una muestra de eso— o el clero ha desarrollado apetitos de poder temporal y se ha aliado con autócratas.
Es interminable la lista de crueles y deshonestos dictadores alrededor del planeta a quienes sirvió obsecuentemente la Iglesia Católica a lo largo de los tiempos, contrariando las ideas y principios que se atribuyen a Cristo.
Por ejemplo, siguiendo la nomenclatura fascista —recordemos el nacionalsocialismo de Hitler y el nacionalsindicalismo de Franco— en España, durante la larga tiranía falangista (1936-1975), se denominó nacionalcatolicismo a la identificación de la nación española con el catolicismo que promovió la alta jerarquía eclesiástica —ser español era ser católico— y al control que, con el apoyo del Estado, ella ejerció sobre importantes áreas de la vida política y social de los españoles.
Desde 1937, cuando los obispos enviaron a Francisco Franco una carta de apoyo a las fuerzas fascistas durante la guerra civil española, la Iglesia Católica y el Estado permanecieron imbricados. La Iglesia ejerció una determinante influencia en la vida pública y privada de España y asumió el control de las actividades culturales y educativas, la censura del teatro y de la cinematografía, la vigilancia sobre la edición e importación de libros y materiales impresos y la rectoría de las costumbres y de la vida moral del pueblo español.
Sin embargo, en la década de los años 60 algunos sacerdotes y sectores obreros católicos se desmarcaron del franquismo y empezaron a desarrollar una tenue y clandestina resistencia contra el gobierno de Franco.
1. Jesucristo: el gran desconocido. El catolicismo sostiene que Jesucristo, Jesús o Cristo es, a la vez, dios y hombre, y que vino al mundo para redimir al género humano. Se hizo hombre en el vientre de la virgen María mediante la acción del espíritu santo. Su venida fue anunciada por los profetas judíos.
Desde entonces el salvador es venerado por los católicos y los cristianos.
La historia de la vida de Jesucristo está en los evangelios. Sin embargo, hay muchas zonas desconocidas en ella. Es imposible establecer con certeza sus fechas de nacimiento y muerte. La opinión generalizada se inclina por fijar su nacimiento en Belén el año cuarto antes de nuestra era y la crucifixión 33 años más tarde. Se cree que pasó su adolescencia y juventud en Nazaret, donde desempeñó el oficio paterno de carpintero. Su padre murió probablemente cuando él era niño y su madre vivió lo suficiente para ver su crucifixión. En los evangelios se habla de los hermanos de Cristo, pero los impugnadores de esta afirmación sostienen que se trata de una mala traducción de la palabra hebrea hahim, que significa “hermanos” pero también “primos” o “parientes”. Consideran que Cristo fue hijo unigénito de María. Cuando tenía alrededor de 30 años de edad comenzó su vida pública. Después fue bautizado por san Juan Bautista en el río Jordán. Luego fue a Galilea y formó un pequeño grupo de seguidores y partidarios, casi todos ellos trabajadores y hombres pobres, a quienes se conoce como “los doce apóstoles”.
La fecha de nacimiento de Cristo no ha podido saberse con precisión. En la primera mitad del siglo VI de nuestra era el pontífice romano encomendó establecerla al sabio canonista Dionisio el Breve, quien había recopilado en latín los cincuenta primeros cánones apostólicos y las decretales de los papas. El monje, conocido también como Dionisio el Exiguo, concluyó que, según sus cálculos, el nacimiento de Cristo fue el 25 de diciembre del año 753 ab urbe condita, es decir, 753 años después de la fundación de Roma, y la circuncisión el primero de enero del año siguiente; pero de otros estudios se deduce que Herodes el Grande, rey de Judea —aquel que mandó matar a todos los niños para evitar que alguno de ellos fuera el rey que por entonces se anunciaba—, murió en el año 750 a.u.c., o sea cuatro años antes del nacimiento de Cristo, por lo que la afirmación de Dionisio resultaría errónea dado que según la historia sagrada el infante nació bajo el reinado de ese monarca.
Durante tres años —aunque este es otro de los datos que se discuten— Jesucristo se dedicó a su misión de enseñanza y predicación. Atacó duramente a los fariseos y a los saduceos, dos de las principales sectas judías, y su prédica fue considerada subversiva, es decir, contraria al orden constituido por el Imperio Romano. Fue llevado ante Pilatos, el gobernador romano, y condenado como “agitador” a morir en la cruz.
En el credo de los apóstoles se afirma que Jesucristo fue el hijo unigénito de dios padre todopoderoso y que fue “concebido por obra y gracia del espíritu santo”. Fue crucificado, muerto y sepultado por orden de Poncio Pilatos y que al tercer día resucitó, subió a los cielos y está sentado a la diestra de su padre, de donde ha de venir algún día a juzgar a los vivos y a los muertos.
Sin embargo, hay muchas discrepancias sobre la vida de Jesús. Probablemente ninguna personalidad histórica ha suscitado tanta y tan prolongada controversia. Hay quienes sostienen que el Jesús de los evangelios nunca existió. Otros aceptan su existencia pero no su divinidad. Para éstos Cristo fue un líder político que combatió el orden imperante y fue condenado a muerte por eso. Jesús no fue, en este sentido, más que un hombre que propugnó la reforma moral y la justicia social en un mundo injusto y corrompido.
Y pagó el precio de los revolucionarios que fracasan en su intento.
Pero, para los defensores de la >ortodoxia, Jesús —considerado dios y hombre— es el redentor del universo.
Hubo dificultad en encontrar rastros históricos de Cristo entre los judíos y los romanos de su época. Muchos filósofos e historiadores lo ignoraron o le dieron poca importancia seguramente porque la acción de los primeros cristianos tuvo muy poco influjo en la sociedad de su tiempo. Por ejemplo, el filósofo Filón de Alejandría, que fue contemporáneo de Cristo, no lo cita en alguno de sus cincuenta escritos no obstante que se interesó mucho en los movimientos del judaísmo de su tiempo y que conoció muy bien a Pilatos. Otro historiador contemporáneo de Cristo, Justo de Tiberiades, a pesar de haber escrito la historia de Palestina desde los tiempos de Moisés, tampoco lo menciona. Que no era muy conocido lo demuestra el hecho de que Judas, para que los soldados romanos lo identificasen, tuvo que besarlo. Probablemente fue Flavio Josefo, historiador judío de finales del siglo I, el primero en nombrarlo cuando relató la muerte por lapidación de uno de los hermanos de Jesús, llamado Santiago, bajo la acusación de haber violado la ley.
El escritor español Juan Arias, en su libro “Jesús, ese gran desconocido” (2001) —en el que reproduce mucha de la información publicada a comienzos de los años 90 del siglo XX en la edición monográfica Nº 7 de la revista española “Más allá de la Ciencia”—, afirma que su hermano Santiago “había tenido mucho influjo en la creación de la primera comunidad judío-cristiana”.
Presumiblemente Jesús tuvo cuatro hermanos: Santiago, José, Judas y Simón, aparte de algunas hermanas, cuyos nombres se desconocen seguramente porque en aquella época las mujeres casi no contaban en la vida familiar ni social. Para la mayoría de los historiadores protestantes esto es natural: son hermanos nacidos en el seno de una familia judía normal. Lo cual, por supuesto, nunca ha aceptado la Iglesia Católica porque contradice el dogma de la virginidad de María, a pesar de que lo dice Lucas en su evangelio (VIII, 20 y 21), al narrar que su madre y sus hermanos vinieron a ver a Jesús en una de sus predicaciones pero que no pudieron acercarse a él a causa del gentío que lo rodeaba: “Se lo avisaron diciéndole: tu madre y tus hermanos están allá afuera, que te quieren ver” (20). “Pero él dioles esta respuesta: mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios, y la practican” (21).
También san Juan habla de los hermanos de Jesús en su evangelio. Dice en el capítulo II que, después de las bodas de Caná, Jesús pasó a Cafarnaún “con su madre, sus hermanos o parientes y sus discípulos, en donde se detuvieron pocos días” (12).
El historiador hebreo Flavio Josefo, en sus “Antigüedades Judías”, escritas alrededor del año 93 de nuestra era, afirma que Ananías convocó astutamente al Sanedrín e “hizo que el Sanedrín juzgase a Santiago, hermano de Jesús, quien era llamado Cristo, y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la ley y los entregó para que fueran apedreados”. La interpretación que ha dado la Iglesia es que a los “primos” se les llamaba en ese tiempo “hermanos”. Y por eso, en algunas versiones de la Biblia se interpolaron más tarde en los evangelios de san Mateo y san Marcos, cuando hablan de Santiago, José, Simón y Judas, las palabras “primos” y “primas” inmediatamente antes de “hermanos” o “hermanas”.
Los primeros historiadores romanos tampoco hablaron de Jesús o no le concedieron mayor importancia. Consideraron que sus seguidores formaban una secta puesto que luchaban contra la ortodoxia del judaísmo. Tácito, que escribió su obra unos ochenta años después de la muerte del mesías, cuenta que Nerón culpó del incendio de Roma a un grupo de personas a quienes se llamaba “cristianos” —nombre derivado de Cristo, condenado a muerte por el procurador Poncio Pilatos bajo el reinado de Tiberio—, que dio lugar a un movimiento religioso que creció con el paso del tiempo.
Quienes han puesto en duda la existencia de Cristo, como lo hicieron entre otros los exégetas bíblicos del siglo XIX, carecen de fundamento. No hay duda de que él existió y que fue condenado a muerte por rebelde. Su pena fue la crucifixión, como todos los contestatarios políticos de su tiempo. Los rabinos además lo acusaron de hechicero y de proclamarse rey de los judíos. El material histórico, aunque escaso, es suficiente para probar su existencia. Por lo demás, sobre varios personajes de la historia antigua tampoco hay abundante información y no por ello se ha dudado de su existencia. La >historia, por supuesto, no es más que una aproximación a la verdad y no está libre de grandes errores, mentiras y manipulaciones.
El director de la “Revista de Arqueología Bíblica”, Hershel Shanks, reveló en octubre de 2002 que una inscripción encontrada poco tiempo antes en una urna fúnebre en Israel era “la primera aparición del nombre de Jesús en el registro arqueológico”. Tal inscripción, escrita en arameo, dice: “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús”. Andre Lemaire, especialista en inscripciones antiguas de la Escuela Práctica de Estudios Superiores de Francia, consideró “muy probable” que se tratara de una referencia auténtica a Jesús de Nazaret, escrita unas tres décadas después de su crucifixión. En su opinión, este puede ser un testimonio arqueológico de la existencia de Jesús —en realidad, el primero— dado que los judíos hacían los entierros con esas urnas precisamente en el período comprendido entre el año 20 antes de Cristo y el año 70 después. Además, este hallazgo se vincula con la afirmación del historiador judío Josefo, que vivió en el siglo primero, de que “el hermano de Jesús, el llamado Cristo, Santiago de nombre”, fue lapidado como hereje en el año 62, de modo que, si sus huesos fueron depositados en una urna, eso debió haber ocurrido en el año 63.
Las informaciones tan minuciosas que la Iglesia Católica presenta sobre la vida y muerte de Cristo provienen de los evangelios, básicamente de los atribuidos a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, que el Concilio de Nicea del año 325 declaró inspirados por el espíritu santo. Ellos en realidad son textos teológicos antes que históricos, razón por la cual difieren entre sí o se contradicen en la narración de los mismos hechos. Por ejemplo, Juan Arias, remitiéndose a Paul Winter y a su obra “Sobre el proceso de Jesús”, sostiene que del juzgamiento del mesías por las autoridades judías y romanas existen más de siete versiones diferentes. Y no son, como alguna vez argumentó san Agustín, discrepancias menores.
La propia palabra evangelio significaba en griego “buena noticia”. En este caso: la buena noticia de la venida del mesías esperado desde los tiempos de los antiguos profetas de Israel. Por consiguiente, los evangelios son más reflexiones religiosas e interpretaciones de ciertos hechos que narraciones históricas o que biografías de Cristo Jesús, aunque por supuesto contienen algunas noticias sobre su vida pública. La autenticidad y fidelidad de esas narraciones, dado que pasaron de unos discípulos a otros por vía de la tradición oral y debido al tiempo que transcurrió entre la ocurrencia de los hechos y la época en que ellas fueron escritas, no tienen garantía alguna. Los especialistas bíblicos siempre trataron de extraer de los hechos y dichos relatados lo que les parecía más verosímil. Y eso ocurrió no sólo con los evangelios sino también con los otros libros del Nuevo Testamento —los Hechos de los Apóstoles, las Cartas y el Apocalipsis—, que contienen aun menos evidencias históricas.
La propia fecha del nacimiento de Jesús está en discusión. Hay quienes sostienen, con mucha razón, que el monje Dionisio el Breve se equivocó al fijarla y además que no pudo ser en diciembre puesto que en los relatos de Lucas se dice que los pastores tenían sus rebaños en campo abierto, cosa que no hubiera sido posible en el invierno. También se ha puesto en duda el lugar de su nacimiento: muchos piensan que fue en Nazaret y no en Belén, porque en esa época se llamaba a los hombres en función del lugar de su nacimiento: en este caso, Jesús de Nazaret.
No se sabe si alguna vez se casó, como era lo usual entre los judíos. Hay muy poca claridad en los evangelios acerca del tema. Y me refiero a los evangelios canónicos y no a los apócrifos. Diversos analistas de la Biblia encuentran muy poco probable que no se casara antes del ejercicio de su ministerio público, dado que en el entorno social y cultural en el que se desenvolvía el matrimonio era tenido casi por obligatorio y el celibato era reprobado duramente. El propio Jesús, según Mateo (XIX, 4 y 5), dijo: “¿No habéis leído que aquél que al principio crió al linaje humano los hizo varón y hembra? Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, y unirse ha con su mujer y serán dos en una sola carne”. Parece extraño, en consecuencia, que si no predicó la soltería la haya practicado. Los evangelios nada dicen al respecto. De donde algunos concluyen que Cristo no fue soltero, como afirma la tradición católica, sino casado, ya que de lo contrario el hecho no habría pasado desapercibido al haber contrariado las costumbres de su tiempo.
Con base en el estudio de un fragmento de papiro del siglo IV, la profesora de teología Karen King en la Universidad de Harvard sostiene que Jesús estuvo casado, según se prueba con las ocho líneas escritas en copto con tinta negra —copto era la lengua de los antiguos cristianos en lo que actualmente es Egipto— sobre el fragmento de ocho centímetros por cuatro del referido papiro. Papiro es la lámina extraída del tallo de la planta del mismo nombre originaria del Oriente —de la familia de las Ciperáceas— en la que los antiguos solían fijar sus manuscritos. En septiembre del 2012, ante el Congreso Internacional de Estudios Coptos en Roma, la profesora norteamericana expresó que ese antiguo papiro “aporta la primera prueba de que algunos de los primeros cristianos creían que Jesús había estado casado”. Sostuvo que las líneas que en él se encontraron formaban parte de un evangelio perdido y que la palabra “María” que consta en su texto se refiere a María Magdalena.
Este descubrimiento reavivó el debate, abierto desde el origen del cristianismo, sobre la esposa o compañera sentimental de Cristo.
La Universidad de Harvard afirmó que expertos como Roger Bagnell, director del Instituto para los Estudios del Mundo Antiguo, consideran que el papiro analizado es auténtico, de acuerdo con el análisis de su soporte y escritura.
Desde hace siglos han circulado rumores de que Jesús de Nazaret se juntó en matrimonio con María Magdalena y tuvo descendencia. A pesar del disgusto y de la reticencia de la Iglesia Católica, la vida marital de Jesús ha sido controvertida por largo tiempo.
Recientes investigaciones realizadas por Barrie Wilson, profesor canadiense de la York University de Toronto, y el escritor y periodista israelí Simcha Jacobovici tienden a confirmar esos rumores. En su libro “The Lost Gospel” —El Evangelio Perdido—, publicado en el año 2014, los dos científicos sociales, especialistas en temas cristianos, afirman que la revelación proviene de un evangelio manuscrito con más de mil quinientos años de antigüedad, escrito en arameo del siglo VI, que fue encontrado en la gigantesca The British Library de Londres.
Después de seis años de análisis y descodificación de textos encriptados, los autores concluyeron que el citado evangelio es una prueba fidedigna de que Jesús de Nazaret fue esposo y padre. Estuvo casado con Maria Magdalena, mencionada en múltiples ocasiones en los evangelios —descrita por Lucas como una mujer “pecadora”—, con quien tuvo dos hijos: Manasseh y Ephraim.
El documento, que data del año 570 d. C., llegó al Museo Británico en 1847, proveniente del monasterio St. Macarius de Egipto, y actualmente reposa en las instalaciones de la Biblioteca Británica. Afirman Wilson y Jacobovici que, a diferencia de los otros evangelios que se han hallado a lo largo de los años, el que se encuentra en la Biblioteca Británica es un evangelio completo.
No se sabe cómo fue Jesús físicamente. Su rostro nunca se reprodujo. En su tiempo no hubo imágenes ni pinturas de él. Se lo representó a través de símbolos crípticos —un pez, un cordero o un pastor—, como se puede ver en las catacumbas de Roma. Las pinturas posteriores probablemente tuvieron como referencias la sábana blanca de Turín o la santa faz del paño con que Verónica enjugó su rostro camino del Gólgota. La santa sábana, que se conserva en la catedral de Turín —un lienzo de 4,36 metros por 1,10—, contiene la doble imagen de un crucificado que presenta heridas en las manos, en los pies y en el costado izquierdo. Pero los estudios hechos en 1988 con carbono 14 en tres laboratorios distintos señalaron que la antigüedad del lienzo no iba más allá de la baja Edad Media. Estudio que incluso fue rechazado por un científico ruso, especialista en física nuclear y en radio-isótopos, que formó parte de un grupo que se reunió en 1993 para estudiar el lienzo, porque su antigüedad era aun menor. Del manto de Verónica solamente se habla en los evangelios apócrifos cuya legitimidad ha desconocido la Iglesia. De modo que los retratos, cuadros, esculturas y pinturas que se hicieron por casi 1.600 años desde que el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV —cristos gloriosos o sufrientes, según las circunstancias—, han sido fruto de la imaginación de los pintores, acompañada en muchos casos de una profunda fe religiosa. Hay cristos rubios, morenos o pelirrojos, cristos con facciones europeas, latinoamericanas o africanas. Escribe Juan Arias que Jesús debió ser un judío típico de su tiempo y, por tanto, “nada de pelo rubio y ojos azules”. Y agrega: “El Nuevo Testamento casi no ha dejado rastro de cómo podía ser físicamente Jesús. Existe sólo un pasaje en el evangelio de Lucas sobre el que algunos Padres de la Iglesia especularon para decir que Jesús tenía que ser más bien bajo. Es el del publicano Zaqueo, que, habiendo Jesús llegado a Jericó, procuraba ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante se subió a un árbol para verle”.
Es probable que Jesús aparentara mayor edad que la que tenía ya que los judíos comentaban de él que “aún no ha cumplido los cincuenta años”, como se dice en el evangelio de Juan. Se ha discutido también su belleza física. Los propios padres de la Iglesia controvirtieron sobre el tema en los primeros siglos del cristianismo. En la Biblia se atribuyen al profeta Isaías estas palabras: “No hay hermosura en él; le veremos más bien sin atractivo para que le deseemos”; mientras que en el Salmo XLIV se dice: “Oh tú el más gentil en hermosura entre los hijos de los hombres, derramada se ve la gracia de tus labios; por eso te bendijo Dios para siempre”. Lo cual abrió una amplia diferencia de opiniones. San Justino (110-165) afirmó que Jesús era feo, casi deforme. Lo mismo dijeron Tertuliano (155-220) y Comodiano (finales del siglo III). San Ireneo (140-200) afirmó que Jesús era “informus, inglorius, indecorus”. En cambio, otros han presentado a Jesús como un ser humano hermoso. La gran mayoría de pintores así lo concibió. Andrés, un ciudadano de Creta, afirmaba en el año 710 que Jesús tenía “las cejas unidas, los ojos hermosos, el rostro alargado, un poco encorvado y era de buena estatura”. Y el monje Epitafio de Constantinopla, según consta en los llamados evangelios apócrifos, aseveraba que “Jesús medía 1,70 de estatura, tenía el pelo rubio y levemente ondulado, cejas negras, con una ligera inclinación del cuello, con el rostro no redondo sino alargado, como el de su madre, a quien se parecía en todo”.
Es que los testigos presenciales de la vida pública y privada de Jesús fueron los apóstoles —todos ellos judíos, seleccionados por él para que lo acompañasen en sus faenas—; pero los apóstoles —salvo Mateo, cuyo evangelio lo copió en buena parte de documentos elaborados por Marcos, que no fue apóstol; y Juan, a quien se atribuyó la autoría del cuarto evangelio, que hasta ese momento era anónimo, de varias epístolas y del Apocalipsis—, no dejaron algo escrito y mostraron poquísimo interés en plasmar en documentos sus testimonios de lo que vieron y oyeron durante los años de la vida pública de Jesús. Incluso varios estudiosos de la Biblia sostienen que el Evangelio de Juan y el Apocalipsis no fueron escritos por el apóstol sino por Juan el Anciano, que fue un griego cristiano. Fundamentan su aserción en que un pescador inculto y de carácter violento, como era Juan, no estaba en capacidad de escribir textos tan brillantes y hermosos. De todas maneras, resulta incomprensible que quienes se habían comprometido con una misión salvífica de la humanidad no hubieran dejado escrita una letra sobre sus experiencias vivenciales. Ellos fueron protagonistas privilegiados, pero no legaron testimonios fidedignos para la posteridad. El documento más antiguo sobre la vida de Jesús es el evangelio de Marcos. Pero Marcos no fue su discípulo ni lo conoció personalmente sino a través de los relatos que, después de la crucifixión, escuchó a Pedro.
Comenta al respecto Pepe Rodríguez en su polémico libro “Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica” (1997) que, “por paradógico que parezca, es obvio que entre los redactores neotestamentarios prevaleció una norma bien extraña: cuanto más cercanos a Jesús se encontraban, menos escritos suyos se aportaron al canon y viceversa. Francamente absurdo y sospechoso”. Y concluye que “la inmensa mayor parte del testimonio en favor de Jesús, eso es el 79% del Nuevo Testamento, procede de santos varones que jamás conocieron directamente a Jesús ni los hechos y dichos que certificaban”.
Esto explica la enorme cantidad de contradicciones, incoherencias, inexactitudes históricas y geográficas y sorprendentes errores que contienen los textos neotestamentarios.
En diciembre del 2002, antropólogos forenses y programadores informáticos israelíes y británicos reprodujeron en computadora el rostro de Jesús para publicarlo en la revista norteamericana “Popular Mechanics”, que ocasionalmente afronta temas científicos y religiosos. Su rostro, reproducido con base en descripciones de la Biblia e informaciones históricas, resultó muy diferente de la imagen idealizada que ha presentado tradicionalmente la Iglesia Católica. En lugar de la talla alta, piel blanca, facciones finas y cabellos largos, la reproducción de los antropólogos presentó un cuerpo bajo, una cara ancha, rasgos toscos, piel color oliva, cabello corto y crespo y una nariz prominente.
La película “La pasión de Cristo” (2004) de Mel Gibson —que representó las últimas doce horas de la vida de Jesús— reavivó la vieja discusión en torno a la persona y acciones del fundador del cristianismo. Hubo opiniones encontradas. Unas alabaron la película como un reflejo fiel de las verdades del evangelio mientras que otras le imputaron errores históricos evidentes. Gibson —que es un católico tradicionalista— dijo haber consultado a eruditos, teólogos y sacerdotes antes de elaborar su guion para mostrar de la forma más realista posible la agonía de Cristo durante su crucifixión. Los cuestionadores criticaron, entre otras cosas, el uso de la lengua de los personajes, quienes no debieron hablar arameo ni latín —lenguas de las elites, en aquel tiempo— sino griego, que era la lengua principal de los centuriones romanos en Israel. Joe Zias, antropólogo especialista en excavaciones arqueológicas en Jerusalén, cuestionó el cabello largo con que aparece Jesús en la película —que, por lo demás, es el usual en la iconografía católica occidental— ya que, según explicó, “los hombres judíos de la Antigüedad no tenían cabello largo”, como puede verse en el friso del Arco de Tito en Roma, levantado para exaltar la victoria sobre Jerusalén en el año 70, en que aparecen los prisioneros judíos con cabello corto.
Motivos de controversia fueron también la cargada de la cruz —cruz tan pesada que nadie pudo haberla llevado sobre sus hombros— y, además, el acto de la crucifixión, puesto que resultaba absurdo, como aparece en la película, que Cristo hubiera sido clavado por sus manos —que se habrían desgarrado por el peso del cuerpo— y no por las muñecas, como era lo usual.
La gran paradoja es que el hombre que más ha influido en el destino de Occidente, aquel sobre cuya vida y obras más libros se han escrito durante los últimos veinte siglos —sólo en el Instituto Bíblico Pontificio de Roma existe alrededor de un millón de obras en torno a las sagradas escrituras—, sigue siendo “ese gran desconocido” al que se refiere Juan Arias en su libro. Casi nada se sabe de su vida. Algunos hasta han dudado de su existencia y han sostenido que fue una creación de la Roma imperial católica a partir del año 100.
El filósofo e historiador inglés Peter Watson, en su extraordinario y voluminoso libro “Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2009), con el que hace un recorrido completo del pensamiento humano a través de los siglos, trae una información muy importante. Dice que “a finales de la década de 1990, el doctor Elhanen Reiner, de la Universidad de Tel Aviv, se topó con algunos midrash (antiguos comentarios del Antiguo Testamento) que se remontan al año 200 a. C. Estos tempranos documentos contienen varias referencias a un personaje de la Galilea de la época denominado Josué, que nos resulta bastante familiar. En Galilea, ‘Jesús’ era una corrupción de ‘Josué’ bastante común, y el relato sobre Josué tiene muchas similitudes con el de Jesús, a saber: 1) el primer lugar en el que Josué se comporta como líder es en Transjordania; la primera aparición del Jesús adulto en la Biblia tiene lugar cuando es bautizado en el Jordán; 2) Josué nombra doce ancianos para repartir la tierra de Israel, de la misma forma en que Jesús tiene doce discípulos; 3) la muerte de Josué ‘agita al mundo’ y un ángel desciende a la Tierra y se produce un terremoto que señala que Dios piensa que su fallecimiento es un suceso terrible; más o menos lo mismo ocurre cuando muere Jesús: la Tierra se estremece y de los cielos desciende un ángel; 4) las personas más cercanas a Josué tienen por nombre José y Miriam, esto es, María; 5) la muerte de Josué tiene lugar el 18 de Iyyar, tres días antes de la Pascua, el mismo día que la crucifixión de Jesús; 6) hay una tradición hebrea recogida en un libro en arameo según la cual la crucifixión no tuvo lugar en Jerusalén sino en Tiberíades, es decir, en Galilea; 7) ambas historias cuentan con un personaje llamado Judá o Judás que desempeña un papel crucial y negativo; 8) en cierto momento de su historia, Josué huye a Egipto, al igual que lo hacen José y María con el pequeño Jesús. Y aunque los paralelos entre ambas tradiciones no terminan aquí, estos pocos son suficientes para cuestionar la verdadera identidad de Jesús”.
Peter Watson, en su mencionado libro se pregunta: “¿Existió Jesús? ¿Era una persona o una idea? ¿Podremos saberlo alguna vez? Y, si no existió, ¿cómo pudo la fe que fundó afianzarse y propagarse con tanta rapidez? Estas preguntas han inquietado las mentes de los estudiosos desde la época de la Ilustración, cuando la búsqueda del Jesús histórico se convirtió en una preocupación académica de primer orden”. Y comenta Watson que los textos de Pablo, que son anteriores a los evangelios, “no mencionan ninguno de los episodios más sorprendentes y llamativos de la vida de Jesús. Por ejemplo, Pablo nunca dice que Jesús haya nacido de una virgen, nunca se refiere a él como de Nazaret y tampoco especifica que la crucifixión haya tenido lugar en Jerusalén (…) ni menciona muchos de sus supuestos milagros”. Y concluye: “Pablo escribió la primera de sus cartas (la Epístola a los Gálatas, 48-50 d. C.) muy poco después de la muerte de Jesús, por tanto, si Pablo no menciona los episodios más destacados de su vida, es legítimo preguntar si éstos ocurrieron realmente”.
No se sabe con certeza en qué idioma habló Jesús: unos dicen que en griego, otros que en hebreo, otros que en dialecto hebreo y otros en arameo. De su familia se conoce casi nada. Su niñez, adolescencia y juventud son un misterio. Los estudiosos de la Biblia discuten si nació en Belén o en Nazaret. Unos evangelistas sostienen que su vida pública duró un año y otros, tres. Hay exégetas bíblicos que lo consideran un revolucionario político que abrazó la causa de los desafortunados y luchó para salvar a Israel de la opresión de los romanos, mientras que otros sostienen que fue un místico pacifista interesado sólo en cuestiones del espíritu. Y nadie sabe lo que él pensaba de sí mismo puesto que no dejó algo escrito ni autorizó a alguien para que lo hiciera. Tampoco pidió que se transcribieran sus palabras o que se reseñaran sus actos.
Las primeras versiones sobre ellos aparecieron cincuenta o noventa años después de su muerte. Y fueron versiones escritas en su mayoría por personas que no habían conocido a Jesús y mediatizadas por el paso del tiempo, distorsionadas por las traducciones y modificadas por los toques y retoques. A menos que haya habido un error judicial, la pena de crucifixión que se le impuso fue la que entonces correspondía a los sediciosos contra el orden público o a quienes cometían delitos viles, puesto que la pena de lapidación era la que los jueces de Israel solían aplicar a quienes se desviaban de la ortodoxia judaica. En todo caso, la crucifixión era en esa época una muerte deshonrosa y degradante. No hay una idea clara de cómo fue y cuánto duró el proceso de detención, juzgamiento, condena y crucifixión de Jesús. Los relatos evangélicos discrepan al respecto: unos afirman que 24 horas y otros que varios días y aun meses. Tampoco las fuentes no cristianas de esa época establecen con claridad la forma en que operaban los jueces en Palestina durante la dominación romana. Por eso no se sabe con certitud si la condena provino de los romanos o de los judíos. Según el evangelio de Marcos —escrito en Roma— ella provino del sanedrín, o sea del alto tribunal judío. Y por eso la Iglesia Católica ha inculpado por siglos a los judíos de la muerte de Cristo. Pero lo que entonces no se entiende es por qué se le sometió a la jurisdicción de Pilatos, que era una autoridad romana que no intervenía en los casos de impostura religiosa.
Jesús no quería morir. Recién había empezado su lucha. Cuentan los evangelios que cuando advirtió que le querían apresar huyó de sus captores. Al final lo detuvieron por la real o supuesta traición de Judas. El mesías tuvo plena conciencia de que su revolución, que iba más allá de la simple liberación de Israel de la ocupación de los romanos, corría el riesgo de quedar frustrada con su muerte. Por eso, según su criterio, no era cuestión de echar vino nuevo en odres viejos sino de producir un movimiento axial en las formas de organización social.
Dentro del mundo cristiano, a partir de las ambigüedades, fantasías, mitos, acomodos, contradicciones, incertidumbres, inconsistencias, exageraciones, oscuridades, inconsecuencias, interpolaciones, extrapolaciones y errores científicos de la Biblia, no sólo que se han desarrollado durante varios siglos encendidas discusiones entre historiadores, teólogos, filósofos, filólogos y científicos en torno a la vida, pensamiento y misión de Cristo sino que han surgido centenares de iglesias, movimientos, sectas y confesiones que se disputan la posesión del auténtico mensaje del mesías y que han pretendido asumir la legitimidad de su representación en la Tierra. Innumerables libros y textos se han escrito sobre el hombre de Nazaret, algunos de los cuales han tomado los caminos del esoterismo, la teosofía, el “contactismo” o incluso las fantasías extraterrestres.
Existe enorme cantidad de libros “revelados” que tratan sobre la “verdadera” vida y los designios de Jesús, algunos de ellos pretendidamente “dictados” por él a través de la intervención de un médium. Son incontables las invocadas “reencarnaciones” de Cristo que se han presentado a lo largo del tiempo. En suma, alrededor de su figura se ha desatado la más febril fantasía.
En todo caso, se atribuyó a Jesús la misión de encarnarse en la Tierra, ser muerto y sepultado, resucitar y subir a los cielos, de donde vendrá el día del juicio final.
2. La palabra de Jesús. El profesor estadounidense Robert W. Funk de la Universidad de Montana —fundador en 1986 del Westar Institute en Salem, Oregon, Estados Unidos, para la investigación de asuntos religiosos— convocó un encuentro internacional de expertos en temas bíblicos para intentar reconstruir las máximas, proverbios y reflexiones atribuidos a Jesús. El grupo de 74 académicos empezó su trabajo en 1985 y tuvo su sede en California. Pero ellos, después de cinco años de trabajo en varias universidades del mundo, no pudieron ponerse de acuerdo. Al final los eruditos votaron por una de cuatro opciones ante cada pensamiento atribuido al mesías nazareno: “Esto lo dijo Jesús”, “Jesús dijo algo parecido”, “Esto no lo dijo pero contiene ideas que le pertenecen” o “Esto no lo dijo Jesús y corresponde a una tradición posterior”. La iniciativa fue muy criticada en los medios católicos porque significaba “someter a Jesús a una votación”. Pero a pesar de ello los eruditos supeditaron a calificación la autenticidad de las sentencias del mesías y las clasificaron en función de este esquema.
El resultado del ejercicio se publicó en el libro “The five gospels. What did Jesus really say?” (1996) de Robert W. Funk. Todos los expertos consideraron que son fidedignas las bienaventuranzas a los pobres, el amor a los enemigos y la parábola del buen samaritano, que constan en el evangelio de Lucas, así como la frase del evangelio de Marcos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Frase que, aunque tenía un contenido fiscal y tributario, ponía en evidencia su idea de la separación entre el poder político y la religión.
El reino de dios, contrapuesto a los reinos terrenales, fue sin duda una expresión recurrente de Jesús a lo largo de sus predicaciones. Entre las palabras no pronunciadas por él sino incorporadas posteriormente están, a juicio de los mencionados expertos bíblicos, las relativas a la institución de la eucaristía: aquellas con las que dijo a sus apóstoles que el pan y el vino son su cuerpo y su sangre. Los expertos consideraron que el evangelio que tiene el menor número de palabras originales es el de Juan. Anotaron que allí no hay ni una frase que pudiera ser tenida como histórica y que sólo es probable que lo sea aquella de que “ningún profeta es respetado en su propia ciudad”.
Los expertos llegaron a la conclusión de que las palabras más auténticas de Cristo son las más radicales. Lo cual ratifica que él fue, ante todo, un revolucionario social, dueño de profundas y claras convicciones. No anduvo con ambigüedades ni indefiniciones. Su lenguaje fue duro. Recordemos la afirmación que se le atribuye: “sed fríos o calientes, porque si sois tibios os arrojaré de mi boca”; o aquella otra de que “no he venido a traer la paz sino la guerra” (Mateo X, 34); o la arenga de que “el que no tiene espada, venda su túnica y cómprela” (Lucas XX, 36).
No fue un hombre de orden. No estuvo con los poderosos. No perteneció a la clase dominante. No defendió el statu quo. Y uno de los grandes errores de la Iglesia Católica fue haber mudado esa posición original desde que los emperadores romanos hicieron del catolicismo una religión de Estado y haber servido durante siglos a gobernantes opresores y a reinas disolutas.
Durante su tránsito terrenal se recogieron de Jesús una serie de aforismos que, desarrollados por los teólogos, han formado parte, con el tiempo, de la estructura doctrinal del cristianismo. Algunos de ellos son: amar al prójimo como a uno mismo, bienaventurados los pobres de espíritu porque entrarán en el reino de los cielos, afortunados los que lloran porque recibirán consolación, felices los mansos porque obtendrán la Tierra por heredad, bienaventurados los compasivos porque alcanzarán misericordia, afortunados los virtuosos porque verán a Dios, quien se enfadare con su hermano será penado con el fuego del infierno, si alguno os hiriere en la mejilla derecha entregadle también la otra, al que os quisiere poneros pleito para apropiarse de vuestro traje ofrecedle también la capa, al que os pidiere dadle aunque supiereis que nunca más os devolverá lo prestado, cuando diereis limosna no lo publicaréis a son de trompeta como hacen los hipócritas, cuando diereis haced que vuestra mano izquierda ignore lo que hace la derecha, cuando orareis no seáis como los simuladores porque ellos gustan de rezar en las sinagogas y las esquinas de las calles para ser vistos de los demás, no atesoraréis bienes en la Tierra donde la polilla y el orín corrompen, ninguno puede servir simultáneamente a dos señores, buscad el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura, entrad por la puerta estrecha porque la ancha y el camino espacioso conducen a la perdición, guardaos de los falsos profetas que llegaren a vosotros disfrazados con pieles de oveja y por dentro son lobos feroces, por sus actos los conoceréis porque así como es imposible sacar uvas de los espinos o higos de las zarzas es sumamente difícil que un árbol bueno produzca frutos malos o un malo saludables, nuestros antepasados expresaron “ojo por ojo, diente por diente, pie por pie”.
Con frecuencia se afirma que estos principios hacen del cristianismo una religión de paz, de amor y de fraternidad. Sin embargo, algunos pasajes de la Biblia contradicen este aserto. Por ejemplo, el evangelio de san Mateo pone en boca de Cristo estas palabras: “No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz sino la guerra; pues he venido a separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra” (X, 34 y 35).
A lo largo de muchos siglos la Iglesia Católica promulgó numerosos documentos violentos y persecutorios contra el pueblo judío, al que acusó del “asesinato de Cristo”. El papa Paulo IV —Gian Petro Garaffa— expidió en 1555, al comienzo de su gestión pontifical, la bula Cum Nimis Absurdum, que fue un ignominioso monumento antisemita. En ella sostuvo que “es absurdo e inconveniente en grado máximo que los judíos, que por su propia culpa han sido condenados por Dios a la esclavitud eterna, con la excusa de que los protege el amor cristiano puedan ser tolerados hasta el punto de que vivan entre nosotros”. Y agregó: “Su insolencia ha llegado a tanto que se atreven no sólo a vivir entre nosotros sino en la proximidad de las iglesias y sin que nada los distinga en sus ropas y que alquilen y compren y posean inmuebles en las calles principales”.
En concordancia con estos antecedentes, la bula dispuso que se tomaran medidas violentas contra los judíos: confinarlos en guetos, obligarlos a vender todas sus propiedades a favor de los cristianos a precios irrisorios, prohibirles ejercer profesiones —entre ellas la medicina—, vedar a las mujeres cristianas amamantar a bebés judíos, prohibir a los niños judíos jugar, comer y conversar con los niños cristianos, obligar a los judíos a llevar signos distintivos en la ropa y otros vergonzantes arbitrios discriminatorios.
Pero esa no fue la única bula antisemita. A lo largo de quinientos años los papas expidieron muchas otras contra la “pérfida raza judía”, como la Ad Nostram Noveritis Audientiam de Honorio III, Sufficere Debuerat Perfidioe Judeorum Perfidia de Gregorio IX, Impia Judeorum Perfidia de Inocencio IV, Cum Haebraeorum Malitia y Cum Saepe Accidere de Clemente VIII, Dudum ad Nostram Audientiam de Eugenio IV, Si ad Reprimendos de Calisto III, Cum Nos Nuper y Haebraeorum Gens de Pío V, Ex Injuncto Nobis de Inocencio XIII, Alias Emanarunt de Benedicto XIII y otras del mismo tenor contra los “asesinos de Cristo”.
3. El drama de Judas Iscariote. En 1978 se encontró un papiro en el desierto egipcio de Al Minya que reveló que Judas no traicionó a Cristo ni lo vendió a sus captores por treinta monedas, como ha sostenido la Iglesia Católica por dos mil años. El códice de 66 páginas encontrado por unos campesinos egipcios, traducido del griego —que era la lengua en que se escribió originalmente la mayoría de los textos cristianos de los siglos I y II— y escrito en copto —que era el dialecto hablado por los cristianos egipcios antiguos—, contiene cuatro obras: el Evangelio de Judas, el Primer Apocalipsis de Santiago, la Epístola de Felipe atribuida a san Pedro y el fragmento de un texto desconocido, al que se tituló provisionalmente Libro de Alógenes. La copia del Evangelio de Judas demuestra que fue este apóstol el único que conocía la verdadera identidad de Jesús y que, de común acuerdo con él, lo denunció ante los romanos para que pudiesen cumplirse sus planes de redención de la humanidad.
La revista “National Geographic”, en su edición del 6 de abril del 2006, dio a conocer los resultados de los análisis que hizo un grupo de científicos al documento, escrito entre 220 y 340 años después de Cristo, que fue sometido a cinco pruebas diferentes: carbono 14, análisis de tinta, imagen espectral, evidencias contextuales y análisis paleográfico. El estudio tomó varios años. Ferry García, miembro de la National Geographic Society, explicó que “con base en los mejores métodos disponibles para la autentificación, estamos seguros de que esto es genuino, de que esto es una obra de la antigua literatura apócrifa cristiana”.
El documento estuvo oculto por mil setecientos años, aunque se presumía su existencia por una referencia del obispo Irineo de Lyon —que entonces formaba parte de la Galia Romana—, en su tratado “Contra la Herejía”, escrito en el año 180 de la era cristiana. Irineo declaró tempranamente que los únicos evangelios que los cristianos deben leer y creer eran los cuatro del Nuevo Testamento. En el año 367 Atanasio —gran admirador de Irineo e influyente obispo de Alejandría— ratificó este criterio y ordenó que aquellos cuatro evangelios eran los únicos que podían considerarse sagrados. Estos mandatos se convirtieron finalmente en la posición oficial de la Iglesia, que rechazó por “apócrifos” todos los demás libros y evangelios escritos durante los primeros tiempos del cristianismo, entre ellos el Evangelio de Judas.
Por encargo de la Maecenas Foundation for Ancient Art de Suiza, un equipo dirigido por el profesor suizo Rodolphe Kasser, renombrado conocedor del lenguaje copto, empezó su traducción en el año 2001. El documento —que comienza con “el relato secreto de la revelación que Jesús hizo en conversaciones con Judas Iscariote durante una semana antes de que celebrasen la Pascua”— describe a Judas como “el único discípulo que conoce la identidad verdadera de Jesús”, según afirmó George Wurst, profesor de la Universidad de Augsburg en Alemania, y deshace la afirmación de “traidor” sostenida por los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan a lo largo de dos milenios. Obviamente no se sabe quién lo escribió, cosa que igual ocurre con los evangelios del Nuevo Testamento.
Los personeros de la Iglesia no pudieron ocultar su preocupación por el descubrimiento de este evangelio perdido que contradecía frontalmente los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, que habían hecho de Judas la figura del traidor por antonomasia. La presencia de un evangelio que desmentía a los cuatro canónicos del Nuevo Testamento resultaba especialmente perturbadora. El papa Benedicto XVI reaccionó dogmáticamente y dijo que Judas Iscariote “personifica al hombre inmundo para quien el dinero, el poder y el éxito son más importantes que el amor”. Y, durante la misa de la última cena celebrada en la basílica de San Juan de Letrán a pocos días de la revelación del documento, afirmó que “la traición de Judas fue totalmente libre, un rechazo neto al amor de Dios”.
Pero el nuevo evangelio revela las relaciones inéditas que mantuvieron Jesús y Judas. Afirma que lejos de ser un traidor, Judas fue el más querido y admirado discípulo por Jesús, hasta el punto de haberle confiado secretamente la misión de delatarlo ante los soldados romanos para poder cumplir sus designios.
4. La Biblia. La tradición y la Biblia constituyen el fundamento de la fe católica. La tradición es la transmisión de las noticias, doctrinas, ritos y costumbres de padres a hijos y de generación en generación. La Biblia, en cambio, es el conjunto de escrituras tenidas como la palabra de dios dirigida a los hombres. Está compuesta de dos grandes partes: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, los cuales, a su vez, se dividen en libros. Los libros que componen el Antiguo Testamento son 46, aunque a veces se juntan las lamentaciones de Jeremías con su profecía y entonces resultan 45. Ellos son de tres clases: históricos, didácticos y proféticos. Los libros del Nuevo Testamento son 27, de los cuales 5 son narrativos (los evangelios y los hechos de los apóstoles), 21 epistolares (14 cartas de san Pablo, 1 de Santiago, 2 de san Pedro, 1 de Judas, 3 de san Juan) y uno profético: el apocalipsis.
El Antiguo Testamento recoge los viejos relatos del pueblo de Israel que apareció en las tierras de Palestina en el siglo XIII antes de Cristo. Habla de la creación del cielo y de la Tierra, de Adán y Eva en el paraíso, de la institución del matrimonio, de la tentación de Eva, del pecado original, de la maldición divina a sus descendientes, del nacimiento de Caín y Abel, de la muerte de Abel, de la genealogía de Adán y de sus descendientes hasta Noé, del diluvio universal, del arca de Noé, de la torre de Babel, del éxodo del pueblo judío de Egipto, de Moisés y las tablas de la ley y, en general, de la historia del “pueblo de Dios” desde la salida de Egipto, con sus luchas y vicisitudes, con las profecías formuladas por sus profetas mayores y menores —que eran una suerte de enviados extraordinarios de dios para para revelar alguna secreta disposición suya— quienes, entre otras cosas, anunciaron el advenimiento del mesías para redimir a los hombres.
El Antiguo Testamento se compone del Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, cuatro Libros de los Reyes, dos paralipómenos (Esdras, Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías, Jeremías, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías y los dos libros de los Macabeos.
Pero esos libros no se escribieron de corrido ni en el orden en que aparecen en la Biblia. Estuvieron separados entre sí por grandes espacios de tiempo.
Los judíos conservaron los libros que hoy se llaman del Antiguo Testamento. Pero hubo algunos textos que ellos rechazaron porque fueron incorporados cuando la Biblia hebrea se tradujo al griego y surgió la denominada Biblia de los Setenta. Eran libros que no existían en la Biblia hebrea —Tobías, Judit, fragmentos de Ester, Macabeos I y II, Sabiduría, Eclesiático, Baruc, fragmentos de Daniel y otros— pero que la ortodoxia católica sostenía que eran obra divina porque fueron escritos bajo la inspiración del espíritu santo. Los demás libros se basaron en las antiquísimas tradiciones y narraciones sueltas de sucesos del pueblo de Israel. Esas primitivas escrituras fueron actualizándose y enriqueciéndose en el curso de los tiempos con las profecías, las crónicas, las prescripciones didácticas y los escritos poéticos.
Los textos bíblicos más antiguos que se conocen son los manuscritos descubiertos en el Mar Muerto entre 1947 y 1956, compuestos en hebreo, arameo, griego y árabe, y que fueron escritos entre los siglos 1 antes de Cristo y 1 después de Cristo, según ha podido determinarse por las pruebas del isótopo radiactivo del carbono 14. Ellos son anteriores a las versiones en hebreo de las escuelas de Mesopotamia y Palestina (s. VII-IX) y a la griega, llamada “de los Setenta” (s. III), realizada en Alejandría por los judíos de la diáspora.
De los “rollos del mar Muerto” —encontrados en muy malas condiciones de conservación—, siete son los más importantes y contienen: un manuscrito completo y uno fragmentario de Isaías, un comentario sobre Abacuc, ritos bautismales, eucarísticos y confesionales que se practicaban en Palestina mucho antes de la era cristiana, un tratado de la guerra, himnos litúrgicos y un manuscrito del génesis considerado apócrifo.
Son seiscientos los rollos encontrados dentro de tinajas escondidas en las cuevas de un peñasco en la zona de Qirbet Qumran, situada en el extremo noroccidental del Mar Muerto. Los manuscritos, elaborados sobre cuero o papiro, contienen manuales de organización, jerarquías y disciplina referentes a la comunidad de Qirbet Qumran, preparada para recibir la inminente llegada del reino de dios y del día del juicio, y libros de himnos, comentarios bíblicos y textos apocalípticos. Allí están dos de las copias más antiguas del Libro de Isaías, casi intactas, y fragmentos de todos los libros del Antiguo Testamento, salvo el de Esther —la doncella judía cautivada en Persia, esposa del rey Assuero— que relata la liberación alcanzada por ella de la proscripción general de los judíos decretada por el monarca. Entre estos fragmentos se encuentra una paráfrasis del Libro del Génesis y los textos de varios de los evangelios apócrifos, deuterocanónicos y seudoepígrafos en sus idiomas originales, que no han sido incluidos en el canon hebreo de la Biblia.
Es probable que los manuscritos hayan formado parte de la biblioteca del monasterio de Qirbet Qumran y que fueran escondidos para evitar que cayeran en manos de los ejércitos de ocupación romanos. La congregación de Qumran vivió en las mismas época y región que Juan el Bautista, que fue uno de los precursores de las ideas cristianas. Se supone que esta comunidad religiosa estuvo ligada a la secta de los esenios dadas las similitudes entre las creencias y prácticas descritas en los rollos y las que el filósofo judío Filón de Alejandría y el historiador judío Flavio Josefo atribuyeron a aquéllos. Los esenios fueron una secta judía que vivía en el monasterio de Khirbet, muy cerca del Mar Muerto, cuyos monjes llevaban una vida sencilla, predicaban la pureza y practicaban la comunidad de bienes mientras esperaban la venida del mesías. Los manuscritos dan a conocer que entre los esenios existió un “maestro de la virtud” que predicó cien años antes que Cristo la humildad, la caridad y el amor al prójimo y que por esta causa fue juzgado y condenado a muerte por los sacerdotes de la casta judía dominante.
Los manuscritos echan mucha luz sobre la forma de vida, costumbres y tradiciones de la sociedad en que vivió Cristo.
La mayor parte de los manuscritos del Antiguo Testamento fueron compuestos en hebreo —lengua semita que desapareció unos quinientos años antes de Cristo— y en arameo —que era la lengua popular de Asiria y Babilonia— y sólo el libro II de los Macabeos y la Sabiduría fueron escritos en griego. Se cree que el libro I de los Macabeos fue originariamente escrito en hebreo aunque sólo se conoce por la traducción griega.
En el Nuevo Testamento —que se inicia con la descripción de la genealogía y el nacimiento de Jesús pero que probablemente empezó a escribirse unos sesenta o noventa años después de su muerte— se reseñan la vida, milagros, pensamientos, dichos y hechos de quien es tenido como el hijo de dios. Contiene una gran diversidad de géneros literarios: narraciones, sentencias, aforismos, epopeyas, cánticos, oráculos, profecías y biografías. Fue compuesto íntegramente en griego vulgar pero se perciben muestras de bilingüismo debidas al origen hebreo de sus redactores. En él predomina la prosa popular y el estilo didáctico necesario para la predicación misionera, aunque no faltan fragmentos de prosa poética que evocan el estilo de los profetas del Antiguo Testamento.
El novelista y teólogo estadounidense Neale Donald Walsch, en su obra “Conversaciones con Dios” (1997), escribió que “la mayoría de los autores del Nuevo Testamento nunca conocieron ni vieron a Jesús en su vida. Vivieron muchos años después de que Jesús abandonara la tierra. No habrían reconocido a Jesús de Nazaret aunque se hubieran cruzado con él en la calle”. Y agregó: “Recogieron los relatos que habían llegado hasta ellos y sus amigos de boca de sus mayores —quienes, a su vez, los habían oído a sus mayores— hasta que finalmente surgió una recopilación escrita”.
Algunos de los libros de la Biblia sólo entraron en el canon —o sea en la lista de los libros considerados sagrados e inspirados de la Iglesia Católica— después de muchas dudas y controversias y se llaman por eso deuterocanónicos (que vinieron después, en segundo lugar), a diferencia de los protocanónicos, que fueron reconocidos desde los comienzos del cristianismo como inspirados por dios.
Los católicos consideran que la Biblia recoge la palabra de dios y que fue escrita bajo su inspiración. O sea bajo la inspiración del espíritu santo. A través de ella la divinidad comunicó al pueblo judío y al resto de la humanidad la revelación, es decir el conocimiento de sí misma y de sus relaciones con los hombres. El papa León XIII afirmó en su encíclica Providentissimus Deus que “los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo”. Y, según afirmó el Concilio Vaticano II —que fue el 21º concilio ecuménico de la Iglesia Católica, reunido entre 1962 y 1965 por convocación de Juan XXIII y continuado después de su muerte por Paulo VI—, “en la composición de los libros sagrados Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, hablando Dios en ellos y por ellos como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” de modo que “los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra”.
Pero para el judaísmo la Biblia se reduce al Antiguo Testamento, que habla de la alianza que Yahvé celebró con su pueblo elegido —el de Israel— y que tiene como verdad revelada la promesa del advenimiento del mesías para la salvación de los hombres. Los protestantes, por su parte, desconocen la validez de los libros deuterocanónicos, a los que consideran apócrifos, del mismo modo que rechazan el magisterio y la autoridad de la Iglesia Católica y niegan a la tradición eclesiástica todo derecho de interpretar la Biblia.
Mientras que para el catolicismo la Biblia y la tradición —entendida ésta como la palabra de dios recogida y vivida en la Iglesia histórica, guiada por el espíritu santo— forman “un solo depósito sagrado de la fe” (Concilio Vaticano II), para el protestantismo la palabra de dios sólo está en la Biblia, y la tradición es una mera interpretación humana de las santas escrituras. Postula el libre examen de ellas y no acepta intermediación entre la palabra de dios y el hombre.
De las múltiples versiones de la Biblia —la ítala, la de los setenta, la complutense, la vaticana sixtina, la vulgata y muchas otras—, el Concilio de Trento declaró auténtica el 8 de abril de 1546 la traducción latina, llamada comúnmente vulgata, hecha por san Jerónimo (342-420) a instancias del papa san Dámaso I (366-384). La vulgata fue revisada y corregida durante los pontificados de Sixto V y Clemente VIII a fines del siglo XVI y después su revisión fue encomendada a la Orden Benedictina. De su texto latino han surgido las traducciones a todos los demás idiomas en el ámbito de la jurisdicción católica.
En cambio, a partir de la >reforma protestante, los miembros de las otras confesiones cristianas utilizaron la versión bíblica de Lutero, la Biblia sinodal de Olivetanus —prologada por Calvino—, la de King James (1611) en los países anglosajones, la de segundo (1874) y la llamada del centenario (1916-1948).
No obstante, a partir del nuevo espíritu de comprensión entre las iglesias cristianas alentado por el Concilio Vaticano II, especialistas católicos y protestantes han unido sus esfuerzos en el proyecto de editar una Biblia ecuménica.
En la interpretación bíblica del catolicismo son hitos importantes las encíclicas Providentissimus Deus (1893) de León XIII y Divino afflante Spiritu (1943) de Pío XII y el documento del Concilio Vaticano II Sobre la Revelación.
Algunas de las partes importantes de la doctrina católica fueron formuladas por los papas, como el dogma de la inmaculada concepción de la virgen María, que según Pío IX es una verdad “revelada por Dios y que, por consiguiente, debe ser creída firmemente por todos los fieles”, o los dogmas más recientemente proclamados sobre la infalibilidad del papa y la asunción de la virgen María, que fueron postulados en 1870 y en 1950.
5. Los textos bíblicos y los cismas. Nadie, ni siquiera los especialistas en los textos bíblicos, ha podido establecer la fecha exacta o aproximada en que fueron escritos los evangelios del Nuevo Testamento. Se habla de los años 50 al 90 después de la muerte de Cristo. Y se supone que el evangelio atribuido a Marcos es el más antiguo, cuyo propósito fue presentar a Jesús como el mesías. Incluso se ha hablado de un evangelio anterior de Marcos —el llamado “evangelio erótico”— que habría sido censurado y destruido por la jerarquía eclesiástica. El segundo de los evangelios se atribuye al apóstol Mateo, aunque tampoco existe certeza. (Este fue el que inspiró la célebre película del director italiano Pier Paolo Passolini: El evangelio según San Mateo, en 1964). El tercero fue escrito por Lucas, pero algunos creen que el autor debió ser un médico, dado el conocimiento que demuestra de los temas de la salud, y el cuarto por Juan el Evangelista, que fue uno de los doce apóstoles.
Sin embargo, a comienzos de la segunda década del siglo XXI un grupo de científicos del Acadia Divinity College de Wolfville, provincia de Nueva Escocia, Canadá —grupo dedicado a estudiar antiguos textos escritos en hojas de papiro—, descubrió el evangelio más antiguo conocido hasta la fecha, escrito en una hoja de papiro que formaba parte de la máscara de una momia del antiguo Egipto, según lo reveló el filósofo y escritor norteamericano Craig A. Evans, doctor en estudios bíblicos y profesor de Nuevo Testamento en la mencionada institución de educación superior y coautor del descubrimiento.
Los referidos científicos utilizaron la técnica de separar en la hoja de papiro el pegamento de las máscaras sin dañar su tinta, de modo que los textos podían leerse con entera claridad.
El texto evangélico se halló en un papiro reutilizado para elaborar la máscara de una momia egipcia. Cosa que era habitual en Egipto. El papiro es una planta acuática que puede alcanzar hasta tres metros de altura y cuyas largas hojas sirvieron antiguamente para escribir y guardar textos. Esta planta se produce en Egipto, Etiopía, el valle del río Jordán y Sicilia.
Los expertos creen que el papiro, en cuyas hojas se había escrito el referido fragmento del evangelio, fue usado después por otras personas para elaborar la máscara funeraria. Este tipo de máscaras solían utilizar las capas sociales humildes y no tenían nada que ver con las máscaras de oro y joyas que cubrían los rostros de los grandes faraones.
En declaraciones a “LiveScience” —la revista norteamericana de temas científicos que opera en internet— explicó el profesor Evans que el grupo de investigadores —integrado por más de tres decenas de científicos de muy alto nivel— estaba dedicado a recuperar “antiguos documentos del primero, del segundo y del tercer siglo después de Cristo. No solo documentos bíblicos, sino también textos griegos clásicos o cartas personales”.
Y lo que encontraron los científicos en el curso de ese trabajo fue un fragmento del Evangelio de San Marcos que habría sido escrito entre los años 80 y 90 del primer siglo de nuestra era, cuya datación fue establecida mediante pruebas de carbono 14.
Según Evans, ese pasaje evangélico puede aportar claves sobre el Evangelio de San Marcos y, en general, sobre la forma en la que se copiaban y transmitían los textos bíblicos.
Lo contradictorio es que los llamados evangelios apócrifos, repudiados por la Iglesia porque no fueron escritos bajo la inspiración del espíritu santo —que suman cerca de cien, formulados entre los siglos II y IV— son los que mayores datos han ofrecido acerca de la vida y obra de Jesús. Y no sólo eso, sino que además de ellos se han tomado muchos de los temas de la historia sagrada. El nacimiento de Jesús en una gruta, por ejemplo, no se relata en alguno de los cuatro evangelios aprobados por la Iglesia sino en los apócrifos, lo mismo que el episodio de Verónica. Los nombres de los tres reyes magos: Melchor, Gaspar y Baltasar, así como los de los ladrones que fueron clavados en la cruz junto a Cristo —Dimas, el bueno; y Gestas, el malo— y el de Longinos, el soldado romano que clavó su lanza en el cuerpo del mesías, sólo constan en los evangelios repudiados. Lo poco que se conoce sobre la infancia de la virgen María se debe también a ellos. En los relatos apócrifos está inspirada la mayoría de las fiestas, obras de arte y literatura católicas. Buena parte de la pintura religiosa versa sobre episodios de estos evangelios. Los frescos de la Basílica de Santa María la Mayor en Roma recogen escenas de ellos. Y lo mismo ocurre con los textos de Dante Alighieri (1265-1321) en su “Divina Comedia” y de John Milton (1608-1674) en su “Paraíso Perdido”.
Ha sido muy amplia la discusión acerca de la autenticidad de las palabras de Jesús. En los textos sagrados hay por lo menos tres versiones diferentes del Padre Nuestro (la oración que se dice que enseñó a sus discípulos): la del evangelio de Lucas que contiene cinco peticiones, la del evangelio de Mateo con siete peticiones y la del Didaché —documento catequístico y litúrgico del cristianismo primitivo— también con siete. Estas peticiones no fueron originales puesto que existían en muchas de las plegarias judaicas, aunque los judíos no se referían a dios como “padre”.
La Iglesia Católica ha tenido muchos cismas a lo largo de su accidentada vida institucional por las diversas y hasta contrarias interpretaciones de los textos bíblicos, las discrepancias de opinión en los más elevados niveles jerárquicos, las tensiones entre sectores del clero y las ambiciones, odios e intereses políticos y económicos de sus más altos representantes.
Recordemos el cisma de Hypólito, el de Novato y Novaciano, el de los melecios, el de los donatistas, el de Lucifero, el de Focio, el cisma de Oriente, el de Inglaterra y tantos otros.
Pero el más grave de todos fue el llamado cisma de Occidente, desde 1378 hasta 1418, que se originó cuando a la muerte de Gregorio XI los cardenales eligieron papa, con el nombre de Urbano VI, a Bartolomé Prignano.
Cuatro meses después, trece cardenales no italianos reunidos en Anagni declararon nula esa elección y un mes más tarde, el 20 de septiembre de 1378, eligieron en Fondi al cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de Clemente VII.
La división de la Iglesia quedó planteada con la existencia de dos papas. Los monarcas de Francia, Castilla y Aragón ofrecieron obediencia a Clemente VII mientras que Inglaterra, Alemania e Italia estuvieron con Urbano VI. A la muerte de éstos fueron elegidos los sucesores: Bonifacio IX, por un lado, y Benedicto XII, por el otro. El primero residía en Roma y el segundo en Avignon. Tras inacabables litigios y problemas entre esos pontífices y sus sucesores —y bajo las mutuas acusaciones de crímenes y otros desafueros—, fracasado el conciliábulo de Pisa, se reunió finalmente en 1414 el Concilio de Constanza, que depuso a un papa, aceptó la renuncia del otro y procedió a elegir como jefe de la Iglesia el 8 de noviembre de 1417 al cardenal Oton Colonna, quien tomó el nombre de Martín V. Terminó así el gran cisma de Occidente.
6. Los sacramentos. El catolicismo reconoce siete sacramentos instituidos por Cristo, que son otros tantos medios de santificación de los fieles: el bautismo, que borra el pecado original con que nacen los seres humanos; la confirmación, que es la ratificación del bautismo; la confesión seguida de la penitencia que perdona los pecados y devuelve la gracia a los pecadores; la comunión, que une al hombre con el cuerpo, el alma y la sangre de Jesucristo; la extremaunción, que prepara el alma para la vida eterna; la ordenación sacerdotal, que otorga la facultad de celebrar misa y perdonar los pecados; y el matrimonio, que une indisolublemente a un hombre y una mujer para vivir juntos, auxiliarse mutuamente y procrear.
Los católicos creen firmemente que sus pecados —mortales y veniales— les son perdonados por su dios en su infinita bondad. Afirman que sólo la misericordia divina es capaz de remitir faltas tan graves que de otro modo merecerían la condenación eterna, porque según el Concilio de Trento —celebrado entre 1545 y 1564— ni la fe ni las obras de los hombres, por sí solas, pueden merecer esta gracia.
Para ayudar a los fieles a cumplir con el sacramento de la confesión, la empresa LittleiApps creó a comienzos del 2011 un iPhone especialmente diseñado para que el confesante declare sus pecados al sacerdote a control remoto, es decir, sin acudir al confesonario. El creador de la aplicación, Patrick Leinen, explicó que la iniciativa obedece a la necesidad de que los feligreses puedan “expresar su fe por medio de nuevas tecnologias”. Pero la Iglesia rechazó la iniciativa. El sacerdote Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, expresó que la confesión “no puede ser sustituida por una aplicación tecnológica” y que ella requiere la presencia física del penitente y del cura.
7. La reforma protestante. La Iglesia soportó vicisitudes muy graves a lo largo del tiempo. Por su férrea vocación de poder y de dominación suscitó reacciones muy duras, como la llamada reforma protestante, que fue el movimiento insurreccional promovido por los teólogos Lutero, Melanchthom, Calvino, Zwinglio, Oecolampadius, Bucero, Farel y otros en contra de la jerarquía católica de Roma a comienzos del siglo XVI.
Este movimiento recogió el descontento de muchos fieles de la Iglesia por la corrupción y falta de templanza de varios sectores del clero, especialmente de los miembros la corte pontificia de Roma.
La gota que derramó el vaso fue la nueva exacción impuesta por el papa León X —que ejerció su pontificado desde 1513 hasta 1521— a través de la venta de indulgencias plenarias destinada a remitir las penas eternas por los pecados mortales de los fieles. Esta fue una vieja costumbre de la Iglesia, que llegó con Sixto IV a excesos tan censurables como el de negociar indulgencias no solamente para perdonar las penas de los pecadores sino también para solucionar las dificultades de las “almas del purgatorio” a cambio de dinero.
La Taxa Camarae de León X, establecida en 1517, fue un acto de infinita y vergonzante corrupción. Contenía una tarifa para el perdón de los pecados. Era una lista de precios a pagarse por los pecados cometidos. Los más graves pagaban más. No había delincuente, por execrable que fuese, que no pudiese lograr su perdón si estaba en capacidad de entregar una buena suma de dinero a las arcas papales.
Todos los pecados y las faltas imaginables —el perjurio, la simonía, el latrocinio, el incesto, la violación, la sodomía, el asesinato y muchos otros— eran cotizables en libras y chelines. Los pobres, por tanto, estaban fuera del ignominioso y simoníaco privilegio de ganar el cielo de esa manera. La bula pontificia enumeraba treinta y cinco delitos favorecidos con la compra de indulgencias, entre ellos: la relación carnal entre un sacerdote y una monja, cuya absolución costaba 67 libras; la relación sexual contra natura era más cara: 219 libras; el sacerdote que desflorase a una virgen tenía que pagar 2 libras; la religiosa que se hubiere entregado a uno o más hombres debía dar 131 libras para alcanzar la dignidad de abadesa; la redención de una mujer adúltera importaba 87 libras; el asesinato de un laico se fijaba en 15 libras y el de un obispo o de un prelado de jerarquía superior, en 131 libras; la conversión de un hereje costaba 269 libras. Y, en este orden, cada uno de los numerosos pecados descritos en la bula tenía cotizado un precio para la liberación de su autor.
Personeros de la Iglesia niegan la autenticidad del documento. En realidad cuesta creer que haya podido existir un papa capaz de elaborar semejante catálogo de pecados perdonables con dinero. Pero el documento es creíble porque Lutero y sus seguidores invocaron la “venta de indulgencias” como el principal motivo de su rebelión contra la Iglesia de Roma. Y porque tanto el teólogo francés Claude Togniel D’Espence (1511-1571) como el docto sacerdote dominico italiano Giovanni Battista Audiffredo (1714-1794), en diferentes épocas, hicieron referencia en sus obras al libro “Taxa Camarae seu Cancellariae Apostolicae”, que contenía la bula de León X. También desde la perspectiva protestante el Rev. Joseph Mendham (1769-1856), en su obra “The Spiritual Venality of Rome”, hizo referencia al libro. De modo que las evidencias de su existencia eran bastantes. Por otro lado, el propio emplazamiento histórico de la bula papal la volvía creíble. Repito: la rebelión de Lutero en esos días fue precisamente contra la compra y venta de indulgencias.
La decisión de León X fue considerada por Lutero como una perversión de la doctrina cristiana y un acto más de corrupción del >papado. Dijo entonces en su Manifiesto que a cambio de dinero las autoridades eclesiásticas “convierten lo injusto en justo y disuelven juramentos, votos y acuerdos, destruyendo así y enseñándonos a destruir la fe y la lealtad empeñadas. Aseveran que el Papa tiene autoridad para hacer esto. Es el demonio el que les hace decir tales cosas. Nos venden una doctrina tan satánica, y por ella cobran dinero, que están enseñándonos el pecado y conduciéndonos al infierno”.
La respuesta de Lutero al tráfico de las indulgencias fue la colocación en la puerta de la iglesia de Wittenberg, Sajonia, de sus célebres 95 tesis contra las aberraciones del papa, iniciadoras del movimiento religioso y político que desconoció la autoridad dogmática, magisterial y temporal del papa, rompió la unidad doctrinal del cristianismo de Occidente e inició las profesiones protestantes.
La palabra protestante se originó con ocasión del manifiesto de protesta que formularon y respaldaron quince príncipes y los representantes de 14 ciudades en contra de las resoluciones de la Dieta de Espira, convocada por el emperador Carlos V en 1529 para frenar la propagación del luteranismo en Europa. Quienes se adhirieron a esa proclama contestataria recibieron el nombre de protestantes y así nació el término protestantismo, como posición teológica, para designar a todas las corrientes cristianas no dependientes de la Iglesia Católica ni de las iglesias separadas de Oriente.
Carlos V emitió el Edicto de Worms para condenar a Lutero, a su doctrina y a sus seguidores. Los protestantes formaron la Liga de Esmacalda en 1531 para defenderse. Paulo III convocó en 1542 el Concilio de Trento con el propósito de definir las enseñanzas de la Iglesia Católica frente a los postulados del protestantismo e inició la formación del catálogo de los libros prohibidos —el Index Librorum Prohibitorum— que los católicos no podían leer.
Así quedó planteada una nueva y cruenta lucha religiosa, que habría de tener enorme influencia en el ordenamiento político europeo de su época.
Pero, como siempre ocurre en el movimiento dialéctico y pendular de la historia, la reforma produjo una fuerte reacción católica que se denominó contrarreforma. Sus propósitos fueron principalmente velar por la pureza de la fe y por la disciplina del sacerdocio y de los fieles. Y extremó el fanatismo y la dureza para alcanzarlos.
El movimiento contrarreformador se inició en la segunda década del siglo XVI, durante el pontificado de Clemente VII, y se intensificó bajo Paulo III, con el apoyo de los cardenales Gaspar Contarini, Jacobo Sadoleto, Reginaldo Pole, Jerónimo Aleander, Juan Pedro Caraffa, Marcelo Cervini, Juan Morone y otros pensadores de la Iglesia. La fase más activa se dio entre 1523, en que ascendió al papado Clemente VII, y 1563 en que terminó el Concilio de Trento. En este período se crearon nuevas órdenes religiosas —como los jesuitas, capuchinos, teatinos, oratorianos— para que sirvieran de adelantadas de la fe y de la vigilancia de la más rigurosa ortodoxia.
El Concilio de Trento se encargó, por largos años, de revisar y definir los temás de la doctrina que fueron impugnados por el protestantismo.
Paulo III mandó formar el famoso índice de los libros prohibidos e instituyó la Inquisición en Roma en el año 1542, como instrumentos de la contrarreforma. Siglos antes se habían establecido los siniestros tribunales del Santo Oficio en muchas ciudades europeas para perseguir a los herejes. El cardenal Juan Pedro Caraffa, que ascendió al Pontificado en 1555 con el nombre de Paulo IV, fue nombrado como prefecto de la institución inquisidora. Ella desplegó un trabajo tan intenso como fanático en la persecución de los delitos contra la fe, que eran principalmente la herejía, la superstición y la apostasía. Ríos de sangre corrieron por esta causa.
La influencia del pensamiento católico sobre la vida política de los pueblos ha sido enorme. Se ha llegado a hablar de una “civilización occidental y cristiana” para designar a los sistemas políticos y sociales que, bajo el dominio de estas ideas, se han implantado en los países de Occidente. El profesor alemán Max Weber, hace más de medio siglo, expresó que la sociedad tradicional y atrasada fue el fruto del catolicismo y su peculiar concepción del mundo y que fueron las ideas protestantes las que dieron movilidad y dinamismo a la vida social y promovieron el desarrollo económico. Por eso las sociedades católicas se quedaron rezagadas mientras que las protestantes asumieron los lugares de >vanguardia en la lucha por el progreso social, económico y científico.
En buena medida, el <capitalismo moderno es fruto de las ideas que surgieron a raíz de la >reforma protestante.
En conformidad con los lineamientos de la apertura ecuménica del último Concilio Vaticano, bajo el pontificado de Juan Pablo II se formuló en octubre de 1999 una declaración conjunta de católicos y luteranos, firmada en Augsburg —la ciudad alemana en la que fue escrita en 1530 la “Confessio Augustana”, uno de los textos fundamentales de la reforma luterana—, para lograr la interpretación común de uno de los principales temas de discrepancia teológica entre las dos confesiones cristianas: la doctrina de la justificación por la fe, o sea la forma en que el ser humano que ha pecado alcanza el perdón de dios y restablece la comunión con él. Este acercamiento se dio después de treinta años de negociaciones. Luteranos y católicos llegaron al acuerdo de que ese perdón se produce por obra de la gracia, el amor y la misericordia que el hombre recibe de la divinidad, sin merecerlo, mediante la fe en Cristo.
Este fue un punto de discrepancia muy delicado a lo largo de 482 años entre católicos y protestantes porque mientras Lutero sostenía, invocando el Nuevo Testamento, que “el justo vive por la fe” (Romanos I, 17) y que, por tanto, la fe es suficiente para obtener el perdón por los pecados, los católicos adinerados de su tiempo suponían que podían alcanzar su salvación por la compra de indulgencias. Esta fue una de las razones fundamentales de la insurgencia de Lutero. Se han necesitado casi cinco siglos para que la alta jerarquía católica reconozca que Lutero tuvo razón.
8. Valoración historiográfica de los textos bíblicos. El hecho de que la Biblia haya tenido numerosas y diversas versiones, interpretaciones, traducciones, modificaciones, interpolaciones, revisiones, correcciones, inserciones, supresiones y adecuaciones a lo largo de los tiempos ha suscitado y suscita problemas de interpretación. Unos intérpretes se han atenido a la versión literal, otros a la simbología. Unos han considerado al mensaje bíblico en un contexto de orden religioso antes que histórico, a fin de justificar los relatos inexactos y hasta contradictorios que contiene. Otros —como el Concilio de Trento que a mediados del siglo XVI decretó que todos los sucesos narrados por la Biblia eran históricos y se desarrollaron en los tiempos y lugares que en ella se señalan y que los personajes vivieron realmente— han asumido una concepción literal de los textos sagrados. Esto ha causado muchos problemas porque los absurdos e imprecisiones históricos, geográficos, astronómicos, físicos y meteorológicos abundan en el relato bíblico. Lo cual ha inducido a pensar a no pocos filósofos y teólogos que, a despecho del Concilio de Trento e incluso del Concilio Vaticano II, la Biblia es una obra humana y exclusivamente humana.
De modo que, obra humana al fin, ella está llena de los errores históricos, geográficos, físicos, astronómicos, meteorológicos, geológicos, botánicos y zoológicos propios de los tiempos en que fue escrita. Errores que, por lo demás, eran compartidos en aquellas épocas por todos los pueblos semíticos. Sin embargo, el Concilio Ecuménico de Trento, reunido en el año 1546, invocando la inspiración del espíritu santo, declaró que “recibe todos los libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, puesto que el mismo Dios es el autor del uno y del otro…” y que, por ello, manda considerarlos como relatos de sucesos históricos.
Si el episodio bíblico de Adán y Eva en el paraíso no fuera una simple alegoría sino un hecho acaecido, como pretendió el Concilio y como han afirmado tradicionalmente los teólogos católicos, entonces resultaría que la humanidad provendría del incesto de dos hermanos —los hijos de Adán y Eva— y de los matrimonios endogámicos de sus descendientes. A ese extremo llevaría la interpretación histórica y monogenista de los relatos bíblicos, que hace descender a los hombres de la misma pareja.
Emile Ferriere, gran estudioso de los textos bíblicos, en su libro “Los Mitos de la Biblia” (1904), hace ver lo absurdo que resulta considerar que los suyos son relatos históricos. Observa que “después de la muerte de Abel sólo quedaban sobre la Tierra tres personas: Adán, Eva y Caín”. Pero el Génesis (IV, 17) relata que “conoció Caín a su mujer la cual concibió y parió a Henoch”. Entonces, Ferriere se pregunta: “¿Qué mujer ha podido desposarse con Caín? No había en el mundo otra mujer que su madre Eva”. Y agrega Ferriere: “Cuando el Señor hubo condenado a Caín a andar fugitivo y vagabundo sobre la Tierra, Caín le dijo (IV, 14): lo que sucederá es que cualquiera que me encuentre me matará”. Y Ferriere se pregunta: “¿Qué personas podían encontrar a Caín? No había sobre la Tierra más que Adán y Eva, y no serían ni el padre ni la madre los que mataran al hijo”.
Más teológicos que históricos, los evangelios escritos por Marcos, Mateo, Lucas y Juan, que forman parte del Nuevo Testamento, echan poca luz sobre la vida de Cristo y están plagados de errores y contradicciones probablemente porque algunos de sus autores no conocieron al mesías de Nazaret más que por referencias. Los textos evangélicos contienen mensajes religiosos e interpretación de ciertos hechos antes que una biografía de Jesús o un relato de sus obras. La propia fecha de su nacimiento está en discusión. Como dije antes, hay quienes sostienen que el monje Dionisio el Breve se equivocó al fijarla. La vida de Jesús tiene una zona oscura que va desde su nacimiento hasta los treinta años, en que aparece públicamente. Durante este dilatado lapso sólo hay una referencia fugaz: su visita al templo de Jerusalén, cuando tenía doce años de edad, donde sus padres lo encontraron tres días más tarde discutiendo con los doctores de la ley. Se supone que durante su juventud trabajó, junto a su padre, como carpintero o albañil. Algunos investigadores creen, sin embargo, que Jesús por esos años pudo haber viajado fuera de Palestina y entrado en contacto con otras religiones y filosofías. Pero no hay certezas. Su vida pública duró apenas un año, según los evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas, y tres años según Juan.
9. La sexualidad en los textos bíblicos. La Biblia trata en forma ambigua el tema de la sexualidad en sus diversas manifestaciones. Los versículos que lo abordan lo hacen contradictoriamente. El Libro del Génesis, que relata la creación del hombre, habla de “macho” y “hembra”, a quienes dios ordenó: “¡creced y multiplicaos, y henchid la Tierra!” (I, 28). Relata que, después de instalado Adán en el paraíso, dios se dio cuenta de “que no es bueno que el hombre esté solo” y le dio entonces compañía: de su costilla creó a Eva para que los dos “vengan a ser una sola carne”. “Y ambos, a saber, Adán y su esposa, estaban desnudos: y no sentían por ello rubor alguno” (II, 25).
Quedó así inaugurado el matrimonio.
Sin embargo, san Pablo defendió la virginidad masculina y femenina. “Loable cosa es en el hombre no tocar mujer”, dijo en su Epístola Primera a los Corintios. Agregó: “me alegra que fueseis todos tales como yo mismo, esto es, célibes” (VII, 7). Y concluyó con que “es ventajoso al hombre no casarse” (VII, 26).
La Biblia condena severamente las relaciones sexuales fuera del matrimonio, ya que, según sostiene san Pablo, “la mujer casada no es dueña de su cuerpo, sino que lo es el marido. Y así mismo, el marido no es dueño de su cuerpo, sino que lo es la mujer” (VII, 4). San Pablo agregó: “el cuerpo, empero, no es para la fornicación sino para la gloria del Señor” (VI, 13). “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que cometa el hombre está fuera del cuerpo: pero el que fornica, contra su cuerpo peca” (VI, 18).
También la prostitución fue duramente criticada. En la misma Epístola san Pablo afirma que quien se junta con una prostituta se hace “una carne” con ella. En Isaías se la llama “vil ramera” (XXIII, 16) y en Proverbios, “mala mujer” (VII, 8), “habladora y callejera” (VII, 10) y “mujer loca y vocinglera” (IX, 13).
Pero en el Cantar de los Cantares, que sin duda es el libro más explícito en el tema sexual —hasta el punto que los teólogos han hecho acrobacias para tratar de interpretarlo como una alegoría—, se exalta el erotismo entre el hombre y la mujer, independientemente del matrimonio y la monogamia. No puede ser más sensual la narración contenida en su capítulo V: “Entonces mi amado metió su mano por la ventanilla de la puerta probando si la abriría, y a este ruido que hizo se conmovió mi corazón. Levanteme luego para abrir a mi amado, destilando mirra mis manos, y estando llenos de mirra selectísima mis dedos” (4 y 5).
Los textos eróticos de los capítulos V y VII son extraordinarios. Describen a la hembra de pies a cabeza: “las junturas de tus muslos son como goznes, o charnelas, labrados de mano maestra”, “es ese tu seno cual taza hecha a torno, que nunca está exhausta de preciosos licores”, “tu vientre como montoncito de trigo, cercado de azucenas”, “como dos cervatillos mellizos son tus dos pechos”, “parecido es tu talle a la gallardía de la palma, y tus pechos a los hermosos racimos”, “subiré a este palmero y cogeré sus frutos, y serán para mí tus pechos como racimos de uvas, y el olor de tu boca como de manzanas”.
Y describen también al hombre: “con sus manos de oro y como hechas en torno, llenas de jacintos: su pecho y vientre como un vaso de marfil guarnecido de zafiros. Sus piernas, columnas de mármol, sentadas sobre basas de oro”.
Algunos teólogos antiguos creían que la lectura del Cantar de los Cantares pudiera ser dañina. Dionisio el Cartujo sostenía, por ejemplo, que ella debía ser vedada a menores de treinta años y solo permitida a gente “reformada y purificada del deseo sexual”.
Estos y otros textos bíblicos sugieren que la sexualidad tiene dos dimensiones: la procreadora y la recreativa. La primera no es incompatible con la segunda pero ésta sí lo es con aquélla. No olvidemos que, en el Génesis, Sara describe sus relaciones sexuales como placenteras, Isaac es visto “solazándose con Rebeca”, Sichem enamorose de Dina y “la robó y desfloró violentamente”, Lía y Raquel se disputan los favores sexuales de Jacob y la mujer de Putifar pide acostarse con José.
En el Deuteronomio se sugiere que la función específica de la sexualidad durante el primer año de matrimonio es alcanzar el placer (XXV, 5). Igualmente, en el Libro de los Proverbios se aconseja al hombre hacer de su esposa sus delicias y buscar siempre el placer en su amor.
Sin embargo, desde los más remotos tiempos la Iglesia intentó reprimir las manifestaciones de la sexualidad, tenidas como pecaminosas. La interpretación sacerdotal de los textos bíblicos ha sostenido por mucho tiempo que la sexualidad procreadora es la única que se justifica moralmente, a pesar de todo lo dicho en el Cantar de los Cantares.
En el Libro del Levítico del Antiguo Testamento se condenan: el adulterio, el incesto, la relación sexual con la madrastra o con la nuera, con el padrastro o con el yerno, con los tíos o los sobrinos paternos o maternos; la cópula durante el período de la menstruación y la homosexualidad.
La Biblia dice que la homosexualidad debe ser castigada con la pena de muerte (XVIII, 22). Afirma que “el Señor habló a Moisés diciendo: no cometas pecado de sodomía, porque es una abominación”; y luego le previno en el Monte Sinaí (XX, 13) que “el que pecare con varón como si éste fuera una hembra, los dos hicieren cosa nefanda; mueran sin remisión: caiga su sangre sobre ellos”. Y le advirtió al final: “Guardad mis leyes y decretos, y ejecutadlos, para que la tierra en que vais a entrar y habitar no os arroje también a vosotros con horror fuera de su seno”.
En su Epístola a los Romanos del Nuevo Testamento el apóstol san Pablo relata: “los varones, desechando el uso natural de la hembra, se abrasaron en amores brutales de unos con otros, cometiendo torpezas nefandas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida de su obcecación” (I, 27). Y en su Epístola Primera a los Corintios expresa que “ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avarientos, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los que viven de rapiña, han de poseer el reino de Dios” (VI, 10).
Sin embargo, en una de las numerosas contradicciones de los textos bíblicos, Samuel relata en el Libro II de los Reyes del Viejo Testamento (I, 26) que David, al enterarse de la muerte de Jonatán, exclamó: “Angustia tengo por ti, hermano mío Jonatán, que me fuiste muy dulce. Más maravilloso me fue tu amor que el amor de las mujeres”. Texto que significa casi una exaltación de la homosexualidad.
En el Sínodo convocado por el pontífice Francisco I, que se reunió del 5 al 19 de octubre del 2014 en la Ciudad del Vaticano con la asistencia de 191 padres sinodales, 16 expertos, 38 auditores y 8 delegados fraternos, se trataron diversos temas conflictivos dentro de la Iglesia: la admisión eclesiástica de los homosexuales, los divorciados, las parejas de uniones libres y el control de la natalidad.
Dentro del Sínodo, en medio de encendidas discusiones entre los obispos en torno a los temas tratados, se aprobó acoger en el seno de la Iglesia, “con respeto y delicadeza”, a los hombres y mujeres con tendencias homosexuales y, respecto a la comunión de los divorciados que se hubieran vuelto a casar, se decidió analizar y profundizar más sobre la cuestión en el futuro, aunque se reconoció que se debe “ayudar a lograr la plenitud del plan de Dios” a las parejas casadas civilmente, a los divorciados y vueltos a casar o a los convivientes. Y en cuanto al control de la natalidad, los obispos reclamaron una relectura de la encíclica Humanae Vitae de 1968 que marcó la posición contraria de la Iglesia a los controles artificiales de la natalidad, pero expresaron la necesidad de respetar la dignidad de las personas en la evaluación moral de los métodos de control.
No formaron parte de la agenda de la reunión dos de los temas controversiales pendientes dentro de la Iglesia: el sacerdocio femenino y el voto de castidad de los curas.
El documento final del encuentro —el Relatio Synodi—, aprobado por los padres sinodales, trató de recoger las conclusiones de la reunión y para ello tuvo que acudir a un lenguaje enrevesado y ambiguo puesto que la contradicción de opiniones internas no daba para más. En el documento se dijo: “las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una Iglesia que sea casa acogedora para ellos. ¿Nuestras comunidades están en grado de serlo, aceptando y evaluando su orientación sexual, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio?”
Y se agregó: “Sin negar las problemáticas morales relacionadas con las uniones homosexuales se toma en consideración que hay casos en que el apoyo mutuo, hasta el sacrificio, constituye un valioso soporte para la vida de las parejas. Además, la Iglesia tiene atención especial hacia los niños que viven con parejas del mismo sexo, reiterando que en primer lugar se deben poner siempre las exigencias y derechos de los pequeños”.
Concluyó el documento con la insinuación de que lo acordado en el Sínodo no era vinculante ni de obligatorio cumplimiento, sino que simplemente “las reflexiones propuestas, fruto del diálogo sinodal llevado a cabo en gran libertad y en un estilo de escucha recíproca, buscan plantear cuestiones e indicar perspectivas fáciles”.
Sin embargo, la difiusión del Relatio Synodi desató una tormenta en el seno de la Iglesia. Violentas protestas se desataron alrededor del mundo católico.
Jean-Marie Guénois, especialista en asuntos vaticanos del diario francés “Le Figaro”, lo explicó en esos días con referencia al tratamiento de las uniones homosexuales y de los divorciados vueltos a casar: “La onda expansiva que partió de Roma vuelve como un bumerán desde los Estados Unidos, donde los católicos están muy organizados para la defensa de la vida; de África, donde estas preocupaciones occidentales aparecen como surrealistas; pero también de bastiones católicos como Polonia, que no admiten semejante vuelta de campana romana después de tres decenios de enseñanzas de Juan Pablo II y Benedicto XVI”.
Las reacciones adversas de grandes sectores conservadores del catolicismo estallaron por doquier en disconformidad con la forma como el Sínodo, en una apertura sin precedentes, trató temas tan repudiados por la doctrina eclesiástica tradicional, como la homosexualidad, el divorcio, las uniones libres y el control de la natalidad.
Monseñor Stanislaw Gadecki, Presidente de la Conferencia Episcopal de Polonia, consideró “inaceptable” el informe “porque se aleja, en particular, de la enseñanza de Juan Pablo II”.
El cardenal Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —en ejercicio del mismo cargo que ocupó Benedicto XVI durante el pontificado de Juan Pablo II—, hizo públicas sus críticas a la propia Santa Sede por “manipular la información sobre el Sínodo para dar relieve a una sola tesis en vez de reportar fielmente las diferentes posiciones”.
También el cardenal estadounidense Raymond Burke, prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, denunció la manipulación informativa. “Esto me preocupa mucho —dijo en entrevista con el diario italiano “Il Foglio”— porque un número consistente de obispos no acepta las ideas de apertura”, pero la opinión pública no lo sabe ya que no se le ha informado. Aseveró que “todo esto debe terminar porque provoca un grave daño a la fe”. Y recordó que el papa todavía no se había pronunciado sobre estos temas. “Yo estoy esperando un pronunciamiento suyo —expresó—, que sólo podrá estar en continuidad con la enseñanza que la Iglesia ha dado durante toda su historia”.
Y es que el propio papa Francisco I —impulsor de las tesis aprobadas en el Sínodo— había incurrido en un cambio radical de opinión. Hace no mucho tiempo —cuando era el cardenal Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires— se manifestaba abiertamente opuesto a la aceptación eclesiástica de la homosexualidad, según consta en documentos de la época, mientras que en los días del Sínodo sostenía la tesis contraria, compartida ciertamente por amplios sectores de la opinión pública mundial.
Todo lo cual forzó a la Santa Sede a convocar inmediatamente una conferencia de prensa para aclarar que el Retatio Synodi era sólo un “documento de trabajo”, apto para ser corregido y enviado al papa para su decisión final. El vocero del Vaticano, Federico Lombardi, recordó además que el Sínodo no concluyó en el 2014 sino que tendrá una segunda sesión el año próximo.
Pero Francisco I no pudo ocultar la profunda división de opiniones que estos temas produjeron en el seno de la Iglesia. En una entrevista con el diario “La Nación” de Argentina, publicada el 7 de diciembre del 2014, el pontífice reconoció que esa división existía. Y habló de que algunos cardenales fueron “tercos en sus posturas” dentro del Sínodo. Pero concluyó que “es cuestión de rezar para que los convierta el Espíritu…”
10. La pena de muerte en los textos bíblicos. La Biblia, en los libros del Éxodo, del Levítico y del Deuteronomio, condena numerosos actos con la pena de muerte, entre ellos: la entrega de los hijos al ídolo Moloch, la brujería, la maldición al padre o a la madre, el adulterio, el incesto y la homosexualidad. Son muchos los textos bíblicos que se refieren al tema. Y las penas que ellos establecen son principalmente la lapidación y la hoguera.
El Éxodo manda que “el que maldijere a su padre o madre sea sin remisión castigado de muerte” (XXI, 17), que “quien hiriere a su padre o madre, muera sin remedio” (XXI, 15), que “quien ofreciere sacrificio a otros dioses, si no es a solo el Señor, será muerto” (XXII, 20), que “quien hiriere a un hombre, matándole voluntariamente, muera sin remisión” (XXI, 12), que si en una pendencia un hombre hiriere a una mujer preñada y ésta muriese, “pagará vida por vida” (XXI ,22, 23). El Éxodo incluso dispone la pena de muerte contra ciertos animales: “si un buey acorneare a un hombre o a una mujer, y resultare la muerte de éstos, será el buey muerto a pedradas, y no se comerán sus carnes: mas el dueño del buey quedará absuelto. Pero si el buey acorneaba de tiempo atrás, y requerido por ello su dueño, no le tuvo encerrado, y matare a hombre o a mujer, no solo el buey será apedreado sino también muerto su dueño” (XXI, 28 y 29). Y el Levítico no se queda atrás: “El que pecare con alguna bestia, muera sin remisión: matad también la bestia” (XX, 15) y “la mujer que pecare con cualquier bestia, sea muerta juntamente con la bestia: caiga su sangre sobre ellos” (XX, 16).
En el Levítico también se señalan varias otras acciones castigadas con la pena de muerte. En el Capítulo XXIV se lee que el Señor ordenó a Moisés: “Saca ese blasfemo fuera del campamento y todos los que le oyeron pongan sus manos sobre la cabeza de él, y apedréele todo el pueblo” (13 y 14). Y agrega: “Muera irremisiblemente el que blasfemare el nombre del Señor: acabará con él a pedradas todo el pueblo, ora sea ciudadano, o bien extranjero” (16). El Levítico manda enseguida: “Quien hiriere a un hombre y le matare, muera irremisiblemente” (XXIV, 17) y “el hombre o la mujer que tengan espíritu pythónico o de adivinación, sean castigados de muerte: los matarán a pedradas: caiga su sangre sobre ellos” (XX, 27). Castiga la homosexualidad con la muerte: “El que pecare con varón como si éste fuera una hembra, los dos hicieron cosa nefanda; mueran sin remisión: caiga su sangre sobre ellos” (XX, 13). Y agrega: “Si alguno se juntare con mujer durante el flujo menstrual, y descubriera en ella lo que el pudor debió haber ocultado, y ella misma mostrare su inmundicia, ambos serán exterminados de su pueblo” (XX, 18). “Si alguno pecare con la mujer de otro —añade— o cometiere adulterio con la que está casada con su prójimo, mueran sin remisión, así el adúltero como la adúltera” (XX, 10), y “si la hija de un sacerdote fuere cogida en pecado, deshonrando así el nombre de su padre, será quemada viva” (XXI, 9).
El Deuteronomio añade nuevos actos sancionados con la muerte. Dice que “quien no quisiere obedecer la determinación del sacerdote (…) ni el decreto del juez, ese tal será muerto: con lo que arrancarás el mal de en medio de Israel. Y todo el pueblo al oirlo temerá, para que en adelante ninguno se hinche de soberbia” (XX, 12 y 13). En el Capítulo XVII prescribe que quienes sirvan y adoren a “dioses ajenos, al sol y a la luna, y a todas las estrellas del cielo, contraviniendo al mandato mío”, serán sacados “a la puerta de su ciudad y serán muertos a pedradas” (3, 4 y 5). Manda luego que “si un hombre tuviere un hijo rebelde y desvergonzado, que no atiende a lo que manda el padre y la madre, y castigado se resiste con desprecio a obedecer (…), morirá apedreado por el pueblo, para que arranquéis el escándalo de en medio de vosotros” (XXI, 18-21). Si una joven se casare sin ser virgen, “la echarán fuera de la casa de su padre y morirá apedreada por los vecinos, por haber hecho tan detestable cosa, pecando o prostituyéndose en casa de su mismo padre” (XXII, 20 y 21); “si un hombre pecare con la mujer de otro, ambos a dos morirán, adúltero y adúltera” y si “un hombre se desposó con una doncella virgen, y otro solicitándola dentro de la ciudad durmiere con ella, sacarás a entrambos a la puerta de la ciudad y morirán apedreados” (XXII, 22 y 24). “Si un profeta corrompido por la soberbia —dice en su Capítulo XVIII, 20— emprendiere hablar en mi nombre lo que yo no le mandé decir, o hablare en nombre de dioses ajenos, será castigado de muerte”.
Según la tradición oral judaica, Jehová hizo entrega de la Torá a Moisés en el monte Sinaí después de su éxodo de Egipto en pos de la tierra prometida. La Torá —que forma parte del Talmud, el libro sagrado del judaísmo escrito entre el siglo III y comienzos del siglo VI d. C. por eruditos babilónicos (el Talmud babilónico)—, contiene los cinco libros de Moisés: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En el Levítico está prevista la pena de muerte para los autores de diversos pecados.
Igual cosa ocurre en el Corán, que es el texto sagrado de los mahometanos que contiene las revelaciones que Alá hizo a Mahoma por medio del arcángel Gabriel en La Meca y en Medina durante las primeras décadas del siglo VII de la era cristiana. Mahoma dio a conocer estas revelaciones a sus seguidores, quienes después de su muerte las recopilaron en el Corán durante el califato de Utmán en el año 650. Este código religioso registra la pena de muerte para quienes infrinjan determinados principios del >islamismo.
11. Dogmas compartidos por varias religiones. En la elaboración de la doctrina católica mucho tuvieron que ver los mitos orientales de Atis en Frigia, Dionisio en Grecia, Buda en el Nepal, Krishna en la India, Osiris en Egipto, Zoroastro en Persia y otros tantos dioses redentores forjados en siglos anteriores al cristianismo, algunos de los cuales tienen en común haber nacido de una virgen. El cristianismo fue muy poco original y copió de las viejas religiones del Oriente buena parte de sus planteamientos.
El escritor colombiano Fernando Vallejo recuerda en su libro “La Puta de Babilonia” (2007) que “Atis murió por la salvación de la humanidad crucificado en un árbol, descendió al submundo y resucitó después de tres días. Mitra tuvo doce discípulos; pronunció un Sermón de la Montaña; fue llamado el Buen Pastor; lo consideraron la Verdad y la Luz, el Logos, el Redentor, el Salvador y el Mesías; se sacrificó por la paz del mundo; fue enterrado y resucitó a los tres días; su día sagrado era el domingo y su religión tenía una eucaristía o Cena del Señor en que decía: “el que no coma de mi cuerpo ni beba de mi sangre de suerte que sea uno conmigo y yo con él, no se salvará”. Y agrega que Buda “enseñó en el templo a los doce años, curó a los enfermos, caminó sobre el agua (…); Horus fue bautizado en el río Eridanus por Anup el Bautista, que fue decapitado (…), hizo milagros, exorcizó demonios, resucitó a Azarus y caminó sobre el agua (…), fue crucificado entre dos ladrones y resucitó después de ser enterrado tres días en una tumba (…); Krishna fue hijo de un carpintero, su nacimiento fue anunciado por una estrella en el Oriente y esperado por pastores que le llevaron especias como regalo; tuvo doce discípulos; fue llamado el Buen Pastor e identificado con el cordero (…), hizo milagros, resucitó muertos y curó leprosos, sordos y ciegos; murió hacia los 30 años por la salvación de la humanidad y el Sol se oscureció a su muerte; resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo y fue la segunda persona de una Trinidad (…); Zoroastro fue bautizado en un río con agua, fuego y viento santo; fue tentado en el desierto por el diablo y empezó su ministerio a los 30 años; expulsó demonios y le devolvió la vista a un ciego; predicó sobre el cielo y el infierno, sobre la resurrección, el juicio, la salvación y el apocalipsis”.
Falta decir que estos y otros héroes mitológicos de las religiones de Oriente fueron muy anteriores a Cristo —Horus vivió 3.000 años antes, Atis y Mitra 1.200 años antes, Krishna 900 años, Zoroastro 626 años y Buda casi seis siglos antes— y que, por tanto, el cristianismo bebió en esos lejanos abrevaderos los conocimientos para estructurar su religión. Lo cual explica tanta similitud, más aun: tanta identidad entre la historia, la doctrina, los dogmas y los hechos del cristianismo y los de las viejas mitologías orientales, elaborados muchos siglos antes del nacimiernto de Cristo.
El mito de Moisés salvado de las aguas del Nilo tampoco fue original. Se lo copió de las viejas mitologías de los pueblos orientales. Dice al respecto el escritor español Pepe Rodríguez, en su libro “Mentiras fundamentales de la Iglesia Católica” (1997), que Dios no estuvo muy acertado “cuando adjudicó a Moisés la misma historia mítica que ya se había escrito cientos de años antes referida al gran gobernante sumerio Sargón de Akkad (2334-2279 a. C.) que, entre otras lindezas, nada más nacer fue depositado en una canasta de juncos y abandonado a su suerte en las aguas del río Éufrates hasta que fue rescatado por un aguador que lo adoptó y crió”. Y agrega: “Este tipo de leyenda, conocida bajo el modelo de salvados de las aguas, es universal y, al margen de Sargón y Moisés, figura en el currículum de Krisna, Rómulo y Remo, Perseo, Ciro, Habis, etc.”
La idea del redentor de la humanidad, que los cristianos la refieren a Jesús, no fue original del cristianismo pues algo semejante apareció expuesto, varios siglos antes, en el Avesta, o sea en la colección de los libros sagrados de los antiguos persas escritos en zendo, donde se exponen las doctrinas atribuidas a Zoroastro; y en el Bhagavata Ghita, que es parte del gran poema hindú denominado Mahabharata, que contiene algunas altas enseñanzas ético-religiosas de los indios. Pero sin duda el catolicismo fue el que llevó más lejos esta concepción mesiánica. Muchas de sus otras ideas tampoco fueron originales y tuvieron antecedentes en la historia de los pueblos orientales —caldeos, griegos, asirios, babilonios, persas, egipcios— o en la de los propios romanos.
Toda la lucubración sobre la vida después de la muerte y sobre el destino ultraterreno de los seres humanos fue tomada del Libro Egipcio de los Muertos, escrito sobre rollos de papiro trece siglos antes de la era cristiana, que fue encontrado en el año 1.310 a. C., junto a las momias, por los saqueadores de las tumbas egipcias, y que ha sido uno de los textos religiosos más antiguos y de mayor influencia sobre el catolicismo de Occidente.
Tampoco el infierno es una idea original ni exclusiva de la religión católica. Muchas otras religiones, antes y después de ella, han creado su propio averno, como lugar de castigo eterno por los pecados de los hombres.
Una forma de “concepción purísima” o “inmaculada concepción” se atribuye en algunas versiones de la mitología griega —ocho siglos antes del cristianismo—, a la diosa Hera, de quien se dice que concibió a algunos de sus hijos sola, esto es, sin la cópula con Zeus, su hermano y marido.
Resulta curioso anotar que, antes de que la inmaculada concepción fuera proclamada como dogma de fe por el papa Pío IX en su bula Ineffabilis Deus el 8 de diciembre de 1854, en la antigua tradición de los aztecas hubo también la idea de la inmaculada concepción. Tres siglos antes de que llegaran a esas tierras los conquistadores españoles, portadores de la nueva religión, la diosa Coatlicue —que en las piezas arqueológicas de piedra aparece representada con una falda de serpientes— quedó embarazada cuando una bola de plumas tocó su cuerpo y tuvo a su hijo Huitzilopochtli sin la aportación masculina.
Afirma Rodríguez en su mencionado libro que “los relatos sobre anunciaciones a las madres de grandes personajes aparecen en todas las culturas antiguas del mundo. Así, por ejemplo, en China, son prototípicas las leyendas acerca de la anunciación a la madre del emperador Chin-Nung o a la de Siuen-Wu-ti; a la de Sotoktais en Japón, a la de Stanta (encarnación del dios Lug) en Irlanda; a la del dios Quetzalcoatl en México; a la del dios Vishnú (encarnado en el hijo de Nabhi) en India; a la de Apolonio de Tiana (encarnación del dios Proteo) en Grecia; a la de Zoroastro o Zaratustra, reformador religioso del mazdeísmo, en Persia; a la de las madres de los faraones egipcios (así, por ejemplo, en el templo de Luxor aún puede verse al mensajero de los dioses Thot anunciando a la reina Maud su futura maternidad por la gracia del dios supremo Amón)… y la lista podría ser interminable”.
Y agrega Rodríguez: “Por regla general, desde muy antiguo, cuando el personaje anunciado era de primer orden, la madre siempre era fecundada directamente por Dios mediante algún procedimiento milagroso, conformando con toda claridad el mito de la concepción virginal…”
Los escritos de Filón de Alejandría —veinte años mayor que Jesús— muestran que la idea de la concepción virginal era muy extendida en el mundo pagano.
El catolicismo recién lo adoptó como dogma de fe el 8 de diciembre de 1854, cuando el papa Pío IX decretó: “Nos, por la autoridad de Jesucristo, nuestro Señor, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y por la nuestra propia, declaramos, promulgamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santa Virgen María, en el primer instante de su concepción, debido a un privilegio y una gracia singulares de Dios Omnipotente, en consideración a los méritos de Jesucristo, Salvador de la humanidad, fue preservada libre de toda mancha del pecado original, ha sido revelada por Dios, y por lo tanto ha de ser firme y constantemente creída por todos los fieles.”
La divina trinidad ha sido otro de los dogmas compartidos por varias religiones desde viejas épocas precristianas, aunque los cristianos de los primeros siglos no lo conocieron. Rodríguez recuerda que “el sistema cosmogónico menfita se componía de la tríada Pta (creador de dioses y hombres), Sejmet (esposa) y Nefertem (hijo); la tríada tebana, de Amón, Mut (esposa, diosa del cielo) y Jonsu (hijo); la triada osiríaca de Osiris, Isis (esposa) y Horus (hijo); contando también con otras trinidades menos influyentes como Knef, Fre y Ftah, o Jnum, Anukis y Satis, etc.”
12. Lucifer: personaje perverso y seductor. Han sido milenarias las discusiones en torno a ese personaje perverso y seductor llamado “diablo”, “demonio”, “satán”, “satanás”, “lucifer”, “mefistófeles”, “belcebú”, “tentador”, “asmodeo”, “belial”, “el maligno”, “el malo” o el “príncipe de las tinieblas”, que según los teólogos de varias religiones asecha permanentemente a los seres humanos para conducirlos a su perdición eterna.
La demonología se encarga de estudiar a estos curiosos personajes. La figura del diablo es común a las religiones antiguas. Cada una de ellas creó su propio diablo. Probablemente el diablo más antiguo fue el seth que apareció en el valle del Nilo como demonio totémico de las tribus que habitaron el bajo Egipto en tiempos inmemoriales. Este fue “el patriarca de todos los príncipes de las tinieblas”, según dice el escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956). Y como todos los de su estirpe, seth fue la personificación del mal y el enemigo de los dioses y de los hombres. Se lo consideró capaz de oscurecer el Sol y de matar la luz. Fue el que agostó las cosechas y dispersó las mieses.
Ahriman fue el diablo persa atormentador y destructor de la gente y tentador de dios. Fue un diablo más feroz que el cristiano aunque menos inteligente. Pero, según la teología del zoroastrismo, su destino será desaparecer después de doce milenios a manos de Shaoshyant, uno de los hijos de Zaratustra, esperado como el salvador.
El diablo hindú, llamado primero mrtyu y después mara, fue célebre por sus tentaciones incesantes a Buda. Representa el goce erótico, la embriagués, la sensualidad, la lujuria, la voluptuosidad, la exaltación de los sentidos.
Entre los antiguos griegos el diablo fue tifón, surgido de la rebelión de los titanes contra el dios Júpiter. Encarnó la iracundia, el odio y el mal. Según una de las tradiciones mitológicas fue hijo de Gea y Tártaro y, según otra, fue hijo de Hera que, irritada contra su esposo Júpiter, dios del Olimpo, lo concibió sin la cópula con éste y lo parió para disputar a Zeus el dominio del universo.
En el catolicismo, “los diablos son criaturas angelicales que se opusieron con todas sus fuerzas a la voluntad salvadora de Dios”, según estableció el Concilio de Letrán en 1215, y el catecismo sostiene que ellos son ángeles caídos a causa de sus pecados pero que son seres espirituales de gran inteligencia y poder. La doctrina católica enseña que “la acción del demonio es permitida por la divina Providencia, que guía la historia del hombre y del mundo con fuerza y suavidad. La permisión por parte de Dios de la actividad diabólica constituye un misterio grande, sin embargo ya nosotros sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman”. (Catecismo n. 395).
El diablo musulmám es iblis (o saitán), ángel convertido en demonio por negarse a obedecer la orden de Allah de prosternarse ante Adán, el primer hombre de la creación. Iblis dijo a su dios: “Yo soy mejor que él, tú me has creado con el fuego y a él le has creado con el barro”. Fue entonces expulsado del cielo por soberbio y se convirtió en demonio, según relata el Corán, bajo la clara influencia de la Biblia en esta materia.
El planteamiento del demonio responde, en todas las religiones, a la influencia de la filosofía dualista persa que estableció la dicotomía entre el bien y el mal, en lucha permanente.
En lo que al demonio católico se refiere, Giovanni Papini sostiene que “Lucifer no ha creado el mundo y no se ha creado a sí mismo y no es, pues, culpa suya si el orden del mundo, establecido por Dios, permite y tolera el pecado; no es culpa suya si la misma superioridad que le fue concedida lo predispone y lo inclina, como afirma Santo Tomás, al pecado de la soberbia”.
La existencia del demonio ha sido en toda época un tema muy discutido por los teólogos del catolicismo. Muchos de ellos han negado la presencia de este ser maligno. Han sido muy duros y conflictivos los debates sobre el tema en el seno de la Iglesia. El cardenal Joseph Ratzinger, cuando ejercía la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe, expresó en una entrevista de prensa concedida a Vittorio Messori en Roma en noviembre de 1985 que, “digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa pero real, no meramente simbólica, sino personal (…) El hombre, por sí solo, no tiene fuerzas suficientes para oponerse a Satanás”.
El sacerdote italiano Gabrielle Amorth —demonólogo y exorcista— afirma que “el demonio actúa de forma habitual y normal sobre todos los hombres a través de las tentaciones. Pero en ocasiones interviene de forma extraordinaria con hechizos o posesiones y ahí es donde entra la labor del exorcista. Siendo enorme el poder de Satanás, nunca ataca el alma, porque no puede. Solo se adueña del cuerpo. El diablo no conoce nuestros pensamientos ni nuestros sentimientos. Por eso solo puede dominar el cuerpo, pero no el alma ni la mente”.
13. La creación del mundo. El filósofo griego Celso, uno de los grandes impugnadores históricos del cristianismo, en su obra “La Verdadera Palabra” —traducida también como “El Discurso Verídico”—, escrita alrededor de los años 176 y 180 de nuestra era —cuyo contenido nos ha llegado principalmente por la refutación del escritor cristiano Orígenes (184-254), titulada “Contra Celsum”, en la que reprodujo fragmentos de su obra contra la apologética cristiana—, comenta la creación del mundo en seis días y se pregunta: “¿qué días podía haber cuando no se había creado aún el cielo, ni estaba asentada la tierra, ni el sol giraba en torno a ella?”. Ridiculiza el pasaje del Arca de Noé, al que califica de un cuento para niños pequeños. Y no acepta que los cristianos, al interpretar este texto bíblico, se refugien en la alegoría. “Hay cosas que no admiten alegoría —dice— sino que son cuentos simplemente tontísimos”. Se burla del diluvio universal. Dice que no sabe cuál de las interpretaciones es peor: si la literal o la figurada. En el episodio bíblico de las aguas se pone en boca de dios una dramática declaración de arrepentimiento de haber creado al ser humano, dada “la malicia de los hombres en la Tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente”.
El escritor colombiano Fernando Vallejo, en su obra “La Puta de Babilonia” (2007), se refiere al Libro del Génesis en su Capítulo VI, que afirma que a dios “pesole el haber criado el hombre” y decidió borrarlo de la faz de la Tierra junto con todos los animales, pues se arrepintió de haberlos creado. Fue cuando decidió desatar el diluvio universal “para hacer morir toda carne en que hay espíritu de vida debajo del cielo”. Y ordenó entonces a Noé construir un arca de madera de 300 codos de largo, 50 de ancho y 30 de alto, en la que “entrarás tú, y tus hijos, tu mujer y las mujeres de tus hijos” y “dos animales de toda especie, macho y hembra, para que vivan contigo. De las aves según su especie, de las bestias según la suya, y de todos los que arrastran por la tierra según su casta: dos de cada cual entrarán contigo, para que puedan conservarse”. E “hizo pues Noé todo lo que Dios le había mandado” (VI, 5, 6, 7, 14, 15, 17, 18, 19, 20 y 21).
La idea del Cristo creador y redentor del universo se sustentó hace dos mil años en dos premisas que hoy, a la luz de los avances de la astronomía, no resistirían el menor análisis:
a) La hipótesis de Anaximandro —filósofo, astrónomo y matemático griego que vivió entre los años 610 y 547 antes de la era cristiana, inventor del reloj de Sol y autor de las primeras cartas geográficas—, formalizada en el siglo II de nuestra era por el astrónomo egipcio Ptolomeo, de que la Tierra era el eje de la gravitación cósmica, por lo que Cristo al venir a este planeta vino al centro universal desde donde iba a irradiar su doctrina a los confines del cosmos; y
b) La hipótesis antropocéntrica de que el hombre era un ser tan supremamente importante en el universo, que el enviado de dios escogió este planeta, y no otro de este sistema solar o de otros sistemas solares, para redimir a todos los seres vivos e inteligentes del cosmos a partir de los habitantes de la Tierra.
Ambas premisas son cuestionables científicamente. Ni los cuerpos celestes giran alrededor de la Tierra ni el hombre es un ser tan soberanamente importante, como habitante de un pequeñísimo e insignificante planeta que deambula en el insondable espacio poblado por billones de astros, como para que pudiese ser el centro de la redención universal.
Estas dos hipótesis se entrelazan filosóficamente en la teoría de la creación preestablecida del hombre, que propugna la doctrina cristiana, pero que es insostenible a la luz de los conocimientos científicos modernos. La National Aeronautics and Space Administration (NASA) de los Estados Unidos, que es la agencia gubernamental responsable de los programas espaciales, confirmó en el año 2009 la existencia de glicina en el cometa Wild 2 mediante las muestras recogidas allí por su sonda Stardust. La glicina es un aminoácido fundamental para los seres vivos porque forma sus proteínas. Este descubrimiento contribuyó a reforzar las hipótesis formuladas anteriormente por varios científicos de que fueron los meteoritos y cometas que chocaron contra la Tierra hace millones de años los que trajeron la vida.
La NASA ha confirmado la presencia de esta molécula en el cometa Wild 2 —que circula entre Marte y Júpiter— gracias a las muestras obtenidas por su sonda Stardust, que fueron enviadas a la Tierra en una cápsula de descenso.
Ya en 1994 un equipo de astrónomos de la Universidad de Illinois, dirigido por Lewis Snyder, aseguró haber encontrado la molécula de glicina en el espacio. Y el hallazgo de la NASA ha reafirmado que el fenómeno de la vida se encuentra en el cosmos y ha contribuido a sustentar las hipótesis científicas del origen extraterrestre de la vida en nuestro pequeño planeta.
Con base en las informaciones provistas por el Curiosity —el sofisticado robot lanzado por la NASA el 26 de noviembre del 2011 desde Cabo Cañaveral, que con sus seis ruedas recorrió la superficie marciana, estudió su suelo y su clima y envió valiosas imágenes de alta resolución a la Tierra—, la agencia norteamericana del espacio declaró el 9 de diciembre del 2014 que en Marte hubo condiciones climáticas que permitieron la operación de sistemas de agua y la formación de lagos, lo cual admite pensar que ese planeta fue habitable.
14. El caos: realidad cósmica. Las religiones atribuyen el “orden universal” y la “armonía cósmica” a la voluntad de un ser todopoderoso y omniscio que guía las cosas. Pero esa armonía cósmica y ese orden universal no existen en la realidad. En el mundo impera el caos. Lo que ocurre es que es tan diminuto el punto de vista del hombre sobre el universo y tan efímera su presencia en él, que le ha costado distinguir el caos del orden en el cosmos.
El hombre habita en un pequeñísimo planeta que forma parte poco significativa de una galaxia poco importante en términos cósmicos. Este pequeño planeta se formó hace aproximadamente 4.500 millones de años, pero durante la mayor parte de su existencia vivió en medio del caos: tenía una atmósfera sin oxígeno, sufría el impacto demoledor de asteroides y meteoritos procedentes de los choque de cuerpos siderales. Las condiciones actuales de nuestro planeta, que permiten la vida humana, animal y vegetal, datan de apenas unos doscientos millones de años. El hombre apareció en él entre quinientos mil y un millón de años atrás, que es un lapso efímero en dimensiones cósmicas.
El paso del hombre por la Tierra es tan fugaz, sus plazos y dimensiones son tan cortos —incluidos los de la humanidad—, que no está en capacidad de percibir el desorden cósmico del que forma parte.
Los científicos modernos sostienen que el mundo no está “matemáticamente” ordenado —como han dicho Galileo, Kepler, Newton, Laplace, Einstein y muchos otros científicos en diferentes épocas— y han puesto en duda la existencia de un “poder ordenador” —llámese “dios”, “demiurgo”, “naturaleza”, el “demonio” de Laplace o el “principio activo del mundo”— así como la existencia de orden, regularidad, predecibilidad y armonía en la naturaleza.
Los sustentadores de esta tesis —Henri Poincaré, Edward N. Lorenz, Michel Hénon, Stephen Smale, Mitchel Feigenbaum, René Thom y otros— han puesto en duda la mecánica de Isaac Newton, que ha prevalecido desde el último tercio del siglo XVII, y el mundo regido por leyes naturales y eternas, expresadas por medio de ecuaciones matemáticas.
El matemático francés Henri Poincaré (1854-1912) suponía que el desorden no era un desarreglo externo dentro de un sistema, como se había considerado hasta ese momento, sino un fenómeno endógeno. El descubrimiento lo llevó a cuestionar la perfección newtoniana de las órbitas planetarias y a vislumbrar la posibilidad de que, por la atracción gravitatoria múltiple, advengan situaciones críticas capaces de modificar el curso de los planetas, conducirlos a choques o incluso lanzarlos fuera de sus respectivos sistemas solares.
El meteorólogo norteamericano Edward N. Lorenz del Maachussetts Institute of Technology (MIT) llegó a la conclusión en 1960 de que en la meteorología, como en los sistemas dinámicos no lineales en general, no es posible determinar con total seguridad el comportamiento de sus factores.
En los años 70 del siglo XX un grupo de científicos norteamericanos y europeos —entre los que había matemáticos, físicos, químicos, biólogos, fisiólogos— comenzó a buscar las conexiones que se daban en la zona caótica del mundo y llegó a la conclusión de que el caos no es una forma accidental del orden sino que el orden es una forma accidental del caos y cuestionó el determinismo lineal. A esta nueva epistemología no fue ajena la cibernética, que entregó inusitadas herramientas para acometer una enorme cantidad de operaciones matemáticas por segundo y hacer cálculos de una complejidad superior, que llevaron a los científicos a formular la geometría fractual que descubrió la existencia de un número incalculable de elementos infinitivamente pequeños ubicados sobre superficies finitas.
Según esta teoría, el universo es una combinación de caos y orden. Pero estos no son valores absolutos, sino estados frágiles de la materia, desde los átomos hasta las galaxias.
El telescopio espacial Hubble, colocado en órbita en 1990 para una misión de veinte años de investigación científica, captó imágenes extraordinarias de la violenta desintegración de una estrella —catalogada como SDSS J090745.0+24507, entre 15 y 25 veces más grande que nuestro Sol—, descompuesta en miles de pedazos y pequeños “coágulos” de gas lanzados al espacio con terrible violencia, que posteriormente serán “reciclados” en el espacio para convertirse en nuevas generaciones de cuerpos celestes.
No hay que olvidar que la explosión de una estrella muy brillante —de las que se denominan supernovas en el argot astronómico— fue hace millones de años el origen de nuestro sistema solar.
Este es el ciclo del caos en el universo. Las estrellas, como toda la materia universal, son entes perecibles.
Lo que temió Poincaré a fines del siglo XIX, o sea que la atracción gravitatoria múltiple pudiese cambiar el rumbo de un planeta, se pudo ver cien años más tarde. A comienzos de febrero del 2005, astrónomos norteamericanos del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics anunciaron haber observado la fuga de una estrella desde nuestra galaxia, que salió disparada hacia el espacio interestelar por la acción gravitatoria de un “agujero negro” —black hole— ubicado en el centro de la Vía Láctea, que es la galaxia de la que forma parte nuestro sistema solar, junto con centenares de millones de estrellas que giran en torno a la fuerza gravitatoria de un eje común.
A finales de octubre del 2006, el telescopio robótico Hubble, desde los bordes exteriores de nuestra atmósfera, en un punto orbital situado a 590 kilómetros de altura, captó por medio de su cámara avanzada para reconocimientos las mejores imágenes del violento choque de las galaxias Antannae ocurrido a 68 millones de años-luz de distancia de nuestro planeta. La colosal colisión galáctica dio nacimiento a miles de millones de estrellas que se agruparán y ordenarán como nuevos sistemas solares en el universo. Dijo la NASA, en esa oportunidad, que el choque de las dos galaxias nos da “un avance de qué puede pasar cuando nuestra Vía Láctea probablemente choque con la vecina galaxia Andrómeda dentro de unos 6.000 millones de años”.
El observatorio telescópico espacial Spitzer de la NASA —operado por el Jet Propulsion Laboratory de Estados Unidos— a comienzos de agosto del 2007 captó el choque de cuatro galaxias situadas a 300 millones de años-luz de la Tierra, que quedaron reducidas a una sola gran masa informe de materia sideral de un volumen diez veces mayor que la Vía Láctea. Según la NASA, este fue uno de los mayores fenómenos en la historia de la astronomía. La información suministrada por el telescopio infrarrojo, según afirmó la agencia espacial norteamericana, es “la mejor evidencia de que las galaxias del universo se formaron recientemente a través de grandes fusiones” y que el polvo interplanetario que se encuentra en todo nuestro sistema solar es el resultado de la colisión de cuerpos celestes.
A comienzos de marzo del 2009 el telescopio Hubble fotografió la “guerra entre galaxias” en la constelación Piscis Austrinus —a una distancia de cien millones de años-luz de la Tierra—, en la que una de las tres participantes en la contienda sideral será ineluctablemente “tragada” por las otras dos. En la imagen tomada por el Hubble las galaxias NGC7173 y NGC7176 atraen fuertemente a la NGC7174, que está en el centro, cuyo brazo espiral aparece ya desfigurado como consecuencia de la atracción de las otras dos cuyo destino final, a lo largo de los tiempos, será chocar entre sí y fusionarse para formar una supergalaxia de tamaño varias veces mayor a nuestra Vía Láctea. En este proceso, numerosas estrellas fugarán de las galaxias de las que forman parte y se fusionarán, por la fuerza de la atracción gravitatoria, con la nueva supergalaxia.
A los quince años del terrible impacto que hizo en el planeta Júpiter —cuyo diámetro es once veces mayor que el de la Tierra— el choque del cometa Shoemaker-Levy 9, los científicos de la NASA pudieron detectar desde su telescopio infrarrojo en la cima del monte Mauna Kea en Hawai las “cicatrices” gigantescas dejadas por el impacto de un “objeto no identificado” —probablemente un cometa o un asteroide grande— contra la región polar sur jupiterina el 19 de julio del 2009, que causó una gran turbulencia atmosférica.
Pero también en las propias entrañas terráqueas reina el caos. Dijo Gary Glatzmaier, profesor norteamericano de ciencias de la Tierra: “Ahí abajo está el caos” y los cambios que detectamos en la superficie del planeta no son más que un signo de ese caos interior. Se refería el profesor de la Universidad de California al núcleo central de la Tierra, compuesto de una enorme masa metálica de aproximadamente 6.920 kilómetros de diámetro, cuya temperatura es igual a la del Sol y en cuyo torno se agitan en estado de ebullición, en medio de vorágines y remolinos, diversos materiales metálicos y no metálicos.
Los desórdenes terráqueos son impresionantes. El 26 de diciembre del 2004 se produjo en Asia sudoriental, frente a la costa noroeste de Sumatra, un maremoto de 8,9 grados de intensidad en la escala Richter —el más intenso en cuarenta años—, que causó la ruptura de unos mil kilómetros en el lecho del Océano Índico y desencadenó el tsunami más fuerte del último siglo, que asoló las costas de Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia, Somalia, Myanmar, Maldivas, Malasia, Tanzania y otros países, con más de ciento cincuenta mil muertos e impresionantes daños físicos. Fue una tragedia que conmovió al mundo. La palabra tsunami fue acuñada en el Japón para designar las grandes olas generadas por maremotos o erupciones de volcanes submarinos. Esta perturbación oceánica, que se origina en la ruptura del lecho del mar, puede viajar a una velocidad de hasta ochocientos kilómetros por hora y sus principales estragos se producen cuando las gigantescas olas chocan contra las costas y destruyen todo lo que encuentran a su paso.
El 8 de octubre del 2005 un terremoto de 7,7 grados Richter causó ochenta y siete mil muertos, sesenta mil heridos y dos millones y medio de desplazados en Pakistán y el norte de la India. Un saldo de más de cinco mil muertos y doscientas mil personas sin vivienda dejó el terremoto de 6,2 grados en la escala Richter que devastó la isla de Java, Indonesia, en la madrugada del 28 de mayo del 2006. China sufrió el 12 de mayo del 2008 el peor terremoto de su historia, que dejó cerca de 80 mil muertos y 45 millones de damnificados. En la isla de Sumatra, en Indonesia, se produjo un terremoto de 7,6 grados el 30 de septiembre del 2009 que dejó más de tres mil personas bajo los escombros. Por esos mismos días, la tempestad tropical Ketsana y el tifón Parma causaron cerca de seiscientos muertos en las Filipinas, Vietnam, Laos y Camboya. El catastrófico terremoto de 7,3 grados en la escala de Richter que el 12 de enero del 2010 sacudió Haití, destruyó casi totalmente Puerto Príncipe —ciudad de 785.228 habitantes en ese momento—, dejó más de doscientos veinte mil muertos bajo los escombros, decenas de miles de cadáveres apilados en las calles, un millón de huérfanos, una enorme cantidad de heridos y tres millones de personas sin techo. El sismo de 8,8 grados Richter que sacudió el centro de Chile en la madrugada del 27 de febrero del 2010 y que dejó más de 700 muertos, millón y medio de personas sin hogar y alrededor de dos millones de damnificados.
En lo que fue la peor tragedia sufrida por Japón desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, el 11 de marzo del 2011 se produjo el terremoto más violento de su historia —9 grados en la escala de Richter— y el quinto más fuerte después de los terremotos de Chile en 1960 de magnitud 9,5 grados, de Alaska con 9,2 grados en 1964, de Indonesia 9,1 grados en el 2004 y de Kamchatka (Unión Soviética) en 1952 con 9,0 grados. El terremoto del Japón fue seguido de un terrible tsunami —con olas de hasta diez metros de altura— que arrasó amplias zonas, destruyó todo lo que encontró a su paso y causó alrededor de 30.000 víctimas mortales y cien mil millones en daños materiales. Según la NASA y el Instituto Nacional de Geofísica de Italia, el terremoto desplazó el eje de rotación del planeta 10 centímetros. El geofísico de la agencia espacial norteamericana, Richard Gross, calculó que la rotación de la Tierra se aceleró en 1,6 microsegundos.
En hablando de caos, muchos científicos afirman que los dos más graves problemas que afrontará la humanidad a partir de la primera mitad del siglo XXI serán los desórdenes climáticos catastróficos y la escasez de agua dulce.
En un informe secreto del Departamento de Defensa de los Estados Unidos —hecho público por “The Observer” de Londres el 22 de febrero del 2004— que fue mandado elaborar bajo el gobierno de George W. Bush por el influyente y experimentado asesor de seguridad del Pentágono, Andrew Marshall, quien ha gravitado por más de tres décadas en el pensamiento militar norteamericano, y que fue realizado por los científicos Peter Schwartz —consultor de la CIA y, antes, jefe de planificación del Royal Ducht/Shell Group— y Doug Randell, de la Global Business Network, se afirma que los cambios climáticos que se darán hacia el año 2020 producirán gravísimos desastres naturales que cobrarán millones de vidas humanas.
En ese informe del Pentágono se sostiene que algunas ciudades de Europa se hundirán bajo las aguas de los crecidos mares y otras soportarán climas “siberianos” que congelarán a la gente. Los desórdenes climáticos traerán grandes sequías, disminución de los cultivos, escasez de alimentos, hambrunas, pandemias, enfermedades, agudización de la pobreza, migraciones masivas y desórdenes sociales de gran magnitud. La vida de las sociedades se trastornará por completo.
Lluvias, cada vez más torrenciales, producirán inundaciones catastróficas, desbordamientos de ríos, avalanchas de lodo y aludes en varios lugares del mundo.
En lo que fue la primera contribución importante de un economista —y no de un científico— al estudio y búsqueda de soluciones del calentamiento global y de sus consecuencias, el británico Nicholas Stern formuló un impactante documento titulado “The Economics of Climate Change”, en el que trasunta una percepción apocalíptica del cambio climático. Afirma que las inundaciones causadas por el aumento del nivel de las aguas marinas desplazarán a unos cien millones de personas, mientras que las sequías generarán decenas o acaso centenas de millones de “refugiados climáticos”; que el derretimiento de los glaciares causará escasez de agua dulce para una sexta parte de la población mundial; y que la vida animal también será afectada y podrá extinguirse hasta el 40% de las especies.
Por supuesto que el caos rige también la sociedad humana —forma especialmente compleja del gregarismo animal—, compuesta de elementos materiales y de realidades de conciencia.
El caos rodea al ser humano. La propia cadena alimenticia es cruel y caótica. El hombre y los animales se alimentan del dolor ajeno. Unos animales devoran a los más chicos mientras son devorados y destrozados hasta las entrañas por los más fuertes. En todos los órdenes de la zoología impera la ley de que el pez grande se come al chico y ella es uno de los tantos elementos demostrativos del caos que impera en la vida humana y animal.
Lo cual torna especialmente compleja la sociedad humana, genera grandes problemas epistemológicos, desorganiza la cultura y hace de la historia algo muy poco previsible. Atestada de hechos sorpresivos e imponderables que le despojan de todo ritmo, la historia deja muy poco espacio para la predicción y la profecía.
15. Los milagros y los exorcismos. Lo que más se ha controvertido a lo largo del tiempo son los milagros y exorcismos que los evangelios atribuyen a Jesús: más de doscientos en su cortísima comparecencia pública. Es cierto que todos los fundadores de religiones han necesitado hacer milagros para demostrar su poder divino. La historia de los profetas de Israel está llena de milagros. Las culturas egipcia, fenicia, persa y griega que tanto influyeron sobre Palestina creían en que el universo estaba poblado de espíritus, ángeles, demonios y otras criaturas sobrenaturales. Muchos “milagros” se atribuyeron en su tiempo a Asclepio, Aristeas, Abaris, Hermótimo, Cleómedes y tantos otros legendarios personajes griegos. El catolicismo no fue una excepción. Pero los milagros de Jesús —caminar sobre las aguas, multiplicar los panes y los peces, resucitar a los muertos— fueron muy controvertidos en la Antigüedad por el judaísmo rabínico, que le endilgó hechicería, y después por los pensadores racionalistas de Occidente, que negaron tajantemente la existencia de tales milagros y los atribuyeron a un invento apologético.
Ellos afirmaron que las curaciones, que tanto prestigio dieron a Jesús entre sus seguidores pobres, fueron curaciones naturales de enfermedades y dolencias que, como la ceguera, la mudez o la parálisis, tienen con frecuencia causas psicológicas que desaparecen por la sugestión del terapeuta y la fe del enfermo en sus posibilidades de curación. Se ha comprobado científicamente que la confianza y adhesión al médico pueden, en algunos casos, devolver la vista al ciego o la motricidad al paralítico.
Jesús, sin duda, estuvo dotado de poderes psíquicos excepcionales que le sirvieron para conseguir sus objetivos altruistas. Pero como en aquella época se desconocía el fenómeno de la histeria, esas curaciones fueron atribuidas a poderes milagrosos. Medicina, religión y magia estaban muy unidas en esos tiempos. Tanto que David Aune, profesor luterano del departamento de teología de la Universidad de Notre Dame, sostiene desde el punto de vista antropológico que “la magia y la religión se hallaban tan estrechamente unidas que resultaba prácticamente imposible considerarlas dos categorías socioculturales distintas”.
Mas este es, en última instancia, un asunto de fe: se cree o no se cree, pero no puede buscarse una fundamentación científica a los milagros ni a los hechos sobrenaturales. Lo cual me recuerda las palabras del filósofo griego Celso hace mil novecientos años: “los teólogos cristianos exigen ‘al que se cruza en su camino’ una fe inmediata, irreflexiva e incondicional; anteponen la fe al conocimiento científico; no son capaces de convencer a los sabios y, por eso, huyen de ellos y buscan, en cambio, a los necios”.
Es importante decir que en las epístolas y textos del apóstol Pablo, escritos poco tiempo después de la muerte de Cristo y, por tanto, anteriores a los evangelios, no se mencionan los milagros que se le atribuyen.
En cuanto a los exorcismos para expulsar al demonio, esta ha sido una práctica muy antigua. Se la utilizó en las viejas religiones orientales. Los monjes del confucianismo y del taoísmo de la milenaria China tuvieron el exorcismo entre sus ritos populares para alejar a los espíritus malignos. En la demonología hebrea Asmodeo era el jerarca de los infiernos por su terrible lujuria y fue exorcizado por Tobías, con ayuda del ángel Rafael, y finalmente encadenado en Egipto. En diversos pasajes de la Biblia se habla del exorcismo y se atribuye a Cristo haberlo usado para rehabilitar a los posesos. En el evangelio según san Mateo se relata que Cristo exorcizó a un joven lunático endemoniado (XVII, 17).
En el templo Dalada Maligava de Kandy en Sri Lanka se guarda, como objeto de adoración, un supuesto diente de Buda que sirve para exorcizar a los espíritus malignos, curar enfermedades y alcanzar beneficios especiales.
El exorcismo en América Latina fue practicado desde tiempos muy antiguos por la macumba, el vudú, el chamanismo, la magia, la brujería y otros ritos paganos.
Dentro del catolicismo, muchos siglos después, el papa Juan Pablo II otorgó gran importancia al exorcismo y durante su pontificado promulgó en enero de 1999 el nuevo Ritual del Exorcismo, que reemplazó al de 1614, para reglamentar esta práctica. En él se reitera la existencia del demonio, “en su forma substancial, como el maligno, el enemigo de Dios”, y se acude al exorcismo para dominar su poder.
El Ritual del Exorcismo de Juan Pablo II establece que “se tiene por signos de posesión del demonio, según una forma de hacer comprobada: hablar varias palabras de un lenguaje desconocido, o entender al que las habla; hacer patentes cosas distantes y ocultas; demostrar una fuerza superior a la edad o a su condición natural” o “apartarse vehementemente de Dios, del Santísimo Nombre de Jesús, de la Bienaventurada Virgen María, de los Santos, de la Iglesia, de la Palabra de Dios, de las cosas, de los ritos, especialmente sacramentales, y de las imágenes sagradas”. Cuando esto ocurre, el sacerdote autorizado debe proceder a expulsar al demonio por medio del exorcismo para liberar al poseso de su atormentado trance. El rito ha de empezar “con la aspersión de agua bendita, puesto que vista como símbolo de purificación en el bautismo, el vejado se siente defendido de las insidias del enemigo”. Después “el exorcista impone las manos sobre el atormentado, para lo que se invoca la fuerza del Espíritu Santo a fin de que el diablo salga de él” y, “al mismo tiempo, puede también exhalar hacia la cara del atormentado”. Todo esto en medio de oraciones.
El sacerdote italiano Gabrielle Amorth —demonólogo y exorcista oficial de Roma— habla de los “fundamentos evangélicos del exorcismo” y afirma que toda su labor “se apoya en la Biblia y en las veintitrés veces que los Evangelios recogen las apariciones de Satanás”. Dice que “el demonio actúa de forma habitual y normal sobre todos los hombres a través de las tentaciones. Pero en ocasiones interviene de forma extraordinaria con hechizos o posesiones y ahí es donde entra la labor del exorcista. Siendo enorme el poder de Satanás, nunca ataca el alma, porque no puede. Solo se adueña del cuerpo. El diablo no conoce nuestros pensamientos ni nuestros sentimientos. Por eso solo puede dominar el cuerpo, pero no el alma ni la mente”.
Sin embargo, en una entrevista concedida en junio del 2001 al periódico italiano “30 Días”, dejó ver su inconformidad con la revisión y modificación del Ritual del Exorcismo que hizo el Vaticano, porque, según dijo, “se han eliminado las oraciones eficaces, oraciones que tenían doce siglos de existencia fueron substituidas por nuevas oraciones ineficaces”. Y agregó: los exorcistas “somos muy mal tratados. Nuestros hermanos sacerdotes, a cargo de esta delicadísima tarea, son vistos como locos, como fanáticos. Por lo general, ni siquiera son tolerados por los mismos obispos que los nombraron”. “Chocamos con un muro de rechazo y de escarnio” en el Vaticano. El mayor éxito de satanás —sostuvo— es que ha conseguido hacer creer que no existe. “Hay demasiados obispos que no creen en el demonio”, dijo. “Incluso dentro de la Iglesia tenemos un clero y un episcopado que han dejado de creer en el demonio, en los exorcismos, en los males extraordinarios que puede causar el diablo”.
16. Los destinos ultraterrenos. El catolicismo establece cuatro destinos ultraterrenos para las almas después de sus días en este “valle de lágrimas”: el cielo, el limbo, el purgatorio y el infierno. Son los actos de cada persona y otras circunstancias los que determinan el lugar a donde han de ir después de la muerte. El cielo es la morada en que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan eternamente de la presencia de dios. Allá van los que mueren en estado de gracia. El limbo es, según la Biblia, el lugar donde están detenidas las almas de los santos y patriarcas antiguos en espera de la redención del género humano y a donde van las almas de quienes, antes del uso de razón, mueren sin el bautismo. Al purgatorio van los que mueren en gracia pero sin haber hecho en su vida terrenal penitencia entera por sus culpas. Después de que purgan sus faltas y satisfacen con sus penas sus deudas con dios, ellos van al cielo a gozar de la gloria eterna. Finalmente, el infierno es el lugar destinado para el castigo eterno de los que mueren en pecado mortal.
En los primeros siglos del cristianismo el castigo del infierno era temporal. Así lo dijeron varios doctores de la Iglesia, entre ellos Orígenes, Gregorio de Nisa, Diodoro y Jerónimo, que consideraron que las penas eternas eran incompatibles con el amor y misericordia divinos; pero después el Concilio de Constantinopla celebrado en el año 543 se pronunció por la eternidad de la institución infernal.
En el siglo XXI, retomando la postura clásica de la Iglesia, Benedicto XVI ratificó la existencia eterna del infierno. Al inicio de la cuaresma del 2008, en un encuentro con párrocos romanos, dijo que “el infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno y no está vacío”, porque la salvación no llega para todos; con lo cual contradijo a su antecesor Juan Pablo II, que había negado la existencia del infierno como “un lugar” que pudiera estar lleno o vacío y lo había definido simplemente como el estado o la circunstancia de estar lejos de dios.
Durante su pontificado se elaboró una lista de siete nuevos pecados graves: la manipulación genética, la experimentación sobre seres humanos, la contaminación del medio ambiente, la promoción de la injusticia social, la generación de pobreza, la acumulación obscena de riqueza y el consumo de drogas. Así lo anunció el 10 de marzo del 2008 a través del “L’Osservatore Romano” el obispo Gianfranco Girotti, director del organismo vaticano que vigila la confesión y la concesión de indulgencias plenarias. Estos nuevos pecados deben sumarse a los siete pecados capitales clásicos del papa Gregorio Magno, que datan del siglo VI: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.
La idea del limbo ha tenido una trayectoria azarosa. El Concilio de Cartago en el año 418 la declaró falsa, pero en la doctrina religiosa del catolicismo el limbo —el limbus patrum y el limbus infantium— era un destino, después de la muerte, diferente del cielo y del infierno. En el siglo V —según recordó alguna vez la Comisión Teológica Internacional, dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe— san Agustín decía que los niños muertos sin bautizar iban al infierno. Fue a partir del siglo XIII que comenzó a hablarse del “limbo” como “ese lugar donde los niños no bautizados estarían privados de la visión de Dios, pero no sufrirían, ya que no lo conocían”.
Refiriéndose al limbo, el catecismo promulgado a raíz del Concilio de Trento en el siglo XVI explicaba que “hay una tercera clase de cavidad, en donde residían las almas de los Santos antes de la venida de Cristo Señor Nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención, disfrutan de pacífica morada” (parte 1, cap. 6). Y Pío X , en su “Catecismo del siglo XX” (1905), explica que “los niños muertos sin bautizar van al limbo, donde no gozan de Dios, pero no sufren, porque teniendo el pecado original, y sólo ése, no merecen el cielo, pero tampoco el infierno o el purgatorio”.
Tras el Concilio de Vaticano II el concepto del limbo comenzó a ser abandonado, hasta que Benedicto XVI lo suprimió definitivamente para superar la que él denominó “una visión excesivamente restrictiva de la salvación”.
En efecto, tras años de debate interno en el Vaticano, Benedicto XVI decretó el 19 de abril del 2007 la abolición del limbo, que era según la Biblia el lugar donde estaban detenidas las almas de los santos y patriarcas antiguos, mientras esperaban la redención del género humano; o adonde, según la doctrina católica, iban las almas de quienes, antes del uso de la razón, morían sin ser bautizados, porque no habían sido liberados mediante el bautismo del pecado original, o sea el pecado cometido por Adán y Eva al haber desobedecido el mandato divino de no comer el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal.
El pecado original cometido por Adán y Eva, según las interpretaciones psicoanalíticas del texto bíblico, no fue otro que el acto sexual. Esas interpretaciones se fundan en la naturaleza fálica de la serpiente, en los castigos impuestos a la mujer, que fueron el parto con dolor y el sometimiento sexual a su marido, y en la mención bíblica de la desnudez de Adán, que le avergonzó tanto en el paraíso que le indujo a esconderse.
El limbo era, sin duda, una institución absurda, pues ¿qué culpa tenían los santos antiguos de haber nacido antes de la venida de Cristo o los niños, de que sus padres no los hubieran bautizado?
17. El Concilio Vaticano II. Convocado por el papa Juan XXIII para alcanzar “la consolidación de la fe católica, la renovación de las costumbres cristianas y la adaptación de la vida eclesiástica a los tiempos actuales”, el Concilio Vaticano II fue un hito muy importante en la vida de la Iglesia Católica. El Concilio se reunió desde 1962 hasta 1965 y en él fueron claramente identificables dos bandos: el de los prelados conservadores y tradicionalistas, que se oponían a todo cambio en la doctrina y en las inveteradas tradiciones eclesiásticas; y el de los progresistas —”progresistas” en el sentido relativo que puede tener esta palabra referida al inveterado conservadorismo esencial de la Iglesia— que, con la aquiescencia del propio papa convocante Angelo Roncalli, pugnaban por impulsar ciertos cambios y abrir opciones de apertura y diálogo con el mundo.
Los debates conciliares fueron encendidos. Hombre bondadoso y culto, Juan XXIII permitió plena libertad de discusión. La mayoría de los prelados conciliares, a pesar de las maniobras de la curia romana para conducir la asamblea por viejas sendas conservadoras, produjo algunos cambios significativos, codificados principalmente en los documentos conciliares Lumen Gentium y Gaudium et Spes, que aconsejaban a la Iglesia atender los signos de los tiempos: los contrastes entre la riqueza y la pobreza de la gente, la libertad y la esclavitud, la igualdad y los privilegios, el conocimiento y la ignorancia, la sociedad urbana y la rural, las sociedades desarrolladas y las subdesarrolladas, los países opulentos y los pobres, en fin, todos los profundos desniveles culturales, científicos, sociales y económicos que caracterizaban a las sociedades contemporáneas.
El papa murió el 3 de junio de 1963 y fue su sucesor Pablo VI quien afrontó la etapa más dura de las deliberaciones conciliares, hasta su clausura el 8 de diciembre de 1965.
La mayoría progresista, venciendo las resistencias de la Curia Romana contra todo cambio, dio un giro importante a la orientación pastoral de la Iglesia, a la que instó a adaptarse a un mundo en plena transformación. En el curso de las vehementes discusiones acudió a la palabra italiana aggiornamento para significar “poner al día” algunos de los postulados de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II aprobó por consenso —y no sin dificultades— cuatro constituciones, que son instrumentos doctrinales de la Iglesia sobre determinado tema: la Lumen Gentium, la Dei Verbum, la Sacrosanctum Concilium y la Gaudium et Spes; nueve decretos, que son escritos de menor rango y profundidad referidos especialmente al comportamiento de la Iglesia, titulados: Christus Dominus, Presbiterorum Ordinis, Optatam Totius, Perfectae Caritatis, Apostolicam Actuositatem, Orientalium Ecclesiarium, Ad Gentes, Unitates Redintegratio e Inter mirifica; y tres declaraciones que implican la toma de posición de la Iglesia frente a problemas específicos: Dignitates Humanae, Gravissimum Educationis y Nostra Aetaédito en la historia de la Iglesia Católicate.
A raíz del Concilio —que fue el último de los concilios en términos cronológicos pero el primero de naturaleza puramente pastoral y verdaderamente ecuménico puesto que, en los 2.540 obispos y superiores de órdenes que asistieron al acto inaugural, estuvieron representados todos los continentes y etnias, además de observadores de las otras confesiones cristianas (ortodoxos, anglicanos, protestantes) y siete mujeres— advinieron muy graves litigios teológicos, institucionales y personales en el seno de la Iglesia de Roma.
Sin duda, el movimiento reaccionario más radical que operó dentro y fuera del Concilio fue el comandado por el ultraconservador arzobispo francés Marcel Lefebvre que, en su fundamentalismo católico, negó obediencia al Concilio porque este pretendía, según dijo, hacer una Iglesia “reformada y liberal”.
Su intransigencia y dogmatismo lo llevaron hasta el borde del cisma contra las autoridades del Vaticano. El arzobispo manifestó que la libertad religiosa aprobada por el Concilio “sería un formidable triunfo contra la Iglesia militante y gloriosa” y que, en consecuencia, “ante la declaración de la libertad religiosa y ante la Gaudium et Spes me vi en la convicción de conciencia de que no podía firmar algo así”.
Pronto fundó en Ecóne —Valais— un seminario paralelo en el que ordenó sacerdotes disidentes al margen de las instrucciones de la Iglesia. La Santa Sede negole la capacidad de ordenar sacerdotes. Lefebvre desobedeció. El 1 de julio de 1976 fue suspendido a divinis del ejercicio del sacerdocio y del obispado. Pero el arzobispo siguió ordenando sacerdotes. El Vaticano guardó silencio. La rebeldía de Lefebvre se contagió a algunas jurisdicciones episcopales de Francia, Estados Unidos, Italia, Alemania occidental, Australia, México, España y Bélgica.
El arzobispo rebelde publicó su libro: “Yo acuso al Concilio” en 1976 y a finales de enero de 1988 puso en circulación un nuevo libro: “Le han quitado la corona”, en el que reafirmó sus tesis cismáticas.
Lefebvre condujo una facción de sacerdotes integristas que insurgieron contra el Concilio por su tendencia “modernista y neoprotestante” y que rechazaron, entre otras cosas, el nuevo ritual de las misas y la supresión del latín. Abrió centros de fraternidad en varios países europeos. En 1988 contaba con 260 sacerdotes en ejercicio, alineados en sus tesis, más de 300 seminaristas y decenas de miles de fieles en varios países.
El 30 de junio de ese año, en medio del histerismo de más de cinco mil seguidores vestidos a la usanza medieval procedentes de diversos países, que se habían reunido masivamente al pie del monte de Ecóne, un exaltado Lefebvre proclamó el cisma dentro de la Iglesia Católica para salvarla “de los anticristos que se han apoderado de la Sede de Pedro”, alejarla “de los caminos marcados por el Concilio que no son ya católicos” y enrumbarla por las sendas apostólicas. En su discurso agregó: “Las autoridades de Roma han traicionado la verdad, de salvar a la Iglesia de la apostasía”. Y, en medio de las ovaciones de sus seguidores, repitió una y otra vez que “Roma no es católica”.
Juan Pablo II condenó los actos y expresiones disidentes del arzobispo, aunque cedió en la celebración de la misa con los ritos preconciliares.
Marcel Lefebvre murió a los 85 años de edad el 25 de marzo de 1991 en Ecóne.
Pero el proceso de confrontación interna siguió su marcha. El Vaticano, bajo la presión de los sectores más conservadores, se empeñó en desvirtuar o revertir los avances hechos por el Concilio especialmente en materia de libertad religiosa. Y los sectores progresistas criticaron duramente a las altas jerarquías romanas.
En la etapa postconciliar las autoridades vaticanas destituyeron violentamente de sus funciones a muchos sacerdotes progresistas. El 16 de julio de 1986, en medio de fuertes críticas fue designado monseñor Hermann Groer para suceder al cardenal Köning en el arzobispado de Viena, y poco tiempo después otro nombramiento episcopal desató gran inconformidad entre los sectores progresistas: monseñor Kurt Krenn fue colocado como obispo auxiliar de Viena. En respuesta a las críticas, el papa aclaró a los obispos austriacos que “no deben permitirse ninguna duda sobre el derecho y la libertad del Papa en el nombramiento de los obispos”. Charles E. Curran, profesor de teología moral en Washington, fue separado de la docencia por la Conferencia Episcopal estadounidense en agosto de ese año. En septiembre la Congregación para la Doctrina de la Fe prohibió al obispo brasileño Pedro Casaldàliga viajar, hablar y escribir, lo cual suscitó la solidaridad de 149 religiosos belgas, quienes publicaron una protesta contra “los métodos de la Curia Romana”. Fueron también privados de la docencia José María Castillo y Juan Antonio Estrada, quienes enseñaban teología en la Facultad de los jesuitas de Granada. Acto que motivó la protesta y rechazo de intelectuales y teólogos españoles contra la “nueva Inquisición” y contra la “ofensiva neoconservadora” provenientes de las alturas de la dirigencia vaticana. En noviembre, como parte del control sobre las publicaciones católicas, fue depuesto en Madrid, por presiones de Roma, el director del semanario “Vida Nueva”. Más tarde corrieron la misma suerte Eugenio Melandri, director de la revista italiana “Missione Oggi”, por propagar “ideas que no concuerdan con la doctrina de la Iglesia”, y el claretiano Benjamín Forcano, que dirigía la revista católica “Misión Abierta”, quien además fue suspendido en el ejercicio de la cátedra de moral sexual.
Todo esto se produjo porque, como lo aclaró el cardenal Joseph Ratzinger, “la Iglesia de Cristo no es un partido, no es una asociación, no es un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática sino sacramental y, por lo tanto, jerárquica”.
18. La denominada “teología de la liberación”. Ella formó parte también del movimiento de insatisfacción doctrinal de muchos sectores del clero en diversos lugares del mundo. Bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, que preconizó no dar como ayuda de caridad lo que se debe por razón de justicia y que dispuso que han de suprimirse las causas y no sólo los efectos de los males sociales, el episcopado latinoamericano —reunido en la Segunda Conferencia General en Medellín, en agosto y septiembre de 1968, y en la Tercera Conferencia General de Puebla, en enero y febrero de 1979— llegó a la conclusión de que el subdesarrollo del tercer mundo es un subproducto del desarrollo del primer mundo y de que las formas antiguas y nuevas de colonialismo, propias del capitalismo liberal, son la causa principal de la estructura del atraso de los países pobres.
Muchos libros se escribieron sobre el tema. Fray Gustavo Gutiérrez escribió la obra “Hacia una teología de la liberación” (1969), Rubem Alves: “Religión: opio o instrumento de liberación” (1969), Juan Luis Segundo: “De la sociedad a la teología” (1970), Hugo Assmann publicó en colaboración con otros sacerdotes su “Opresión-liberación: desafío a los cristianos” (1971), Leonardo Boff: “Jesucristo el liberador” (1971), Lucio Gera: “Teología de la liberación” (1973), José Míguez Bonino: “Doing theology in a revolutionary situation” (1975).
La teología de la liberación causó problemas internos muy graves a la Iglesia porque buena parte del clero de base se adhirió a ella y trabajó en conjunción con los grupos de izquierda en favor de la gente pobre, mientras que las altas jerarquías se opusieron a esos planteamientos, que los consideraron muy cercanos al marxismo, y la Iglesia tuvo que afrontar enormes problemas de desunión y de indisciplina en sus cuadros apostólicos.
Este movimiento teológico, en efecto, aceptó algunos conceptos del marxismo, como el determinismo económico, las relaciones estructura-superestructura, la lucha de clases como un hecho de la realidad, el capital como fruto de la plusvalía, esto es, del trabajo no pagado al obrero, y algunos más, aunque rechazó el materialismo dialéctico, o sea el componente filosófico del marxismo, que tanta y tan diametral oposición mantiene con el dogma católico. Coincidió también en cuestiones tácticas de la lucha contra un orden de cosas opresivo e injusto y si bien privilegió los métodos pacíficos —la persuasión, el diálogo, la resistencia pacífica, la presión moral— no descartó la movilización de masas ni el uso de la fuerza, bajo ciertas orientaciones éticas inspiradas en el evangelio, como último recurso para alcanzar la transformación social.
Por todo lo dicho, la falta de unidad doctrinal e institucional de la Iglesia ha sido evidente en las últimas décadas. En su libro “La rebelión de los teólogos” (1991), el escritor y periodista español Pedro Miguel Lamet, especialista en temas eclesiales, refiere con sólida información y todo detalle este proceso de inconformidad y protesta de amplios sectores del clero contra la política inquisitorial instrumentada por Roma.
El 19 de junio del 2011, en un abierto desafío al Vaticano, trescientos veintinueve sacerdotes austriacos liderados por Helmut Schüller —vicario general de la arquidiócesis de Viena entre 1995 y 1999— expidieron un manifiesto público —denominado “Llamada a la Desobediencia”—, en el que pedían la ordenación de las mujeres, la abolición del celibato obligatorio de los sacerdotes, su opción matrimonial, el derecho a la comunión de los divorciados que se hubieren vuelto a casar y otras reformas a la ortodoxia católica. Fue una verdadera rebelión contra la Iglesia, sustentada por el 80% de los sacerdotes austriacos, a la que se sumaron sacerdotes franceses, alemanes, italianos, belgas, norteamericanos, eslovacos y de otras nacionalidades.
Los curas austriacos llevaban años defendiendo la tesis de la admisión de las mujeres y hombres casados en el sacerdocio.
En cuanto al celibato, el manifiesto expresaba: “Nos sentimos solidarios con aquellos que a causa de su casamiento no pueden seguir ejerciendo sus funciones y también con quienes, a pesar de mantener una relación, continúan prestando su servicio como sacerdotes”.
Los sondeos de opinión realizados y publicados en esos días revelaron que tres de cada cuatro de los 2,6 millones de católicos de Austria apoyaban la iniciativa porque creían que la Iglesia se había estancado en el pasado y que el 72 por ciento de los 4.000 curas austriacos simpatizaban con el movimiento reformista.
Pero, obviamente, no dejaron de alzarse voces de los sectores más conservadores de la Iglesia para condenar esa propuesta.
Estos temas —tratados en voz baja en los círculos de la dirigencia católica— volvieron a afrontarse explícitamente muchos años después dentro del Sínodo que, convocado por el papa Francisco I, se reunió del 5 al 19 de octubre del 2014 en Ciudad del Vaticano con la asistencia de los padres sinodales, expertos, auditores y delegados fraternos, para tratar diversos asuntos conflictivos de la Iglesia, entre los que estaban la comunión de los divorciados vueltos a casar, de las parejas casadas civilmente y de los convivientes, el control de la natalidad y otras cuestiones que produjeron encendidas discusiones entre los obispos, aunque no formaron parte de la agenda dos de los temas controversiales pendientes dentro de la Iglesia: el voto de castidad de los curas y el sacerdocio femenino.
El documento final del encuentro —el Relatio Synodi— trató de recoger las conclusiones de la reunión en medio de la irreductible contradicción de opiniones. Pero su difiusión desató una tormenta en el seno de la Iglesia. Violentas protestas se desataron alrededor del mundo católico. Reacciones adversas de grandes sectores conservadores estallaron por doquier en disconformidad con la forma como el Sínodo, en una apertura sin precedentes, trató temas tan repudiados por la doctrina eclesiástica tradicional.
Monseñor Stanislaw Gadecki, Presidente de la Conferencia Episcopal de Polonia, consideró “inaceptable” el informe “porque se aleja, en particular, de la enseñanza de Juan Pablo II”.
El cardenal Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —en ejercicio del mismo cargo que ocupó Benedicto XVI durante el pontificado de Juan Pablo II—, hizo públicas sus críticas a la propia Santa Sede por “manipular la información sobre el Sínodo para dar relieve a una sola tesis en vez de reportar fielmente las diferentes posiciones”.
También el cardenal estadounidense Raymond Burke, prefecto del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica, denunció la “manipulación informativa” en una entrevista con el diario italiano “Il Foglio”.
La Santa Sede se vio forzada a convocar inmediatamente una conferencia de prensa para aclarar que el Retatio Synodi era sólo un “documento de trabajo”, apto para ser corregido y enviado al papa para su decisión final. Y Federico Lombardi, vocero del Vaticano, afirmó además que el Sínodo no concluyó en el 2014 sino que tendrá una segunda sesión el próximo año.
No obstante, Francisco I no pudo ocultar la profunda división de opiniones que estos temas producen en el seno de la Iglesia y en una entrevista con el diario “La Nación” de Argentina, publicada el 7 de diciembre del 2014, reconoció que esa división existía.
19. Los grandes contradictores del catolicismo. Uno de los grandes contradictores del catolicismo fue el filósofo griego Celso, profundo conocedor de las escrituras cristianas, que escribió “La Verdadera Palabra” —traducida también como “El Discurso Verídico”— alrededor de los años 176 y 180 de nuestra era, de la que se tuvo noticia en la modernidad gracias a la refutación del escritor cristiano Orígenes (184-254) y a las referencias del célebre filósofo griego Porfirio de Tiro en el siglo IV, discípulo de la Escuela de Plotino en Roma. El contenido de la obra de Celso nos ha llegado principalmente a través de sus numerosos fragmentos citados textualmente por Orígenes en su réplica titulada “Contra Celsum”, fragmentos en los cuales el filósofo griego impugnaba duramente la apologética cristiana.
Según Celso, los cristianos han elaborado una mitología muy poco original, copiada de Grecia y de los pueblos del Oriente, en la que han reproducido los mitos griegos, anteriores a los cristianos, que atribuían un nacimiento divino a Perseo, hijo de Zeus y de la virgen Danae; a Eaco, hijo de Zeus y de la ninfa Egina; y a Anfión, hijo de Zeus y de la virgen Antíope.
Celso no creyó en las profecías, ni en la revelación, ni en la concepción virginal de Jesús, ni en sus milagros, ni en la resurrección como pruebas de su divinidad. Tampoco creyó en la revelación. Criticó a los cristianos por haber supuesto que Cristo era hijo de dios sólo “porque curó a cojos y ciegos, y, de acuerdo a lo que dicen, resucitó algunos muertos”. Dudó de la veracidad de los milagros, sin descartar que pudieran haber sido obra de las habilidades hechiceras que Cristo aprendió en Egipto. Afirmó que, de la misma manera, tampoco son creíbles los muchos “milagros” que se atribuyeron en su tiempo a Asclepio, Aristeas, Abaris, Hermótimo, Cleómedes y tantos otros legendarios personajes griegos. Argumentó que era usual en aquellos tiempos hablar de la resurrección. Y que ella se atribuía a muchos personajes: Asclepio, Dionisio, Heracles y otros. Con la diferencia de que éstos resucitaron ante mucha gente mientras que de la resurrección de Cristo apenas testificaron “una mujer histérica” y “un pescador de Galilea”, lo cual, en su concepto, demostró la fragilidad de aquellos testimonios. La impotencia de Jesús en la cruz —afirmó Celso— hace dudar de que hubiera podido resucitar después de muerto. Para Celso una prueba de la resurrección hubiera sido que Jesús apareciese ante sus enemigos: ante Pilatos, ante los fariseos, ante todos. Descalificó el argumento de las profecías con que los cristianos del siglo II pretendían divinizar a Jesús y afirmó que “las profecías se pueden ajustar a miles de otros con mayor verosimilitud que a Jesús”.
También el célebre filósofo griego Porfirio propuso una serie de objeciones de fondo a las afirmaciones apologéticas de los teólogos y evangelistas del cristianismo en su monumental obra de quince libros “Contra los Cristianos”, que seguramente fue quemada y de la que han llegado a nuestro tiempo sólo fragmentos gracias a los párrafos que rescató Macarius Magnes en su “Apocriticus” alrededor del año 400 y a las incompletas refutaciones que en su tiempo recibió de san Metodio, Eusebio de Cesárea y otros escritores católicos.
En todo caso, se atribuyó a Jesús la misión de encarnarse en la Tierra, ser muerto y sepultado, resucitar y subir a los cielos, de donde vendrá el día del juicio final.
Durante su tránsito terrenal se recogieron de él una serie de aforismos que, desarrollados por los teólogos, han formado, con el tiempo, la estructura doctrinal del cristianismo. Algunos de ellos son: amar al prójimo como a uno mismo, bienaventurados los pobres de espíritu porque entrarán en el reino de los cielos, afortunados los que lloran porque recibirán consolación, felices los mansos porque obtendrán la Tierra por heredad, bienaventurados los compasivos porque alcanzarán misericordia, afortunados los virtuosos porque verán a Dios, quien se enfadare con su hermano será penado con el fuego del infierno, si alguno os hiriere en la mejilla derecha entregadle también la otra, al que os quisiere poneros pleito para apropiarse de vuestro traje ofrecedle también la capa, al que os pidiere dadle aunque supiereis que nunca más os devolverá lo prestado, cuando diereis limosna no lo publicaréis a son de trompeta como hacen los hipócritas, cuando diereis haced que vuestra mano izquierda ignore lo que hace la derecha, cuando orareis no seáis como los simuladores porque ellos gustan de rezar en las sinagogas y las esquinas de las calles para ser vistos de los demás, no atesoraréis bienes en la Tierra donde la polilla y el orín corrompen, ninguno puede servir simultáneamente a dos señores, buscad el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura, entrad por la puerta estrecha porque la ancha y el camino espacioso conducen a la perdición, guardaos de los falsos profetas que llegaren a vosotros disfrazados con pieles de oveja y por dentro son lobos feroces, por sus actos los conoceréis porque así como es imposible sacar uvas de los espinos o higos de las zarzas es sumamente difícil que un árbol bueno produzca frutos malos o un malo saludables”.
Con frecuencia se afirma que estos principios hacen del cristianismo una religión de paz, de amor y de fraternidad. Sin embargo, algunos pasajes de la Biblia contradicen este aserto. Por ejemplo, el evangelio de san Mateo pone en boca de Cristo estas palabras: “No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz sino la guerra; pues he venido a separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra” (X, 34 y 35).
En los tiempos modernos, entre varios contradictores del catolicismo, puedo citar al escritor y político socialista español Fernando Garrido (1821-1883), quien afirma que malos y criticables pasos de la Iglesia se han debido también, en tiempos idos, a algunos miembros de la Compañía de Jesús, fundada en 1534 por el vasco Ignacio de Loyola, exsoldado del ejército español que perdió una pierna durante la batalla contra los franceses en 1521 en defensa del Castillo de Pamplona, durante el asedio de las tropas francesas contra el reino de Navarra.
En su libro “¡Pobres Jesuitas!” (1881), capítulo VI, Garrido reseñó “la manera de conquistar a las viudas ricas” por la Compañía de Jesús para asumir el control de sus fortunas. Habló de las estrategias y tácticas que desplegaba la comunidad jesuita con este fin. Afirmó que a sus sacerdotes se les recomendaba por esos años que a las viudas acaudaladas “se les provea de un confesor que las dirija bien con el objeto de conservarlas en el estado de viudez, hablándoles de sus ventajas y ponderándoles la felicidad que tendrán”.
Escribió Garrido que, para tal efecto, “se les mostrarán todas las ventajas del estado de viudez y las incomodidades del matrimonio: los peligros en que se meterían”. De esa manera, manteniéndolas alejadas “de la conversación y de las visitas de los que las pueden buscar”, las viudas sentirán “disgusto por las segundas nupcias”.
En su implacable arremetida contra el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, el escritor colombiano Fernando Vallejo, en su libro “La Puta de Babilonia” (2007), no dejó santo con cabeza. La Iglesia Católica —escribió en la primera página de su libro— es “la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó Constantinopla y bañó de sangre Jerusalén; la que exterminó a albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas…”
20. La santificación. La Iglesia Católica tiene alrededor de diez mil santos registrados en los diez y ocho volúmenes de la Biblioteca Sanctorum del Vaticano, donde se relatan sus vidas y milagros. La declaración de santidad la hace el sumo pontífice mediante un decreto, después de que la Congregación para las causas de los santos ha estudiado la vida del beato y ha opinado favorablemente respecto de su elevación a los altares.
El proceso póstumo que lleva a la inclusión del nombre de un beato en el índice o canon de los santos se denomina canonización. Y tiene tres etapas: la veneración, la beatificación y la santificación. Después de que una persona fallecida ha recibido el título de venerable, en reconocimiento de sus virtudes heroicas, se inicia el trámite de beatificación en que se atribuye a ella, además de tales virtudes, un milagro verificado después de su muerte, es decir, un hecho no explicable por las leyes naturales y que se asigna a una intervención de origen divino. Hecho que consiste en una intercesión del “siervo de Dios”, aspirante a la beatificación, en beneficio de alguna otra persona y que debe ser debidamente comprobado mediante una instrucción canónica especial. Entonces viene la canonización, que confiere al beato el título de “santo”, para lo cual debe acreditarse un segundo milagro atribuido a él. Salvo el caso de martirio, este es el largo y engorroso trámite de la canonización, que compromete la infalibilidad papal.
Los beatos son venerados por la iglesia local mientras que los santos son objeto de público culto por la iglesia universal y reciben un lugar en los altares y la asignación de un día en el calendario de las fiestas religiosas.
En el siglo primero, durante la fase inicial de la Iglesia Católica, en que el concepto de santidad estaba asociado al martirio, el primer santo fue el judío converso y diácono san Esteban, quien murió lapidado, según lo relata Lucas en los Hechos de los Apóstoles (VII, 55-59). Y en el año 993 se produjo la primera canonización cuando Ulric de Ausburg fue declarado santo por el papa Juan XV. A partir del año 1234 se regularon las canonizaciones y éstas fueron competencia exclusiva del pontífice romano. En el año 1588 el papa Sixto V puso el proceso de canonización en manos de la congregación para las causas de los santos y desde entonces se lleva el “Index ac status Causarum”, que se publicó por primera vez en 1988. Este libro y los suplementos que le siguieron, escritos en latín, contienen el índice de todas las causas de santificación que han sido presentadas ante la congregación desde su fundación.
De conformidad con el Derecho Canónico, en los antiguos procedimientos de santificación promovidos por el Vaticano se desarrollaba una suerte de proceso judicial. La defensa del candidato a los altares era asumida por el postulador, quien después de haber estudiado su vida y milagros aportaba con las pruebas que pretendían acreditar sus méritos. Al frente estaba el denominado “abogado del diablo” —advocatus diaboli— que impugnaba esas pruebas y buscaba descalificar al candidato e impedir su beatificación y canonización. El advocatus diaboli era generalmente un clérigo doctorado en Derecho Canónico. La Congregación de las Causas de los Santos, integrada por 35 elementos de la Curia Romana, coordinaba el proceso. Y era el Congreso de los Teólogos, compuesto de nueve miembros, el que dirimía la controversia después de haber evaluado las pruebas aportadas, valorado las virtudes y defectos del aspirante a la beatificación o a la santidad y calificado los milagros que se le atribuían. Los alegatos y documentos presentados se registraban en la Positio, que era el expediente que contenía la síntesis de la información disponible en la causa de beatificación o de canonización.
La Iglesia Católica adoptó este procedimiento en el año 1587 para evitar la ligereza con que anteriormente los obispos solían entregar los títulos de “beatos” o “santos” a personas muertas sin mayores méritos.
El sistema rigió por varios siglos hasta que fue reformado por Juan Pablo II en 1983 para agilitar los procesos de santificación. Se sustituyó el “abogado del diablo” por el “promotor de la fe” y se eliminaron las trabas y exigencias anteriores. Lo cual permitió a este papa realizar durante su pontificado cerca de quinientas canonizaciones y más de mil trescientas beatificaciones, que fueron muchas en comparación a las 98 canonizaciones realizadas por sus predecesores en todo el siglo XX. El papa Wojtyla promovió más beatificaciones y canonizaciones que sus antecesores pontificios en cuatro siglos. La canonización de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, tomó 66 años —desde 1556 hasta 1622— mientras que la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer —el fundador del Opus Dei— tomó a Juan Pablo II en 1992 menos de 17 años a pesar de que fue una de las beatificaciones más controvertidas de la historia de la Iglesia porque tuvo que vencer la resistencia de teólogos, cardenales, obispos y movimientos cristianos del mundo y tuvo que excluir los testimonios críticos.
Otra beatificación duramente discutida, especialmente entre los feligreses de la Iglesia, fue la de la madre Teresa de Calcuta oficiada en Roma el 4 de septiembre del 2016 por el papa Francisco I, en que salieron a relucir las vinculaciones amistosas que ella mantuvo con autócratas inmorales —como el sátrapa Enver Hoxha de Albania o los dictadores vitalicios de Haití Francois Duvalier, mejor conocido como Papa-Doc, y Jean-Claude Duvalier (padre e hijo), en los años 60 y 70—, de quienes recibió honores y distinciones.
Desde los años 90 se habían escuchado voces críticas contra ella. Muchos pensadores —entre ellos Michael Parenti, Aroup Chatterjee, Sanal Edamaruku, Christopher Hitchens— le imputaban una mentalidad reaccionaria y le criticaban su amistad y acercamiento con déspotas sanguinarios y corruptos.
Con ocasión de su santificación, el diario español “El País”, en su edición del 5 de septiembre del 2016, reprodujo las incisivas palabras del escritor Aroup Chatterjee de Calcuta, en su libro “Mother Teresa, The Final Veredict” (2002), quien escribió que “ni en Occidente ni en India se quiere oir porque nadie quiere saber que su ícono de la compasión, Premio Nobel de la Paz, era una fanática religiosa amiga de dictadores ricos y corruptos”.
En efecto, la Madre Teresa se había aproximado a Francois Duvalier y Jean-Claude Duvalier —padre e hijo—, autócratas de Haití, a quienes visitó para ofrecerles su admiración y respaldo; cosa que también hizo con el régimen totalitario de Enver Hoxha en Albania.
La madre Teresa recibió algunas donaciones que fueron muy criticadas, como las de Charles Keating, quien fue encarcelado por el mayor fraude financiero en la historia de Estados Unidos hasta ese momento. Y cuando Keating ingresó en prisión, lejos de devolver el dinero que le había entregado —al menos 896.300 euros—, la madre Teresa intercedió ante los tribunales para invocar misericordia con el delincuente.
El escritor británico Christopher Hitchens (1949-2011), en una entrevista concedida a la revista “Free Inquiry” sobre la Madre Teresa, sostuvo que ella fue amiga, partidaria y beneficiaria de varios dictadores, entre ellos los Duvalier de Haití, a quienes visitó y apoyó firmemente. Afirmó que ella “había aceptado dinero (más de un millón de dólares) de Charles Keating, el estafador de Lincoln Savings and Loans, aunque se le mostró que ese dinero era robado”. Y agregó que ella “ha sido una aliada de las fuerzas más reaccionarias de la India y de muchos otros países; que recientemente ha hecho campaña para evitar que Irlanda deje de ser el único país en Europa con una prohibición constitucional del divorcio; que sus intervenciones están siempre calculadas para apoyar a las fuerzas más conservadoras y oscurantistas”.
21. Los papas. La máxima autoridad de la Iglesia Católica es el papa, que ostenta el título de Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal. El ejercicio de su cargo es vitalicio. Es elegido por el cónclave de cardenales de acuerdo con las leyes que rigen la vacancia de la sede apostólica y la elección del pontífice de Roma, algunas de las cuales datan del siglo XI. Hasta 1996 rigió la Constitución Apostólica Romano Pontifici Eligendo, expedida el 1 de octubre de 1975, bajo cuyas normas se eligió a Juan Pablo I y a Juan Pablo II, en agosto y octubre de 1978, respectivamente. Después entró en vigencia la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, expedida el 22 de febrero 1996. La primera aplicación de sus preceptos electorales se dio a raíz de la muerte de Juan Pablo II el 2 de abril del 2005.
No fueron raros los casos de nepotismo en la designación o elección de los papas a lo largo de la historia. La palabra nepotismo viene de la voz italiana nepote, que significa sobrino. Y algunos de los antiguos pontífices incurrieron en nepotismo al designar a cercanos parientes suyos para desempeñar las funciones de primer ministro o secretario privado. En los viejos tiempos el abuso del nepotismo en las más altas esferas del Vaticano fue impresionante. Juan XXII (1244-1334) nombró cardenales a un hijo suyo, a un hermano y a tres sobrinos. Incurrieron en nepotismo Calixto III (1378-1458), Alejandro VI (1431-1503), Pablo IV (1476-1559), Pío IV (1499-1565), Pío V (1504-1572), Inocencio IX (1519-1591), Gregorio XIV (1535-1591), Pablo V (1552-1621), Gregorio XV (1554-1623), Urbano VIII (1568-1644), Inocencio X (1572-1655), Alejandro VIII (1610-1691), Clemente XII (1652-1740) y varios papas más.
En diversas épocas, los sobrinos de los pontífices alcanzaron, bajo el patrocinio de éstos, posiciones muy importantes. Recordemos que Clemente V (1264-1314) nombró cardenales a cuatro de sus sobrinos y que Sixto IV (1414-1484) hizo lo mismo con seis; que Gregorio XI fue nombrado cardenal a los 18 años de edad por su tío Clemente VI (1291-1352); que lo mismo hizo Gregorio XII (1326-1378) con un sobrino: lo nombró cardenal a los 25 años y se convirtió más tarde en el papa Eugenio IV (1383-1447); que el sobrino de éste, cardenal a los 23, fue el papa Pablo II; que Pío III fue investido cardenal a los 21 años por su tío Pío II (1405-1464); que Julio II, sobrino de Sixto IV, llegó al solio cardenalicio a los 18 años y después ascendió al trono pontificio; que lo mismo ocurrió con León XI, sobrino de León X, y con Honorio IV, sobrino nieto de Honorio III.
Y hubo otros casos escandalosos, como el de Sixto V (1521-1590) que nombró cardenal a un sobrino de 15 años de edad o el de Clemente VIII (1536-1605) que hizo cardenales a dos jóvenes sobrinos y a un sobrino nieto de 14 años.
Cuando se produce la ausencia definitiva de un pontífice se inicia el período denominado “sede vacante”, durante el cual, bajo el principio de nihil innovetur (ninguna innovación), el Colegio de Cardenales asume el tratamiento de los asuntos de carácter ordinario de la Iglesia y la preparación de los actos de elección del nuevo papa.
Esta elección está bajo la responsabilidad del >cónclave, que se debe reunir quince días después de la vacancia de la sede romana. El artículo 33 de la Constitución Apostólica prescribe que “el derecho de elegir al Romano Pontífice corresponde únicamente a los cardenales de la Santa Iglesia Romana, con excepción de aquellos que, antes del día de la muerte del Sumo Pontífice o del día en el cual la Sede Apostólica quede vacante, hayan cumplido 80 años de edad”. El artículo 80 castiga con excomunión latae sententiae a los cardenales que acepten el encargo de una autoridad civil de plantear el veto contra algún cardenal. Aunque no se ha determinado el lugar preciso de reunión del cónclave, el artículo 41 señala que este se “desarrollará dentro del territorio de la Ciudad del Vaticano, en lugares y edificios determinados, cerrados a los extraños, de modo que se garantice una conveniente acomodación y permanencia de los cardenales electores y de quienes, por título legítimo, están llamados a colaborar al normal desarrollo de la elección misma”. La costumbre, sin embargo, manda hacerlo en la Capilla Sixtina del Vaticano.
En el día señalado para la elección se reúnen los cardenales con derecho a voto en la Basílica de San Pedro para celebrar la misa votiva pro eligendo Papa y en la tarde concurren en procesión a la Capilla Sixtina.
Tradicionalmente había tres métodos de elección: per acclamationem seu inspirationem (por aclamación o inspiración), per compromissum (por compromiso) y per scrutinium (por escrutinio); pero la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis suprimió los dos primeros, de modo que ya no se admite que los cardenales voten por aclamación bajo la “iluminación del Espíritu Santo” ni en virtud de la delegación que ellos confieran a un grupo para que vote en representación de todos. Por tanto, el único método válido es el de votación individual y secreta de los cardenales dentro del cónclave. Pero este es un largo y engorroso proceso. La elección del papa requiere el voto de las dos terceras partes de los votos de los cardenales presentes. Sin embargo, si después de veinticuatro escrutinios ninguno de los candidatos obtuviere esa suma de votos, se abandonará la mayoría especial y se elegirá por la “mayoría simple” de los cardenales.
La legislación canónica no impone requisitos para ser elegido papa, pero la costumbre lleva a considerar los mismos requisitos que para ser obispo: varón con pleno uso de razón. En la práctica, sin embargo, desde hace muchos siglos la elección ha recaído en un cardenal.
Terminada la elección, se queman las papeletas. La tradición ha consagrado que, al efectuar esta quema, se utilice paja seca para que el humo sea negro en caso de que no se hubiera podido elegir aún el papa, o paja húmeda para que el humo sea blanco, en caso de que éste hubiese sido ya elegido. Son las célebres fumata negra o fumata blanca que suele ver la gente desde la plaza de San Pedro.
Después se procede a preguntar al elegido si acepta su elección canónica y, en caso afirmativo, se le demanda el nombre con el cual quiere ser llamado. Finalmente, el cardenal protodiácono anuncia desde el balcón de la basílica a la gente reunida en la plaza el resultado de la elección con la tradicional fórmula: “Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam”.
La elección de papa es un proceso muy complejo por la vorágine de discrepancias teológicas, intrigas, intereses políticos, cabildeos, pactos, promesas de votos que bullen en el interior del cónclave.
La historia de la Iglesia está llena de estos episodios. En más de una vez se llegó a los extremos de la simonía, es decir, a la compraventa de cosas espirituales: sacramentos, bienes sacramentales, prebendas o beneficios eclesiásticos.
Al interior de la cerradura no todo es tan santo como se ve desde fuera. El propio papa Juan Pablo II, en su referido documento normativo sobre la vacancia de la sede apostólica y la elección del jefe de la Iglesia, al afrontar el tema de “lo que se debe observar y evitar en la elección del Sumo Pontífice”, amenazó con la excomunión latae sententiae a quienes incurrieren en “el crimen de la simonía” y prohibió a los cardenales, en vida del pontífice, “hacer pactos sobre la elección de su sucesor, prometer votos o tomar decisiones a este respecto en reuniones privadas”. En otra parte del documento advirtió: “Los Cardenales electores se abstendrán, además, de toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier género, que los puedan obligar a dar o negar el voto a uno o a algunos. Si esto sucediera en realidad, incluso bajo juramento, decreto que tal compromiso sea nulo e inválido y que nadie esté obligado a observarlo; y desde ahora impongo la excomunión latae sententiae a los transgresores de esta prohibición”. También prohibió “a los Cardenales hacer capitulaciones antes de la elección, o sea, tomar compromisos de común acuerdo, obligándose a llevarlos a cabo en el caso de que uno de ellos sea elevado al Pontificado. Estas promesas, aun cuando fueran hechas bajo juramento, las declaro también nulas e inválidas”. Finalmente, “con la misma insistencia de mis Predecesores, exhorto vivamente a los Cardenales electores, en la elección del Pontífice, a no dejarse llevar por simpatías o aversiones, ni influenciar por el favor o relaciones personales con alguien, ni moverse por la intervención de personas importantes o grupos de presión o por la instigación de los medios de comunicación social, la violencia, el temor o la búsqueda de popularidad”.
El acto de la elección debe ser absolutamente secreto. Se lo hace a puerta cerrada y sin contacto alguno con el exterior. Juan Pablo II mandó “a los Cardenales electores, graviter onerata ipsorum conscientia, que conserven el secreto sobre estas cosas incluso después de la elección del nuevo Pontífice, recordando que no es lícito violarlo de ningún modo, a no ser que el mismo Pontífice haya dado una especial y explícita facultad al respecto”.
Durante el proceso eleccionario los cardenales electores deben abstenerse de mantener correspondencia epistolar o conversaciones telefónicas o por radio con personas no admitidas en los edificios reservados para ellos. De forma específica les está prohibido, mientras dure el proceso de la elección, recibir prensa de cualquier tipo, escuchar programas radiofónicos o ver transmisiones televisuales. Añadió Juan Pablo II: “Prohíbo absolutamente que, bajo ningún pretexto, se introduzcan en los lugares donde se desarrollan las operaciones de la elección o, si ya los hubiera, que sean usados instrumentos técnicos de cualquier tipo que sirvan para grabar, reproducir o transmitir voces, imágenes o escritos”.
La aplicación de esta normativa apostólica se dio el 19 de abril del 2005 en la elección del primer papa del tercer milenio: Benedicto XVI. Su designación se produjo en un momento muy conflictivo de la Iglesia, en que los nuevos problemas ético-sociales la habían desacreditado y habían profundizado las divisiones internas del clero. La bioética, la eutanasia, el aborto, el control de la fecundidad, la lucha contra el sida, la homosexualidad, la libertad de conciencia teológica, la pobreza y exclusión, la globalización económica, la libertad de investigación científica y tecnológica, el celibato sacerdotal, la condición de la mujer dentro de la Iglesia y otros temas que amenazaban la ortodoxia católica habían producido trizamientos en las jerarquías eclesiásticas. Incluso los asuntos, terriblemente graves en términos morales, de la sodomía, la pederastia, la paidofilia, las violaciones y los abusos sexuales en que habían incurrido numerosos sacerdotes en los últimos años, no dejaban de jugar un papel divisor de opiniones dentro de la clerecía. En abril del 2006 el cardenal emérito de Milán Carlo María Martini —aspirante a pontífice y uno de los prelados más respetados en los círculos eclesiásticos— declaró públicamente que el uso del preservativo debe ser considerado, “en ciertas ocasiones”, un medio válido para prevenir el VIH/SIDA. Como era de esperar, sus palabras causaron un gran escándalo en el seno de la Iglesia. La respuesta de la alta jerarquía fue que ellas eran un ataque directo contra el papa Benedicto XVI. De hecho, Martini fue el primer prelado que se atrevió a alzar la voz contra la inmoralidad eclesiástica de prohibir el preservativo y permitir la proliferación del síndrome de inmuno-deficiencia y la agudización de la explosión demográfica.
En tales circunstancias, producido el fallecimiento de Juan Pablo II, tras dos fumatas negras fue elegido el 19 de abril del 2005 el erudito y anciano teólogo y ultraconservador cardenal alemán Joseph Ratzinger, quien se desempeñó como jefe de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe por veinticuatro años de los casi veintisiete del pontificado de Juan Pablo II. En su mocedad, Ratzinger fue miembro de las juventudes hitlerianas del Tercer Reich y participó como soldado del ejército alemán en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.
Su elección fue muy aplaudida por el >Opus Dei y los sectores conservadores de la Iglesia pero cuestionada por los grupos renovadores, que imputaron al cardenal Ratzinger su tenaz oposición al sacerdocio femenino, a la igualdad de derechos del hombre y la mujer, al matrimonio opcional de los sacerdotes, a la teología de la liberación, a la libertad de conciencia teológica, al aborto, al uso de anticonceptivos y a todas las demás iniciativas innovadoras que en voz baja circulaban en ciertos medios eclesiásticos.
El desencanto fue mayor en América Latina. “Esperábamos un cambio del péndulo que estaba a la derecha; pero se vio que los cardenales estaban todos inclinados por la continuidad”, dijo el obispo brasileño Tomás Balduíno, Presidente de la Comisión Pastoral de la Tierra.
Leonardo Boff —teólogo de la liberación que fue condenado al silencio en 1985 por Ratzinger y que abandonó los hábitos en 1992— expresó en Río de Janeiro que “será difícil amar a ese Papa por sus posiciones sobre la Iglesia y el mundo”. Y agregó: “Creo que Ratzinger tiene una limitación: que no tiene ninguna duda, y los que no tienen dudas no están abiertos al diálogo y tienen dificultad de aprender”. Son mentalidades, según Boff, que fácilmente pueden caer en el >fundamentalismo. Y el teólogo y filósofo católico Rubén Dri, profesor de la Universidad de Buenos Aires, calificó la elección del nuevo pontífice como “un triunfo de la derecha dogmática y capitalista” que llevará a los fieles latinoamericanos a seguir abandonando la Iglesia Católica “por su falta de apertura”.
La tendencia que, en términos relativos y con cierto abuso del lenguaje, podríamos llamar “progresista”, sostuvo que el nuevo papa debiera impulsar una profunda reforma interna en la Iglesia para sintonizar los nuevos tiempos y afrontar los temas que han planteado los avances de la ciencia y la tecnología y que están más allá del catecismo. Esta fue la posición, por ejemplo, del cardenal brasileño Claudio Hummes. Quienes se alinearon en esta tendencia cuestionaron incluso la excesiva concentración de poderes en manos del pontífice y abogaron por una mayor participación de los obispos en el gobierno de la Iglesia. Impugnaron el poder que, bajo el alero del papa Juan Pablo II, había alcanzado el Opus Dei. En cambio, el grupo de los cardenales conservadores, liderados por el alemán Joseph Ratzinger —muy estrechamente ligado a su antecesor—, no compartió las iniciativas descentralizadoras y se inclinó por la prosecución de las líneas de acción impuestas por su predecesor Karol Józef Wojtyla.
Entre estos dos grupos “extremos” se ubicaron los moderados, cuya cabeza visible era el cardenal Camilo Ruini, Presidente de la Conferencia Episcopal italiana, quien trataba de alcanzar equilibrios imposibles.
Los detalles de la contienda cardenalicia en que triunfó Ratzinger se pudieron conocer gracias a la violación del secreto de lo ocurrido dentro del cónclave por uno de los cardenales asistentes. La revista italiana “Limes” publicó en la segunda quincena de septiembre del 2005 fragmentos del “Diario de un Cardenal” que reveló los datos secretos del proceso de elección del nuevo papa. Fue Lucio Brunelli, experto en asuntos del Vaticano, quien publicó el documento, aunque no dio a conocer el nombre del cardenal que se lo entregó. Por él pudo saberse que las cosas al interior del cónclave cardenalicio no fueron tan sencillas como se las hizo aparecer. Las cenas, reuniones, negociaciones y cabildeos entre los cardenales en su retiro de la Casa de Santa Marta resultaron infructuosos durante los primeros días para producir consensos. Hubo primero una gran dispersión de votos y luego las opiniones de dividieron entre el cardenal alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Bergoglio. La elección de Ratzinger estuvo seriamente amenazada por los cuarenta votos progresistas que apoyaron al cardenal argentino, arzobispo de Buenos Aires, que bien pudieron entrabar la elección del pontífice conservador. Hubo tres votaciones en las que Ratzinger y Bergoglio obtuvieron el mayor número de votos. En la primera de ellas, el 18 de abril, Ratzinger sumó 47 votos, Bergoglio 10, Carlo María Martini 9, Camillo Ruini 6, Angelo Sodano 4 y los votos restantes se distribuyeron entre varios cardenales. En la segunda, las cosas siguieron indefinidas. En la tercera y penúltima votación el alemán obtuvo 72 votos y el argentino 40. Para ganar se requerían 77 votos. Por tanto, la chimenea de la Capilla Sixtina seguía echando humo negro. El impasse se superó gracias a que el cardenal argentino pidió a sus seguidores durante el almuerzo del día 19 que no votaran por él y renunció a su opción de convertirse en el primer papa latinoamericano de la historia del Vaticano. Así pudo concretarse, en la cuarta votación, el triunfo del candidato alemán por 84 votos contra 26 del arzobispo de Buenos Aires.
El nuevo pontífice romano, mediante un edicto que de motu proprio expidió el 26 de junio del 2007, introdujo una modificación a las normas que regulaban la elección del papa. Anulando la disposición anterior de Juan Pablo II en su Universi Dominici Regis de 1996, que establecía que tras 33 votaciones infructuosas se resolvía la elección por la mayoría absoluta de los cardenales presentes, estatuyó la mayoría especial de los dos tercios de los electores con el fin de “garantizar el más amplio consenso posible en la designación”, según explicó la oficina de prensa del Vaticano.
Benedicto XVI fue el séptimo pontífice alemán. En la historia del >papado hubo hasta ese momento 212 papas italianos, 17 franceses, 11 griegos, 6 alemanes, 6 sirios, 3 españoles, 3 africanos, 2 dálmatas, un portugués, un cretense, un holandés, un inglés y un polaco.
Según las estadísticas del Vaticano —que tienen como punto de referencia el bautismo—, de la población mundial calculada en 6.314 millones de seres humanos en el año 2005, el 17% profesaba la religión católica, o sea 1.086 millones de personas. De ellas, 541 millones correspondían a América —Norteamérica, América Central, América del Sur— y el Caribe, 280 millones a Europa, 143 millones a África, 113 millones a Asia y 8,5 millones a Oceanía.
El papa Benedicto XVI suscitó una gran discusión en los círculos católicos al elogiar públicamente “el importante ministerio” al servicio de dios que los exorcistas realizan en el seno de la Iglesia y al plantear la preparación de los sacerdotes para exorcizar a los posesos. Lo hizo el 14 de septiembre del 2005, cuando recibió a un grupo de sacerdotes exorcistas italianos que visitaron el Vaticano. El planteamiento de Benedicto XVI y la admisión por la Iglesia Católica de la posibilidad de la posesión diabólica, para cuya curación prescribe el exorcismo —aunque recomienda que los exorcistas no usurpen el papel de los médicos—, reactualizó las diferencias de opinión entre los teólogos y los científicos en torno a esta práctica. Para los científicos, la creencia en la posesión del demonio guarda una relación muy estrecha con la magia y la brujería. Recordemos que hasta que la ciencia ganó terreno, algunas enfermedades nerviosas —la epilepsia y la histeria, entre ellas— fueron consideradas como manifestaciones de embrujamiento o de posesión de los espíritus malignos, cuya cura era el exorcismo. En cambio, para los teólogos católicos el exorcismo debía aplicarse a las personas que hubieren sido poseídas por el demonio aunque debía hacerse de manera que “nadie lo pueda considerar una acción mágica o supersticiosa” y de que no se convirtiera en espectáculo para los medios de comunicación.
Benedicto XVI estremeció al mundo católico con su renuncia irrevocable a la función pontificia el 28 de febrero del 2013. Lo hizo abrumado y vencido por las luchas intestinas en el Vaticano, la enmarañada red de sospechas, odiosidades e intrigas palaciegas entre los cardenales, la lujuria de poder y de riqueza de varios de los miembros de la Curia Romana —que es el órgano administrador de la Santa Sede—, la vergonzante ola de escándalos de pederastia producidos por sacerdotes alrededor del mundo, la presencia disociadora e influyente del llamado lobby gay (mafia homosexual) —cuya existencia en la Curia Romana fue expresamente reconocida y denunciada por el nuevo papa Francisco I al comienzo de su gestión—, el blanqueo de dinero sucio, desvío de capitales eclesiásticos y corrupción financiera del Banco Vaticano, la filtración masiva de documentos reservados desde los archivos del pontífice e, incluso, el temor a morir envenenado por sus enemigos internos.
Pero nada de esto dijo Benedicto XVI en su carta de renuncia. Se limitó a invocar su avanzada edad y falta de fuerzas para ejercer adecuadamente su ministerio.
Hacían seis siglos que un papa no renunciaba a su función. Lo hizo Gregorio XII el año 1415, en el marco del gran cisma de Occidente —el más grave de los muchos cismas que la Iglesia Católica ha tenido en su accidentada vida institucional—, en que dos papas beligerantes competían entre sí por el poder del Vaticano. Antes —en el el siglo XIII— hubo otro caso: Celestino V abdicó voluntariamente a su cargo por no sentirse preparado para desempeñarlo.
El trono de San Pedro quedó vacante.
Para elegir al sucesor la asamblea cardenalicia —el >cónclave— se instaló en la Capilla Sixtina la tarde del 12 de marzo del 2013 con 115 cardenales, de los cuales 12 no tenían derecho a voto por ser mayores de 80 años de edad. Veintiocho de los cardenales eran italianos, treinta y dos del resto de Europa, trece de Sudamérica, veinte de Norteamérica, once de África y once de Asia y Oceanía. La reunión fue ensombrecida por los escándalos de pederastia y paidofilia protagonizados en esos años por miembros del clero en diversos lugares del mundo. Cardenales de varias diócesis —entre quienes estaban varios precandidatos al solio de Roma— fueron excluidos del cónclave por sus vinculaciones con esa turbulencia: Timothy Dolan de Nueva York, Sean O’Malley de Boston, Donald Wuerl de Washington, Tarcisio Bertone y Angelo Scola de Italia, Leonardo Sandri de Argentina, George Pell de Australia, Marc Ouellet de Canadá, Donald Peter Turkson de Ghana, Óscar Rodríguez Madariaga de Honduras, Norberto Rivera de México, Dominik Duka de República Checa, Keith O’Brien del Reino Unido. Todos ellos fueron acusados de proteger o encubrir a sacerdotes paidófilos.
La accidentada historia de los cónclaves, dicho sea de paso, es muy interesante. En el año 1059 el papa Nicolo II reservó a los cardenales el derecho de elegir al Pontífice. Pero ocurrió que después de la muerte de Clemente IV, el 29 de noviembre de 1268, los 18 cardenales de ese tiempo reunidos en Viterbo no pudieron ponerse de acuerdo en la elección del sucesor. El impasse duró dos años, nueve meses y dos días. Sólo cuando les redujeron la comida y les quitaron el tejado de la sala de reuniones para que les cayeran las lluvias otoñales, los cardenales se decidieron por la candidatura de Gregorio X.
Fue entonces cuando san Buenaventura sugirió que en el futuro se encerraran los cardenales para tomar la decisión sin las presiones de fuera.
El primer papa elegido de esta manera fue Gregorio X, quien en el Concilio de Lyon en 1274 adoptó la resolución de que en el futuro los electores se encerraran bajo llave para elegir papa y se entregara a uno de ellos la llave del recinto. Esta resolución, sin embargo, fue abolida por Adriano V en 1276.
Pero como volvieron a suscitarse dilaciones en la elección a causa de los cabildeos internos y de las presiones de fuera sobre los cardenales, Celestino V restableció el cónclave en 1294.
A partir de esa época los cardenales se reúnen bajo llave para elegir papa —desde la elección de Juan Pablo I sólo asisten al cónclave los cardenales menores de 80 años— y se realizan dos votaciones en la mañana y dos en la tarde. Para ganar la elección se requieren los dos tercios más uno de los votos depositados.
El cónclave más dramático de la historia fue el que se reunió en la ciudad de Carpentrás, al sur de Francia, en el que los cardenales tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas cuando las masas impacientes incendiaron el palacio arzobispal, que era la sede de la reunión. El cónclave más largo fue el de Viterbo. Otro cónclave largo fue el de 1831, que eligió a Gregorio XVI. Duró cincuenta días. Y los más cortos fueron el del 1 de noviembre 1503 en Roma, que en pocas horas designó a Julio II —se cree que los sobornos aceleraron el proceso—, y el de 1939 que en veinte horas eligió a Pío XII.
Los cónclaves cardenalicios deben ser absolutamente secretos. Sin embargo, siempre se fugan informaciones de lo que dentro de las puertas cerradas ocurre.
En la tarde del día 13 de marzo del 2013, a las 19:10 horas, salió el humo blanco por la chimenea de la Capilla Sixtina: en la quinta votación del segundo día pudieron sobrepasarse los dos tercios de los votos requeridos y fue elegido nuevo papa el cardenal jesuita argentino Jorge Bergoglio —el primer papa latinoamericano de la historia, aunque de origen italiano— ante la sorpresa general.
Las primeras declaraciones públicas del nuevo pontífice apuntaron hacia la modernización de la Iglesia, el abandono de viejas prácticas reaccionarias, la eliminación del boato con que se rodeaba la alta jerarquía eclesiástica, la moralización de los altos mandos vaticanos, la condena de la paidofilia y pederastia sacerdotales, el cambio de una serie de viejas costumbres en las alturas de San Pedro, el tratamiento preferencial a los pobres, el rechazo al tráfico de influencias en la burocracia eclesiástica y la investigación de las operaciones del Banco Vaticano, cuyo presidente —el abogado alemán Ernst von Freyberg de 58 años de edad, que presidía un astillero de Hamburgo— había sido nombrado dos semanas antes de su renuncia por el papa Benedicto.
Para sorpresa del mundo católico y del propio Vaticano —y para indignación de sus sectores más conservadores y rutinarios—, el nuevo pontífice comenzó a dar un vuelco muy importante a la Iglesia. Tomó una serie de medidas de fondo y de forma. Introdujo cambios institucionales y personales en la Santa Sede que levantaron protestas de los sectores conservadores más radicales de la Iglesia, quienes irrumpieron con duras críticas y feroces ataques contra el nuevo pontífice a través de los medios de comunicación, sitios web y las redes sociales de internet. Afirmaron que él había roto con la tradición, criticaron su negativa a residir en el palacio Vaticano —en resguardo de su propia seguridad—, censuraron su intención de eliminar el ritualismo, la pompa, la ostentación y el lujo con que tradicionalmente se han movido los cardenales y altos personeros de la cúpula romana, condenaron su llamado al diálogo con el Islam. Los cardenales y arzobispos implicados en malos manejos financieros se enfurecieron por la decisión del papa de intervenir en el Banco Vaticano, las librerías Troa pertenecientes al Opus Dei censuraron y vetaron la venta del primer libro que se publicó sobre el nuevo pontífice —”Francisco. El nuevo Juan XXIII”—, escrito por José Manuel Vidal y Jesús Bastante, aunque después se vieron obligados a venderlo.
Cuando el papa Francisco I sustituyó al poderoso cardenal Tarcisio Bertone de su función de Secretario de Estado —que desempeñó durante el reinado de Benedicto XVI—, el purpurado expresó públicamente que había sido víctima de “una red de cuervos y víboras” en el Vaticano.
El papa Francisco expidió la primera ley para garantizar, mediante mecanismos de vigilancia, inspección e información que cubrían los estándares europeos, la transparencia financiera del Banco Vaticano —cuyo nombre oficial es Instituto para las Obras de Religión (IOR)—, que el 1 de octubre del 2013 publicó su primer balance anual en 125 años de existencia.
Sin embargo, pese a esas medidas de moralización, a finales de junio del 2013 la policía del gobierno italiano detuvo y encarceló a monseñor Nunzio Scarano, alto prelado del Vaticano, por intentar transportar desde Suiza a Italia 20 millones de euros en billetes a bordo de un jet privado.
Pero junto con esos auspiciosos actos y declaraciones del nuevo pontífice, se recordaron las relaciones del entonces cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, con la dictadura militar argentina de los años 70 del siglo anterior.
El escritor y periodista argentino Horacio Verbitsky, en su libro “El Silencio: de Paulo VI a Bergoglio” (2005), relató la complicidad de la Iglesia Católica con el despótico gobierno militar argentino que asesinó a 8.960 opositores políticos, hasta el punto de que El Silencio —un pequeño predio bonaerense de propiedad eclesiástica en la zona turística de Tigre, que era el lugar de descanso y recreo de Jorge Bergoglio, cardenal arzobispo de Buenos Aires— se convirtió en un centro de torturas clandestino operado por la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) —uno de los principales centros de detención y tormento del régimen— a donde fueron a parar el 23 de mayo de 1976, entre muchos otros perseguidos políticos, los sacerdotes jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics que vivían y trabajaban en los barrios proletarios de Buenos Aires, acusados de sospechosos contactos guerrilleros por los agentes de la dictadura del general Jorge Rafael Videla. “La Iglesia —escribe Verbitsky— no sólo bendijo las armas de la dictadura y justificó la tortura con argumentos teológicos, sino que también fundamentó, a lo largo de todo el siglo XX, el desprecio por la democracia, por la voluntad popular, por la libertad de expresión y por la libertad crítica que está en la base de todas las intervenciones militares en la política”. Y acusó directamente al papa Paulo VI, al nuncio apostólico Pío Laghi, al cardenal Antonio Caggiano, al vicario castrense Adolfo Tortolo y al entonces cardenal argentino y autoridad provincial de la Compañía de Jesús Jorge Bergoglio, entre otros, de complicidad con la dictadura militar argentina. Atribuyó a Bergoglio el haber denunciado ante los militares la complicidad de los sacerdotes Yorio y Jalics con la insurgencia comunista, a causa de lo cual éstos fueron detenidos y torturados a lo largo de cinco meses en aquel lugar.
Organizaciones de defensa de los derechos humanos formularon la misma acusación.
Pero Bergoglio lo negó y dio otra versión de los acontecimientos. Dijo que había gestionado ante el general Videla y el almirante Massera la liberación de los sacerdotes. Sin embargo, Yorio negó ante Verbitsky que Bergoglio hubiera intervenido por su excarcelación. “No tengo ningún motivo —dijo— para pensar que hizo algo por nuestra libertad, sino todo lo contrario”.
Y Francisco Jalics, en su libro “Ejercicios de meditación”, publicado en 1995, escribió con clara referencia al cardenal argentino: “Mucha gente que sostenía convicciones políticas de extrema derecha veía con malos ojos nuestra presencia en las villas miseria. Interpretaban el hecho de que viviéramos allí como un apoyo a la guerrilla y se propusieron denunciarnos como terroristas. Nosotros sabíamos de dónde soplaba el viento y quién era responsable por estas calumnias. De modo que fui a hablar con la persona en cuestión y le expliqué que estaba jugando con nuestras vidas. El hombre me prometió que haría saber a los militares que no éramos terroristas. Por declaraciones posteriores de un oficial y 30 documentos a los que pude acceder más tarde pudimos comprobar sin lugar a dudas que este hombre no había cumplido su promesa sino que, por el contrario, había presentado una falsa denuncia ante los militares”.
Pero posteriormente —cuando se armó en Argentina la encendida controversia sobre el tema— Jalics expresó que él y el nuevo papa se “reconciliaron” y “abrazaron solemnemente” en una reunión ocurrida en el año 2000 —aunque no señaló los motivos del distanciamiento o la enemistad con el entonces cardenal que indujeron finalmente hacia esa reconciliación— y que “es un error afirmar que nuestra captura ocurrió por iniciativa del padre Bergoglio”.
Verbitsky, en otro de sus libros —”Doble juego. La Argentina católica y militar” (2006)—, presentó nuevas pruebas de conexiones entre la Iglesia y los dictadores, reveló secretos que se habían mantenido escondidos y reiteró sus mencionadas acusaciones contra los altos prelados eclesiásticos.
Y continuó con sus investigaciones.
Afirmó que halló otros documentos eclesiásticos que comprometían a Bergoglio en el caso de los sacerdotes Yorio y Jalics. Y el 18 de abril del 2010 publicó en el periódico bonaerense “Página 12” cinco testimonios adicionales sobre la relación de Jorge Bergoglio con las detenciones de sacerdotes y de catequistas bajo sospecha de vinculaciones con los comunistas.
Ante tan graves acusaciones, la defensa del cardenal argentino se resumió en el pequeño libro “El jesuita: conversaciones con el cardenal Jorge Bergoglio”, escrito por los periodistas Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti y publicado en el año 2010, que contiene una serie de datos biográficos del prelado y en cuyas páginas éste niega haber tenido relación con la dictadura. Y, con referencia a los sacerdotes torturados, dice: “Nunca creí que estuvieran involucrados en ‘actividades subversivas’ como sostenían sus perseguidores, y realmente no lo estaban. Pero, por su relación con algunos curas de las villas de emergencia, quedaban demasiado expuestos a la paranoia de caza de brujas. Como permanecieron en el barrio, Yorio y Jalics fueron secuestrados durante un rastrillaje”.
Sin embargo, el exgeneral Jorge Rafael Videla, en una de las numerosas entrevistas que mantuvo con el periodista Ceferino Reato en su celda del Campo de Mayo entre octubre del 2011 y marzo del 2012, declaró: “La Iglesia no nos lastimaba. Le sobraba comprensión (…) Se manejaba con prudencia: decía lo que tenía que decir sin crearnos situaciones insostenibles. En ese contexto, la relación fue muy buena”.
Durante el régimen dictatorial, Jorge Mario Bergoglio era el Superior Provincial de la Compañía de Jesús —cuyas funciones, dentro de la jerarquía de la Iglesia, eran similares a las de un obispo— y, en esas circunstancias, fue inculpado por varios sectores de la Iglesia de su cercanía al régimen opresor y su silencio ante los crímenes.
Mario Escobar, admirador de Bergoglio, afirma en su libro “Francisco, el primer Papa latinoamericano” (2013), que “algunos acusaron a Bergoglio de ser muy cercano a la ideología de los golpistas y favorecer el secuestro de los religiosos, al quitarles el amparo de la Compañía de Jesús, aunque él siempre ha negado estos cargos”.
Recuerda Escobar en su libro que “cuando el régimen comenzó en 1976, Bergoglio pidió a dos de los jesuitas más activos en la lucha de clases, Orlando Yorio y Francisco Jalics, que dejaran su trabajo en las barriadas de los pobres. Estos hermanos jesuitas se negaron a aceptar las órdenes de su superior”. Agrega: “Bergoglio, al igual que algunos cargos de la Compañía de Jesús, no estaba muy de acuerdo con el movimiento de la Teología de la Liberación y ante la desobediencia de los dos religiosos, comunicó al gobierno militar que estas dos personas quedaban fuera del amparo de la Iglesia Católica”.
En el sobrecogedor informe titulado “Nunca Más” presentado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en septiembre de 1984, bajo la dirección del escritor Ernesto Sábato —comisión creada por el presidente Raúl Alfonsín al comienzo de su gobierno, en diciembre 1983—, se afirma que durante el período de la feroz represión de la dictadura militar argentina desde 1976 a 1983 —la denominada guerra sucia—, fueron 8.960 las personas “desaparecidas”, de cuyo destino no se tiene rastro. Y hay la certidumbre de que murieron asesinadas durante los procesos de apresamiento y de tortura en las mazmorras de los centros clandestinos de detención dirigidos por altos oficiales de las Fuerzas Armadas. Según los escuetos partes militares, algunas de ellas “murieron en enfrentamiento” durante la “guerra” librada contra los “subversivos” en defensa de “los principios de la civilización de Occidente y del cristianismo”.
Pero el Informe de Sábato anota que este número puede ser mayor porque muchas desapariciones no fueron denunciadas por temor. Las organizaciones de derechos humanos sostienen que los “desaparecidos” fueron alrededor de 30.000.
En todo caso, estuvo claro que el cardenal Bergoglio no formó parte del pequeño grupo de obispos y sacerdotes que cuestionaron a la dictadura por las sangrientas violaciones de los derechos humanos en aquellos años.
22. Comunidades eclesiales de base. Son pequeños grupos religiosos de signo católico formados en los barrios marginales de las ciudades y en las zonas campesinas pobres de América Latina, dedicados a la lectura de la Biblia, a la oración, a la ayuda pastoral a los pobres y en muchos casos también a la acción política. Integradas por quince a veinte personas —entre sacerdotes, monjas y laicos— estas comunidades surgieron en algunos países de América Latina, principalmente en Brasil, Perú, El Salvador, Nicaragua y Chile, a partir de los años 60, en el curso de las dictaduras militares que ellos soportaron. La mayor parte de tales comunidades está fuertemente impregnada por la teología de la liberación y asumió roles de mucha importancia en la resistencia contra los gobiernos de facto y en la defensa de los derechos humanos.
La formación de las comunidades de base respondió originalmente a la necesidad de suplir la escasez de sacerdotes que sufría la Iglesia Católica en América Latina por la “falta de vocaciones” en la juventud. El clero progresista, angustiado por este problema, impulsó en los años 60 del siglo pasado la formación de estas organizaciones para que trabajaran pastoralmente en las zonas urbano-marginales y en las áreas rurales que aquél no podía atender debidamente. Esta fue su misión originaria. Pero después progresivamente fueron adentrándose en los problemas de las comunidades pobres, asumieron la defensa de sus intereses, promovieron protestas y movilizaciones en exigencia de los servicios básicos y terminaron por asumir un claro papel político junto a las fuerzas de izquierda.
El escenario principal de su acción fue el barrio periférico pobre en las ciudades y los caseríos y rancherías en el campo. Allí desarrollaron sus acciones en favor de los subproletarios, vendedores ambulantes, campesinos sin tierra, pueblos indígenas, estudiantes, grupos femeninos, gente pobre en general, y difundieron su pensamiento pastoral, que por cierto fue diferente del que la Iglesia Católica predicó por siglos en defensa del autoritarismo político y del económico y social.
Estas comunidades de base forman parte de la llamada Iglesia popular —tan combatida por el Vaticano— que es la que abrazó la opción por los pobres en Medellín, la que apoyó a los sandinistas en su lucha armada contra Somoza, la del obispo Óscar Arnulfo Romero asesinado por los escuadrones de la muerte en El Salvador, la que se opone al elitismo del >Opus Dei, la que combate las tesis del neoliberalismo, la que tantas veces ha sido llamada al orden por el papa Juan Pablo II. Las comunidades eclesiales se han convertido en el instrumento más importante de la acción política de la Iglesia popular. Por su penetración en la base social tienen gran eficacia, como lo han demostrado en diversos episodios políticos y electorales más o menos recientes. En la elección presidencial de 1989 en Brasil ellas tuvieron una desembozada y abierta intervención en favor del Partido de los Trabajadores acaudillado por Lula, al que contribuyeron a dar un masivo voto rural. Cuatro años antes en Perú apoyaron a la Izquierda Unida y cooperaron a la elección de Alfonso Barrantes como alcalde de Lima. Ayudaron a los sandinistas en su guerra de guerrillas contra la dictadura de Somoza. En Colombia asesoraron al M-19 en materia de reformas constitucionales. Su vida política ha sido muy activa aunque con frecuencia han tratado de encubrir su participación. Es más evidente, en cambio, la intensa labor que ellas desarrollan en las movilizaciones por tierras, reforma agraria, vivienda, luz, agua potable, transporte público, servicios básicos, salud, educación, calles, carreteras y demás demandas populares. Para conseguir sus fines promueven huelgas, paros, movilización de vecinos, demostraciones de protesta y actos similares.
La posición tomada por el clero alineado en las comunidades eclesiales ha producido un grave desgarramiento en los cuadros jerárquicos de la Iglesia, que no puede disimular la durísima lucha interna entre dos concepciones del mundo y de la vida totalmente diferentes. Por eso el papa fue muy crítico contra las comunidades eclesiales durante su visita a México en mayo de 1990. A ellas se refirió con la misma dureza con que lo hizo con la teología de la liberación y con el crecimiento de las sectas protestantes en América Latina.
El fundador del movimiento católico ultraderechista denominado >Tradición, Familia y Propiedad, Plinio Correa de Oliveira, en su libro “As CEBs…das quais muito se fala, pouco se conhece – a TFP as descreve como sao” (escrito conjuntamente con los hermanos Gustavo Antonio y Luis Sergio Solimeo), afirma que “as CEBs sao o instrumento da esquerda católica para semear o descontentamento na populacao (especialmente entre os trabalhadores manuais), transformar em seguida o descontentamento em agitacao e, através de essa agitacao, impor aos poderes públicos a tríplice reforma: agrária, urbana e empresarial”.
En ningún país estas organizaciones alcanzaron tanto desarrollo e influencia como en Brasil. 80.000 de ellas se implantaron a lo largo de su territorio y en algunos momentos críticos de los gobiernos dictatoriales, en que se habían cerrado todos los canales de comunicación, ellas se convirtieron en las únicas voces de protesta de las capas pobres por la falta de libertad y por la desatención económica. En el cinturón industrial de Sao Paulo las comunidades eclesiales juntamente con la Confederacao Nacional dos Bispos Brasileiros (CNBB) impulsaron a partir de 1978 la formación del nuevo movimiento obrero, al que le abrieron espacio en los barrios periféricos.
Las comunidades eclesiales de base (CEB) se han convertido en uno de los instrumentos más importantes de la difusión de los principios de la >teología de la liberación pero también en un medio de participación de los sectores progresistas del clero en el proceso político. Brasil es sin duda un claro ejemplo demostrativo del grado de politización al que llegaron algunas de estas comunidades.
23. El Banco Vaticano. A partir de los mencionados Tratados de Letrán celebrados con el gobierno fascista italiano en 1929, el Vaticano recuperó el gran poder político y económico que tuvo siempre. Volvió a ser el dueño de vidas y haciendas que fue a lo largo de un gran trecho de la historia. Los pactos suscritos con Mussolini acrecentaron su influencia política y engordaron su poder económico. Para manejar los incuantificables recursos financieros del papado, Pío XII inauguró el 27 de junio de 1942 el Banco Vaticano —bajo el eufemístico nombre de Istituto per le Opere di Religione (IOR)—, cuyas reservas e inversiones eran gigantescas, aunque no siempre fue muy santo su manejo.
Este banco protagonizó en 1982 el mayor escándalo de corrupción financiera en los anales del Vaticano, que envolvió a altos prelados de la Iglesia Católica, a políticos de relieve, a miembros del gobierno italiano y también, por cierto, a una gavilla de mafiosos, agentes de sociedades secretas —entre ellas, la oscura logia masónica Propaganda Dos (P-2) infiltrada en el Vaticano—, narcotraficantes, lavadores de dinero sucio y otros sujetos de mal vivir económico.
El estrépito sonó bajo el pontificado de Juan Pablo II a raíz de la quiebra del Banco Ambrosiano —fundado en Milán en 1896 por monseñor Giuseppe Tovini—, del cual el Banco Vaticano era su principal accionista, en medio de acusaciones de blanqueo del dinero sucio de la mafia y de corrupción que comprometieron a personajes del gobierno italiano y a la propia institución financiera de la Iglesia.
El Instituto para las Obras de Religión (IOR), con sede principal en el >Estado Vaticano, fue por mucho tiempo la estructura financiera central de la Iglesia Católica, cuyas autoridades administrativas dependen directamente de un comité de cardenales.
Por esos años el Banco Vaticano era uno de los importantes destinos del dinero sucio de la mafia italiana. Los tres “magos” de las finanzas vaticanas en aquella época eran Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano; el arzobispo Paul Marcinkus, que dirigió desde 1971 hasta 1989 el Banco Vaticano; y Michele Sindona, que habiendo comenzado su carrera de banquero lavando dinero de la Cosa Nostra neoyorquina, se convirtió después en el principal asesor financiero del Banco Vaticano y aprovechó de la mejor manera posible los privilegios fiscales, aduaneros y diplomáticos que concedió el dictador fascista Benito Mussolini al papado mediante los pactos de Letrán.
Estos tres “viejos conocidos” terminaron sus días en forma extraña: Calvi apareció muerto bajo un puente de Londres en 1982; el arzobispo-banquero Marcinkus fue procesado en Italia y murió exiliado en Estados Unidos en febrero del 2006; y Sindona, que fue sentenciado a cadena perpetua en Italia bajo la acusación de haber participado en el asesinato del fiscal que investigaba la quiebra de los bancos, falleció dos días después de ingresar a una prisión de máxima seguridad a causa de un extraño “infarto” o “derrame cerebral”.
El escándalo amenazó toda la estructura financiera de la Iglesia. El Banco Vaticano, que era —y sigue siendo— la rama financiera de la opulenta curia romana, estuvo virtualmente quebrado y se salvó gracias a un multimillonario desembolso proveniente de las arcas del >Opus Dei. Pero, a cambio del saneamiento financiero del banco, Juan Pablo II concedió a esta congregación —quid pro quo— el estatuto especial de Prelatura Personal del Papa, admitió el “desembarco” en la administración vaticana de una auténtica legión de miembros del Opus Dei que coparon los puestos decisorios y se comprometió a impulsar la rápida elevación a los altares de su fundador.
Durante su fugaz presencia en el pontificado de Roma —del 26 de agosto al 28 de septiembre de 1978: treinta y tres días— el papa Juan Pablo I, que era un hombre bondadoso y quería devolver a la Iglesia sus originales atributos de honradez y pobreza, había anunciado la depuración del Banco Vaticano y la completa reorganización de la estructura administrativa de San Pedro, pero estas metas se frustraron porque el pontífice murió una madrugada en su cama por causa que no pudo determinarse ya que fue embalsamado a las seis de la mañana por orden del cardenal Jean Villot, Secretario de Estado, y enterrado sin autopsia. Nada pudo hacer el jefe del servicio médico del Vaticano, doctor Fontana, quien llegó a las siete, por aclarar las causas de su muerte. Nunca aparecieron las notas con las que, según testimonios, estaba trabajando el pontífice en su aposento la noche anterior. Y su sucesor, Juan Pablo II, tenía puntos de vista diferentes y compromisos contraídos con la “vieja guardia” que manipulaba las finanzas del Vaticano, por lo que nada cambió ni fue investigada la naturaleza de los negocios de Calvi, Sindona y Marcinkus.
Cuando Marcinkus en 1972 vendió a su amigo banquero y viejo lavador del dinero de la mafia, Roberto Calvi, la Banca Católica del Véneto de propiedad del Banco Vaticano —que había sido creada con el propósito de servir a las organizaciones religiosas, financiar obras pías y prestar dinero a los sectores pobres—, el entonces cardenal Albino Luciani —posteriormente papa Juan Pablo I— levantó su voz de protesta. Lo cual puso en evidencia sus designios de reorganizar la curia vaticana, expulsar a los mercaderes del templo y prescindir de los servicios de algunas personas de muy mala reputación enquistadas en la burocracia del Vaticano, muy ligadas a sus finanzas, como Paul Marcinkus, Roberto Calvi, Michele Sindona, Juan Patrick Cody —cardenal de Illinois, a través de quien se canalizaban las inversiones del Banco Vaticano en el Continental Bank of Illinois de Chicago—, Jean Villot —Secretario de Estado de Pablo VI—, Umberto Ortolani —abogado, experto en seguridad militar y hombre muy influyente en el oficialismo del Vaticano—, Licio Gelli —excombatiente en los ejércitos de Franco en España, miembro de los Caballeros de Malta y el Sepulcro Santo, quien daba cobertura política a las operaciones financieras— y otros personajes del más alto círculo del gobierno vaticano.
Era tan escandalosa la conducta de la camarilla que manejaba las finanzas del Vaticano, que el periódico italiano “Il Mondo” publicó el 31 de agosto de 1978 una carta abierta dirigida al nuevo pontífice Juan Pablo I —cuatro días después de su posesión— en la que le hacía unas cuantas preguntas quemantes:
“¿Es correcto que el Vaticano opere en el mercado como especulador? ¿Es correcto que el Vaticano posea un Banco cuyas operaciones incluyen la transferencia de capitales ilegales de Italia al extranjero? ¿Es correcto que dicho banco ayude a los italianos a evadir impuestos? ¿Por qué tolera la Iglesia que se invierta en empresas nacionales y multinacionales cuyo único objetivo son los beneficios, empresas que, cuando es necesario, violan los derechos humanos y estafan millones a los pobres, especialmente a los que pertenecen a ese Tercer Mundo que tanto dice amar su santidad?”
Es que, contradiciendo las postulaciones doctrinales, algunas de las inversiones del Vaticano se habían dirigido hacia fábricas de armamento y una, incluso, hacia una empresa de anticonceptivos: el Instituto Farmacológico Sereno, que producía la píldora anticonceptiva denominada luteol.
Todo en función de dividendos.
Juan Pablo I llamó entonces al cardenal Jean Villot, Secretario de Estado, y le ordenó iniciar inmediatamente una investigación de las operaciones financieras del Vaticano. Orden que no llegó a cumplirse por la prematura e inexplicada muerte del papa, a los 32 días de su elección.
El penoso hecho ocurrió en la madrugada del 28 de septiembre de 1978. Y muchas dudas surgieron al respecto. El sacerdote español Jesús López Sáez, en su libro “Se pedirá cuenta. Muerte y figura de Juan Pablo I” (1991), sostiene que el papa fue asesinado. Por su parte, Pedro Miguel Lamet, en su mencionado libro, escribe que “ya entonces se habló de la hipótesis del asesinato, difundida más tarde a través de novelas y pretendidos informes como ‘La verdadera muerte de Juan Pablo I’, de Jean Jacques Thierry; ‘Sotana Roja’, de Roger Peyrefitte; ‘Pontífice’, de Max Morgan-Witss, y ‘En nombre de Dios’, de David Yallop, el más escandaloso de todos”.
Y agrega: “Varios interrogantes, como el apresuramiento por embalsamar el cadáver del Papa, sin autopsia; la confusión sobre la primera persona que encontró el cadáver, las acusaciones al cardenal Jean Villot de conexiones con la logia masónica P2, el oscuro asunto del I. O. R. (Instituto de la Obra para las Religiones) o Banco Vaticano, y el Banco Ambrosiano, con los ulteriores asesinatos, dieron pábulo para montar una auténtica novela policíaca en torno a la figura de Juan Pablo I”.
La publicación del libro “Vaticano S. A.” por el periodista italiano Gianluigi Nuzzi en el 2009 desnudó muchos de los manejos financieros de la banca vaticana. Por sus páginas pasaron oscuros episodios de las cuentas de la Sede Apostólica: la fundación de entidades fantasmas de solidaridad o de ayuda en cuyo nombre se movilizaron ingentes cantidades de dinero sin destino claro; o las grandes sumas manejadas por prelados sin rendir justificaciones; o las cuentas ocultas y paralelas para manipular los peores dineros italianos; o los sobornos para conseguir objetivos políticos o económicos; o las triangulaciones con bancos de Suiza y Luxemburgo; o la apertura de cuentas secretas del líder democristiano Giulio Andreotti, tan influyente en la política italiana del siglo pasado; o las operaciones financieras respaldadas por personeros de la Iglesia para fundar un nuevo partido político en Italia; o las vinculaciones financieras con la Cosa Nostra siciliana; y muchas otras revelaciones extraídas de los archivos secretos de monseñor Renato Dardozzi, figura relevante en las finanzas de la Iglesia desde 1974 hasta fines de los 90, quien al término de sus días en el 2003 dispuso en su testamento que se hicieran públicos los casi cuatro mil documentos secretos de su archivo.
En septiembre del 2010 la justicia italiana acusó al Banco Vaticano de lavado del dinero de la mafia y apertura de cuentas secretas de políticos, banqueros y empresarios. La fiscalía de Roma inició una investigación contra el presidente del Banco Vaticano, el economista italiano Ettore Gotti Tedeschi —muy próximo al Opus Dei—, por blanqueo de dinero negro. Sus cuentas fueron bloqueadas. Tedeschi era un hombre ligado estrechamente a los círculos gubernativos del papado. En julio 2010 participó en la elaboración de la encíclica social y económica Caritas in veritate de Benedicto XVI, que exigía reglas más transparentes al sistema financiero mundial. En el libro “Denaro e paradiso, la economía global y el mundo católico”, escrito conjuntamente con el periodista Rino Cammilleri, Tedeschi reinvindicó “la superioridad de un capitalismo inspirado en la moral cristiana frente a un capitalismo de estirpe protestante”.
Finalmente, en medio de un nuevo y gran escándalo que volvió a estremecer al Vaticano, el 24 de mayo del 2012 Tedeschi fue destituido de la presidencia del banco por las reiteradas acusaciones de lavado de dinero. Tras una deliberación —decía la eufemística y falsa declaración pública entregada a los medios de información por la oficina de prensa del Vaticano— “el Consejo de Supervisión aprobó por unanimidad un voto de censura contra el presidente, por no haber desarrollado funciones de primera importancia para su cargo”. Pero la tradicional reserva en que la Santa Sede ha mantenido las operaciones de su banco no pudo ocultar que la destitución se debió al blanqueo de dinero sucio.
Simultáneamente se filtraron a los medios de comunicación de Italia cartas y documentos internos y confidenciales del papa Benedicto XVI, que ponían de manifiesto tráfico de influencias, abusos de poder, acusaciones de ineficiencia administrativa contra el papa, irregulares manejos de dinero, escándalos sexuales, y graves casos de corrupción al interior de la Santa Sede. Quedaron además al descubierto las descarnadas luchas por el poder entre los distintos sectores de la curia ante el cercano fin del papado de Benedicto XVI, anciano solitario y enfermo, hasta el punto que “L’Osservatore Romano” llegó a describir al papa como “un pastor rodeado por lobos”.
Y pocos días después fue arrestado por la policía vaticana Paolo Gabriele, ayudante de cámara del papa, y enjuiciado por la “posesión ilegal de documentos reservados” y la filtración de los papeles confidenciales del pontífice.
El acusado reveló ante la gendarmería del Vaticano que había otras veinte personas de la Santa Sede implicadas en la trama conspirativa y en el robo y filtración de los documentos.
El escándalo causado por la filtración masiva de los documentos papales, que revelaron al mundo la corrupción política, económica y sexual de algunos miembros de los altos círculos de mando del Vaticano, fue bautizado como vatileaks —en remembranza del escándalo de >wikileaks— y el nombre se generalizó en los medios de comunicación del mundo y en la red global de internet.
Paolo Gabriele se defendió ante el Tribunal del Vaticano con el argumento de que su intención fue “combatir el mal y la corrupción en la Santa Sede” y defender al papa, a quien consideraba una persona manipulable, débil y mal informada, acechada y asechada por una serie de cardenales que se disputaban sin escrúpulos la sucesión del pontífice y el manejo del poder político y económico del Vaticano. Paolo Gabriele afirmó que había “actuado por amor, diría visceral, hacia la Iglesia de Cristo y a su jefe visible” y que actuó “infundido por el Espíritu Santo”. Pero el 6 de octubre del 2012, “en nombre de Su Santidad Benedicto XVI, gloriosamente reinante, el tribunal, invocada la Santísima Trinidad”, lo condenó en sentencia a 18 meses de cárcel bajo la acusación de robo y difusión de documentos reservados del pontífice, aunque 77 días después fue indultado y recobró su libertad.
A mediados de mayo del 2012 salió a luz un segundo libro de Gianluigi Nuzzi que causó revuelo en Italia: “Sua Santitá. Le carte segrete di Benedetto XVI”, con parte de la correspondencia privada del papa. El libro contenía especialmente una abundante serie de cartas y notas confidenciales cruzadas entre el pontífice romano y su secretario personal, el sacerdote alemán Georg Ganswein. Se ponía allí de manifiesto toda la corrupción que imperaba en el manejo financiero del Vaticano.
El 15 de febrero del 2013 —en los últimos días de la administración de Benedicto XVI— había sido nombrado Presidente del Banco Vaticano el aristócrata abogado y empresario católico alemán Ernst von Freyberg, miembro activo de la Soberana Orden Militar de Malta, con la consigna de modificar la mala reputación de la institución bancaria o, como dijo el nuevo funcionario, de dar “tolerancia cero” a la corrupción que por tanto tiempo se había apoderado de la institución financiera de la Iglesia. Su antecesor, Ettore Gotti Tedeschi, había sido despedido de sus funciones el 24 de mayo del 2012 por utilizar el nombre de la Santa Sede en operaciones de blanqueo de dinero.
Pero el 9 de julio del 2014 el papa Francisco I sustituyó en la presidencia del Banco a von Freyberg por el empresario francés Jean-Baptiste de Franssu, que antes había sido director ejecutivo de Invesco Europe y del Groupe Caisse des Dépots et Consignations de Francia y presidente de la corporación de asesoría y consultoría INCIPIT.
La justicia italiana dictó el 21 de enero del 2014 una segunda orden de prisión contra el alto prelado Nunzio Scarano, quien guardaba arresto domiciliario desde el 27 de junio del año anterior bajo muy graves cargos de blanqueo de dinero y enriquecimiento ilícito. Hasta mayo del 2013 Scarano había trabajado por dos décadas como contador principal de la Administración del Patrimonio del Vaticano (APSA).
En este nuevo proceso judicial por lavado de dinero y enriquecimiento ilícito, al alto y privilegiado prelado le fueron confiscados por la justicia italiana millonarias cuentas bancarias, una casa con 17 habitaciones, un lujoso departamento de 700 metros cuadrados en un barrio residencial de Salerno, acciones de capital en varias empresas, una valiosa colección de arte religioso y otros bienes de su propiedad ilícitamente adquiridos.
Fue un mérito de la administración del papa Francisco I —iniciada el 19 de marzo del 2013— haber dejado de invocar, como hicieron sempiternamente sus antecesores y los altos mandos del Vaticano, el estatus de inmunidad diplomática para proteger a los clérigos involucrados en actos de corrupción y haber entregado toda colaboración a la Procuraduría de Salerno para que avanzara en sus investigaciones penales contra Scarano y otros personajes envueltos en aquella banda delictiva del Vaticano.
El papa Francisco expidió la primera ley para garantizar, mediante mecanismos de vigilancia, inspección e información que cubrían los estándares europeos, la transparencia financiera del Banco Vaticano —cuyo nombre oficial es Instituto para las Obras de Religión (IOR)—, que el 1 de octubre del 2013 publicó su primer balance anual en 125 años de existencia.
A comienzos de noviembre del 2015 aparecieron dos nuevos libros que volvieron a echar sombras sobre el manejo de los cuantiosos recursos financieros del Vaticano, esta vez bajo el pontificado de Francisco I: fueron “Mercaderes en el Templo” de Gianluigi Nuzzi y “Avarizia” de Emiliano Fittipaldi.
Ambos autores afirmaron que la corrupción, el despilfarro y el amiguismo siguieron imperando en las altas esferas pontificias a pesar de los esfuerzos desplegados por Fracisco I para erradicarlos. Y fundaron sus asertos en documentos secretos de la Santa Sede y en grabaciones clandestinas de conversaciones mantenidas por el jefe de la Iglesia, filtrados por funcionarios vaticanos.
Nuzzi —periodista del grupo televisivo Mediaset— habla en su libro sobre el manejo de las finanzas personales del papa, los sobornos que sus funcionarios cobraban secretamente por la concesión de las citas y audiencias privadas con el pontífice, los comprometedores cables diplomáticos de las embajadas de la Santa Sede en diversos Estados, la mala situación financiera de la Legión de Cristo fundada años atrás por el paidófilo sacerdote mexicano Marcial Maciel Degollado, varios escándalos protagonizados por el Secretario de Estado del Vaticano cardenal Tarcisio Bertone, los altos sobreprecios pagados por los administradores de la Santa Sede en sus contratos institucionales y muchos otros episodios de corrupción que persistían en San Pedro durante la administración de Francisco I, cuyos esfuerzos moralizantes habían resultado insuficientes para erradicar la corrupción en las altas esferas pontificias.
En declaraciones a la prensa expresó Nuzzi: “Mi libro no está a favor o en contra del papa, cuenta hechos.”
Según los textos revelados por el autor en su libro, el papa Francisco I reconoció que “en la Iglesia hay algunos que, en lugar de servir, se sirven de la Iglesia.” Y, con relación a los malos manejos económicos denunciados, comentó el pontífice: “si no sabemos cómo cuidar el dinero, que es algo que se puede ver, ¿cómo podemos cuidar las almas de los fieles, que no se ven?”
“Tenemos que ser más claros con las finanzas de la Santa Sede, ser más transparentes”, afirmó el papa Francisco en una de las grabaciones transcritas textualmente en el libro de Nuzzi, quien sostuvo que los enemigos internos del pontífice y los beneficiarios de la corrupción le impedían avanzar en su propósito de limpiar la Iglesia.
Así, pues, una institución que siempre ha predicado la humildad, la pobreza, la honestidad y la solidaridad ha sido invadida, desde hace siglos, por la soberbia, el enriquecimiento ilícito y el egoísmo económico de muchos de sus dirigentes de cúpula.
Otro periodista italiano, Emiliano Fittipaldi, publicó en esos mismos días su libro “Avaricia”, que contiene “documentos que revelan riqueza, escándalos y secretos de la Iglesia de Francisco”, en el que evidencia, con base en documentos no publicados hasta ese momento, la corrupción, la codicia, el despilfarro y el amiguismo que prevalecían en la corte pontificia.
El autor sostiene que en la nueva etapa abierta por Francisco I seguían siendo oscuras las finanzas del Vaticano. “Francisco debe saber —escribió en el prólogo de su libro— que la fundación Niño Jesús, que recibe donaciones para los niños enfermos, pagó la millonaria remodelación del apartamento del cardenal Tarcisio Bertone” —ex Secretario de Estado—, que “las fundaciones a nombre del papa Ratzinger y papa Wojtyla conservan más de 15 millones en sus cofres” y que “el Banco Vaticano no ha sido limpiado”, dando a entender que los esfuerzos moralizantes desplegados por el nuevo pontífice resultaron insuficientes para corregir la vieja, sistemática, persistente y arraigada corrupción reinante dentro de los muros vaticanos.
Menciona además algunos de los gastos en los que incurrieron miembros de la alta jerarquía eclesiástica, como el cardenal George Pell, prefecto de la Secretaría Económica vaticana, quien habría desembolsado “para él y sus amigos medio millón de euros en seis meses”. Fittipaldi narra cómo las limosnas de los fieles sirvieron para satisfacer el lujo y los viajes de este cardenal australiano y de otros poderosos cardenales.
Lo cual explica, a su vez, el origen y la razón de tantos conflictos internos entre los cardenales en torno al manejo de las finanzas vaticanas.
Con relación al tema, en una de las páginas de su libro, en que se reproducen algunas de las grabaciones, se leen las palabras de crítica del propio papa Bergoglio sobre las cuentas vaticanas: ”los costos están fuera de control, hay varias trampas en las cuentas”.
Fittipaldi menciona también que en los procesos de canonización el Vaticano cobra grandes cantidades de dinero a los familiares de los candidatos a beatos o santos. “Hay algunos casos —escribe el autor— en los que los parientes de las personas que han muerto y que están a la espera de ser beatificadas y canonizadas pueden pagar hasta 200.000, 300.000 o 400.000 euros”.
El libro denuncia la corrupción, la codicia, el despilfarro y el amiguismo imperantes en el gobierno y administración del Vaticano.
Pero el Vaticano, por medio de su portavoz Federico Lombardi, descalificó el trabajo de los dos periodistas. El propio papa Francisco expresó ante los fieles congregados en la Plaza de San Pedro, que “este hecho triste ciertamente no me desviará de la labor de reforma que estamos siguiendo con mis colaboradores”.
Y, bajo la acusación de robo y filtración de documentos confidenciales, fueron encarcelados por las autoridades vaticanas el cura español Lucio Ángel Vallejo Balda —militante del Opus Dei y miembro de la Prefectura para Asuntos Económicos del Vaticano— y la joven y atractiva laica italiana de origen marroquí Francesca Chaouqui, experta en marketing y en relaciones públicas, quien prestaba sus servicios a la burocracia vaticana.
Pero ella fue liberada días después por su oferta de colaborar con la justicia vaticana, revelar todo lo que conocía del nuevo escándalo y sostener su imputación directa contra Vallejo Balda de ser el autor de las grabaciones clandestinas de las conversaciones del papa. En una entrevista con el diario italiano “La Stampa” afirmó: “no tengo nada que ver con cuervos o topos, demostraré mi inocencia”.
24. Los escándalos de sodomía y paidofilia. Se hicieron públicos en la primera década del nuevo siglo los actos de paidofilia de prelados, sacerdotes, diáconos y párrocos católicos en Chile, Brasil —donde 1.700 curas fueron acusados—, Alemania —en que 19 de las 27 diócesis estuvieron comprometidas—, Holanda —donde hubo más de mil denuncias acalladas por la alta jerarquía eclesiástica—, Italia, Austria, Polonia, Reino Unido, Estados Unidos, Puerto Rico, Irlanda, Colombia, Argentina, México, Costa Rica y otros países.
Pero el Vaticano guardó un vergonzoso silencio. Los curas paidófilos fueron largamente protegidos por el secreto de las más altas jerarquías de la Iglesia. Hasta que la situación se volvió insostenible. La opinión pública mundial condenó el encubrimiento. Y al papa Benedicto XVI no le quedó más opción que referirse públicamente al tema. Lo hizo el 11 de junio del 2010 en la homilía celebrada en la Plaza de San Pedro ante 15 mil sacerdotes, monjas y seglares procedentes de varios lugares del mundo.
Desde la tribuna del Vaticano el papa pidió perdón a dios y a las víctimas de los curas sodomitas y pederastas.
Fueron numerosos y repetidos los escándalos de miembros del clero en muchos países, que causaron un profundo desgarramiento interno en las filas clericales. Y numerosos sacerdotes en diversos lugares del mundo levantaron privada o públicamente su voz de protesta contra la política de encubrimiento de los actos de sodomía y pederastia sacerdotales aplicada por las más altas autoridades de la Iglesia a lo largo de tanto tiempo.
Los miembros de la entidad denominada Survivors Network for those Abused by Priests (SNAP) —que reúne a las víctimas de la paidofilia de los miembros del clero católico en Alemania, Bélgica, Holanda y Estados Unidos— presentaron ante la Corte Penal Internacional en La Haya el 14 de septiembre del 2011 una demanda judicial contra el papa Benedicto XVI y los cardenales Tarcisio Bertone, Ángelo Sodano y William Levada, a quienes acusaron de “crímenes de lesa humanidad” por “el encubrimiento generalizado y sistemático de violaciones y delitos sexuales contra niños en todo el mundo” cometidos por obispos y clérigos católicos. Sostenían en su demanda que “el Vaticano ha tolerado y ha hecho posible el camuflaje sistemático y extenso de violaciones y crímenes sexuales contra niños en el mundo entero”. La acusación penal estuvo respaldada por más de diez mil páginas que reseñaban episodios de paidofilia y pederastia.
Como respuesta al informe de una comisión investigadora independiente referido a las decenas de miles de casos de paidofilia y abusos sexuales ocurridos en Holanda entre 1945 y 2010, la Conferencia Episcopal holandesa pidió excusas públicas a mediados de diciembre del 2011 a las víctimas de los abusos sexuales cometidos por miembros del clero de la Iglesia Católica holandesa. “Esto nos llena de vergüenza y de pena”, expresó en un comunicado público.
Fue precisamente en atención a estos hechos que el papa Juan Pablo II dedicó varios años de su administración pontificia a pedir perdón a la humanidad por algunos de aquellos crímenes.
Pero aún no se conocían muchos otros hechos graves. Entre ellos, que el arzobispo de Munich y jefe de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, había albergado en su diócesis en enero de 1980 a un sacerdote paidófilo, al que siempre encubrió la Iglesia y lo mantuvo en sus funciones apostólicas. Seis años después, cuando se desempeñaba como asistente-capellán de la diócesis de Munich, este sacerdote —conocido en los medios eclesiásticos como el Abad H— fue condenado por el tribunal de Ebersberg a dieciocho meses de cárcel por sus reincidentes abusos sexuales contra niños y adolescentes, a quienes obligaba a practicar sexo oral.
Tampoco se conocía que el cardenal Bernard Francis Law, que en diciembre del 2002 fugó de Boston pocas horas antes de que la policía estatal se presentara en su domicilio con orden judicial para que rindiera su testimonio sobre la conducta de más de mil sacerdotes que habían cometido perversos crímenes contra niños, fue designado por el papa Juan Pablo II en mayo del 2004 para presidir la basílica de Santa María Maggiore en Roma, a pesar de sus culpas de encubrimiento de los abominables delitos, y que participó después en el cónclave que eligió papa al cardenal Joseph Ratzinger.
No se sabían tampoco las fechorías paidófilas del sacerdote estadounidense Lawrence C. Murphy, quien había abusado sexualmente de más de doscientos niños sordos de una escuela especial de Wisconsin, Estados Unidos, en la que trabajó desde 1950 hasta 1974. La prensa del mundo dio cuenta, a mediados de marzo del 2010, de que el cardenal Ratzinger, cuando dirigía la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, encubrió y protegió también a este sacerdote pederasta. “The New York Times”, en su edición del 25 de marzo del 2010, publicó documentos que demostraban que Ratzinger detuvo el proceso canónico que el cardenal Tarcisio Bertone inició contra el cura paidófilo y que Ratzinger nunca respondió las cartas de denuncia contra éste que le había enviado en 1996 el arzobispo de Milwaukee. Murphy murió en 1998 en pleno ejercicio de sus funciones sacerdotales.
Según difundieron la British Broadcasting Corporation (BBC) de Londres y la prensa del mundo el 9 de abril del 2010, el entonces cardenal Joseph Ratzinger encubrió y protegió también al sacerdote norteamericano Stephen Kiesle, acusado en 1981 de prácticas pederastas y en 1978 condenado a tres años de libertad condicional por abuso sexual contra dos niños en San Francisco de California. La defensa del cura pederasta la hizo Ratzinger “por el bien de la Iglesia Universal”, según consta en la carta escrita en latín, y firmada por él, el 6 de noviembre de 1985, en la que desarrolló sus argumentos para no expulsar al cura pederasta de sus funciones sacerdotales. Esta carta —cuya veracidad no pudo ser negada por el Vaticano— fue publicada por la agencia The Associated Press en los medios de comunicación del mundo. Los hechos ocurrieron cuando Ratzinger se aprestaba a asumir la jefatura de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe —encargada precisamente de investigar los casos de abuso sexual de los sacerdotes— y, por tanto, era un hombre muy influyente en el Vaticano. De todas maneras, por encima de las reticencias de Ratzinger, Kiesle fue finalmente condenado por la autoridad judicial secular a seis años de cárcel en el 2004 tras admitir haber abusado de un joven nueve años antes y, a partir de ese momento, entró a formar parte de la lista pública de los delincuentes sexuales registrados en California.
Fue en el 2009 que la BishopAccountability —entidad norteamericana sin fines de lucro establecida en Massachusetts en junio del 2003—, dedicada en los últimos años a investigar a fondo el proceso de los abusos sexuales del clero católico en Estados Unidos, hizo públicos los resultados de sus indagaciones sobre la sodomía y otras depravaciones sexuales perpetradas por miembros del clero católico contra niños y jóvenes menores de 18 años.
Según sus datos, tomados de la diócesis de Covington, desde 1950 hasta agosto de 2009 en Estados Unidos fueron públicamente denunciados o acusados 10.531 prelados, sacerdotes, presbíteros, diáconos, clérigos y seminaristas por violar y sodomizar, mientras cumplían sus tareas eclesiásticas en las respectivas diócesis, a niños, adolescentes y jóvenes menores de 18 años.
Partiendo de las experiencias existentes, la entidad norteamericana formuló una proyección del posible número de víctimas y concluyó que no podían ser menos de medio millón los niños y adolescentes abusados.
No obstante, hubo discrepancias cuantitativas entre las entidades que habían estudiado el tema. Según las cuentas actualizadas de la United States Conference of Catholic Bishops (USCCB), las cifras eran menores: 5.600 miembros del clero comprometidos y 280 mil niños y jóvenes afectados.
Otro escándalo de paidofilia que estalló en Italia ensombreció aún más la imagen de la Iglesia. El diario italiano “Il Fatto Quotidiano” publicó el 6 de abril del 2010 que alrededor de 130 sacerdotes católicos habían sido detenidos, inculpados y condenados por la justicia italiana por pederastia, sodomía y otros delitos sexuales durante los dos años anteriores. El abogado Sergio Cavaliere, quien reunió la documentación sobre estos casos, afirmó que “es una cifra alarmante, si se considera que no es nada más que la parte visible del iceberg”.
Antes el fiscal de Milán, Piero Forno —a cuyo cargo estaban los casos de violaciones y otros delitos sexuales—, había dicho a la prensa que la lista de sacerdotes investigados por la justicia milanesa “no es corta” y que “nunca llegaron denuncias de ninguna clase por parte de las jerarquías eclesiásticas”.
La Curia de Milán respondió que no había puesto trabas a las investigaciones judiciales.
Todo lo cual ha ocurrido en medio del más absoluto secreto impuesto por la clerecía. Algunas de las víctimas, sin embargo, pudieron romper el silencio y denunciar a los malhechores, pero por cada revelación, según afirma la BishopAccountability, han quedado centenares encubiertas por el manto de silencio extendido por la Iglesia sobre los curas corruptos. Aproximadamente dos terceras partes de los sacerdotes afincados en Estados Unidos fueron señalados en el 2002 de haber protegido a clérigos acusados de abusos sexuales o de haberlos colocado en nuevos destinos eclesiásticos en otros países. Lo afirmaron los investigadores norteamericanos Brooks Egerton y Reese Dunklin en el “Dallas Morning News”, el 12 de junio del 2002.
A finales de junio del 2017 la Iglesia se vio conmovida con un nuevo escándalo en San Pedro. El cardenal australiano George Pell —hombre de confianza del papa Francisco I, quien en ese momento era Tesorero del Vaticano— fue acusado por los órganos de justicia de su país de haber abusado sexualmente de niños cuando era sacerdote en la ciudad de Ballarat entre 1976 y 1980 y después cuando fue arzobispo de Melbourne (1996-2001). Acusaciones de las que debió defenderse el 18 de julio del 2017 ante un tribunal de Melbourne. El papa protegió al cardenal y no lo separó de sus funciones. Según las denuncias que se formularon en aquel tiempo, los casos de pederastia en los que estaban involucrados en ese país 1.880 sacerdotes sumaban 4.400 entre 1959 y 2015, de acuerdo con los datos de la comisión investigadora australiana.
Otro escándalo sexual explosionó en el seno de la Iglesia el 18 de julio del 2017. Al menos 231 niños y adolescentes pertenecientes al coro católico alemán “Regensburger Domspatzen” de Ratisbona, a un jardín de infantes y a un colegio fueron víctimas de violaciones y otros abusos sexuales en los que estuvieron implicados el cardenal Gerhard Ludwig Müller —a la sazón jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, acusada a su vez de haber protegido a pederastas—, Johan Meier, director de la escuela, y otros docentes católicos entre 1945 e inicios de 1990. Todo esto bajo la contemplación y tolerancia de monseñor Georg Ratzinger —hermano mayor del papa Benedicto XVI—, quien dirigió el coro por tres décadas entre 1964 y 1994 y dijo que nada había visto.
Uno de cada tres alumnos del coro sufrió abusos sexuales, “desde tocamientos a violaciones”, por parte de los sacerdotes, según el informe presentado por el abogado alemán Ulrich Weber, a quien la Iglesia encomendó la investigación de los casos, que estallaron a la luz pública en el año 2010.
Pero las víctimas fueron ignoradas y protegidos sus autores en medio de la “cultura del silencio” impuesta por el Vaticano en aquellos años. Y como a la fecha del informe de Weber los execrables delitos cometidos por los prelados estaban ya prescritos jurídicamente, no fue posible juzgarlos por los tribunales de justicia ni imponerles las penas correspondientes, de modo que sus autores quedaron en la impunidad.
Según información difundida por varios medios de comunicación —entre ellos, la British Broadcasting Corporation (BBC) de Londres—, hasta el 31 de diciembre del 2014 el gobierno de Irlanda había recibido 16.626 denuncias de abusos sexuales en instituciones educativas dirigidas por la Iglesia Católica en Dublin, con inclusión de escuelas y orfanatos donde algunas monjas abusaron sexualmente de las niñas confiadas a su cuidado. Una de esas denuncias se refería a un orfanato católico irlandés, donde en los años 60 los niños de entre 6 y 11 años de edad sufrieron toda suerte de violaciones sexuales y abusos por algunos de los curas y monjas que lo dirigían.
En el informe de 2.500 páginas elaborado y publicado por la comisión de investigación formada por el gobierno irlandés —como fruto de nueve años de trabajo indagatorio que recogió el testimonio de 1.090 testigos presenciales o víctimas directas de los abusos entre los años 1914 y 2000— se acusó directamente a la jerarquía católica puesto que, según dijo el informe, “las autoridades religiosas sabían que los abusos sexuales eran un problema persistente en las instituciones religiosas” y nada hicieron para impedirlos. “Cuando se presentaban evidencias de abuso sexual —dice el informe— la respuesta de las autoridades religiosas era transferir al infractor a otro lugar donde, en muchos casos, estaba libre para cometer abusos nuevamente”. Las instituciones investigadas fueron “escuelas de integración y reformatorios, hogares de acogida para menores, hospitales y escuelas de educación primaria, lavanderías y hostales” dirigidos por sacerdotes o monjas.
Una de sus víctimas, bajo el pseudónimo de Irene Kelly, escribió medio siglo después su libro autobiográfico “Pecados de una Madre” (2015), en cuyas páginas relató los inhumanos atropellos sexuales de los que fue víctima en el orfanato irlandés.
A comienzos de octubre del 2015 el Vaticano expulsó de la Congregación para la Doctrina de la Fe al prelado polaco Krzysztof Charamsa, quien se desempeñaba como su Segundo Secretario y ejercía también la cátedra de teología en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma, por haber confesado al periódico “Corriere della Sera” que era homosexual, tenía pareja y estaba orgulloso de su identidad.
Pero a lo largo de décadas el encubrimiento de las jerarquías católicas fue una práctica sistemática en todo el mundo. Lo reconoció públicamente el papa Francisco I durante la primera reunión que mantuvo con un grupo de víctimas de los abusos sexuales el 12 de octubre del 2015 en el Vaticano. Allí afirmó que esa reprochable conducta sacerdotal se había convertido en un “culto sacrílego” y acusó a la Iglesia de haber mantenido “una complicidad que no puede se explicada”.
El 9 de febrero del 2016, en medio de la sorpresa general, la cinta norteamericana “Spotlight” —dirigida por Thomas McCarthy— conquistó la 88ª edición del Oscar a la mejor película del año. Su guion —escrito por Thomas McCarthy y Josh Singer— se basó en las investigaciones periodísticas realizadas por cuatro reporteros del diario “The Boston Globe” —Michael Rezendes, Sacha Pfeiffer, Matt Carroll y el editor Walter Robinson— sobre los abusos sexuales de los curas paidófilos en la ciudad de Boston. Tales investigaciones destaparon los escándalos homosexuales de 249 sacerdotes de la arquidiócesis de esa ciudad norteamericana, mayoritariamente católica.
Las investigaciones se iniciaron en el verano del 2001 por los cuatro periodistas del mencionado diario norteamericano, quienes partieron de las leves sospechas que recaían sobre el cura John Geoghan y terminaron por hacer público el fenomenal escándalo de los 249 sacerdotes que se habían dedicado a abusar sexualmente de los niños.
En una conferencia de prensa celebrada con ocasión del premio, McCarthy relató a la prensa la forma cómo estructuró el guión de la película. Dijo que indagó el tema a profundidad, rastreó archivos, contrastó testimonios, luchó contra el ostracismo de la Iglesia y entrevistó a víctimas, abogados, curas y jueces para descubrir la verdad acerca de los abusos de miembros del clero contra sus pequeños fieles. Relató que conoció una carta dirigida por la madre de una de las víctimas a un sacerdote, en la que decía: “Querría seguir siendo católica pero habéis violado a siete de mis hijos. ¡Ayudadme!”. Y McCarthy se quejó de que, frente a todo esto, desde el Vaticano “sólo llega silencio”.
Y, en realidad, la Iglesia protegió a los sacerdotes acusados y guardó sepulcral silencio sobre los crímenes que ellos cometieron. Ninguno de los casos de paidofilia salió a la luz. Sus autores fueron simplemente reubicados una y otra vez por las autoridades eclesiásticas, que además presionaron fuertemente a “The Boston Globe” y a los autores de la película para que no hicieran públicos los resultados de sus investigaciones.
Pero, venciendo toda suerte de presiones, las investigaciones fueron llevadas al cine e, interpretando los movimientos y la insaciable curiosidad de los reporteros, los actores de la película reprodujeron cinematográficamente la dolorosa y repugnante tragedia social.
Así nació el premio Oscar 2016 para la película norteamericana “Spotlight”, que ganó también el trofeo al mejor guion original.