A partir del célebre el caso de espionaje electrónico ocurrido en Estados Unidos en 1972 y conocido como “watergate”, que determinó la caída del presidente Richard Nixon, la voz “gate”, incorporada al final de la palabra característica de algún acto escandaloso, ha cobrado una connotación especial de hecho “doloso”, “fraudulento” o “inmoral” consumado en las alturas del poder.
La historia es la siguiente. En 1972 los dirigentes del Partido Demócrata de Estados Unidos habían arrendado salas de conferencias, oficinas, suites y habitaciones en el gigantesco "Hotel Watergate” situado en la ciudad de Washington, a orillas del río Potomac, para utilizarlas como centro de operaciones de su campaña presidencial. En el bando republicano el presidente Nixon buscaba su reelección. En esas circunstancias, funcionarios de la Casa Blanca muy ligados al mandatario y altos dirigentes del Partido Republicano ordenaron una operación clandestina de colocación de escuchas electrónicas en los locales del hotel y de interferencia telefónica para obtener información completa sobre la estrategia electoral del Partido Demócrata. Cinco hombres se introdujeron para espiar electrónicamente e interferir las líneas telefónicas del hotel. El descubrimiento de la operación, después de que Nixon ganó las elecciones, produjo un escándalo de colosales dimensiones en Estados Unidos. La prensa fue la primera en denunciar el hecho. Los funcionarios de la Casa Blanca hicieron todas las maniobras posibles para ocultarlo pero sus esfuerzos fueron vanos. Salieron a la luz las famosas cintas magnetofónicas con las grabaciones de conversaciones telefónicas en la Casa Blanca que demostraban hasta la evidencia el hecho delictuoso. El presidente Nixon fue acusado de obstruir la tarea de la justicia. Varias cintas magnetofónicas recogían sus conversaciones telefónicas con sus asesores y asistentes para impedir la investigación judicial del caso watergate.
Quedó claro que la interferencia de las líneas telefónicas del cuartel general electoral del Partido Demócrata empezó el 17 de junio de 1972, bajo órdenes de la Casa Blanca, cuando cinco agentes secretos, simulando ser “plomeros”, entraron al hotel para espiar electrónicamente e interferir sus líneas telefónicas.
Alertados e inducidos por un enigmático personaje apodado deep throat (garganta profunda), los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein del periódico "The Washington Post" siguieron la pista del hecho, lo denunciaron públicamente y causaron un “terremoto” político en Estados Unidos.
En la planificación y ejecución del plan de espionaje estuvieron involucrados Nixon y altos funcionarios de su gobierno, entre ellos el ministro de Justicia John Mitchell, el consejero presidencial John Dean, el jefe de personal de la oficina presidencial H. R. Haldeman y el asesor especial para asuntos nacionales John Ehrlichman.
Para tratar de paliar la tempestad, Nixon aceptó la dimisión de Haldeman y Ehrlichman el 30 de abril de 1973 y anunció la cesación en sus funciones de Dean.
En mayo el Comité del Senado sobre Actividades Presidenciales inició las comparecencias, que produjeron asombrosas revelaciones. Dean testificó que Mitchell ordenó la incursión y que funcionarios gubernativos del más alto nivel intentaron encubrir la participación de la Casa Blanca en este hecho. Manifestó además que el Presidente había ordenado pagar a los asaltantes para que guardaran silencio. Aunque los funcionarios del gobierno negaron vehementemente las acusaciones, los hechos fueron clarificándose progresivamente. El 16 de julio el asesor del presidente, Butterfield, testificó que fue Nixon quien había ordenado la instalación del sistema de grabación automática de las conversaciones en el cuartel general demócrata.
El procurador general Elliot Richardson nombró a Archibald Cox como procurador especial para que dirigiera la investigación sobre las escuchas del Watergate. Cox exigió la entrega inmediata de ocho grabaciones, destinadas a confirmar el testimonio de Dean, pero el Presidente no sólo que se negó a entregarlas invocando “información privilegiada” y “confidencial” sino que el 20 de octubre ordenó a Richardson que destituyera a Cox, para evitar que prosiguiera con sus pesquisas. En desacuerdo con la orden presidencial, Richardson dimitió y fue el fiscal general del Estado quien cesó a Cox.
El espionaje quedó en evidencia.
La irritación de la opinión pública fue grande porque las acciones del gobierno republicano chocaban frontalmente contra las convicciones éticas del hombre común norteamericano, tan afecto a su derecho a la intimidad —a la privacity, como se dice allá— en todos los actos de su vida. Estalló el escándalo. Nixon, tratando de salvarse, nombró otro procurador especial: León Jaworski. Pero las cosas se agravaron. En marzo de 1974 el Gran Jurado acusó a Mitchell, Haldeman, Ehrlichman y otros cuatro funcionarios de la Casa Blanca de la comisión del delito de encubrimiento del caso watergate, consideró a Nixon como “conspirador sin encausar” y le ordenó entregar a la justicia las grabaciones magnetofónicas.
En el curso de las investigaciones se descubrieron además otros actos desdorosos del gobierno de Nixon, entre ellos la recolección de donaciones económicas ilegales con las cuales se pagaron más de 500.000 dólares a los infiltrados en el Hotel Watergate, la falsificación de documentos en 1972 para involucrar al presidente John F. Kennedy en el asesinato del gobernante sudvietnamita Ngô Dinh Diêm ocurrido en 1963 y el forjamiento de pruebas documentales falsas para acusar al senador Hubert H. Humphrey de conductas inmorales.
En la noche del 29 de julio de 1974 una comisión judicial de la Cámara de Representantes aprobó tres acusaciones contra el Presidente: abuso del poder, obstrucción a la justicia y violación de la Constitución.
El 5 de agosto nuevas grabaciones revelaron que Nixon había ordenado al Federal Bureau of Investigation (FBI) que se abstuviera de investigar el caso watergate.
Nixon no tenía salida. Todo obraba en contra. Y para evitar el impeachment dimitió el 9 de agosto de 1974 —en lo que fue el primer caso de un Presidente de Estados Unidos en renunciar su cargo— y un mes más tarde su sucesor, Gerald Ford, le exoneró de todos los delitos que pudiera haber cometido durante su administración, con lo cual el expresidente quedó a salvo del procesamiento judicial.
Se cerró así el caso watergate.
No obstante, los catedráticos, intelectuales, académicos y analistas han discutido largamentre las consecuencias de este asunto en la política norteamericana. Algunos consideraron que watergate fue el resultado del excesivo poder que el sistema presidencial norteamericano daba a sus gobernantes, quienes en el curso del tiempo habían acumulado demasiadas facultades discrecionales. Y eso estimuló al Congreso Federal para expedir una serie de reformas legales tendientes a prevenir la repetición de este tipo de acciones y para ejercer mayor control sobre la función ejecutiva. El congreso se valió de la ocasión para expedir también regulaciones limitativas del gasto electoral y de las contribuciones monetarias a las candidaturas presidenciales. Otros pensaron que, junto al tema de Vietnam, este escándalo contribuyó a deteriorar la confianza pública en el gobierno. En el campo de la opinión pública, fue evidente que el incidente dio lugar a un periodismo más incisivo en las zonas oscuras del gobierno.
La identidad del misterioso sujeto conocido como deep throat, quien fue la fuente de información de los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein del "The Washington Post", denunciantes del espionaje político de watergate, se mantuvo en el más absoluto secreto por treinta y tres años hasta que el 31 de mayo del 2005 Mark Felt, que en la época del escándalo era el segundo “a bordo” del FBI, reveló a los noventa y un años de edad que él es el célebre y enigmático deep throat que entregó la información clandestina a los reporteros del periódico norteamericano.
Se resolvió así uno de los mayores misterios periodísticos de la historia. “Soy el tipo al que llamaban 'garganta profunda”, dijo el viejo y achacoso Felt a la revista "Vanity Fair".
Con esa facilidad que tienen las personas de habla inglesa para crear nuevas palabras, sin las "aduanas" de una academia de la lengua, el nombre de “watergate” no sólo que se convirtió en un cliché periodístico que se repitió día y noche en la política norteamericana por varios años sino que dio pie a que en todo escándalo político posterior, especialmente si envolvía robo de documentos o escamoteo de información confidencial, se agregara la voz “gate” al final del nombre principal en cuyo torno giraba el escándalo, con lo cual este “sufijo” adquirió connotaciones muy especiales de “corrupción”, “inmoralidad”, “escándalo”, “cosa turbia” en las altas esferas del poder, tal como ocurrió posteriormente con el <irangate en el gobierno de Ronald Reagan, el <sexgate en la administración de Bill Clinton, el enrongate, el ciagate y el iraqgate en tiempos de George W. Bush, el cablegate en el gobierno de Barack Obama y otros “gates” que explosionaron en diferentes momentos de la política estadounidense.