Esta palabra tiene varias significaciones. En filosofía está ligada a la escuela del >utilitarismo inglés, fundada por el jurista y filósofo británico Jeremías Bentham a fines del siglo XVIII, que postuló que el valor supremo del hombre debe ser la utilidad y que las nociones de “lo justo” y “lo injusto”, “lo debido” y “lo indebido”, “lo moral” y “lo inmoral” dependen de ella. En economía, en cambio, lo útil es aquello que sirve para algo y que, en consecuencia, merece aprecio. La utilidad implica una relación entre el hombre y las cosas. Son útiles los bienes que satisfacen necesidades humanas. La propia noción de “bien” nos remite a la de “utilidad” porque los bienes que no son útiles carecen de significación para la economía. La utilidad es uno de los elementos fundamentales del valor.
La utilidad y el valor —dos nociones básicas de la economía e íntimamente ligadas entre sí— han sido analizados de distinta manera por las escuelas del pensamiento económico. Y son, desde luego, nociones muy antiguas. Aristóteles ya se ocupó de ellas y los escolásticos, sobre la base de las ideas aristotélicas, manejaron los conceptos de “utilidad” y “escasez” para llegar al concepto de “valor”. Posteriormente fueron muy importantes las obras de Antonio Genovesi (1712-1769) y Ferdinand Galiani (1728-1787), altos exponentes de la escuela napolitana, en cuanto al tema de la utilidad. A fines del siglo XVIII y principios del XIX los pensadores franceses —Jacques Turgot y Étienne Bonnot de Condillac, especialmente— explicaron la teoría del valor en función de la utilidad objetiva que los bienes tenían. Lo útil era valioso porque permitía satisfacer necesidades humanas y sociales. Sin embargo, Adam Smith introdujo dudas al respecto con el conocido ejemplo del agua y los diamantes: el agua es útil pero de poco valor y los diamantes son inútiles y de mucho valor. En el fondo aquí había una falacia: la utilidad no es una categoría permanente. Depende de las personas, el tiempo, el lugar y las circunstancias. La utilidad no está en el bien mismo sino en su relación con el hombre. Una cosa puede ser útil para una persona y no para otra. Esa misma cosa puede ser útil hoy y no mañana. Y, dependiendo de su escasez y de las circunstancias, incluso el agua (en el ejemplo de Smith) puede ser más cara que los diamantes.
Además, para efectos de su utilidad es indiferente que un bien sea sano o nocivo o que el uso de un bien sea lícito o ilícito: basta con que alguien lo desee.
Pero, al margen de la medicina y de la moralidad, la utilidad es un valor subjetivo que varía de persona a persona y también en el curso del tiempo y las circunstancias respecto de una misma persona.
De otro lado, las necesidades humanas son susceptibles de saturación. Hay en ellas un límite cuantitativo. Algunos economistas han hablado, desde el último tercio del siglo XIX, de la llamada utilidad marginal, de la que han desprendido la ley de la utilidad marginal decreciente que consiste en que a medida en que una persona adquiere unidades adicionales de un bien la utilidad aumenta pero no en forma proporcional sino decreciente. La formulación de esta ley se basó en la observación de que las necesidades humanas son saturables, de manera que la adquisición de mercancías adicionales produce un decrecimiento constante de la utilidad y aun puede ella llegar a ser negativa si la respectiva necesidad humana ha quedado agotada. En otras palabras, a medida en que el consumo de un determinado bien por una persona aumenta en relación al consumo de otros bienes, la utilidad marginal de aquél disminuye comparativamente con la de éstos. Lo cual parece lógico: en cuanto aumenta la cantidad de determinados bienes en poder de un consumidor disminuye el grado de satisfacción que le proporcionan, hasta que puede llegar un momento en que ellos no sólo que no sean necesarios sino que constituyan un gravamen o una incomodidad para el consumidor.
El concepto de utilidad marginal sirve para descifrar el comportamiento de los consumidores, señalar las posibilidades del mercado y aconsejar la toma de las decisiones empresariales por los agentes económicos.
No quiero entrar aquí en las complicadas disquisiciones sobre la utilidad y el >valor. Me interesa sólo decir que esta es una de las significaciones que la palabra utilidad tiene en la economía.
La otra significación es la que denota “beneficio”, “ganancia”, “excedente”, “ingreso”, “rendimiento”, “fruto” o “dividendo” (en tratándose de sociedades de capital), que rinde para sus promotores una actividad productiva cualquiera.
En este sentido, la utilidad es el aliciente o el estímulo principal de la actividad económica. Los hombres trabajan, se forman las empresas, las compañías emprenden, los capitalistas arriesgan, avanza la tecnología, los descubrimientos y las invenciones se multiplican en persecución de la utilidad, esto es, de la ganancia medible en dinero que reportan esos esfuerzos.
En todo tiempo y lugar el afán de lucro fue el motor de los desvelos económicos de los hombres. A eso ha llevado el egoísmo germinal de los seres humanos. Por más que se ha querido sustituir esta motivación por otras consideraciones éticas y altruistas más encomiables, no ha sido posible. Los socialistas utópicos, los anarquistas, los marxistas, los socialistas democráticos y otras corrientes de pensamiento lo intentaron infructuosamente. Más pudo el egoísmo humano, su afán de riquezas y de poder, su egolatría. El anhelo de lucro parece ser la esencia misma del <homo oeconomicus. Los reformadores idealistas, que quisieron cambiar el mundo, que se propusieron podar la insaciable voracidad humana, que anhelaron formar sociedades altruistas y solidarias, han tenido que resignarse finalmente a la modesta tarea de reglamentar el egoísmo del hombre en beneficio social. En eso parece consistir hoy —después de millones de años de existencia sobre la Tierra de ese mamífero muy especial que camina con el cuerpo erguido, puede asir cosas con las manos y ha desarrollado una hiperplasia en el cerebro— el acierto en la organización social: en simplemente regular el supremo afán que cada hombre pone en el manejo de sus propios intereses para extraer de él los mayores rendimientos posibles en beneficio de los demás.
He llegado a la conclusión casi cínica de que la ordenación económica de la sociedad no se funda sobre principios de altruismo sino sobre reglamentaciones rigurosas del egoísmo individual en beneficio general. A cada paso vemos que esto es así. Todo el sistema tributario está fundado en este principio, lo mismo que los incentivos legales para la producción. La legislación en su conjunto reconoce esta amarga realidad y los sistemas jurídicos civiles, penales y mercantiles son otros tantos intentos de sofrenar el infinito egotismo del ser humano para que la sociedad y la vida social sean posibles.