El general Porfirio Díaz ejerció el poder autoritaria y despóticamente por 28 años a través de consecutivas y amañadas reelecciones. Tomó el mando político en 1876, después de un golpe de Estado contra el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, quien asumió el poder a la muerte de Benito Juárez en 1872, en su condición de Presidente de la Suprema Corte de Justicia.
Porfirio Díaz se alargó en el poder por siete períodos y tres décadas. Su séptima reelección fue el 26 de junio de 1910, en “elecciones libres”, mientras su principal contrincante, un joven hacendado de Coahuila llamado Francisco Ignacio Madero, permanecía en la cárcel de Monterrey por orden suya.
El largo gobierno de Porfirio Díaz —denominado el porfiriato— contribuyó a concentrar la riqueza en pequeños grupos privados, a profundizar la pobreza de amplios sectores de la población y a entregar los recursos naturales —especialmente los minerales metálicos y no metálicos— a empresas extranjeras gracias a una interpretación jurídica que adjudicaba al propietario del suelo el dominio del subsuelo. Por este medio las compañías foráneas, particularmente norteamericanas, se apropiaron de los más importantes recursos naturales. Y la naciente riqueza petrolera despertó la codicia de los círculos financieros e industriales extranjeros.
Todo lo cual generó un clima de insatisfacción popular muy profunda. La gran mayoría de mexicanos —las capas medias, los obreros, los campesinos— estaba en contra de un nuevo mandato presidencial para Díaz, rechazaba el estilo aristocratizante y afrancesado que imperaba en las elites sociales y políticas y condenaba el entreguismo de la gestión económica y la restricción de las libertades individuales bajo el régimen dictatorial.
La no reelección presidencial se convirtió en una amplia y sentida consigna popular. El libro “La sucesión presidencial en 1910″, escrito por el joven agricultor llamado Francisco Ignacio Madero, cuya circulación prohibió el gobierno, se convirtió en el “manifiesto político” de los grupos de oposición al porfiriato.
Madero se colocó a la cabeza del movimiento contra el continuismo y en favor del sufragio libre. Y el 5 de octubre de 1910 expidió la proclama revolucionaria de San Luis Potosí en la que convocó al pueblo a las armas y planteó la necesidad de reparar el despojo de las tierras de los campesinos pobres, hecho en beneficio de los terratenientes por la llamada ley de desamortización del 25 de junio de 1856.
El gobierno trató de acallar por la fuerza las protestas pero el 20 de noviembre estallaron los primeros motines populares.
En ese ambiente bastó una chispa para encenderlo todo.
El asesinato en Puebla del modesto líder artesanal y dirigente maderista Aquiles Serdán, el 18 de noviembre de 1910, promovió un motín y este episodio dio comienzo a la Revolución Mexicana.
Un campesino analfabeto y pobre de Morelos, llamado Emiliano Zapata, a la cabeza de un movimiento agrarista reivindicador, se alzó en armas en mayo de 1910 y se convirtió en una de las figuras emblemáticas de la Revolución. Bajo la consigna de que “la tierra es de quien la trabaja”, se incorporó con su ejército de campesinos reclutados en los pueblos y haciendas de Morelos a la Revolución Mexicana, liderada en ese momento por Francisco I. Madero, para derrocar el régimen de Porfirio Díaz.
Miles de campesinos indigentes se organizaron en el zapatismo y lucharon por nueve años en guerra de <guerrillas, bajo las órdenes de su líder agrarista, para defender los derechos de los trabajadores de la tierra en el sur de México.
Y otro campesino —fugitivo de la justicia— llamado Doroteo Arango pero mejor conocido como Pancho Villa se rebeló contra el gobierno y el statu-quo el 20 de noviembre de 1910 en Chihuahua, ofreció sus servicios a Madero y en los campos de batalla demostró sus extraordinarias capacidades de organizador táctico y combatiente. En enero de 1911 se insubordinaron los hermanos Flores Magón en la Baja California y los hermanos Figueroa en Guerrero.
Por su lado, a la cabeza de un ejército de insurrectos, Madero participó en la campaña militar que culminó con la toma de Ciudad Juárez en mayo de 1911. Y entonces, acosado por diversos flancos, el autócrata se vio obligado a renunciar el 25 de ese mes y abandonó el país.
Cinco meses después Madero fue elegido Presidente de la República y asumió el poder el 6 de noviembre de 1911.
Se produjo entonces la primera ruptura de las filas revolucionarias: Zapata, empeñado en el reparto de tierras, tomó la opción de la lucha armada revolucionaria contra el gobierno de Madero, pero el ejército federal, al mando del general Victoriano Huerta, reprimió duramente a los revolucionarios. En febrero de 1913 hubo una sangrienta batalla en Ciudad de México entre los insurrectos y las tropas oficiales, que causó alrededor de 2.000 muertos y más de 6.000 heridos.
La Revolución Mexicana, como todas las revoluciones, empezó a devorar a sus propios hijos.
Es difícil encontrar un país donde la concentración de la tierra en pocas manos hubiera alcanzado los extremos del México del porfiriato. Durante la larga dictadura paternalista el 40% de la tierra agrícola fue de propiedad de 840 hacendados. Uno solo de ellos, el general Terrazas, que fue seguramente el terrateniente más poderoso del mundo, poseía en Chihuahua, al norte de México, un predio cuya superficie era mayor que los territorios de varios países europeos juntos. Otro de los grandes latifundistas fue la Iglesia Católica, aliada del porfiriato, que a través de diversos medios de persuasión o de presión sobre los fieles acumuló ingentes cantidades de tierra.
Por eso el <agrarismo fue la médula de la ideología y acción revolucionarias. Acicateados por el propósito de obtener tierras para trabajarlas, los campesinos empuñaron las armas a las órdenes de dos líderes populares: Pancho Villa en el norte y Emiliano Zapata en el sur. Sus demandas se concretaron, primero, en la proclama revolucionaria de San Luis Potosí formulada por Francisco Madero el 5 de octubre de 1910 y, después de derrocado Porfirio Díaz, en el denominado Plan de Ayala firmado por Zapata y otros caudillos populares el 28 de noviembre de 1911, que se considera el documento fundamental del agrarismo mexicano.
Siguiendo el sino trágico de todas las revoluciones —la discrepancia entre los sectores radicales y los moderados—, ante las vacilaciones del gobierno de Madero en lo referente a la reforma agraria, el zapatismo volvió a tomar la armas para insistir en que se devolvieran a sus dueños legítimos las tierras y las aguas usurpadas por los latifundistas y que se expropiara un tercio de la superficie de los latifundios, previa indemnización a sus propietarios, para destinarlo a la <reforma agraria.
En una de las impredecibles vicisitudes de la Revolución Mexicana, el general Victoriano Huerta, comandante de la plaza militar de Ciudad de México, dio un <golpe de Estado contra el presidente Madero el 19 de febrero de 1913, se declaró dictador y cuatro días más tarde mandó asesinarlo.
Después de haber combatido en los ejércitos de Madero, Pancho Villa sirvió a las órdenes del general Victoriano Huerta, pero poco tiempo después éste lo condenó a muerte por insubordinación. Villa escapó a Estados Unidos y regresó tras el asesinato de Madero para incorporarse al Plan de Guadalupe proclamado el 26 de marzo por Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, en el que desconoció la dictadura de Huerta, y para unirse a las fuerzas de la “revolución constitucionalista”, a las que también se juntó Emiliano Zapata en el sur.
Las tropas constitucionalistas, formadas por campesinos y ciudadanos pobres, derrotaron al ejército federal de Huerta. Al frente de un improvisado ejército, Villa asumió el control de Chihuahua y Durango e invadió la ciudad de Zacatecas para hacer contacto con Emiliano Zapata en Xochimilco; el coronel Álvaro Obregón venció en Sonora, Sinaloa y Jalisco con el cuerpo del ejército del noroeste; tropas de la infantería de marina norteamericana desembarcaron en Veracruz el 21 de abril de 1914 para apoyar a los insurgentes (antes el presidente Woodrow Wilson de Estados Unidos había destituido a su embajador en México, Henry Lane Wilson, por sus abiertas simpatías con Huerta); y, después de sucesivas victorias a lo largo de un año, las armas constitucionalistas ocuparon Querétaro, Guanajuato y Guadalajara, y obligaron al general golpista a dimitir el 15 de julio y a abandonar el país. Y en el Tratado de Teoloyucán se acordó la disolución del ejército federal y las fuerzas constitucionalistas entraron a la capital federal el 15 de agosto de 1914.
Asumió el poder provisional Carranza pero los líderes agraristas rompieron con él. Fue una nueva escisión en las filas revolucionarias entre los radicales —villistas y zapatistas— y los moderados —seguidores de Carranza— en función de sus distintas cosmovisiones, condicionadas por la diferente extracción social de sus miembros. En medio de esta pugna se reunió la Convención de Aguascalientes, en noviembre de 1914, en la que Carranza presentó su dimisión como jefe del ejército constitucionalista, se designó a Eulalio Gutiérrez presidente provisional y se nombró a Pancho Villa jefe del ejército de la convención.
Pero las hostilidades no cesaron. En las batallas de Celaya, Guanajuato, León y Aguascalientes, entre abril y julio de 1916, los ejércitos de Carranza, al mando del coronel Obregón, derrotaron a los de Villa. Éste se retiró al estado de Chihuahua, arrebató las haciendas de los grandes terratenientes y volvió a sus andanzas de guerrillero de los primeros años. Las tropas de Zapata también fueron derrotadas y obligadas a replegarse a las montañas entre julio y septiembre de 1915.
En un país dividido en facciones de lucha —Gutiérrez llevó el gobierno a San Luis Potosí, Carranza se estableció en Veracruz y la ciudad de México quedó en poder de Villa y de Zapata, reconciliados en ese momento, con 60.000 hombres sobre las armas— se reunió la Asamblea Constituyente de Querétaro para expedir la nueva Constitución el 5 de febrero de 1917, en la que se institucionalizaron las conquistas sociales de la Revolución.
En ese año Carranza fue elegido Presidente Constitucional de México y se posesionó de su cargo el 10 de mayo. Pero su gobierno afrontó muy duros conflictos. Unos por causa de la decisión presidencial de limitar la propiedad extranjera y de nacionalizar los yacimientos petroleros y las minas; y otros por la larga lucha armada promovida en el sur por Zapata, hasta que fue muerto en una emboscada en la hacienda de San Juan Chinameca el 10 de abril de 1919. Lo cierto fue que, antes de terminar su período y al plantearse la sucesión presidencial de 1920, políticamente derrotado por los generales Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón, el presidente Carranza se vio forzado a optar por el camino del exilio, en cuyo curso cayó asesinado en la población de Tlaxcalantongo.
La Constitución de 1917 estableció la forma federal de Estado y la forma de gobierno republicana en los Estados Unidos Mexicanos. Como reacción al porfiriato prohibió la reelección presidencial. Reivindicó para el Estado el dominio de las tierras y aguas comprendidas dentro de su territorio y limitó el derecho de propiedad privada en función de las necesidades sociales. Su artículo 27 dispuso que “la Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público”. Mandó el fraccionamiento de los latifundios e impulsó el desarrollo de la pequeña propiedad agrícola. Transfirió los predios rústicos de propiedad de la Iglesia Católica al dominio del Estado y prescribió que “las asociaciones religiosas denominadas iglesias, cualquiera que sea su credo, no podrán en ningún caso tener capacidad para adquirir, poseer o administrar bienes raíces”. Incluso “los templos destinados al culto público son de propiedad de la Nación” y “los obispados, casas curales, seminarios, asilos o colegios de asociaciones religiosas, conventos o cualquier otro edificio que hubiere sido construido o destinado a la administración, propaganda o enseñanza de un culto religioso, pasarán desde luego, de pleno derecho, al dominio directo de la Nación”. Implantó la absoluta separación entre el Estado y las iglesias de los diversos cultos. El artículo 130 dispuso que “la ley no reconoce personalidad alguna de las agrupaciones religiosas denominadas iglesias”. Consideró al sacerdocio como una profesión cuyo ejercicio estaba sometido a las leyes y autoridades del Estado. Para desempeñar el ministerio de cualquier culto se requería ser mexicano por nacimiento. Prohibió la formación de agrupaciones políticas “cuyo título tenga alguna palabra o indicación cualquiera que las relacione con alguna confesión religiosa”. Implantó la educación estatal gratuita y laica. Se adelantó a su tiempo al establecer que toda persona tiene derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos.
La Revolución Mexicana retomó las conquistas laicas establecidas a fines de los años 50 del siglo XIX por Benito Juárez a través de sus Leyes de Reforma, que establecieron la separación del Estado y la iglesia en el marco de la supremacía de aquél sobre ésta, que nacionalizaron los bienes eclesiásticos (12 de julio de 1859), que establecieron el matrimonio civil (23 de julio de 1859), que mandaron la cesación de toda intervención del clero en los cementerios y camposantos mexicanos, que prohibieron la asistencia de funcionarios públicos a ceremonias de culto, que implantaron la libertad religiosa dentro de la ley y que sometieron el ejercicio de los cultos a las normas estatales.
La referida Constitución de 1917 —que, con reformas, fue la única Constitución que tuvo México en el siglo XX—, superando las ideas liberales que imperaban en América Latina en aquella época, fue la precursora del <constitucionalismo social —o sea del reconocimiento formal, al más alto nivel jurídico, de los derechos sociales y su consagración junto a los demás derechos de la persona humana—, que después tuvo ecos en la Constitución soviética de 1918 expedida por el tercer congreso panruso de los soviets, en la Constitución alemana de 1919, surgida después del derrumbe del gobierno imperial del Kaiser Guillermo II, y en las constituciones de Austria (1920), Estonia (1920), Polonia (1921), Yugoeslavia (1921) y España (1931).
En el campo de las relaciones laborales, el artículo 123 de la Constitución de 1917, que se refiere al trabajo y a la previsión social, tuvo como antecedentes las leyes del trabajo (Veracruz 1914), la ley de asociaciones profesionales (Veracruz 1915), la ley de conciliación y el tribunal de arbitraje (Yucatán 1915), el proyecto de ley sobre contratos de trabajo formulado por Zubarán Capmany (1915) y la legislación laboral de Coahuila (1916). Todas estas leyes obedecieron a un proceso iniciado desde 1914 para regular las jornadas máximas de trabajo, el descanso obligatorio, el salario igual para trabajo igual, la responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo, las enfermedades profesionales, el derecho de sindicalización de los trabajadores y otros temas de carácter laboral.
El historiador peruano Luis Alberto Sánchez, en su “Historia General de América” (1945), afirma que “la revolución mexicana es uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX. Si esa revolución hubiera tenido un plan concreto previo, habría sido más importante que la rusa y tanto como la francesa”.
El momento culminante del movimiento agrarista llegó con el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1895-1970), en el período de 1934 a 1940, en que a través del programa de reforma agraria se distribuyeron más de 18 millones de hectáreas a favor de un millón de campesinos. Para tener una idea de lo que esto significaba es preciso anotar que esa suma equivalía aproximadamente a la repartida en todos los años de la revolución mexicana hasta ese momento. Simultáneamente se fundaron la Confederación Nacional Campesina (1938) y el sector campesino del Partido de la Revolución Mexicana —nombre que adoptó el Partido Nacional Revolucionario desde 1938—, que fue el antecesor del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
En el gobierno de Cárdenas se introdujeron profundas reformas políticas, económicas y sociales tendientes a institucionalizar y tornar irreversibles las conquistas de la Revolución. Para superar el desorden y anarquía, causados por la insurgencia desde 1911 de numerosos grupos políticos nacionales y regionales, se fundó en 1929 el Partido Nacional Revolucionario (PNR) —que en 1938 cambió su nombre por Partido de la Revolución Mexicana y que desde 1946 se denominó Partido Revolucionario Institucional (PRI)—, como medio de estabilizar la situación política de México y de regimentar a las masas para la defensa de su Revolución. Se creó la Confederación de Trabajadores de México (CTM), cuya secretaría general fue desempeñaba desde 1936 por Vicente Lombardo Toledano, y la Confederación Nacional Campesina (1938). Se instrumentó un profundo proceso de reforma agraria con base en la desmembración de los latifundios y la entrega de parcelas a los campesinos sin tierra. Los ejidos se transformaron en propiedad comunal. Y, en medio de grandes tensiones internacionales, se promovió la nacionalización de las compañías petroleras extranjeras para crear la empresa nacional Petróleos Mexicanos (PEMEX). Fue secularizada la educación y se dio amplio impulso a la enseñanza rural.
En el campo de la política internacional, el gobierno de Cárdenas asumió una ejemplar conducta de apoyo a los republicanos españoles durante la guerra civil de 1936 a 1939 y, a partir de este año, de no reconocimiento de la dictadura franquista. Numerosos refugiados españoles fueron recibidos solidariamente en México, a quienes incluso se les otorgó la nacionalidad mexicana.
En el marco de la Revolución Mexicana —y de sus caudillos bárbaros— surgió la literatura revolucionaria, que reflejó la intensidad de la vida de aquella época. Muchas de las obras publicadas entre 1928 y 1940 fueron escritas por quienes participaron en el movimiento revolucionario; otras por quienes recrearon la lucha armada con un lenguaje renovador y una estructura novelística innovadora. El ciclo se inició en 1911 con la novela “Andrés Pérez, maderista” de Mariano Azuela y poco tiempo después “Los de abajo” (1916) del mismo autor. Luego vinieron “El águila y la serpiente” (1928) y “La sombra del caudillo” (1929) de Martín Luis Guzmán, “¡Vámonos con Pancho Villa!” (1931) de Rafael Muñoz, “Tropa vieja” (1931) de Francisco L. Urquizo, “Campamento” (1931) de Gregorio López y Fuentes, “Desbandada” (1934) de José Rubén Romero, “El resplandor” (1937) de Mauricio Magdaleno, “Cartucho” (1931) y “Manos de mamá” (1937) de Nellie Campobello, “El luto humano” (1943) de José Revueltas, “Al filo del agua” (1947) Agustín Yáñez y “El llano en llamas” (1953) y “Pedro Páramo” (1955) de Juan Rulfo.
Un papel fundamental en la promoción de la literatura y pintura de protesta jugó José Vasconcelos, como Secretario de Educación Pública durante el gobierno del general Álvaro Obregón (1920-1924).
La pintura de la Revolución fue el expresionismo, en que el pintor volcó sus sentimientos y emociones con toda la fuerza de los colores violentos y de la distorsión y exageración de las figuras. En su pincel estalló el drama humano en múltiples formas y mensajes. Con energía inédita, el expresionismo mexicano transmitió la cosmovisión dolida y torturante de la injusticia social, de la explotación de los encomenderos y del vasallaje que había imperado durante la época colonial y buena parte de la era republicana. La pintura compulsiva de los expresionistas mexicanos fue muy diferente del expresionismo alemán de principios del siglo XX —con Ernst Ludwig Kirchner, Erich Heckel y Karl Schmidt-Rottluff, del grupo Die Brücke de Dresde, a los que se sumaron después Emil Nolde, Max Pechstein y Otto Müller— y, en general, de los precursores del expresionismo europeo —Vincent van Gogh, Paul Gauguin y Edvard Munch—, aunque tuvo puntos de contacto con ellos por la crítica corrosiva a la burguesía y la intensidad expresiva lograda por medio de la intensidad cromática y de la exageración de las líneas.
La pintura mural —el muralismo— fue el “arte oficial” de la Revolución, como reacción contra la pintura tradicional de caballete, el academicismo y la alienación artística tradicional. Muy elocuente fue el Manifiesto del Sindicato de Pintores y Escultores de México de 1923 —dedicado a “la raza indígena, humillada durante siglos, a los soldados que lucharon en pro de las reivindicaciones populares, a los obreros y a los campesinos, y a los intelectuales no pertenecientes a la burguesía”—, en el que los jóvenes artistas revolucionarios proclamaban: “Repudiamos la pintura llamada de caballete y todo arte de cenáculo ultraintelectual por aristocrático, y exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública. Proclamamos que toda manifestación estética ajena o contraria al sentimiento popular es burguesa y debe desaparecer porque contribuye a pervertir el gusto de nuestra raza, ya casi completamente pervertida en las ciudades. Proclamamos que los creadores de belleza deben esforzarse porque su labor presente un aspecto claro de propaganda ideológica en bien del pueblo, haciendo del arte una finalidad de belleza para todos, de educación y combate”.
Es difícil encontrar un arte más comprometido que el muralismo mexicano. Fue un arte monumental destinado a la multitud, que desbordó la exclusividad de los salones. El mural fue una suerte de “propiedad pública”, de arte democrático, que se evadió del exclusivismo de las telas para plasmarse en la arquitectura virreinal y en los edificios públicos. Con él “florecieron las paredes”, como escribió más tarde Pablo Neruda. Surgió de las honduras del telurismo. Sus grandes exponentes fueron Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Juan O’Gorman, que se convirtieron en una suerte de cronistas de la historia mexicana. En sus monumentales testimonios desfilaron desde la idílica vida de las primitivas culturas indígenas hasta la explotación económica y la lucha de clases de la naciente era industrial, pasando por el feudalismo de la colonización española. Con rasgos caricaturizados aparecieron el terrateniente, el burgués, el sacerdote, el militar y el político comprometidos con el orden social de explotación de los indios. Las técnicas de los muralistas fueron innovadoras: redescubrieron el uso del fresco, del encausto y del mosaico.
En el recorrido pictórico de la Revolución Mexicana —que tuvo al indio como su figura principal, junto con el obrero y el soldado, y en el que predominaron como temas fundamentales el testimonio de la acción revolucionaria, sus antecedentes históricos, las tradiciones precolombinas, las iniquidades del republicanismo y las personalidades de la Revolución— hubo también una explosión del grabado, producido principalmente por el Taller de Gráfica Popular, como complemento de la palabra y del mensaje revolucionarios.