Denomínase así a la política adoptada en diciembre de 1978 por el Comité Central del Partido Comunista chino, bajo el liderazgo e inspiración de Deng Xiaoping (1904-1997), que modificó por su base los principios del sistema económico de la República Popular de China. En virtud de estas reformas se abrió la economía del país hacia el exterior, se combinó la planificación estatal con las fuerzas del mercado y se estableció una nueva estructura de la propiedad.
Los dirigentes chinos suelen distinguir cuatro etapas en este proceso de cambio y apertura. La primera comprende desde su implantación en 1978 hasta 1984, durante la cual se puso en juego la gran decisión política de reformar el sistema económico chino y apartarlo de los viejos dogmas del <maoísmo; la segunda se extendió desde 1984 hasta 1992, en que se trasladó el centro de gravedad de las preocupaciones económicas del campo a la ciudad, se fortaleció la economía de las empresas industriales y comerciales, se introdujeron modificaciones al funcionamiento del mercado y se abrieron ciertos sectores de la economía a la inversión extranjera directa; la tercera fue a partir de 1992, en que se trabajó decididamente en la formación de lo que los dirigentes chinos llamaban la “economía socialista de mercado”, con la modificación del sistema de formación de los precios y de la administración macroeconómica del Estado acompañada de la diversificación de las formas de propiedad; y la cuarta a partir de la renovación generacional de la dirigencia política ocurrida en el XVI Congreso del Partido Comunista reunido en Pekín a mediados de noviembre del 2002, con Hu Jintao como Secretario General y un nuevo equipo de dirigentes en el buró político del Comité Central. Como culminación de esta etapa, Jintao fue elegido por el parlamento Presidente de China en marzo del 2003 y terminó su período en noviembre del 2012 con la elección de Xi Jinping.
Durante los años de vigencia del nuevo sistema económico China experimentó profundos cambios. Antes tuvo un régimen económico herméticamente cerrado hacia el exterior y terriblemente ineficiente desde el punto de vista científico y tecnológico. Eso cambió rápidamente. El control estatal sobre la economía, que estuvo tradicionalmente basado en las decisiones directas de la autoridad pública, dio paso a un sistema de intervención indirecta ejercida principalmente por medio de palancas económicas y jurídicas —tales como las tarifas tributarias, tasas de interés, tipos de cambio, emisión monetaria, política créditicia— para orientar la economía de una manera más eficiente.
Según me explicaron el primer ministro Li Peng en Nueva York en enero de 1991 y después Hu Jintao, en ese momento uno de los cinco dirigentes máximos de la República Popular de China y el miembro más joven del buró político que ejercía la dirección colectiva del Comité Central del Partido Comunista (elegido en marzo del 2003 como Presidente de China), en una reunión que con él mantuve en Pekín en octubre de 1994, y Jia Qinglin, otro de los miembros del buró político del Comité Central, durante mi visita a China en septiembre del 2000, el nuevo modelo de distribución económica adoptado a partir de la reforma se rige bajo el principio de “a cada uno según su trabajo”, que permite estimular las acciones y mejorar la remuneración de quienes mejor laboran. Este principio, sin embargo, difiere sustancialmente del viejo postulado distributivo marxista de “a cada uno según sus necesidades”. En el cambio estuvo implícita la idea de corregir las deficiencias anteriormente experimentadas en las economías marxistas por la falta de discriminación en favor de quienes trabajan más y mejor dentro del proceso productivo. Al contrario de lo que ocurrió en el pasado, hoy se premia el trabajo eficiente para que la suma de las aportaciones de eficiencia individuales produzca el aumento en la producción y productividad generales de la economía china.
La estructura de la propiedad experimentó también un viraje muy importante. De la <estatificación absoluta se pasó a la coexistencia de varias formas de propiedad: la estatal, la colectiva, la individual y la privada extranjera, si bien con el claro predominio de la pública, que sigue siendo el eje fundamental de la economía china.
Tras cinco años de agrios debates, la Asamblea Nacional Popular de China aprobó el 16 de marzo del 2007 —por 2.799 votos contra 52 y 37 abstenciones— la Ley de Propiedad, reformatoria del código civil, que por primera vez colocó la propiedad privada al mismo nivel que la estatal y la colectiva, cuya intangibilidad garantizó —incluida la inversión extranjera— en favor de las personas y empresas particulares. Una de las finalidades de la ley fue acabar con el régimen jurídico de usufructo que tenían los campesinos sobre las tierras agrícolas de propiedad estatal que trabajaban, por plazos de treinta años renovables, y eliminar las frecuentes y protestadas expropiaciones de fundos agrícolas, que habían afectado la seguridad jurídica de los campesinos. Uno de los artículos del estatuto en referencia establecía que “todo tipo de propiedad, desde la estatal a la colectiva, individual o de otro tipo, está protegida por la ley y nadie puede atentar contra ella”.
Los sectores capitalistas de Occidente saludaron esta decisión parlamentaria como un gran paso del capitalismo y de la economía de mercado en el país asiático, que había costado catorce años de lucha.
Como consecuencia de la coexistencia de la planificación con las fuerzas del mercado, como medios de regulación económica, se abrieron posibilidades de competencia “justa” en el seno de un amplio mercado unificado, abierto y ordenado. De lo cual resultaron nuevos y más flexibles mecanismos de fijación de los precios. Después de las reformas progresivas en la estructura económica, los precios del 80% de los medios de producción, del 85% de los productos agrícolas y del 95% de los bienes industriales de consumo quedaron fuera del control gubernativo directo y se fijan en función de la oferta y la demanda.
Todos estos cambios implicaron una emancipación ideológica muy importante de la dirigencia política china, encabezada por el veterano líder Deng Xiaoping, que decidió buscar la verdad económica en los hechos de la realidad antes que en los envejecidos textos de la interpretación maoísta del marxismo.
Aunque no se lo reconozca, me parece evidente que la política de reforma y apertura de China va más alla de los cambios meramente económicos. Es un proceso político. En ciertas materias, la reforma china fue la antecesora de la <perestroika soviética. Con esto quiero decir que fue un proceso global de cambio, que en modo alguno se circunscribía, como pretendían los dirigentes chinos, a la órbita de lo económico.
Ellos insistían en que se trataba sólo de un diferente “régimen económico” pero no político el que se había establecido en las zonas del sur de China. Pero la verdad es que ese régimen respondía, como todo programa económico, a un proceso político del cual era inseparable. Y es que no hay medidas económicas políticamente asépticas. Esto nos ha enseñado, con sobra de razón, el propio marxismo. Todos los fenómenos sociales están interconectados. Unos influyen sobre otros. Detrás de la reforma y apertura de la economía china y de la formación de las >zonas económicas especiales hay sin duda un proceso político de “occidentalización” de ese gigantesco país de más de 1.390 millones de habitantes (2017), cuya economía se abre crecientemente al capital extranjero y busca su inserción en el mercado mundial.
Según las estadísticas oficiales, el crecimiento del producto interno bruto anual de Shenzhén —que es una de las zonas económicas especiales en que a partir de 1980 se permite la presencia del capital extranjero— fue del 48% en promedio durante los primeros 14 años del régimen de apertura. Dentro de este período la industria, que es su sector más dinámico, se expandió al 56% anual. Las exportaciones subieron de 9 millones de dólares anuales en 1980 a 8.300 millones en 1993. El capital extranjero proveniente de 40 países en combinación con el capital chino, generalmente bajo la forma de <joint venture, estableció entre 1979 y 1993 en la ciudad de Shenzhén 13.490 nuevas empresas que a la sazón representaban un compromiso de inversión en la zona de 14.830 millones de dólares y un desembolso efectivo de 5.980 millones. El gobierno chino ha dirigido esta formidable inversión extranjera hacia las áreas prioritarias de la economía mediante contratos en los que se determinaban las modalidades y condiciones de la inversión. El turismo fue una de las áreas preferentes. En la ciudad de Shenzhén funcionaban hasta fines de 1994 alrededor de diez mil hoteles y restaurantes y después se construyeron febrilmente nuevas obras de infraestructura turística. El sector financiero se expandió inusitadamente. El sistema estaba integrado por el banco central del Estado, bancos especializados, bancos comerciales extranjeros, entidades financieras no bancarias y compañías de seguros. Los principales bancos del mundo capitalista habían establecido allí sus sucursales.
Un poderoso mecanismo de mercado cobró fuerza en las áreas de apertura del sur de China, en eficiente combinación con un fuerte <dirigismo estatal. Y conforme aumenta la prosperidad de los ciudadanos, en el curso de la dinamizada economía de las zonas de apertura, se establecen nuevos negocios y pequeñas empresas de naturaleza privada que contribuyen a la progresiva modificación de la estructura de la propiedad en China. Por eso pienso, entre otras razones, que no es simplemente un programa de mutación económica el que se adelanta en el país asiático sino un proceso de profunda transformación política.
A partir de 1980 se abrieron cinco zonas económicas especiales en la región suroriental de China: las ciudades de Shenzhén, Zhu Hai y Shan Tou en la provincia de Guangdong, Xia Men en la provincia de Fujian —establecidas en 1980 por decisión de la Asamblea Popular Nacional— y en 1988 la provincia entera de Hainán.
Desde 1984 se admitió la inversión extranjera en 14 ciudades costeras de la región oriental: Dalian, Qinhuangdao, Tianjin, Yantai, Qingdao, Lianyungang, Nantong, Shanghai, Ningbo, Wenzhou, Fuzhou, Guangzhou, Zhanjiang y Beihai. Y un año después el gobierno decidió ampliar el régimen de zona libre hacia las regiones del delta de río Yangtzé, delta del río Zhu Jiang, el triángulo Xiamen-Zhangzhou-Quanzhou en el sur de la provincia de Fujian, las penínsulas de Shandong y de Liaodong, y Hebei y Guangxi, todas las cuales formaron una amplia franja de apertura económica en la región suroriental del país.
En 1990 el gobierno decidió incorporar el sector de Pudong de la ciudad de Shanghai —que en aquellos años tuvo un crecimiento extraordinario— al régimen de zona libre, con eliminación de los tributos arancelarios y del impuesto a la renta. De modo que se formó una cadena de ciudades abiertas a la inversión extranjera y al comercio internacional en el extenso valle del río Yangtzé, con Pudong como la cabeza de este circuito de apertura económica.
Concomitantemente, el gobierno implantó políticas de eliminación o de reducción de los gravámenes arancelarios y del impuesto a la renta en beneficio de las empresas que se establecieran en sus zonas de apertura a fin de estimular la inversión extranjera, el desarrollo tecnológico, la apertura de instituciones financieras, la promoción de actividades económicas terciarias —especialmente en el campo de la electrónica—, el aumento del valor agregado en las actividades industriales y la inserción de la economía china en el mercado internacional.
China ha logrado integrar el avance científico y tecnológico con el proceso manufacturero y con el comercio exterior. Ha establecido numerosas industrias y actividades del sector terciario de la economía. Ha incorporado modernos principios de gerencia a las actividades productivas. Y ha impulsado con gran fuerza sus exportaciones hacia el mercado internacional.
Al amparo de la reforma y apertura el volumen de su comercio exterior (exportaciones + importaciones) creció 15,7 veces en las dos primeras décadas del proceso y su intercambio comercial pasó del puesto 32º al 10º en el escalafón mundial. La estructura de las exportaciones cambió drásticamente porque el volumen de los productos primarios disminuyó del 53,5% en 1978 al 11,2% en 1998 mientras que la proporción de productos industriales se incrementó del 46,5% al 88,8% en el mismo período. La mayor parte de su intercambio es con Estados Unidos, la Unión Europea, América Latina y los países asiáticos.
China es el tercer país territorialmente más grande del globo y el más populoso. Tiene más de ciento sesenta ciudades con poblaciones mayores a un millón de habitantes. Su economía ocupó en el año 2006, en términos cuantitativos, el cuarto lugar en el escalafón mundial, tras Estados Unidos, Japón y Alemania, con el 13% del producto interno bruto global. Y el banco de inversiones norteamericano Goldman Sachs sostiene que pasará a ocupar el primer lugar hacia el año 2045.
En el año 2012 China tenía 513’100.000 usuarios de internet frente a 245’203.319 de Estados Unidos, 101’228.736 de Japón y 121’000.000 de India. En el mundo contemporáneo el nivel de conexión con la red es uno de los parámetros primordiales para medir el desarrollo. El gigantesco país socialista se ha convertido en los últimos años, paradójicamente, en una gran potencia capitalista, pero con una peculiaridad: su proceso económico ha estado controlado por el Estado, de modo que no se ha desnaturalizado el modelo político. Al contrario de lo que ocurrió en la Unión Soviética y en los países del este europeo, todo este proceso de apertura económica fue estrechamente controlado por el Estado, bajo el comando del Partido Comunista. Así pudo China dar el gran salto en apenas veinticinco años. Período durante el cual se cuadruplicó el ingreso per cápita, subieron los niveles de consumo y aumentó la expectativa de vida de la población de 64 años en 1970 a 70 años a fin de siglo.
Los dirigentes chinos consideran que el mercado es una necesidad histórica objetiva pero que nada impide que él sea gobernado por el Estado. Así nació la economía socialista de mercado, uno de cuyos elementos fundamentales son las zonas económicas especiales abiertas al capital, los conocimientos, la tecnología y la mano de obra calificada del exterior para la producción industrial en gran escala dirigida hacia la exportación. El pragmatismo chino le permitió concebir la fórmula “un país, dos sistemas” —propuesta por Deng Xiaoping en 1984— y aplicarla en las zonas económicas especiales y en los distritos de Hong Kong y Macao —desde que volvieron a su control— para viabilizar el desarrollo industrial de corte capitalista-occidental dentro del régimen político comunista. Recordemos la famosa frase de Deng Xiaoping: “No importa si el gato es negro o blanco: lo que importa es que cace ratones”.
China era en la primera década del siglo XXI el más grande productor de carbón, acero, cemento y aluminio del mundo, el mayor fabricante de aparatos electrónicos, el tercer mayor exportador mundial —detrás de Estados Unidos y Alemania, según cifras del año 2005— y el segundo más grande consumidor de energía. Dos tercios de los DVD, televisores, teléfonos celulares, hornos microondas, refrigeradoras, copiadoras y otros aparatos electrónicos que se venden en el mercado internacional eran producidos en China, a precios notablemente menores que en los países occidentales. La tercera parte de sus exportaciones estaba constituida por equipos electrónicos. Y es que sus bajos costes de producción le han dado una muy alta <competitividad en el mercado internacional y le han atraído inversión extranjera.
En su crecimiento y en su inserción internacional han sido determinantes dos operaciones claves: el outsourcing y el offshoring. La primera consiste en la subcontratación de cualquier servicio susceptible de digitalizarse para que China —igual que la India—, como un suministrador más barato, rápido y eficiente, asumiera la tarea de prestarlo. Y la segunda, en el traslado de las instalaciones de la empresa de un país desarrollado hacia otro lugar, donde los costes de producción son más baratos —menores salarios, impuestos más bajos, inferiores aportes al seguro social, energía subvencionada, etc.—, para fabricar allí sus productos en términos más competitivos.
Estas operaciones cobraron dimensiones masivas en China a partir de su ingreso a la Organización Mundial del Comercio (OMC) el 11 de diciembre del 2001, porque dio al mundo la señal de que ella asumía el compromiso de someterse a las normas y usos internacionales que regulaban las importaciones, exportaciones, transacciones financieras, inversiones extranjeras y demás operaciones mercantiles usuales en el comercio internacional. Los grandes empresarios occidentales empezaron a ver a China como “una amenaza, un cliente y una oportunidad”, en palabras del asesor empresarial japonés Kenichi Ohmae en su libro “The Emergency of the United States of Chungwa” (2003), pero la atracción de un “cliente” tan grande y de una “oportunidad” tan auspiciosa se sobrepone al temor de la “amenaza” china y, por tanto, se han volcado capitales, tecnologías, instalaciones industriales y centros productivos hacia el país asiático.
Dicho sea de paso, el offshoring ha resultado trágico para los trabajadores de Tailandia, Malasia, México, Brasil, Irlanda, Vietnam y muchos otros países que, en su competencia entre sí y con China para lograr que se establecieran industrias extranjeras en sus territorios, han aplanado los salarios, reducido los beneficios laborales y disminuido las cargas fiscales. Han desarrollado un verdadero “dumping laboral” para que sus mercancías lleguen a menores precios a sus mercados y a los mercados extranjeros y dejen fuera de opción a los competidores.
El escritor y periodista norteamericano Thomas Friedman, en su libro “La Tierra es Plana” (2006), narra dos hechos anecdóticos, el uno relacionado con México y el otro con Egipto. Dice que buena parte de las imágenes de la virgen de Guadalupe que se venden en México —que es la virgen emblemática de ese país— son talladas en China; y que los farolillos —llamados fawanis— que suelen portar los niños en las celebraciones musulmanas del Ramadán, que siempre se confeccionaron en los pequeños talleres de la ciudad vieja de El Cairo, hoy se fabrican en China. Desde este punto de vista, China con sus bajos salarios y cicateras garantías laborales —en combinación con su moneda subvaluada— es la gran conspiradora, a escala universal, contra los intereses de la clase trabajadora y sus conquistas laborales y sociales. Lo cual no deja de ser paradójico, en tratándose de un país marxista. Ella se ha constituido en un factor determinante para que las normativas laborales se relajen y flexibilicen en todos los lugares en perjuicio de los trabajadores.
Puede llegar el momento en que éstos vuelvan a gritar: “¡Proletarios de todos los países, uníos…!”
Y es que, por ejemplo, el salario medio de un operador de maquinaria altamente calificado en Estados Unidos era en el 2006 de tres a cuatro mil dólares mensuales, mientras que ese mismo operador ganaba en China alrededor de ciento cincuenta dólares al mes. E igual cosa ocurría en todos los ámbitos del trabajo manual o intelectual. Y con tal diferencia de remuneraciones resulta muy difícil competir con China.
El impulso que ha recibido la educación en China es impresionante. Su demanda de bienes y servicios en los mercados mundiales —con especial énfasis en la informática y las telecomunicaciones— crece indeteniblemente. Hay una masiva transferencia y copia de tecnología occidental. Lo cual ha producido una “occidentalización” de las culturas orientales, que se ve no sólo en las altas demostraciones de la ciencia y la tecnología sino también en los hechos de la vida cotidiana. En el país asiático el 60% de los títulos académicos otorgados corresponde a ciencias e ingeniería. Este es un récord mundial. En un informe elaborado a finales del 2005 por las academias norteamericanas de ciencias, ingeniería y medicina se afirmaba que en China e India juntas se graduaban en ese momento 950.000 ingenieros cada año mientras en Estados Unidos solamente 70.000; y que por el sueldo de un químico o de un ingeniero en la Unión norteamericana una empresa podría contratar cinco químicos en China u once ingenieros en la India. Ellos son profesionales mucho más baratos, según los estándares occidentales.
Sin embargo, persisten en China graves desequilibrios sociales y económicos. Es un país que tiene un acentuado dualismo entre las zonas urbanas desarrolladas y la amplia periferia campesina atrasada y con niveles muy bajos de ingreso. Esto hacía, a comienzos del siglo XXI, que su inmensa población de 1.333 millones de habitantes tuviera apenas un ingreso per cápita de alrededor de 620 dólares y una tasa de analfabetismo oficialmente reconocida del 18,5%. Los ingresos monetarios de los trabajadores del campo, que representaban el 70% de la población —con una altísima tasa de analfabetismo—, eran sumamente bajos: llegaban apenas, según datos oficiales, a 260 dólares. Y de acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, en el año 2007 el consumo de los hogares chinos seguía siendo muy bajo en comparación con el de los países ricos. El consumo de Europa era de 6,81 billones de dólares, Estados Unidos 6,68 billones, Japón 1,99 billones, América del Sur 0,88 billones, China 0,78 billones y África 0,56 billones.
Mientras tanto, el hombre más rico de China en el año 2009 era, según la revista “Forbes”, Wang Chuanfu (43 años), fundador y presidente de la compañía fabricante de automóviles eléctricos y de la fábrica de baterías BYD Co. Ltd. La revista “Fortune” calculó que los bienes de Chuanfu ascendían a 5.800 millones de dólares. China fue, en ese año, el segundo país con el mayor número de multimillonarios en el mundo, después de Estados Unidos y antes que Alemania. Y uno de cada tres multimillonarios chinos estaba afiliado al Partido Comunista. Pero las cifras pudieron haber cambiado en el 2017 ya que, según la revista de negocios de Pekín “Hurun Report”, China superó a Estados Unidos en número de multimillonarios: 596 contra 537 a partir del año 2015.
El país asiático afronta problemas enormes, que empiezan con la responsabilidad de alimentar a más de mil trescientos noventa millones de personas y siguen con la creación de diez millones de puestos de trabajo cada año para atender el crecimiento de su población económicamente activa. Tiene un gigantesco déficit de energía para sus industrias, lo cual le obliga a importar cada vez más productos energéticos, especialmente petróleo. Sus problemas ambientales son enormes, con efectos que van más allá de sus fronteras. Padece una gravísima contaminación ambiental. De las veinte ciudades más contaminadas del planeta, dieciséis están en China. Avanza la desertización de vastas zonas geográficas. Cinco de sus siete ríos más grandes soportan niveles altísimos de polución. Trescientos millones de personas consumen diariamente agua contaminada. Pende una terrible amenaza de sequía sobre sus regiones del norte dentro del proceso de calentamiento global.
De todas maneras, en el presente siglo China podrá convertirse en una de las grandes potencias regionales y los países del primer y tercer mundos tendrán que aprender a convivir con ella. Algunos sectores dirigentes de Estados Unidos ya han expresado su preocupación por el crecimiento chino y por la desaceleración del progreso norteamericano, adormecido en el seno de una sociedad que ha privilegiado el consumo y el placer. Tales sectores están empeñados en producir miedo para que su país reaccione, como ocurrió a finales de los años 50 del siglo anterior cuando la Unión Soviética, con el lanzamiento del sputnik, tomó la delantera en la carrera espacial; o con la crisis del petróleo en los años 70 que amenazó con una recesión en la economía estadounidense; o con el avance de la innovación tecnológica del Japón hace pocos años; retos frente a los cuales reaccionaron vigorosamente los Estados Unidos para recuperar el terreno perdido.
Con el fin de cumplir su propósito de generar una “paranoia” de temor —recuérdese que, según el hombre de empresa húngaro-norteamericano Andy Grove, en los momentos de crisis “sólo el paranoico sobrevive”— exhibieron estadísticas que demostraban que Finlandia había superado a Estados Unidos en competitividad, que China y otros países tenían cifras mayores de crecimiento del producto interno bruto, que las inversiones norteamericanas en investigación y desarrollo habían bajado —a mediados del 2006: Suecia, Finlandia, Japón e Islandia tenían porcentajes superiores que Estados Unidos— y que sus índices de patentes de invención se habían reducido: el 43,7% pertenecía a China, seguida de Corea del Sur con el 33,6% y Japón con el 24,3%. (Cifras de la revista “Newsweek”, 26 de junio del 2006). Lo que esos sectores de opinión pretendían era que la propia preocupación norteamericana por su decadencia terminara por evitarla.
Pero, a pesar de esas cifras, la participación de Estados Unidos en la economía global se ha mantenido constante a lo largo del tiempo. En el año 1913 representó el 32%, en 1960 el 26%, en 1980 el 22%, el 27% en el 2000 y el 29% en el 2007. De otro lado, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), los trabajadores norteamericanos, noruegos, franceses y belgas son los más productivos del mundo, es decir, los que más rinden por jornada de labor, pero los norteamericanos trabajan mayor número de horas al día y, por tanto, son lo que más producen en la jornada.
El domingo 28 de noviembre del 2014 estallaron en Hong Kong multitudinarios movimientos de protesta de los ciudadanos para exigir al gobierno de Pekín su pleno ejercicio del sufragio libre. En uso de una relativa autonomía política, centenares de miles de ciudadanos, al grito emblemático de “¡sufragio universal, ya!”, se tomaron las calles céntricas de la ciudad por 75 días para pedir al gobierno de Pekín que cumpliera su compromiso del sufragio universal, para la designación del jefe del gobierno local, y de profundización de su autonomía política. Los manifestantes chocaron violentamente contra las fuerzas de policía, que usó bombas de gas lacrimógeno y gas pimienta para dispersarlos. La protesta se originó porque hasta ese momento un comité electoral compuesto por alrededor de 1.200 “notables” de la isla —en su mayoría obedientes de las consignas de Pekín— era el encargado de preseleccionar la lista de los candidatos por los que el pueblo hongkonés debía votar para elegir presidente de su gobierno local, de modo que las diversas opciones electorales venían señaladas por el oficialismo de Pekín, en clara afectación de la autonomía política de la isla y de los derechos políticos de sus ciudadanos.
El gobierno chino había consentido que todos los habitantes de Hong Kong en edad de votar pudiesen participar en la próxima elección, pero únicamente las personalidades seleccionadas por el referido comité podían ser candidatos. Restricción que resultó inaceptable para un alto porcentaje de los ciudadanos, que consideraba que, en ese contexto, quienes fueran capaces de formular críticas al Partido Comunista chino serían descartados.
El movimiento juvenil denominado Occupy Central, en abierto desafío a la represión del gobierno de Pekín, propugnó la desobediencia civil.
Esas movilizaciones fueron las mayores que se habían producido a partir de la integración de Hong Kong a China en 1997. Y, desde la perspectiva de Pekín, fueron las peores desde los sanguinarios episodios de la Plaza de Tiananmen en 1989.
Por supuesto que en el continente millones de chinos ignoraban las protestas de Hong Kong, puesto que, como era usual en esos casos, fueron bloqueadas por el gobierno central: Facebook, Twitter, Youtube y otras plataformas de información de internet.
Hong Kong fue desde el año 1841 —cuando Inglaterra estableció allí sus bases navales— un enclave colonial británico en la costa suroriental de China. Y, bajo la administración inglesa, se convirtió con el paso de los años en uno de los principales centros financieros del mundo. Pero el 1 de julio de 1997 Hong Kong —junto con la península de Kowloon, la isla de Lantau y sus pequeñas ínsulas vecinas— se integró política y territorialmente a la República Popular de China. En una impresionante ceremonia celebrada en el gran palacio de las convenciones de Kowloon, a la que asistieron personalidades del mundo entero, se arrió la bandera inglesa y se izó la de China como símbolo de la transferencia de Hong Kong. Y, desde ese momento, se constituyó en la avanzada de la liberalización económica de China, donde se establecieron nuevas y grandes empresas privadas, sometidas a un poderoso mecanismo de libre mercado, que contribuyeron a hacer de Hong Kong uno de los principales núcleos financieros del mundo y el mayor de Asia.
En aquella ocasión el gobierno de Pekín se comprometió a aplicar a Hong Kong, a partir de ese momento y durante cincuenta años, la política de “un país, dos sistemas” para alejar el peligro de un éxodo humano, industrial y financiero que pudiera producir la bancarrota de Hong Kong y afectar gravemente el proceso de “reforma y apertura” que instrumentaban las autoridades chinas.
En realidad, son tres los principios que han regido el gobierno y la administración de Hong Kong a partir de su reintegración a China: 1) un país, dos sistemas; 2) la administración de Hong Kong por los hongkoneses; y 3) un alto grado de autonomía. Lo dijo Hu Jintao, a la sazón Vicepresidente de China, en un discurso pronunciado en julio de 1999 con ocasión del segundo aniversario de la recuperación del enclave: “Hong Kong sigue manteniendo sin cambios su sistema social y económico, su estilo y su condición de puerto libre y centro internacional de las finanzas, el comercio y el transporte marítimo (…). Los compatriotas de Hong Kong, que han adquirido una conciencia sin precedentes de ser dueños de sus propios destinos, han participado activamente en la administración de los asuntos de Hong Kong”. Y concluyó que, en ejercicio de esa autonomía, Hong Kong tenía su propio régimen económico y financiero y su moneda propia.
La Región Administrativa Especial de Hong Kong, con su parte continental y gran cantidad de islas, tiene una extensión territorial de 1.102 kilómetros cuadrados y 7’200.000 habitantes, según cifras del 2013. Dentro de ella, la metrópoli de Hong Kong se caracteriza por su ultramoderna arquitectura. Es la ciudad del mundo con mayor número de rascacielos —cuatro de los quince edificios más altos del mundo están allí—, concentrados alrededor del distrito central de Admiralty, donde funcionan las oficinas del gobierno local y la intensa zona financiera, comercial y turística.