Es la escuela de pensamiento o la actitud filosófica que erige a la razón como la autoridad suprema en la búsqueda y calificación de la verdad. Se originó en la filosofía de la Ilustración, con todo lo que ésta tuvo de austeridad y de sobriedad intelectuales y de respeto a las ideas ajenas. Incluso con su característica manera de utilizar el lenguaje: con sencillez y claridad. Por eso el hombre racionalista no intenta imponer sus verdades, ni siquiera persuadir, porque sabe que puede equivocarse.
Para el racionalismo la “vieja y famosa cuestión”, como diría el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804), es la búsqueda de la verdad. De la verdad objetivamente dada. De la verdad a la que hay que aproximarse permanentemente y por pasos sucesivos. A la verdad, entendida a la manera de Kant: como “la correspondencia del conocimiento con su objeto”.
No obstante, algunos filósofos de esta línea de pensamiento —entre ellos el austriaco Karl Raimund Popper (1902-1994)— hacen la distinción entre la “verdad”, como algo objetivo, y la “certeza” como una cuestión de apreciación subjetiva. O sea entre la verdad como un objeto que está allí independientemente del cerebro humano y la certitud que resulta del proceso cognoscitivo del hombre.
El racionalismo no acepta como verdadero algo que no se presente al entendimiento humano como evidente, es decir, como claro y distinto. No cree, sin embargo, en la omnipotencia de la razón, como a veces le imputan los antirracionalistas. Al contrario, la persona que profesa esta filosofía está consciente de las limitaciones de su propia inteligencia. Por eso con frecuencia duda. Y vive y convive con la duda. Adopta la duda metódica del filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650), es decir, la duda para fundar el ser —la duda ontológica, que culmina con el pienso, luego existo— y la duda como método para llegar a la verdad. La duda es la insuficiencia de razones en uno u otro sentido. Es la incertidumbre entre opiniones diferentes o contradictorias. Está a mitad del camino entre la ignorancia y la certeza.
Por eso, la duda ha ocupado un amplio espacio en la historia de las ideas.
Dentro de la concepción racionalista del mundo y de la vida, la razón examina la razón, es decir, se examina a sí misma. Trata de conocerse. Identifica sus limitaciones y carencias. Los engaños a los que puede estar sometida. Y para prevenirlos, según el consejo de Francisco Bacon (1561-1626), debe liberarse de los prejuicios que el filósofo inglés denomina “ídolos” y que son de cuatro clases: el idola tribus, prejuicio propio de la naturaleza humana y común a toda la especie, que surge de los engaños provenientes de los sentidos y de la imaginación; el idola specus, referido a los errores originados en los defectos personales, ya que cada individuo tiene una “especie de caverna, de antro individual que quiebra y corrompe la luz natural, en virtud de diferentes causas, como ser: la naturaleza propia y particular de cada individuo, la educación, las conversaciones, las lecturas, las amistades, la autoridad de las personas que admira y respeta y, finalmente, la diversidad de impresiones que producen las mismas cosas”; el idola fori, que nace de las relaciones y condicionamientos sociales y de las imperfecciones del lenguaje; y el idola theatri, que proviene de las enseñanzas y dogmas de las diversas escuelas filosóficas, que han terminado por “incrustarse” en la inteligencia.
Según afirma Bacon, todos estos son “fantasmas o falsas nociones que arraigaron en el entendimiento humano, llegando hasta gran profundidad”. Son prejuicios que distorsionan el proceso del conocimiento. Despistan al entendimiento. Por eso es menester proporcionar al hombre un nuevo método —cosa que se propuso en su "Novum Organum", publicado en 1620— a fin de enseñarle a no adherirse a vanas abstracciones ni perseguir quimeras sino extender “su conocimiento y acción a medida que descubre el orden natural de las cosas, ayudado por la observación y la reflexión”.
No todo en el ser humano es consciente. Hay en su interior fuerzas arcanas, con frecuencia incoercibles, que sojuzgan su reflexión. El combate contra ellas es una de las fases de la posición racionalista. De ahí que quien profesa esta filosofía lucha permanentemente por vencer los elementos irracionales que viven en su propio ser y que motivan algunos de sus actos —como el amor, el odio, la envidia, el miedo, la atracción sexual, la violencia; en suma: las emociones y las pasiones— para someterlos a los dictados de la inteligencia.
El racionalismo crítico mantiene una actitud escéptica respecto de la propia capacidad cognoscitiva del hombre. Sabe que su razón es falible. Considera que nadie es dueño de la verdad. A ella se llega por aproximaciones sucesivas a través del examen y de la discusión críticos. Con frecuencia las cosas se esclarecen después de la discusión. La esgrima de argumentos y contraargumentos le resulta muy útil. Un racionalista está siempre dispuesto a aprender de los demás mediante un proceso de crítica de las ideas ajenas y de tolerancia para la crítica de las suyas. En esta actitud mental y emocional hay incluso un amplio espacio para la autocrítica, o sea para el examen del propio proceso cognoscitivo y de sus conclusiones que, por importantes que sean, serán siempre provisionales. En virtud de la autocrítica cada cual puede aprender de sus propios errores. No hay verdades absolutas ni criterios inamovibles. La inamovilidad de los criterios o la absolutidad de los juicios pertenece al <dogmatismo, al misticismo, a la superstición o a la mitología para los cuales las verdades son intemporales y no temporales, infinitas y no finitas, inmutables y no mutables, imperfectibles y no perfectibles, conclusas y no inconclusas.
Para el racionalismo el mundo es inteligible: susceptible, por tanto, de ser descubierto y entendido por la inteligencia humana. No hay cosas misteriosas sino no descubiertas todavía. Pero al mismo tiempo considera que las creencias, ideas, tesis, principios, proposiciones y postulados son relativos, mutables, incompletos y perfectibles. No cae, en consecuencia, en el racionalismo “no crítico” que Karl Popper define irónicamente como la “la fe irracional en la razón”. Y que es un racionalismo que conspira contra sí mismo.
El análisis es un buen método para la indagación de la verdad. El análisis es la descomposición de algo en sus partes, seguida de la distinción, la clasificación, la descripción de ellas, la observación y la deducción. La operación analítica es siempre la descomposición de un todo o conjunto en sus diferentes piezas. Ha sido muy útil para encontrar la verdad científica. La ciencia y la tecnología son frutos del racionalismo crítico. El conocimiento científico y la innovación tecnológica —ya en forma de invención, ya de descubrimiento— surgen de la observación, la investigación, el trabajo científico y la experimentación.
Sin embargo, tampoco en este campo debemos caer en el cientifismo, o sea en la afirmación dogmática de la autoridad del conocimiento científico, puesto que éste también puede resultar falible.
Desde el punto de vista de la epistemología —o sea de la teoría del conocimiento científico— nada hay en el cerebro humano que no haya pasado por los sentidos. El proceso de discernimiento tiene una primera etapa sensorial. Pero hay pruebas de que con cierta frecuencia los sentidos nos engañan, de modo que no podemos tener certezas en el proceso del conocimiento. Lo cual plantea la cuestión del valor, límites y alcances de él. Cuestión fundamental para el pensamiento racionalista, que mantiene un prudente escepticismo respecto de las capacidades cognoscitivas del ser humano y de los objetos cognoscibles.
Precisamente para suplir la debilidad de los sentidos la revolución digital ha creado toda clase de sensores electrónicos de extraordinaria precisión que ayudan al hombre a obtener los datos de la realidad. A través de ellos se multiplica el poder de los sentidos y se suplen sus carencias. La altura, la velocidad y la ubicación de las naves, por ejemplo, se determinan instrumentalmente. En el ámbito de la medicina la mayor parte de los diagnósticos ya no los hace el médico sino sus equipos electrónicos. Y lo mismo puede decirse de todos los campos de la actividad humana. De modo que la <cibernética ha entrado a formar parte de la teoría del conocimiento.
Pero también forma parte del sistema sutil y deliberado de engaño a los sentidos que es la >realidad virtual. Ésta se funda precisamente en las falsas percepciones que sistemas electrónicos muy sofisticados entregan a los sentidos humanos, los cuales a su vez alimentan al cerebro y lo llevan a insertarse en una realidad ficticia. Las gafas, la escafandra, los power gloves y los demás equipos electrónicos de la realidad virtual no tienen otro propósito que extraviar a los sentidos y hacerlos vivir la ilusión de una realidad artificial dentro del <ciberespacio creado por los ordenadores. Los estímulos que estos aparatos generan invaden los sentidos y saturan su capacidad de recibir información. Todo lo cual prueba que los sentidos, susceptibles de engaño, pueden proporcionar al cerebro falsa información y llevarlo a la suplantar “lo real” por “lo virtual”.
En otro orden de cosas, el racionalismo crítico conduce a la libertad de pensamiento, al respeto a las convicciones ajenas y a la tolerancia religiosa, como parte del reconocimiento de la dignidad humana. Tiene una alta estima por la opinión personal honesta aun cuando considere que está equivocada. Rechaza el intento de imponer los dogmas religiosos por la fuerza porque estima que los principios religiosos impuestos carecen de sentido y que la única fe valedera es la aceptada libremente.
A causa de que el racionalismo se siente libre de discutir la autoridad de la tradición y de objetar sus puntos débiles o sus inconveniencias, con frecuencia ha entrado en conflicto con los conceptos tradicionales, especialmente con aquellos de dudosa racionalidad.
Con la insurgencia del racionalismo se produjo el choque frontal entre dos concepciones del mundo basadas en principìos antagónicos: la fe y la razón. El choque se resolvió en el triunfo de las revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII, en las que la razón se impuso al dogma, la verdad racional prevaleció sobre la “verdad” dogmática y el ser humano se convirtió en la medida de todas las cosas.
Sin embargo, la Iglesia Católica se empecinó por mucho tiempo en volver la historia hacia atrás y en anular las conquistas civilizadoras y libertarias de la Ilustración europea y el enciclopedismo francés, que se volvieron letra jurídica con la Revolución de Francia. Bajo la inspiración del papa Pío IX, expidió el 8 de diciembre de 1864 el controvertido y polémico documento denominado Syllabus —Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores—, acompañado de la encíclica Quanta Cura, para condenar lo que ella consideraba "errores dogmáticos de la época moderna" impulsados por el avance de las ideas racionalistas y laicas que emergieron a finales del siglo XVIII —entre ellas, el racionalismo, el laicismo, la separación de la iglesia y el Estado, la tolerancia religiosa y todas las demás conquistas revolucionarias— y reimplantar, en cambio, los viejos y superados conceptos teocráticos: el irracionalismo, la anteposición de los dogmas teológicos y la "verdad revelada" a las afirmaciones científicas, la intransigencia religiosa, la prevalencia de las potestades y leyes eclesiásticas sobre las estatales —con total sometimiento del Estado a la Iglesia— y todos los demás conceptos derrotados por la inteligencia humana y el desarrollo científico.
El Syllabus contenía un listado de ochenta errores teológicos condenados por la Iglesia, ordenados en diez capítulos, en los que se denostaba y maldecía el racionalismo, el indiferentismo —despreocupación frente a toda doctrina en materia religiosa—, el latitudinarismo —doctrina de algunos teólogos anglicanos del siglo XVII que privilegiaba la razón sobre las afirmaciones de la Biblia y preconizaba la tolerancia religiosa— y todas las demás conquistas logradas por el cerebro humano.
El Syllabus —y sus intransigentes interpretaciones, especialmente la de los jesuitas alemanes— tuvo el aplauso de los católicos tradicionales pero el repudio de los sectores racionalistas y laicos, que lo consideraron como una manifestación de oscurantismo que chocaba violentamente contra la modernidad y las convicciones generales de aquel tiempo.
Pero el racionalismo ha sido combatido no solamente por el dogmatismo tradicional sino también por algunos movimientos antirracionalistas contemporáneos, como el de la <posmodernidad que, proclamando la “crisis de la razón”, ha intentado impugnar el racionalismo que tan fuerte gravitación ha tenido en el desenvolvimiento de Occidente durante los últimos dos siglos. La posmodernidad emergió como reacción a una supuesta “arrogancia” y “autosuficiencia” del pensamiento racionalista y como actitud de desilusión con los ordenamientos sociales de la modernidad que no pocas veces condujeron hacia regímenes marcados por la opresión política y la explotación económica.
En el primer tercio del siglo XX surgió el denominado racionalismo arquitectónico —como una rama del racionalismo— que adoptó una concepción funcional de la arquitectura, la despojó de ornamentos y la desligó del pasado académico. Esta corriente arquitectónica fue el fruto de los cambios políticos ocurridos en Europa a partir de la Primera Guerra Mundial, que modificaron la concepción de la vivienda, de la edificación y del urbanismo. Bajo el imperativo del servicio social se mutó el estilo y los objetivos de la construcción de viviendas para afrontar las exigencias socioeconómicas de la naciente >sociedad de masas. Mucho tuvieron que ver en la nueva orientación arquitectónica las demandas de la reconstrucción de Alemania y de los demás países europeos afectados por los bombardeos de la guerra. Se creó una arquitectura que distribuyó con libertad los espacios en concordancia con su función y con la economía de recursos financieros.
Los principales exponentes de la arquitectura racionalista fueron el alemán Walter Gropius (1883-1969), el holandés Mies van der Rohe (1886-1969) y Charles-Édouard Jeanneret Le Corbusier (1887-1965), arquitecto suizo nacionalizado en Francia.
Le Corbusier, uno de los grandes maestros del racionalismo arquitectónico, propuso los cinco principios del nuevo estilo: la casa sobre pilotes a fin de liberar el suelo-jardín, la cubierta ajardinada para aprovechar las terrazas; el plano-planta libre, no restringido ya por tabiquería rígida; la ventana corrida en horizontal y la fachada independiente de la estructura soportadora.