Es uno de los conceptos más equívocos que existen porque a lo largo del tiempo se han juntado en él confusiones terminológicas y conceptuales. La propia etimología no nos presta una gran ayuda para explicarlo, aunque cumple con el deber de orientarnos hacia la polis griega, es decir, hacia la ciudad entendida como en el tiempo de los helenos: la sociedad política dotada de autogobierno.
En ella se inicia y a ella se vincula el concepto de política. La política fue la actividad propia de la polis. Este fue el sentido con que utilizó Aristóteles la palabra. Sin embargo, no es sencillo definirla sin que escamoteemos buena parte de la realidad social. Paradójicamente las ideas obvias son las más difíciles de precisar conceptualmente. La política ha recibido en el tiempo muchas y variadas definiciones. Los tratadistas clásicos solían afirmar que ella es, al propio tiempo, una ciencia y un arte. Ciencia en cuanto implica el conocimiento y el estudio sistemático de los fenómenos del Estado y de las asociaciones políticas anteriores o coetáneas a él; y arte, en la medida en que envuelve una técnica del manejo de los asuntos estatales, a fin de controlar y conciliar los intereses diversos y con frecuencia contrapuestos que bullen dentro de la sociedad.
La política es la ciencia de la síntesis puesto que en ella confluyen conocimientos de todas las ciencias del hombre y de la sociedad y es también la ciencia de la conciliación de intereses contrarios para dar unidad, en medio de la diversidad, al cuerpo social. Cada persona desea tener su propia forma de vida pero como la vida en comunidad le es ineludible, puesto que el individuo aislado es una abstracción que no se da en la realidad, la política tiene que conciliar estas dos tendencias, es decir, tiene que dar forma a una organización social que las armonice.
De ahí que el <poder está en juego en la política. La política es fundamentalmente poder. La síntesis ni la conciliación sociales pueden lograrse sin el poder. Por eso algunos pensadores han definido a la política como la teoría y la práctica de las relaciones de poder. Pero no es un poder que actúa en el vacío sino en el seno de una >sociedad dada y, por tanto, en el marco de un >territorio determinado. Es un poder que se ejerce sobre los hombres y dentro de un espacio físico. Es un poder que nace dentro de la sociedad y que actúa al servicio de sus tendencias, la primera de las cuales es el orden. Las luchas políticas son luchas para alcanzar el poder y conservarlo. Y realizar con él el orden social que se considera adecuado.
Carl Schmitt (1888-1985), a finales de los años 20 del siglo pasado, sostenía que la política es una relación amigo-enemigo. El filósofo, jurista y politólogo alemán quería decir con esto que la contraposición entre dos opiniones sobre cuestiones públicas —de carácter religioso, ético, económico, étnico o de cualquier otra naturaleza—, cuando alcanza un cierto grado de intensidad y es capaz de generar controversia, se convierte en asunto político o asunto de política. Afirmó: “Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos”.
Para Schmitt la política es esencialmente una relación dicotómica asociación-disociación en torno a un tema dado.
Esto significa que todo asunto público, en la medida en que sea materia de una controversia de cierta intensidad y sea capaz de suscitar a su alrededor agregaciones y oposiciones de voluntades, se convierte en un problema político. La migración, el armamentismo, el uso de una determinada libertad, una propuesta económica, el sufragio universal, el control de la fecundidad, la clonación humana, el matrimonio homosexual, el aborto u otro tema de cualquier naturaleza que sea, que alinee a la gente en favor o en contra, se transforma en cuestión de política aunque no lo haya sido en sus inicios.
Desde esta perspectiva, la política es siempre un conflicto. Un conflicto de orden público y no privado. Y la relación amigo-enemigo, que plantea Schmitt, debe entenderse como amigo y enemigo públicos, en cuya vinculación no juegan simpatías ni odios personales sino discrepancias de opinión acerca de algo de naturaleza pública dentro del sistema social. Por cierto que la relación amigo-enemigo de Schmitt no tiene parentesco alguno con la <lucha de clases que planteó Carlos Marx. La única coincidencia fue haber concebido a la política como conflicto. En lo demás las distancias son bien claras. Marx y Schmitt representan posiciones antípodas en lo ideológico. Marx consideraba que la política es una “superestructura” que refleja las condiciones infraestructurales en que se desarrolla el proceso de la producción de los bienes y servicios económicos y que, como resultado de tal reflejo, se da la lucha sin cuartel entre burgueses y proletarios. En consecuencia, para que esto cambie hay que comenzar con la supresión de la propiedad privada sobre los instrumentos de producción —con lo cual desaparecería la sociedad dividida en clases— y modificar el modo de producción capitalista.
En la política “el enemigo” desempeña una función de primera importancia, así en el orden individual como en el colectivo: la de marcar los campos de acción, contrastar las ideas y contribuir a la identidad de los protagonistas de la relación política. Cumple también, en cierto modo, una función “ansiolítica” en la medida en que coadyuva a calmar la ansiedad de los políticos —especialmente de los caudillos populistas y de los grupos que les rodean—, que al identificar a su enemigo descargan sobre él todas sus propias culpas y tensiones, justifican sus errores, se liberan de sus fracasos, se ve ngan de sus decepciones y eventualmente cohonestan el uso de la fuerza individual o colectiva.
La “fabricación” del enemigo en el ámbito individual y en el social es un elemento estratégico ya que la concepción maniquea que yace con mayor o menor fuerza en el fondo de la política —consciente o inconscientemente— tiende a considerar que el enemigo es el “malo” y el aliado es el “bueno”, y se crean entonces adhesiones internas y externas a la causa.
De otro lado, la invocación del enemigo interno o externo asegura la cohesión de un gobierno y la consolidación de su régimen. Eso pudo verse claramente durante el proceso de descomposición de la Unión Soviética y de varios de los Estados de su bloque geopolítico en la última década del siglo XX. Cuando ya no tuvieron al frente a su enemigo tradicional —Estados Unidos de América— empezó la descomposición de los Estados del este europeo, que les condujo a la división interna, la escisión y el separatismo. Lo cual demostró el valor estratégico del enemigo para contribuir a mantener la unidad interior y la cohesión social.
En el caso de la Unión Soviética, la desaparición de su “enemigo” tradicional contribuyó a la mediatización de su causa nacional, la ruptura de su cohesión social y, finalmente, la descomposición del ente nacional para dar nacimiento a varios Estados: Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Kazajstán, Belarús, Estonia, Kirguistán, Letonia, Lituania, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán. Lo mismo ocurrió en Yugoeslavia, que se dividió en Croacia, Eslovenia, Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Serbia y Montenegro. Y en Checoeslovaquia, que se partió en dos: la República Checa y la República Eslovaca.
La desaparición del “enemigo”, entre otros factores, causó esos desastres.
Podría establecerse una tipología de los enemigos. En la vida estatal generalmente el enemigo cercano es el Estado fronterizo, respecto al cual germinan animosidades que terminan por levantar conflictos históricos, políticos, culturales, étnicos, territoriales o cartográficos. Surgen insanos nacionalismos —legendarios, mitológicos, nostálgicos, místicos, reivindicativos o revanchistas—, frecuentemente mezclados con profundos complejos de inferioridad —que los líderes políticos suelen “industrializar” en provecho propio—, que sirven, como he dicho antes, para asegurar la unidad nacional, sucitar solidaridades internas y externas e impulsar militarismos y armamentismos.
El politólogo italiano Giovanni Sartori (1924-2017), en cambio, desagregó los elementos sociales, económicos, éticos y religiosos de la política. Consideró que estos elementos no forman parte conceptualmente de ella. Habló del “hombre político” —recogiendo el clásico zoon politikon de Aristóletes— para contraponerlo al “hombre económico”, al “hombre militar” y al “hombre religioso”, que en su concepto son seres ajenos al concepto de política. Sartori tuvo una idea desintegrante de ella, con la que difiero sustancialmente. Él no consideró que la política es la ciencia de la síntesis, en la que convergen muchas disciplinas. Y separó el poder económico, el poder militar, el poder religioso y otros poderes del poder político.
La evolución de las ciencias naturales impulsó el propósito de convertir al estudio de la política en algo científico, con todo el rigor y la lógica de lo científico. Tomás Hobbes (1588-1679) fue uno de los primeros que pretendió hacerlo. Antes hubo el intento muy importante de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), a quien suele considerarse como el primer científico de la política. Después vinieron los enciclopedistas franceses y muchos otros pensadores que hicieron de la política una ciencia social.
La política, por consiguiente, es un acervo de conocimientos tocantes a la realidad social y la aplicación de ellos a situaciones concretas. La teoría y la práctica políticas van juntas y forman una sola unidad, aunque mantienen entre sí la misma relación que los principios generales de cualquier ciencia con el arte que los aplica a casos concretos.
La política, en cuanto conocimiento científico aplicado a tareas prácticas, se relaciona con el <poder y tiene, en consecuencia, la doble dimensión de conducción de seres humanos y de administración de cosas. Conducir seres humanos es motivarlos, inducirlos, estimularlos y concertar las acciones dispersas y desarticuladas de ellos hacia la consecución de las metas sociales. Es dirimir sus intereses contradictorios, garantizar sus prerrogativas y su seguridad, determinar lo que, con relación a un todo, les corresponde en derechos y obligaciones dentro de la vida social. Administrar cosas, en cambio, es promover los negocios sociales y manejar o regular, según el sistema político de que se trate, las diversas áreas de la economía.
Alguien calificó a la política como el arte de lo posible. Eso está bien. Significa que la política no debe ser el devaneo teórico o la formulación de utopías en el aire. La política debe ser el arte de lo posible pero también —agrego yo— el arte de hacer posible lo deseable.
Lo dicho significa que la política debe ser una disciplina real y objetiva. Esta es la diferencia con la poesía. Si el poeta da rienda suelta a su imaginación gana una corona de laureles, pero si el político hace lo mismo fracasa irremisiblemente. La política debe ser la ciencia y el arte de lo posible, de lo dado, de lo real. En este sentido se habla de realismo político.
Lamentablemente, a la política contemporánea en el mundo entero le falta una dimensión ética y una dimensión estética. Demasiadas cosas sucias y poco elegantes se hacen a su nombre. La política en muchos lugares ha llegado a ser una mala palabra. Hay crisis de valores, ausencia de principios y, con frecuencia, falta de autenticidad en las posiciones. Los lugares del escalafón político nunca permanecen vacantes. Si los mejor dotados, los mejor intencionados, los más honestos fugan del escenario de la política, porque suponen que es una actividad de aventureros, sus lugares serán inmediatamente ocupados por los menos capaces y por los menos honestos. Así puede explicarse la crisis de conducción que sufren muchos de los pueblos del mundo. Resulta indispensable reivindicar el carácter misional de la política, reconciliarla con la ética y proscribir la <corrupción en todas sus manifestaciones.
Esta es una condensada síntesis de lo que podríamos llamar la política grande, es decir, la visión macropolítica de la sociedad y del Estado.
Pero el término política tiene también una acepción restringida, que probablemente viene del inglés policy —concepto distinto al de politics—, que significa “conjunto de planes”, “sistema”, “método”, “costumbre”, “conducta” o “modo de proceder” de un gobierno. Es la orientación, alcances y prioridades que él da a su gestión. En este sentido se habla de ”política económica”, ”política social”, “política agraria” o “política internacional” para referirse a los diversos cursos de acción gubernativa. Aquí la palabra tiene un sentido distinto. Se refiere específicamente a las prioridades que señala el gobierno y a los planes y proyectos que formula y aplica para atenderlas.
Por extensión, y a partir de esta última significación del concepto, se habla también de “las políticas” que ejecutan otras entidades o corporaciones públicas en el ámbito específico de sus actividades.