Es el arte de hablar en público, de embellecer la expresión de los conceptos, de convencer y persuadir y de mover y conmover con la palabra. El célebre orador clásico español Emilio Castelar (1832-1899) dijo alguna vez que “no hay espectáculo semejante al orador, el cual debe ser a un tiempo filósofo, poeta, artista, músico, táctico (…) cuyo poder sobrenatural es uno de los misterios más profundos del espíritu”. Edward Bulwer-Lytton (1803-1873), el escritor británico, afirmó que “la magia de la lengua es el más peligroso de todos los encantos”. Y, en la vertiente del histrionismo fascista, Adolfo Hitler (1889-1945), cultor de la oratoria de masas, escribió con su característico pragmatismo en el prólogo de su libro “Mi Lucha” que “el triunfo de todos los grandes movimientos habidos en el mundo ha sido obra de grandes oradores y no de grandes escritores”.
La historia ha contemplado admirables oradores de diferentes signos ideológicos que con su palabra han señalado el rumbo de los pueblos.
Pericles (495-429 a.C.) ejerció la dictadura de la inteligencia y de la elocuencia en la vieja Atenas, donde un siglo más tarde apareció Demóstenes (384-322 a.C.), considerado como el mayor de los oradores del mundo antiguo, célebre por sus filípicas dirigidas contra el rey Filipo de Macedonia.
En Roma se cultivó la oratoria como en ningún otro lugar. Julio César (102-44 a.C.), hombre de pensamiento y acción, fue uno de los más brillantes oradores de la Antigüedad. Prevaleció en las asambleas y dominó con su personalidad en la paz y en la guerra. Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) fue otro de los elocuentes tribunos de su tiempo. Famosas fueron sus oraciones —las catilinarias— contra Catilina, gobernador de una provincia en África, en las que condenó vehementemente las acciones de conspiración de éste.
El Cristo histórico debió ser también un convincente orador, al juzgar por las palabras que de él se han recogido en los evangelios.
En la modernidad, Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), prelado católico francés, fue uno de los más grandes oradores de púlpito en Francia. Fueron notables sus panegíricos y sus sermones en la lucha contra el protestantismo.
El primer ministro de Gran Bretaña William Pitt, conde de Chatam (1708-1778), fue un orador profundo y enérgico que se convirtió en el portavoz de la oposición whig durante el gobierno de sir Robert Walpole.
Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau (1749-1791), fue un orador elocuente y apasionado en la asamblea nacional durante la Revolución Francesa, al igual que Maximiliano Robespierre (1758-1794).
Napoleón (1769-1821) fue brillante en sus enardecedoras <arengas a los soldados para infundirles valor épico.
El presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln (1809-1865) hizo discursos inolvidables. En el de Peoria en 1854 dijo: “Así como no podría ser esclavo tampoco podría ser amo. Esto explica mi idea de la democracia”.
Giuseppe Garibaldi (1807-1882), el líder de la independencia y unificación de Italia, formuló extraordinarias arengas a sus soldados. Al marchar sobre Venecia les dijo: “A los que quieran seguirme les ofrezco: hambre, frío y Sol. No habrá pan, ni alojamiento, ni municiones; pero sí vigilias continuas, marchas forzadas y ataques a la bayoneta. ¡El que ame a la Patria, que me siga!”
Fue célebre orador clásico Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899), que hizo en España tantos y tan buenos discursos barrocos.
El jurista y parlamentario chileno Enrique MacIver (1840-1906) se destacó por su serena elocuencia, dotada de una lógica implacable.
Algunos sostienen que el líder conservador inglés Winston Churchill (1874-1965) fue también un gran orador. A él se debe —en el discurso de Fulton pronunciado el 5 de marzo de 1946— la expresión “cortina de hierro” con la que designó la profunda y rígida división del planeta en dos grandes zonas contendientes que se dio después de la Segunda Guerra Mundial. Perduran muchas de sus frases pronunciadas durante la gran conflagración: “nunca en la esfera de los conflictos humanos, tantos debieron a tan pocos” y, en su primera comparecencia a la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940, cuando las tropas alemanas habían invadido Europa continental: “no tengo otra cosa qué ofrecer que sangre, esfuerzos, sudor y lágrimas”.
Los líderes fascistas Benito Mussollini (1883-1945) y Adolfo Hitler (1889-1945) fueron elocuentes oradores de masas. El primero fue un orador teatral y jactancioso y el segundo, enérgico, repetitivo y contundente.
Durante la guerra civil española, la militante comunista Dolores Ibárruri (1895-1989) —mejor conocida como “la pasionaria”— alcanzó celebridad por sus encendidas arengas difundidas por la radio a las fuerzas republicanas que resistían a las tropas franquistas. Suyas fueron las consignas de “¡no pasarán!” y “¡antes morir de pie que vivir de rodillas!”, cuando las fuerzas falangistas se acercaban a Madrid.
Colombia, tierra de oradores, ha producido algunos notables, como el liberal Jorge Eliécer Gaitán (1898-1948), electrizante y emotivo orador de masas; el ultraconservador, teócrata y malhumorado Laureano Gómez (1889-1965), apasionado, erudito, sectario y mordaz orador parlamentario; Alberto Lleras Camargo (1903-1990), elegante orador académico; y el asesinado líder del “nuevo liberalismo”, Luis Carlos Galán (1943-1989), quien manejó magistralmente la oratoria de multitudes. Belisario Betancur, expresidente de Colombia, es también un fino y cultísimo orador académico.
El líder radical argentino Ricardo Balbín (1904-1981) fue un prodigioso orador de masas, igual que el presidente Raúl Alfonsín (1927-2009).
José M. Velasco Ibarra (1893-1979), que ejerció la presidencia en varios períodos en Ecuador, manejó todos los secretos de la oratoria de masas: la simplificación de las ideas, el uso de imágenes, la energía, la rotundidad en las afirmaciones, la gesticulación dramática. A él se atribuye la frase: “dadme un balcón en cada pueblo y seré presidente”.
En la República Dominicana fue José Francisco Peña Gómez (1937-1998), el líder del Partido Revolucionario Dominicano, de tendencia socialista democrática, uno de los mayores oradores de multitudes de América Latina. Su palabra vibrante estremecía a las masas pobres de la isla caribeña y moldeaba su pensamiento.
No han sido raros los casos de personalidades políticas profundamente tímidas que, sin embargo, se han sobrepuesto en contacto con el auditorio y se han transformado en audaces y elocuentes oradores. La combinación de timidez social con audacia frente a la masa es más frecuente de lo que se supone en el mundo de la política. Se dice que Pericles, que atronó Grecia con su palabra, era un tímido social y que Cicerón decía de sí mismo que al empezar un discurso siempre palidecía y trepidaba. Mirabeau se estremecía de miedo al subir a la tribuna. Emilio Castelar ascendía los escalones del podio trémulo y agobiado como un condenado a muerte y Winston Churchill, que aparentaba tanta serenidad y seguridad en sí mismo, sentía grandes trastornos cuando tenía que hablar en público. Ciertas personalidades tímidas y a veces hurañas se transfiguran en contacto con el auditorio —sobre todo si es una muchedumbre en la plaza— y convierten su apocamiento en osadía ante la presencia de la masa, que opera como una droga estimulante o alucinógena.
Prescindiendo de los matices, en el orden político hay tres grandes géneros de oratoria: la académica, la de masas y la de medios de comunicación. Cada uno de estos géneros de elocuencia tiene su lugar, su oportunidad y su circunstancia.
La oratoria académica es profunda, reposada, de gran rigor lógico en sus ideas —con la exacta medida de la extensión y comprensión de los conceptos—, fría, elegante, sutil, expresada en términos selectos y estructurada en complejas oraciones. Esta es la oratoria usual en la cátedra, los foros, el parlamento, la sala de conferencias, el directorio de las empresas y otros lugares cerrados.
La oratoria de masas es completamente diferente. Su técnica es no sólo distinta sino en muchas maneras contraria a la de la oratoria de circuito cerrado. Lleva una gran carga emotiva —puesto que se propone no solamente comunicar ideas sino transmitir emociones— y más que en pensamientos se basa en imágenes. Es arrebatada, arrolladora, persuasiva, estruendosa. Está compuesta de conceptos y palabras simples y va siempre acompañada de una vigorosa gesticulación. El gran orador de masas tiene gestos de domador. La gesticulación posee una gran importancia en este tipo de oratoria: los brazos y los dedos son antenas de comunicación y de elocuencia. A la distancia no se pueden ver los rasgos faciales del orador, sólo se escucha su voz y se miran sus enérgicos ademanes, y a través de ellos llegan las ideas y las emociones a la multitud.
Con sus palabras el orador de masas, al decir de José Ortega y Gasset (1883-1955), sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas. El orador puede ver desde arriba cómo va modelando a la multitud con la magia de sus palabras, cual si fuera una masa de arcilla en manos de un alfarero. Aprecia claramente el impacto de ellas sobre la gente. Con frecuencia se inspira en los gritos y actitudes de la propia multitud para improvisar su discurso. Suscita cortos diálogos con ella y las palabras salidas de la masa a ella regresan con la fuerza de un <bumerán. Alza y baja la voz, alternadamente, e intercala silencios deliberados y dramáticos para generar suspenso y expectación en la multitud. El silencio es también una forma de comunicación. Algunos oradores suelen insertar invariablemente, como una suerte de marca de fábrica, alguna fórmula característica en sus discursos. El viejo Catón concluía siempre sus arengas con la frase ”¡delenda Carthago!”, Clemenceau repetía siempre: “¡hago la guerra!”, los oradores falangislas gritaban “¡arriba España!”, Jorge Eliécer Gaitán repetía sistemáticamente “¡a la carga!”, Víctor Raúl Haya de la Torre finalizaba sus arengas con la frase: “¡sólo el Aprismo salvará al Perú!” y Fidel Castro terminaba sus discursos con la exclamación: ”¡patria o muerte: venceremos!”, muy al estilo de las leyendas que se pintaron en los muros de París durante los días de la Revolución Francesa. Es frecuente escuchar a los presidentes norteamericanos terminar sus discursos con la frase: <“God bless America”. Hay cierta inevitable dosis de histrionismo en este género retórico.
Esto viene de viejos tiempos. Son inolvidables las palabras de Antonio de Campany y Montpalau (1742-1813), secretario perpetuo de la Real Academia Matritense de la Historia, quien en su libro "Filosofía de la Elocuencia" (1777) escribió que, "después de haber los hombres perfeccionado la facultad de comunicarse sus ideas, cultivaron la de infundirse sus pasiones. Este ejercicio en las instituciones democráticas produjo y autorizó el talento oratorio: de cuyos maravillosos ejemplos se vino a formar un arte sublime, que, escuchado como oráculo en las deliberaciones públicas, fue árbitro de la paz y de la guerra, terror y azote de la tiranía".
El viejo filósofo e historiador catalán, que dedicó tantas horas y páginas a hablar sobre la elocuencia, sostenía que la oratoria se propone "reprender el vicio, honrar la virtud y predicar la verdad". Y afirmaba que, para lograr sus objetivos, el orador debe poner énfasis en la dicción, la claridad de las ideas, la sencillez del estilo, la precisión, la concisión, la elegancia, el calor, la vehemencia y la energía para "dominar los ánimos de la audiencia, robar la admiración, arrancar lágrimas".
En la caudalosa oratoria de masas se alternan la exaltación emotiva, los giros líricos, el tono bajo y casi confidencial —que resulta aun más convincente— y los trazos coloquiales que identifican al orador con el habla popular.
La oratoria multitudinaria es el arte de la simplificación de las ideas. Es, por ello, un género retórico de rango cultural inferior, pero de una enorme eficacia para conmover a las muchedumbres. Los intelectuales suelen no entender esto. Se muestran siempre sorprendidos de que algo “tan vulgar” haya tenido tanto impacto en la gente. Y es que el propósito del orador de masas es expresar las cosas de modo tan elemental que puedan ser comprendidas por el menos informado de los integrantes de la multitud. Eso significa que la oración de masas debe ser tanto más simple cuanto mayor sea el tamaño de la muchedumbre. La afirmación rotunda y la repetición frecuente son sus armas. A la multitud no le impresionan las ideas eclécticas, ve en ellas un síntoma de vacilación o cobardía. Tiende rápidamente a los extremos. La sospecha respecto de algo o de alguien se transforma bruscamente en odio contra ellos. Esto fuerza al orador que quiere seducirla a abusar de las afirmaciones contundentes.
Se me ocurre que el cerebro del orador de masas opera como una refinería de petróleo al revés: la refinería se alimenta con productos en bruto y los entrega refinados; el cerebro del orador de masas, en cambio, procesa y simplifica sus ideas sofisticadas y académicas para entregarlas toscas y elementales a la muchedumbre. Este proceso no es fácil e implica un gran esfuerzo mental, aparte del doloroso renunciamiento a la elegancia académica.
La multitud tiene mala memoria y hay que incrustarle los conceptos como lo hace un taraceador con los metales o el nácar en la madera. Napoleón dijo que la figura retórica más importante es la repetición. Ella convierte a una afirmación en verdad demostrada. Recordemos el cínico lema de Joseph Paul Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, de que una mentira mil veces repetida se convierte en verdad. Los grandes promotores de la >propaganda política de todos los tiempos acudieron siempre a la repetición. La moderna publicidad comercial se funda en esa técnica. La Iglesia Católica viene repitiendo desde hace dos mil años las mismas cosas. Los aparatos de propaganda fascistas y comunistas hicieron de la repetición su elemento principal. Es la única manera de persuadir a las masas.
Si bien todos los géneros de oratoria buscan motivar al público, en la oratoria de masas la motivación es uno de sus componentes esenciales. Es su razón de ser. El efecto deseado de la oratoria de masas es penetrar con conceptos claros y unívocos en las zonas del subconsciente, donde se elaboran los motivos de la conducta del hombre.
Es verdad que la musa vociferante de la oratoria de multitudes puede promover tormentas o imponer calmas. Por eso el <líder político requiere un alto grado de conciencia moral para no utilizar las bajas pasiones de la gente como ariete de acciones destructoras ni incurrir en la <demagogia.
Con el gran poder estético y emocional de la palabra hablada, la oratoria es la eficaz herramienta del líder político —particularmente en los regímenes democráticos que son regímenes de <opinión pública—, quien debe ser ante todo un elocuente comunicador de ideas y un vigoroso transmisor de emociones en los diversos escenarios. Quiero sugerir con esto que el líder político debe descifrar los grandes secretos de la oratoria de multitudes y manejar también la retórica académica, entendida como el arte de bien decir.
Sin embargo, en los tiempos actuales, con la irrupción de la televisión en la vida política de los pueblos, la oratoria de multitudes ha quedado relegada, puesto que la conquista del voto y las campañas políticas ya no se hacen principalmente desde los balcones ni desde las tribunas levantadas en las plazas sino desde los sets televisivos, y esta forma de comunicación demanda un estilo completamente diferente del que asiste a la retórica multitudinaria tradicional.
La televisión requiere una técnica especial, que incluye desde el cuidado en el vestir y en la apariencia física del líder político hasta la previsión de los más pequeños detalles de su presentación. Como los espacios son usualmente cortos, exigen un gran esfuerzo de síntesis en la exposición de las ideas. La retórica ampulosa ya no tiene cabida en la pantalla. La exaltación emotiva tampoco. Se impone el estilo coloquial. En los pocos minutos disponibles, el líder debe procesar sus palabras de modo que pueda satisfacer las exigencias de todos los sectores de la población: de los intelectuales, de la gente joven, de los trabajadores, de los habitantes de los barrios marginales, de las zonas campesinas y de los demás estratos de la sociedad. En suma, debe atender, en el corto espacio de televisión, las demandas distintas —y, a veces, contrarias— del amplio espectro popular.
Esto no es fácil.
Lo demostró el fracaso ante las cámaras de los viejos líderes de la era pretelevisiva. Se requiere un nuevo género de oratoria: más dinámica, de mayor agilidad mental y lógica más rigurosa, al tiempo que una alta dosis de simpatía personal, de buen sentido del humor y de lo que los publicistas llaman “imagen telegénica”.
Sin embargo, en plena retirada de las masas y de suplantación de la plaza pública por la televisión como escenario de la política, la ceremonia de investidura del presidente norteamericano Barack Obama el 20 de enero del 2009 se realizó ante una gigantesca multitud de tres millones de personas que copó la explanada y la alameda que se extienden desde el Capitolio hasta el Lincoln Memorial —que miden cerca de cinco kilómetros de largo— y que fue, sin duda, la muchedumbre política más grande que registra la historia.
Para suplir las deficiencias del orador, la moderna tecnología le ha proporcionado un dispositivo electrónico especial denominado teleprompter que, colocado al lado del lente de la cámara de televisión o frente a la tribuna, le permite leer el texto de su discurso pero dar la apariencia al público de que improvisa. Lucen, entonces, su “profundidad” de conceptos, su “agilidad” mental para vertebrar las frases, la estupenda memoria para precisar datos y cifras y la magnífica articulación de su discurso. Todo ello gracias a la magia del teleprompter que, como todos los inventos de la tecnología eléctrónica, está hecho para sustituir el esfuerzo intelectual del ser humano.
En los actos abiertos se colocan en la tribuna del orador las dos pantallas de cristal del aparato —una en cada costado— a través de las cuales pasan las palabras sincrónicamente de modo que el orador, al leerlas indistintamente en cualquiera de ellas, da la impresión de “mirar” a los diversos sectores del público. El público, por su lado, nada advierte puesto que las pantallas son vidrios transparentes. El presidente de Estados Unidos Ronald Reagan (1911-2004) —actor al fin— fue un hábil lector de teleprompter y Bill Clinton sorprendió al mundo con un largo discurso “improvisado” ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 27 de septiembre de 1993. Muy pocos se percataron de que lo leía en las pantallas del teleprompter estratégicamente situadas frente al pódium de la inmensa sala. Y Barack Obama, al tomar posesión de su cargo de presidente de Estados Unidos el 20 de enero del 2009, leyó en el teleprompter su elocuente y corto discurso ante la impresionante multitud que concurrió a los alrededores del Capitolio en Washington.
Este truco electrónico ha sido adoptado por gobernantes y políticos de todos los lugares del mundo porque les ahorra el esfuerzo de escribir o de improvisar sus discursos.
Pero ¿es esto un engaño? ¿es un fraude a la opinión pública? Creo que sí, porque se presenta al público, con la utilización de medios artificiales y engañosos, un líder político diferente del real. Se vulnera con ello el derecho del pueblo a conocer las capacidades y limitaciones de sus líderes. Nadie puede garantizar que él escribió y conoce lo que lee en la tribuna o ante las cámaras de televisión. Hay una adulteración de la verdad o, por decir lo menos, una falta de autenticidad en el líder. Ciertamente que nada hay que le obligue a improvisar, pero si decide leer el público tiene el derecho de saberlo.
Si los grandes líderes de antaño fueron grandes oradores de muchedumbres, los actuales deben ser además elocuentes expositores y buenos vendedores de imagen. La audiencia ha cambiado: antes era la muchedumbre, unida por el hilo conductor de la emotividad; hoy es el televidente tranquilo, sentado en la sala o la alcoba de su casa, con muchas mayores facultades de reflexión y de crítica que el exaltado integrante de una multitud que delira en la plaza. Esto ha modificado la técnica de <comunicación de masas del político. La >psicología de multitudes está ausente de la televisión. Los miles o acaso millones de televidentes no forman una multitud. Son seres individuales y aislados. Están al margen, por tanto, del contagio emocional de la masa. Su aptitud reflexiva no ha sido disminuida por la nivelación que impone la multitud. El líder ya no puede manipular los sentimientos de los telespectadores como lo haría con los de una muchedumbre enfervorizada que se arremolina en la plaza.
Se ha impuesto, pues, un nuevo estilo en la oratoria política a causa del desarrollo de la televisión como instrumento principal de comunicación entre el líder y el pueblo. La relación misma entre ellos se ha modificado. Se han devaluado los “caciques” como intermediarios tradicionales entre el candidato y los electores periféricos. Ellos eran, antes de la incursión de la televisión, el eslabón necesario. Pero en la actualidad el ciudadano tiene a los candidatos en su casa, a través de la magia de la televisión, y puede tomar por sí mismo, sin la intermediación del <caciquismo comarcano, su opción política o electoral.
Las figuras retóricas más importantes son: la alegoría, que consiste en hacer patentes en el discurso, por medio de varias metáforas consecutivas, un sentido recto y otro figurado —ambos completos— a fin de dar a entender una cosa expresando otra diferente; la aliteración, que es la figura que confiere expresividad al verso mediante la repetición de fonemas, especialmente los consonánticos; la anáfora, que consiste en la repetición de una o varias palabras para dar mayor énfasis a una idea; la antífrasis, que es la designación de personas o cosas con palabras que significan lo contrario de lo que se debiera decir; la antítesis, que se da cuando se contrapone una frase o una palabra a otra de contraria significación; la antonomasia, sinécdoque consistente en poner el nombre apelativo por el propio o el propio por el apelativo; la apóstrofe, que corta bruscamente el hilo del discurso para dirigirse con vehemencia a una o varias personas presentes o ausentes, vivas o muertas, o a seres abstractos o cosas inanimadas; el asíndeton, que omite las conjunciones para dar energía al concepto; el asteísmo, que es la figura que consiste en dirigir graciosa y delicadamente una alabanza con apariencia de reprensión; la circunlocución, que consiste en expresar por medio de un rodeo de palabras algo que puede decirse con una o pocas, a fin de dar elegancia o energía al discurso; la entimema, que es un silogismo abreviado de sólo dos proposiciones, que resulta muy convincente; la hipérbole, que consiste en exagerar aquello de que se habla para impresionar al auditorio; el hipérbaton, que invierte el orden de las palabras establecido por la sintaxis; la imprecación, que es la figura de expresar el vehemente deseo de que alguien sufra un mal o un daño; la ironía, burla fina y disimulada con la que el orador da a entender lo contrario de lo que dice; la metáfora, tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las palabras a otro figurado, por virtud de una comparación tácita; la metonimia, que es un tropo consistente en designar una cosa con el nombre de otra, tomando el efecto por la causa, el autor por sus obras o el signo por la cosa significada; la onomatopeya, que es la imitación del sonido de una cosa en el vocablo que se forma para significarla; la paradoja, que consiste en el empleo de expresiones o frases que envuelven una contradicción; el paralelismo, que es la expresión de una misma idea con palabras diferentes; la paranomasia, que es el uso de palabras de semejanza fonética y significado distinto; el pleonasmo, consistente en emplear vocablos innecesarios y redundantes a fin de dar gracia o energía a la expresión; el polisíndeton, que es la repetición sucesiva de las conjunciones para dar fuerza a los conceptos; la preterición, que consiste en aparentar que se quiere omitir o callar aquello mismo que se dice; la prolepsis, que se da cuando el orador se anticipa a refutar las objeciones que pudieran hacerse a sus planteamientos; la prosopopeya, que consiste en atribuir a los animales cualidades propias del hombre o en asignar a las cosas inanimadas atributos de los seres animados; el quiasmo, que es formular de manera cruzada dos secuencias de ideas; el retruécano, que es el juego de palabras consistente en invertir los términos de una proposición en otra subsiguiente para que el sentido de ésta forme antítesis o contraste con el de la anterior; la reduplicación, que se hace cuando el orador repite por varias veces un vocablo en una misma cláusula; la reticencia, que es dar a entender con cierta malicia lo que se calla y a veces más de lo que se calla; el símil, que es la comparación expresa de una cosa con otra para dar idea viva de una de ellas; la sinécdoque, tropo que consiste en la extensión, restricción o alteración de la significación de las palabras para designar un todo con el nombre de una de sus partes, o viceversa; la sinestesia, que es el tropo consistente en la unión de dos imágenes pertenecientes a diferentes mundos sensoriales; el sorites, que entraña un raciocinio compuesto de muchas proposiciones encadenadas, de modo que el predicado de la antecedente se convierte en el sujeto de la siguiente, hasta que en la conclusión se une el sujeto de la primera con el predicado de la última; y el zeugma, que es la figura de construcción consistente en que una palabra, que tiene conexión con uno o más miembros del período, ha de sobrentenderse en los demás períodos cuando está expresa en uno de ellos.
Todas estas figuras retóricas sirven para engalanar y dar fuerza al discurso y atraer la atención del auditorio.
Pero en el uso de las palabras caben mil y una formas de “seducir”. El periodista español e investigador de la sociología del lenguaje, Álex Grijelmo, en su libro “La seducción de las palabras” (2000), sostiene que en la política, en la poesía, en la publicidad y hasta en el amor hay innumerables maneras de manipular los vocablos y las locuciones para alterar la percepción que de la realidad tienen las personas, para engatusarlas y para inducir su comportamiento. Esto es así. Puesto que el lenguaje es un hecho sensorial que se percibe por el oído y también por la vista, existen “sonidos seductores”, que dependen de la entonación con que se pronuncian las palabras. Los “golpes de voz”, que tienen una gran velocidad, van a parar al cerebro, donde las neuronas los descodifican.
Las palabras tienen un color: como la negrura que evocan los vocablos “luto” y “luctuoso” o la luz que sugieren las palabras “lumbre”, “fulgor” y “fulgurante” o la blancura que connotan los términos “agua”, “alba”, “cándida”; y ellas tienen también una simbología, como la libertad que sugieren las palabras “ave”, “viento”, “volar”, o la honestidad que traslucen los términos “transparencia”, “claridad” y “diafanidad”, o la grandeza que sugiere el vocablo “faraónico”, o la violencia que proyectan las palabras “tromba” y “vorágine”. Estas son algunas de las muchas virtudes semiológicas del lenguaje, de las que se vale la oratoria política, siempre en trance de acudir a los sonidos más seductores.
Hay palabras más sonoras que otras. La forma de pronunciar un término influye en la percepción de su contenido. Sostiene Grijelmo que, en la lengua castellana, las erres dan energía y fuerza a la expresión y, en cambio, las eses la suavizan y le dan una consistencia balsámica.
El buen orador conoce muy bien el efecto seductor de las palabras. Sabe perfectamente el poder que ellas tienen para evocar imágenes. Y usa certeramente los símbolos retóricos para despertar emociones.
Cada ideología política, además, tiene su peculiar sintagma. Rodea de un prestigio especial a determinadas palabras. La palabra duce y las locuciones camisas negras y fasci di combattimento fueron sagradas en el fascismo italiano. En la Alemania nazi la palabra führer alcanzó la apoteosis: era la expresión suprema del liderazgo político. Todo se rendía ante su sola enunciación. Y en torno a las expresiones “nuevo orden” y “lebensraum” (espacio vital) se agitaban las masas nazis. Los falangistas españoles, durante más de cuatro décadas, hicieron de la palabra “caudillo” un elemento retórico cargado de tono emotivo. “Caudillo de España por la gracia de Dios” era una de sus fórmulas sacramentales para enaltecer al “generalísimo Francisco Franco Bahamonde, jefe de la cruzada”. En el Caribe dominicano el caudillismo tropical e ignaro de Rafael Leónidas Trujillo le llevó a ostentar los títulos de “Benefactor de la Patria” y “Padre de la Patria Nueva”, que se repetían con enorme frecuencia en la literatura oficial. Las palabras “revolución” y “proletariado” alcanzaron una significación casi mítica en los regímenes marxistas. En las diversas gradaciones de los sistemas democráticos —ya que la democracia es siempre un proceso de aproximación a un modelo conceptual inalcanzable— el prestigio gira alrededor de las expresiones “democracia”, “libertad”, “derechos humanos”, “justicia social”.
Por tanto, el solo uso del idioma permite reconocer a distancia la tendencia ideológica de los agentes políticos.