Este vocablo se formó de la contracción de las palabras alemanas national-sozialistische, que fue la engañosa y arbitraria denominación que Adolfo Hitler (1889-1945) dio a su partido —Partido Obrero Nacional Socialista Alemán— a comienzos de la década de los años veinte del siglo pasado.
El nazismo, lo mismo que las demás ramas del fascismo —el <falangismo en la España franquista, el <corporativismo en Portugal bajo el gobierno de Antonio de Oliveira Salazar (1889-1970), el régimen de Benito Mussolini en Italia—, no fue una verdadera <ideología política. Los tratadistas están de acuerdo en que no existió una filosofía fascista ni una doctrina política fascista. Hubo propuestas y postulaciones ambiguas e incoherentes, tomadas de diversas fuentes y ensambladas según las circunstancias, que nunca tuvieron la posibilidad de refinarse y enriquecerse por la discusión. Sin embargo, las ambigüedades —que dan la impresión de que fueron buscadas de propósito— y las incoherencias nunca preocuparon a los teóricos fascistas.
El nazismo fue obra de las circunstancias. Bajo condiciones normales, las exaltadas proclamas y las argumentaciones formuladas en la cervecería Hofbraühaus de Munich en 1920 por un oscuro cabo austriaco de infantería y pintor sin talento, con cierta tendencia paranoica, que frecuentaba las diarias tertulias sobre temas políticos, habrían caído en el vacío. Nadie hubiera reparado siquiera en su obsesión por el engrandecimiento de Alemania unida a Austria. Pero Alemania estaba enferma. Sufría no sólo los estragos económicos de la guerra y la humillación moral de la derrota sino también las sanciones políticas, económicas y militares impuestas por el Tratado de Versalles en 1919. Esto generó un clima de insatisfacción popular muy adecuado para la formación de los mitos totalitarios y el desarrollo de los grupos nacionalistas y reaccionarios.
El Tratado de Versalles cometió el grave error de endosar las culpas del imperialismo prusiano a la naciente democracia parlamentaria alemana —en la denominada República de Weimar— y de exacerbar, con la intervención extranjera, el sentimiento nacional del pueblo alemán, que se tornó muy sensible a las prédicas nacionalistas del führer.
Con el ofrecimiento de denunciar el Tratado de Versalles, reintegrar a Alemania los territorios y colonias que perdió en la guerra, conquistar el lebensraum —espacio vital— para su pueblo, suprimir el pago de las deudas internacionales, restaurar la plena soberanía nacional y luchar contra la agitación comunista que arreciaba en el país, Hitler formó los primeros cuadros del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán.
En 1920 el partido contaba con veinte mil afiliados. Su primera asamblea celebrada ese año aprobó el programa de 25 puntos elaborado por Hitler.
Este programa, que fue una suerte de <fundamentalismo de su época, se compuso de los siguientes puntos:
1. Reunión de todos los alemanes en un solo Estado.
2. Abolición de los tratados de Versalles y de Saint Germain.
3. Recuperación de las colonias
4. Creación de una comunidad nacional de la que sólo podrá ser miembro quien tenga sangre alemana.
5. Negación de los derechos políticos a los judíos, que serán tratados como extranjeros y expulsados de Alemania los que hayan llegado después de 1914.
6. Formación de una clase media sana con igualdad de derechos y deberes.
7. Garantía de trabajo y subsistencia a todo ciudadano.
8. Emancipación la esclavitud de los intereses.
9. Abolición de rentas no provenientes del trabajo.
10. Confiscación beneficios de guerra.
11. Nacionalización de las grandes empresas.
12. Municipalización de los grandes almacenes en provecho de los pequeños comerciantes.
13. Apoyo a las pequeñas industrias.
14. Reforma agraria, con expropiación del suelo en beneficio del interés general.
15. Sustitución del Derecho romano, individualista y materialista, por el Derecho germánico.
16. Reforma de la educación.
17. Difusión del deporte.
18. Seguro de vejez, maternidad, trabajo y enfermedad.
19. Eliminación de la literatura y el arte disolventes.
20. Creación de una prensa alemana, con exclusión de los judíos.
21. Libertad de todas las comunidades cristianas mientras no lesionaren los derechos del Estado y las costumbres germánicas.
22. Formación de un fuerte poder central del Reich.
23. Subordinación del individuo a los intereses de la comunidad.
24. Lucha contra el parlamentarismo.
25. Creación de una Cámara de Estamentos.
Adolfo Hitler —ciudadano alemán de origen austriaco, cuyo verdadero apellido se supone que fue Schicklgruber— nació en Braunau am Inn, Austria, el 20 de abril de 1889, hijo de un modesto funcionario de aduanas y de una campesina. Estudiante mediocre que no llegó a terminar la enseñanza secundaria, solicitó el ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena pero no fue admitido por falta de talento. Más tarde comenzó a obtener algunos ingresos de los cuadros que pintaba. Al comenzar la Primera Guerra Mundial se alistó como voluntario en el ejército bávaro. Fue un soldado valiente pero no alcanzó más que el grado de cabo de infantería. Terminada la conflagración mundial en 1918 y tras la derrota de Alemania, regresó a Munich y permaneció en el ejército hasta 1920, encargado de la tarea de “vacunar” a los soldados a su cargo contra las ideas pacifistas y democráticas que provenían de los triunfadores de la guerra.
En 1920 fundó el Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (Nationalsozialistiche Deutsche Arbeiter-Partei), del que fue su jefe —führer— con poderes omnímodos, y organizó sus bandas paramilitares —las sturm abteilung, conocidas también como las SA— para aterrorizar a sus adversarios políticos: los judíos, los liberales, los socialistas, los comunistas, los sindicalistas. Fue auspiciado económicamente por empresarios acaudalados asustados por la agitación comunista, entre ellos por Fritz Thyssen, presidente del grupo empresarial del acero.
En medio de la profunda crisis recesiva que sacudía a Alemania, que fue parte de la depresión mundial de los años 30 —miles de funcionarios públicos despedidos, comerciantes y pequeños empresarios arruinados, agricultores empobrecidos, trabajadores desocupados, industrias paradas, quiebra en el comercio exterior, derrumbamiento de los precios agrícolas—, los nazis canalizaron en su favor la adhesión popular y el voto-protesta con la oferta demagógica de reconstruir una Alemania fuerte, crear puestos de trabajo y restaurar la gloria nacional.
Para justificar la persecución a sus adversarios políticos, Hitler mandó incendiar a fines de febrero de 1933 el grande y hermoso edificio del Reichstag en Berlín —donde funcionaba el parlamento— y culpó del crimen a los miembros del Partido Comunista (Kommunistische Partei, KP) y del Partido Socialdemócrata de Alemania (Sozialdemokratische Partei Deutschlands, SPD).
Fueron entonces perseguidos con brutal violencia. Todas las agrupaciones políticas quedaron proscritas y se implantó el régimen de partido único, al más puro estilo fascista. En marzo de ese mismo año, mediante un decreto de Hitler, las facultades legislativas del Reichstag fueron transferidas al gabinete. Este decreto otorgó a Hitler poderes dictatoriales por un período de cuatro años y representó el final de la República Democrática de Weimar.
Desde ese momento, el partido nazi se convirtió en el principal instrumento del control totalitario del Estado, pero a su vez las guardias de choque nazis —las schutz-staffel o SS— y el servicio de seguridad —el sicherheitsdienst— asumieron el control del partido, que en su momento de mayor esplendor contó con 7 millones de afiliados. Sección importante del partido eran las juventudes hitlerianas —Hitler jugend— de jóvenes entre los 14 y los 17 años de edad, a quienes se lavaba el cerebro y preparaba para ingresar a las filas elitistas de las SA o de las SS. La GESTAPO —Geheime Staatspolizei—, que era la policía secreta del Estado fundada en 1933 para suprimir la oposición al régimen nazi, sólo respondía de sus actos ante su jefe, Heinrich Himmler, y ante el führer.
Bajo ese régimen de terror fueron disueltos los sindicatos y las cooperativas, confiscados sus patrimonios, suprimidas las negociaciones colectivas y erigido el Frente Alemán del Trabajo —el Deutsche Arbeitsfront—, controlado por el Estado, al que todos los obreros debieron pertenecer obligatoriamente.
Hitler fue un profundo conocedor del espíritu de su pueblo. Entendió perfectamente la frustración y humillación que sentía por la derrota militar en la Primera Guerra Mundial y por sus consecuencias territoriales. Suponía que necesitaba instintivamente un conductor enérgico capaz de vengar la derrota y alentar nuevas esperanzas de gloria nacional. Insistió hasta el cansancio en las calidades autoritarias del líder. “La psiquis de la masa popular —escribió en su libro “Mi Lucha”— no es sensible a nada que tenga sabor a debilidad ni reacciona ante paños tibios”. Y agregó: “El pueblo prefiere el gobernante al suplicante y siente mayor satisfacción íntima por las doctrinas que no toleran rivales, que por el liberalismo, del que apenas sabe hacer uso y del que pronto acaba por renegar”. Abominaba la democracia y “cualquier teoría basada en el sufragio de las mayorías que implique el hecho de que el jefe se vea rebajado al no tener otra misión que la de poner en práctica las órdenes y opiniones ajenas”. En lugar del mando democrático, sometido al control popular, el líder nazi sostenía “el principio de la autoridad incuestionable del jefe, combinada con la más absoluta responsabilidad”.
Todos los fascismos fueron cortados por las mismas tijeras: sistema de partido único, disolución de todos los demás partidos, antiparlamentarismo, eliminación de los sistemas electorales democráticos, regimentación vertical de la sociedad a través de la agremiación dirigida y controlada por el gobierno, idolatría del Estado, nacionalismo enfermizo, control absoluto de los medios de comunicación, desconocimiento de los derechos humanos, supresión de las libertades, <desconstitucionalización del Estado, violencia como método de lucha política, expansionismo territorial e ideológico, erección del Estado totalitario y concentración de todo el poder en unas solas manos: las del duce, del führer o del caudillo.
A esto hay que agregar los ingredientes peculiares del nazismo, que fueron el >racismo, el <antisemitismo, el desconocimiento del Tratado de Versalles, la recuperación de las colonias, el lebensraum (espacio vital), el revanchismo bélico para lavar el honor nacional mancillado en la guerra mundial de 1914-18 y, por supuesto, el pelotón de fusilamiento, el tiro en la nuca, los hornos crematorios, los campos de concentración, los centros de exterminio, los guetos y la implacable GESTAPO —Geheime Staatspolizei— que vigilaba los más recónditos actos de la vida pública y privada de las personas.
Fueron los judíos las víctimas propiciatorias del nazismo. En 1933, cuando Hitler subió al poder, había más de nueve millones de judíos en Europa, la mayoría de los cuales vivía en Alemania y en los países que Alemania ocupó y dominó durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando ésta términó, dos de cada tres judíos europeos habían sido ejecutados como parte de la llamada “limpieza étnica” de los nazis.
Aparte de los campos de concentración, éstos mantuvieron centros de exterminio para aniquilar a los judíos y guetos para hacinarlos en espera de la hora de la “solución final”. A diferencia de los campos de concentración, que eran fundamentalmente lugares de detención y trabajo forzado, los centros de exterminio eran instalaciones de asesinato en masa, en las que murieron más de tres millones de judíos por medio de las cámaras de gas o el fusilamiento.
Hubo un elemento de las ideas fascistas que merece especial consideración. Fue su concepto de la >soberanía. Sobre él levantaron toda su estructura autoritaria del poder.
Este concepto ha variado a lo largo del tiempo, tanto en su contenido como en su radicación. Durante la época del <absolutismo monárquico la soberanía perteneció al monarca. El era el “soberano”. La Revolución Francesa produjo un cambio fundamental: transfirió la sede de la soberanía del monarca al pueblo. En esos tiempos se hablaba indistintamente de “soberanía popular” o de “soberanía de la Nación”. Por eso la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de agosto de 1789, decía que “el principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”. Los juristas y los políticos franceses entendían por Nación la comunidad humana. La soberanía era un patrimonio de la comunidad, vale decir del pueblo. Más tarde, cuando el concepto de <Estado reemplazó al de <Nación en la terminología política, se empezó a hablar de “soberanía del Estado”. De lo cual se aprovecharon los fascistas para confundir “Estado” con “gobierno” y derivar de este equívoco la conclusión de que la soberanía reside en el gobierno, con lo cual regresaron hacia un concepto de soberanía muy parecido al que formuló el intelectual francés Jean Bodín siglos atrás, que atribuía a los monarcas absolutos el ejercicio de las supremas potestades del Estado.
Este proceso de regresión se realizó por la interesada confusión de Nación-Estado-gobierno-duce, führer o caudillo, con la cual la soberanía terminó por ser un atributo inalienable del dictador, a cuyo poder discrecional quedó sometida la resolución final e inapelable de los asuntos del Estado.
Los teóricos del totalitarismo italiano y alemán, especialmente Alfredo Rocco, Pietro Chimienti, Ignacio Tambaro y Carl Schmitt, elaboraron su concepción totalitaria de la soberanía —definida como la soberanía del Estado en sí— muy adecuada a los intereses de los dictadores fascistas. Según tal concepción, la potestad suprema, indivisible e irresistible en que la soberanía consiste, pertenece nominalmente al Estado pero en la realidad es un patrimonio de los gobernantes, ya que éstos son la encarnación misma del Estado.
Esta es la teoría fascista de la soberanía.
Los partidos fascistas fueron organizaciones de masas y rompieron los esquemas de los partidos de cuadros. Pero la característica diferencial de ellos fue la formación de las <milicias, como organizaciones de base de las fuerzas de choque, compuestas de grupos pequeños de militantes, que al unirse con otros integraban grupos cada vez más grandes, en forma piramidal. Sus integrantes recibían preparación militar y se mantenían listos para entrar en acción. Usaban uniformes e insignias de tipo militar. Solían hacer desfiles y demostraciones marciales con música, banderas y estandartes. Las tropas de asalto hitlerianas tenían como unidades de base las schar, compuestas de cuatro a doce hombres. La reunión de tres a seis de ellas integraba un trupp, cuatro trupp formaban un sturm, dos de ellos un sturmbaum, tres a cinco un standarte que agrupaba de mil a tres mil militantes, tres standarte formaban un untergruppe y la reunión de éstos completaba un gruppe en cada una de las veintiuna circunscripciones del territorio alemán.
Junto a las milicias, que eran las fuerzas de elite del partido, estaban los grupos civiles desmilitarizados. Se calcula que en 1932, del millón doscientos mil miembros que aquél tenía, solamente 350 mil eran milicianos.
El partido nazi adoptó como emblema la cruz gamada —la <esvástica— sobre un círculo blanco en la bandera roja.
Después del frustrado golpe de Munich el 9 de noviembre de 1923, Hitler y otros dirigentes del nazismo fueron encarcelados en la fortaleza de Landsberg. Su reclusión sirvió a Hitler para escribir su libro "Mein Kampf", que contiene lo que podría llamarse la “ideología” del nazismo. Lo hizo con la ayuda del militar y político alemán Rudolf Hess (1894-1987), quien era un magnífico escritor y un hombre de cultura.
A partir de su liberación, ocurrida un año después, el partido nazi creció caudalosamente y se convirtió en una organización de masas, movida por la electrizante elocuencia de Hitler. La juventud fue organizada militarmente y se formaron brigadas de choque para la lucha callejera. La elite juvenil integró las fuerzas de asalto —las llamadas S.S.— para misiones especiales. Ingresaron al partido Rosenberg, Eckart, Esser, Goebbels, Goering, Röhm y otros. En las elecciones de 1928 el partido nazi tuvo alrededor de 800 mil votos y alcanzó una importante representación parlamentaria. Dos años más tarde obtuvo 6 millones y medio de votos y consiguió 107 diputados.
En las elecciones de 1932, como candidato a la Presidencia de la República, Hitler fue derrotado por el militar de carrera Generalfeldmarschall Paul von Hindenburg (1847-1934), pero como obtuvo 230 diputados el anciano y enfermo Presidente tuvo que nombrarlo jefe del gobierno —Canciller— el 30 de enero de 1933, de acuerdo con las normas de la democracia parlamentaria que regían en Alemania.
En marzo de ese año obtuvo del disminuído e intimidado parlamento una ley que le otorgaba poderes dictatoriales. Poco tiempo después, en medio de grandes movilizaciones de masas y acciones de violencia promovidas por sus grupos de asalto, el partido nazi eligió una mayoría en el Reichstag. Hitler había propagado la idea de que el ejército imperial no fue vencido en el campo de batalla sino apuñalado por la espalda por los republicanos y socialistas.
Al calor de estas ideas, y también de la necesidad de combatir la agitación comunista que amagaba con huelgas y ejecutaba atentados terroristas, se agruparon las huestes de camisas pardas —los braune hemden—. Se produjo entonces un suceso que puso de manifiesto la personalidad de Hitler: reprimió a sangre y fuego una escisión interna de su partido. Fueron fusilados 77 de sus dirigentes, incluidos Röhm que era su ministro y amigo, el excanciller Schleicher y su esposa, Ernst que era el jefe de las fuerzas de asalto de Berlín y otros dirigentes de importancia. Hitler justificó su conducta bajo la acusación de <complot contra el nazismo. A la muerte de Hindenburg, ocurrida el 2 de agosto de 1934, Hitler asumió la totalidad del poder en el Tercer Reich.
Empezó la aciaga era del führer.
Desde ese instante y hasta 1945 la historia de Alemania fue la historia del nazismo. O sea la historia de un hombre y de un pueblo que se volvieron locos.
Las elementales y toscas proclamas hitlerianas, que con frecuencia incurrían en el histerismo, alcanzaron gran popularidad porque coincidieron con el espíritu de reivindicación nacional que a la sazón conmovía al pueblo alemán ante las abusivas condiciones impuestas a su país por las potencias vencedoras.
Hitler alimentaba esas reivindicaciones. Y para hacerlo invocaba lo más sensible de las tradiciones y del orgullo alemanes. El nacionalismo germánico pronto se convirtió en uno de los mitos del totalitarismo nazi.
El nazismo se fundó principalmente sobre dos mitos: el <nacionalismo y el >racismo.
El mito nacionalista, nacido de la exaltación del sentimiento nacional —y también de su resentimiento— condujo a los nazis a la megalomanía colectiva y al sacrificio de los derechos personales ante el altar del Estado. El mito racista se fundó en el culto a la raza aria, derivado de las teorías de Arthur de Gobineau (1816-1882) y de Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), que preconizaron la creencia en una raza superior predestinada a gobernar el mundo. Basado en esas ideas Hitler proclamó, en su mencionado libro "Mein Kampf", que “en un porvenir no lejano, la humanidad deberá afrontar problemas cuya solución exigirá que una raza excelsa en grado superlativo, apoyada por las fuerzas de todo el planeta, asuma la dirección del mundo”.
El líder nazi sostenía que “el Estado nacional debe conceder a la raza el principal papel en la vida general de la nación y velar por que ella se conserve pura”, para lo cual abogaba por la regulación gubernativa del matrimonio a fin de que “no continúe siendo un azote perpetuo para la raza” y por la aplicación de los principios de la eugenesia en las sociedades santurronas “que toleran que cualquier corrompido o degenerado se reproduzca a sí mismo, gravando con el peso de indecibles padecimientos a sus contemporáneos y a su propia descendencia”.
Sobre estos mitos se levantó el Estado totalitario de los nazis, escoltado por las SS, la GESTAPO, los hornos crematorios y los campos de concentración
Aunque parezca contradictorio, la izquierda marxista favoreció inconscientemente el advenimiento del nazismo. La insurgencia fascista, en Alemania como en otros lugares, cobró impulso por el temor de las capas medias al <comunismo. Por entonces ya se decía que nada hay más parecido a un fascista que un liberal asustado. Todos los movimientos fascistas europeos —el italiano, el portugués, el alemán y el español— aprovecharon en su favor la reacción de las clases medias y de los sectores capitalistas contra la agitación marxista orquestada desde Moscú.
El papa Karol Jósef Wojtyla —Juan Pablo II— en su libro “Memoria e Identidad” (2005), después de señalar que hay dos “ideologías del mal”, que son el nazismo y el comunismo, escribió: “Dios concedió al hitlerismo doce años de existencia y, cumplido este plazo, el sistema sucumbió. Por lo visto, éste fue el límite que la Divina Providencia impuso a semejante locura”. Resulta muy difícil interpretar estas palabras. Su dios no debió dar ni cinco minutos de “plazo” a un criminal sanguinario como Hitler. El haberle dado doce años significó para la humanidad seis millones de judíos asesinados en los centros de exterminio y en los <campos de concentración, sometidos a lo que los nazis llamaban cínicamente “endlosung” —la “solución final”—, o sea la muerte, en la mayor operación de <genocidio que contempla la historia; y más de ochenta millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, causada por la locura moral del líder nazi y por su obsesión de dominio universal.
Sin embargo, muchos altos prelados de la Iglesia Católica, especialmente en Alemania y Austria, rindieron pública y escandalosa pleitesía al líder nazi durante su ejercicio del poder. Entre ellos estuvieron los cardenales alemanes Wendel, von Galen, Schulte, Faulhaber y Bertram, los arzobispos Jäger, Gröber y Kolb y los obispos Rarkowski, Werthmann, Berning, Buchberger, Ehrenfried, Kaller, Machens, Kumpfmüller, Wienkens, Preysing, Frings, Hudal, todos quienes se deshicieron en elogios al führer, ofrecieron misas por su larga vida, mandaron rezar por él y dispusieron repiques de campanas para celebrar sus éxitos. El cardenal Innitzer, el arzobispo Waitz y los obispos Hefter, Gföllner, Memelauer y Pawlikowski, miembros del episcopado austriaco, llegaron al extremo de firmar una proclama de adhesión a Hitler cuando éste anexó Austria al Tercer Reich y exhortaron a los fieles católicos a apoyar al régimen nazi.
En 1933 el cardenal Faulhaber de Munich dijo del papa Pío XI que era el mejor amigo de los nazis.
Fue verdaderamente vergonzosa la literatura que los prelados alemanes exhibieron en adulación a Hitler: “nuestro Führer, custodio y acrecentador del Reich”, decía el obispo castrense Rarkowski; “el Führer y el gobierno han hecho todo cuanto es compatible con la justicia, el derecho y el honor de nuestro pueblo”, proclamaba el obispo Buchberger de Regensburg; el obispo Berning de Osnabruck —a quien Goering designó miembro del Consejo de Estado de Prusia—, al enviar a Hitler un ejemplar de su libro “Iglesia Católica y etnia nacional alemana”, le decía que es “como signo de mi veneración”; el obispo Ehrenfried de Wirzburgo declaraba que “los soldados cumplen con su deber para con el Führer y la patria con el máximo espíritu de sacrificio, entregando por completo sus personas según mandan las Sagradas Escrituras”; en una carta pastoral el obispo Kaller de Ermland pedía a sus feligreses que, “con la ayuda de Dios, pondréis vuestro máximo empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el final con vuestro deber en defensa de nuestra querida patria”; en parecidos términos exhortaba el obispo Machens de Hildesheim: “cumplid con vuestro deber frente al Führer, el pueblo y la patria”; el obispo Kumpfmüller de Ausgsburg proclamaba que “el cristiano permanece fiel a la bandera que ha jurado obedecer pase lo que pase”; el obispo Hudal, al dedicar a Hitler su libro “Nacionalsocialismo e Iglesia”, llamaba al caudillo nazi “el Sigfrido de la esperanza y la grandeza alemanas”; el cardenal von Galen de Münster calificaba a la wehrmacht —que fue la invasión de las tropas nazis a Letonia, Lituania y parte de Estonia y el avance a sangre y fuego hacia Moscú— como “protectora y símbolo del honor y el derecho alemanes”; en plena guerra mundial el cardenal Schulte de Colonia se preguntaba en una carta pastoral: “¿No debemos acaso ayudar a todos nuestros valientes en el campo de batalla con nuestra fiel oración cotidiana?”; el arzobispo Kolb de Bamberg predicaba, con referencia a las fuerzas militares hitlerianas, que “cuando combaten ejércitos de soldados debe haber un ejército de sacerdotes que los secunden rezando en la retaguardia” y el obispo Frings, presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania, conminaba a los fieles a ofrendar hasta la última gota de sangre por el führer.
Con el paso del tiempo el nazismo encontró un defensor muy elocuente: el presidente Mahmud Ahmadinejad de Irán, quien a comienzos del siglo XXI negó reiteradamente la existencia del holocausto y, con ello, exculpó a Hitler del mayor de sus crímenes. Aquel oscuro fundamentalista islámico negó la ocurrencia del más execrable genocidio que conoce la historia, cometido por los nazis contra los judíos durante el Tercer Reich. Seis millones de judíos murieron en los campos de concentración —los konzentrationslager—, sometidos a lo que los nazis llamaban cínicamente “endlosung” —la “solución final”—, o sea la muerte.
Ahmadinejad —miembro de la “secta” de los negadores del holocausto nazi— expresó el 26 de octubre del 2005 ante una multitud de estudiantes, tras invocar el recuerdo del ayatolá Ruhollah Jomeini, que “Israel debe ser borrado del mapa” y que este “no es el único objetivo de Irán, sino simplemente el primero”. Lo cual provocó una serie de protestas en el mundo occidental, empezando con las Naciones Unidas y la Unión Europea y terminando con Fidel Castro, que en una entrevista concedida a la revista norteamericana "The Atlantic" a mediados de agosto del 2010 criticó con dureza a Ahmadinejad por su antisemitismo y por negar el holocausto. Y comentó: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos, diría que mucho más que los musulmanes”.