En las sociedades primitivas los hombres se hacían justicia por sí mismos. Nada había que limitase la ira del agraviado. Las represalias que se imponían eran ilimitadas y no guardaban proporción con el daño causado. Después hubo un progreso. Vino la llamada ley del talión con la célebre fórmula del ojo por ojo y diente por diente. Pese a lo bárbara que hoy nos parece, ella representó un gran avance en comparación con la venganza ilimitada anterior, porque estableció al menos una proporcionalidad entre el daño inferido y la represalia de la víctima. Fue, de alguna manera, una limitación en el ejercicio de la venganza.
Los orígenes de esta institución son antiquísimos. La expresión viene del latín lex talionis (de lex, que es “ley”, y talio, “igual”). Casi todos los pueblos antiguos la pusieron en vigencia. En el código babilónico de Hammurabi, compuesto 17 siglos antes de la era cristiana, que es la más remota compilación de leyes conocida, se encuentra ya la ley del talión.
En el Antiguo Testamento de la Biblia —capítulo XXI del Éxodo— se establece que el homicida “pagará alma por alma, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe”. En el Levítico (XXIV, 20) se manda que el ofensor “rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente ha de pagar: cual fuere el daño causado, tal será forzado a sufrir”. Y en el Deuteronomio (XIX, 21) se insiste en que no habrá piedad para el malhechor: “No te compadecerás de él; sino que le harás pagar vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”.
Los hebreos, los griegos, los romanos, los germanos y otros pueblos de la Antigüedad aplicaron diversas modalidades de la ley del talión. Sus normas autorizaron al ofendido o a sus parientes cercanos a perseguir al ofensor para reparar la ofensa recibida.
Pero más tarde la ley de talión cayó en desuso, principalmente porque se volvió inaplicable en muchos casos. Tissot se preguntaba: “¿cómo privar al ladrón de los bienes que no tiene? El tuerto que saca un ojo al hombre que tiene los dos, ¿será condenado a perder el que le queda?”
La obsolescencia de la ley se tornó evidente. La organización social la dejó atrás. Se crearon nuevos sistemas para impartir justicia. En lo sucesivo nadie pudo hacerla por sí mismo. Debió acudir al juez a que la haga. Y así se superó progresivamente una práctica que condujo la vindicta y la represalia a los peores extremos.
Sin embargo, en pleno siglo XXI, bajo el gobierno fundamentalista islámico de Irán presidido por Mahmud Ahmadinejad, el ciudadano iraní Majid Movahedi, quien en 1994 había arrojado ácido sulfúrico al rostro de Ameneh Bahrami —una mujer de 24 años a la que dejó ciega y desfigurada porque se negó a casarse con él—, fue condenado en marzo del 2009 por la Corte de Justicia de Irán a recibir cinco gotas del mismo ácido en cada uno de sus ojos, en aplicación de la ley del Talión consagrada en la legislación islámica de ese país.
En estricta aplicación de la ley del talión, el juez iraní Aziz Mohamadila condenó al ciudadano Hamid a finales de diciembre del 2010 a perder un ojo y una oreja por haber echado ácido sulfúrico en el rostro de un hombre, a consecuencia de lo cual éste perdió uno de sus ojos y una oreja.
En el ámbito político, por analogía, se habla de la ley del talión para significar el “ajuste de cuentas” entre los políticos o el ejercicio de la venganza o instrumentación de la represalia por un gobierno, un partido o una persona contra sus adversarios, en términos de devolver las ofensas recibidas “golpe por golpe”.