Esta es una palabra japonesa de origen religioso compuesta de dos voces: kami, que significa “dios”, “divinidad” o “espíritu”; y kaze, que significa “viento”. Kamikaze es “viento de dios” o “viento divino” y fue la palabra con que se designó a los tifones y vientos huracanados que, según dice la leyenda, destruyeron la flota naval de los mongoles en los mares del Japón en el año 1281 y frustraron providencialmente su invasión a tierras japonesas.
La expresión reflotó durante la Segunda Guerra Mundial para designar a los jóvenes aviadores nipones que al final de la campaña del Pacífico, ante la superioridad tecnológica y militar norteamericana, usaron sus aviones de combate —cazas y bombarderos dotados de bombas de 250 kilos, con los tanques llenos de combustible— como proyectiles contra los portaaviones, acorazados y demás objetivos navales norteamericanos.
Los kamikazes causaron numerosas bajas y cuantiosos daños en las fuerzas navales de Estados Unidos. Y no dejaron de producir un fuerte impacto psicológico en los marines del general Douglas MacArthur (1880-1964). Actuaron con especial ímpetu en la batalla de Okinawa, que fue la más sangrienta y emblemática de todas las que se libraron en el Pacífico sur. Los kamikazes hundieron 34 barcos estadounidenses, averiaron 368 y mataron cerca de cinco mil marinos norteamericanos. En la lucha por el dominio de la isla de Okinawa murió más gente que en el bombardeo atómico de Hiroshima: hubo más de 12 mil bajas y 38 mil heridos norteamericanos, 107.000 soldados y alrededor de 42 mil civiles japoneses muertos —o sea un tercio de la población de Okinawa— y 10.755 efectivos nipones capturados o rendidos.
En los combates de Okinawa los japoneses perdieron 7.830 aviones y 16 barcos de guerra. Las fuerzas norteamericanas desplegaron su ofensiva total. La isla de Okinawa —al igual que los riscos de Iwo Jima— fue tomada por los infantes de marina norteamericanos a bayoneta calada y en lucha cuerpo a cuerpo. Esto ocurrió en marzo de 1945. Fue la ofensiva final contra el Japón y el principio del fin del imperio japonés.
Los kamikazes eran pilotos voluntarios que ofrecían su vida por el imperio —personificado por el soberano Hiroito que era la encarnación de su dios en la Tierra— y, al grito fanático de “¡diez mil años de vida al Emperador!”, estrellaban sus aviones contra los barcos norteamericanos, convencidos de “conquistar la vida a través de la muerte”. Profesaban el mismo culto a la lealtad y el honor hasta morir que inspiró a los samurai, los célebres guerreros de la aristocracia militar japonesa al servicio del emperador y de los grupos nobiliarios del Japón, que surgieron a finales del siglo VIII y principios del IX.
El vicealmirante Takijiro Onishi —un táctico y líder militar japonés muy importante— fue el fundador del cuerpo especial de los kamikazes y quien condujo personalmente las acciones de los jóvenes pilotos suicidas en las batallas de Filipinas, Formosa y otras islas sudorientales, por cuyo dominio se luchó encarnizadamente. En cumplimiento de las órdenes de Onishi, en una reunión celebrada el 19 de octubre de 1944 en el aeropuerto de Magracut, cerca de Manila, el comandante Asaiki Tamai preguntó a un grupo de 23 jóvenes aviadores que estaban bajo su mando si quisieran formar parte de esta nueva unidad de ataque suicida. Todos levantaron sus brazos como señal de aceptación. Se formó así el primer grupo kamikaze, comandado por Yukio Seki, que se descompuso en cuatro unidades, bautizadas con los nombres de un clásico poema patriótico japonés: Shikishima, Yamato, Asahi y Yamazakura.
Onishi reclutaba, motivaba y arengaba a los pilotos suicidas. Les imbuía del bushido —viejo código de conducta de los guerreros japoneses que hundía sus raíces en el <budismo— para que despreciaran la muerte, especialmente la muerte sin gloria. Fue una táctica desesperada ante la abrumadora superioridad técnica y militar de Estados Unidos y las apabullantes derrotas navales sucesivas de las fuerzas japonesas. Generalmente eran varios los aviones atacantes para burlar la acción de los radares y los cañones de los buques. Las escuadrillas se lanzaban en picada apuntando el puente de mando de las naves. Después de enviar a más de cuatro mil jóvenes a la muerte violenta, cuando todo estaba perdido, el vicealmirante Onishi se hizo el harakiri.
Con estos antecedentes históricos, por extensión se dio el nombre de kamikazes —no sin disgusto de los japoneses que consideraron que se había degradado el término al aplicarlo a asesinos vulgares de personas inermes e inocentes— a los agentes suicidas del terrorismo moderno que, cargados de explosivos ocultos en su cintura o a bordo de coches-bomba, atacan objetivos civiles y se autoinmolan en la operación. Son, por lo general, militantes de las filas del fundamentalismo musulmán, que actúan en nombre de Alá, convencidos de que con su inmolación y la muerte de los “infieles” ganan la bienaventuranza eterna.
Los ataques suicidas en la era moderna se iniciaron durante el prolongado conflicto étnico de Sri Lanka que se desató en la década de los años 70 del siglo anterior, con el grupo subversivo Tamil Tigers, y se reprodujeron después en la guerra civil de Líbano en los años 80; en el atentado terrorista contra el aeropuerto de Roma en diciembre de 1985; en la voladura de un avión en vuelo de la PanAmerican sobre Lockerbie, Escocia, el 21 de diciembre de 1988; en los numerosos atentados suicidas a lo largo del conflicto entre israelíes y palestinos durante la última década del siglo XX y primera del XXI; en la atroz demolición de las torres gemelas de Nueva York y del Pentágono en Arlington el 11 de septiembre del 2001, con un saldo de 3.248 muertos; en el conflicto de Irak a raíz del desembarco y ocupación por las tropas norteamericanas e inglesas en el año 2003, en el curso de la segunda guerra del golfo Pérsico; y en muchos otros episodios protagonizados en diferentes lugares del mundo por dinamiteros suicidas, considerados héroes militares y mártires religiosos por la causa de Alá.
Estos modernos kamikazes han producido un cambio cualitativo en el terrorismo tradicional y le han dado una nueva dimensión, mucho más versátil y mortífera. El hecho de que el terrorista, en cumplimiento de una misión divina, no tenga interés en salvar su vida, da al terrorismo un radio de acción mucho más amplio. La trágica apoteosis de la nueva forma de terrorismo se dio en los atentados perpetrados por la banda terrorista al Qaeda contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y el Pentágono en Arlington el 11 de septiembre del 2001.
El S-11 produjo un desconcierto general. El mundo vio absorto por la televisión cómo se derrumbaban los dos gigantescos edificios en el sector financiero de Manhattan con miles de personas inocentes adentro. Se estremeció de horror e indignación. Y muchas cosas cambiaron a partir de ese momento. Surgió una nueva forma de agresión internacional por grupos no gubernamentales y bandas terroristas organizadas, que actúan por encima de las fronteras nacionales y que cuentan con la tecnología electrónica más sofisticada, cuyo objetivo principal es la población civil. Estas acciones sorpresivas, aleves y subrepticias plantean un problema inédito al Derecho Internacional porque entrañan actos apartados de las normas tradicionales de la <guerra.
Es cierto que estas operaciones suicidas son una táctica en las guerras asimétricas, en las cuales uno de los combatientes está en inferioridad de condiciones. Pero es cierto también que para los líderes de esta nueva modalidad terrorista, que envían al sacrificio a sus ciudadanos en nombre de Alá, el “costo-beneficio” de la operación les resulta muy ventajoso porque las víctimas civiles son las más fáciles de atacar y la operación no entraña riesgos para esos líderes, que actúan desde la sombra, sobre seguro, a control remoto, sin tener incluso que preocuparse de los planes de huida. El análisis del “costo-beneficio” hecho por Ayman al Zawahiri, uno de los líderes de al Qaeda, fue muy elocuente: “El método de la operación suicida es el más exitoso método para infligir daño a los enemigos con el menor costo para los mujahidin en términos de muertes”.
Sin embargo, el escritor y periodista hindú Fareed Zakaria afirma en su libro “The Post-American World” (2008) que los terroristas islámicos “son un repugnante manojo que quiere atacar a la población civil en todos los lugares, pero está cada vez más claro que esos militantes y dinamiteros suicidas representan una porción diminuta de los 1,3 billones de musulmanes en el mundo”. No obstante lo cual, añade, “ellos pueden hacer real daño, especialmente si ponen sus manos en armas nucleares, pero los esfuerzos combinados de los gobiernos del mundo han puesto a ellos y a su dinero en la senda de la huida y continúan rastreándolos”, por lo que “la jihad persiste, pero los jihadists han tenido que dispersarse, trabajar en pequeñas células locales y usar armas simples e indetectables”. Concluye que, después de los atentados de Nueva York y Washington del 11 de septiembre del 2001, “ellos no han sido capaces de golpear grandes y simbólicos blancos, especialmente los que envuelvan a los norteamericanos. De modo que ellos explosionan bombas en cafés, supermercados y estaciones de metro. Pero el problema es que, haciendo eso, matan a ciudadanos del lugar y se alienan el apoyo de los musulmanes ordinarios. Las encuestas de opinión demuestran que el respaldo a la violencia de cualquier clase se ha escurrido dramáticamentre durante los últimos cinco años en todos los países musulmanes.”
No obstante, los estudios demuestran que el terrorismo suicida ha aumentado. Según estadísticas norteamericanas, publicadas por "The Washington Post" el 18 de abril del 2008, durante el año anterior se registraron en el mundo 658 atentados suicidas, de los cuales 542 fueron en Irak y Afganistán. Estas cifras duplican las de los años anteriores. Los kamikazes fueron responsables de 21.350 muertes y alrededor de 50.000 personas heridas o lesionadas desde 1983.
En el 2009 noventa mujeres islámicas permanecían en las cárceles de Afganistán acusadas de intentar inmolarse con el objetivo de matar mucha gente contraria a sus convicciones político-religiosas, bajo la interpretación más fanática y fundamentalista del Corán. Los grupos terroristas, en el mundo islámico, adoctrinan preferentemente a las mujeres con este fin porque a ellas les es más fácil ocultar los explosivos o los combustibles bajo su ropa.
Dos monstruosos actos terroristas fueron consumados en las estaciones de Lubianka y de Park Kultury del tren subterráneo en el centro de Moscú el 29 de marzo del 2010 por obra de dos mujeres kamikazes vinculadas a grupos islámicos del Cáucaso, que hicieron explosionar las bombas que portaban ocultamente dentro de su ropa. Treinta y ocho personas murieron y sesenta y cuatro fueron heridas.
El 24 de enero del 2011 un joven kamikaze del Cáucaso norte hizo estallar siete kilos de TNT que llevaba consigo en la sala de espera, atestada de pasajeros, del aeropuerto internacional de Domodedovo en Moscú con el saldo de 36 muertos y 170 heridos. El atentado fue reivindicado por Doku Umarov, líder de la guerrilla islámica chechena, que pugnaba por que Rusia abandonase los territorios del Cáucaso norte. El chechén es un pueblo musulmán que fue conquistado por los zares a finales del siglo XIX después de una guerra que se prolongó por tres siglos. Con apenas 20.000 kilómetros cuadrados de extensión sobre las montañas del Cáucaso y un millón y medio de habitantes, Chechenia está formada por varias nacionalidades que nunca aceptaron de buen grado la dominación rusa.
El dibujante sueco Lars Vilks publicó en el diario "Nerikes Allehanda" en el 2007 unas caricaturas de Mahoma que enfurecieron al mundo islámico. Y desde ese momento ha sido perseguido a sol y sombra por sus fundamentalistas. Pesó sobre él la pena de muerte decretada por los sectores radicales del islamismo, con recompensa económica para quien la ejecute. Fue agredido en la Universidad de Uppsala mientras dictaba una conferencia. Su casa en Nynäshamnläge, en el sur de Suecia, fue incendiada. Y en la tarde del sábado 11 de diciembre del 2010 el kamikaze islámico iraquí Taimour al-Abdaly —de 29 años de edad, vinculado con al Qaeda, padre de dos hijos pequeños de 3 y 2 años, que estudió en una universidad inglesa— se inmoló en su intento fallido por producir una gigantesca matanza en el céntrico y concurrido sector comercial de Estocolmo. Su intención quedó frustrada porque no explosionó su coche-bomba ni estallaron todos los explosivos que llevaba en su mochila. Como resultado de esa ooperación murió solamente el kamikaze y dos peatones quedaron heridos. La motivación: las “blasfemas” caricaturas de Mahoma y la presencia de quinientos soldados suecos en Afganistán, según pudo saberse por el mensaje electrónico enviado por el terrorista momentos antes de su acción.
A mediados del 2011 surgió en los servicios de inteligencia de Estados Unidos el temor de que los kamikazes islámicos intentaran una nueva y perversa sofisticación terrorista: la implantación quirúrgica de explosivos dentro de su cuerpo para hacerlos estallar en un avión en vuelo. Para ello se someterían a una cirugía de injerto de cargas explosivas. Los indicios de esta operación, científicamente posible, han obligado a nuevos y sofisticados controles de seguridad en los aeropuertos del mundo.
El terrorista islámico saudí Ibrahim al-Asiri hizo varios experimentos de fabricación de este tipo de bombas explosivas para uso de la banda al Qaeda a finales de la primera década de este siglo, con el propósito de evadir los sistemas de escáner de los aeropuertos y edificios. El primer intento terrorista lo hizo por medio de su hermano, a quien envió una noche de agosto del 2009 a morir como kamikaze en el frustrado atentado en Yeda contra el príncipe Mohammed Bin Nayef, viceministro para asuntos de seguridad —y de operaciones antiterroristas— de Arabia Saudita. El kamikaze pidió ser recibido por el viceministro y logró pasar los controles de seguridad del palacio sin que se detectasen los explosivos en su cuerpo. Mientras conversaba con el viceministro, a dos metros de distancia, hizo estallar los explosivos mediante su teléfono móvil. El terrorista Abdala Hasan Tale al-Asiri de al Qaeda quedó destrozado. Partes de su cuerpo se impregnaron en las paredes. Pero su víctima sufrió heridas menores.