El presidente norteamericano George W. Bush invocó dos razones principales para realizar la invasión militar a Irak en la madrugada del 20 de marzo del 2003: la tenencia de armas químicas y bacterianas por Saddam Hussein, el dictador iraquí, y las relaciones de complicidad de éste con Ossama Bin Laden, jefe de la banda terrorista al Qaeda y responsable del atentado contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y del Pentágono en Washington el 11 de septiembre del 2001. Posteriormente agregó una tercera razón: que “Saddam Hussein trató recientemente de conseguir cantidades considerables de uranio en África” para elaborar armas nucleares.
Bush había formulado pública y reiteradamente estas afirmaciones para justificar su decisión. Pero pasaban los meses y los inspectores norteamericanos enviados a Irak no reportaban el encuentro de los arsenales secretos de Hussein. Empezaron entonces a surgir dudas sobre la veracidad de las palabras del presidente. Líderes políticos y prensa norteamericanos le pidieron explicación de lo ocurrido. El Presidente cayó en contradicciones. En un discurso en el puerto de Charleston en Carolina del Sur, el 5 de febrero del 2004, reconoció que “todavía no hemos encontrado el arsenal de armas que pensábamos había”, pero afirmó que, “sabiendo lo que sabía entonces y lo que sé hoy, Estados Unidos hizo lo que tenía que hacer”, o sea invadir Irak y derrocar a su dictador. En julio del 2003 George Tenet, en ese momento director de la Central Intelligence Agency (CIA), dijo durante un discurso en Washington que los informes de inteligencia no estaban “completamente acertados ni completamente equivocados” y aclaró que sus analistas “nunca dijeron que existiera una amenaza inminente”.
Y en cuanto a la afirmación incluida en el mensaje presidencial ante el Congreso federal sobre el estado de la Unión el 28 de enero del 2004, de que Hussein pretendía comprar uranio en África —afirmación que en realidad se fundó en las versiones de los servicios de inteligencia ingleses—, señaló Tenet que ella “no tenía el nivel de certidumbre que debería ser requerido para discursos presidenciales, y la CIA debería haberse asegurado que fuera eliminada”. Tenet aceptó su culpabilidad en las fallas de inteligencia, puesto que había conocido y aprobado previamente el mensaje presidencial, y renunció a su cargo. Se suicidó el científico británico David Kelly, experto del Ministerio de Defensa inglés que ayudó a la British Broadcasting Corporation (BBC) de Londres a destapar el escándalo de Irak. David Kay, jefe de la misión de inspectores de la CIA en Irak, al dimitir en enero del 2004, afirmó en abierta contradicción con la tesis del presidente Bush que, en su opinión, Irak no tenía armas de destrucción masiva antes de la invasión y que carecía de un programa a gran escala de producción de armas prohibidas en la década de los 90, después de su catastrófica derrota en la guerra del golfo en 1991. En enero del 2004 la asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice admitió que alguna información de inteligencia sobre Irak previa a la invasión tenía errores, aunque defendió la conducta del Presidente.
En un libro sobre el tema de la guerra de Irak presentado en marzo del 2004, el exjefe de los inspectores de la ONU, Hans Blix, quien había liderado la Comisión de Supervisión, Verificación e Inspección en Irak hasta el 2003, sostuvo que George W. Bush y Tony Blair probablemente sabían que estaban exagerando la amenaza que representaba Irak, pero que lo hacían “a fin de obtener un apoyo político que no habrían conseguido de otra manera”.
El escándalo de Irak empezó a tomar cuerpo.
Las críticas brotaron desde todos los ángulos. El senador demócrata Edward Kennedy acusó a Bush de haber abultado los peligros de Irak y expresó: “tenemos un gobierno que exagera falsamente casi todos los problemas hasta convertirlos en crisis”. La Comisión de Inteligencia del Senado censuró las fallas e imprecisiones de los informes de las agencias de inteligencia norteamericanas sobre la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en Irak, que finalmente no fueron encontradas, y su presidente criticó el “manejo extremadamente torpe” de la CIA sobre la información empleada antes de la invasión a Irak. Funcionarios estadounidenses e ingleses se retractaron de sus afirmaciones de que había armas químicas y biológicas en ese país.
Un informe del Senado de Estados Unidos que se hizo público en septiembre del 2006, contradiciendo las afirmaciones del presidente George W. Bush, sostuvo que Saddam Hussein no tenía vínculos con la organización terrorista al Qaeda, puesto que “consideraba a los extremistas islámicos como una amenaza contra su régimen”, y que Abu Musab al Zarqaui, líder de la banda en Irak, no fue un asilado de Hussein antes de la guerra.
Al comienzo el gobierno dirigió las culpabilidades hacia los servicios de inteligencia. Dio a entender que se trataba de un fracaso del espionaje en gran escala. Pero después las cosas cambiaron. Quedó claro progresivamente que Bush fue advertido antes de la guerra que no había armas de destrucción masiva en Irak. Tyler Drumheller, agente retirado de la CIA, declaró que oportunamente había dicho al Presidente que disponía de información confiable de que Hussein no poseía esa clase de armas. Sin embargo, dijo, los altos funcionarios de la Casa Blanca desestimaron su advertencia probablemente porque habían tomado la decisión política de acabar con el tirano de Bagdad.
En un acto que no tenía precedentes, un grupo de generales retirados de las fuerzas armadas norteamericanas, entre quienes se encontraban algunos que habían servido en Irak —Paul Eaton, Anthony Zinni, Gregory Newbold, John Batiste, John Riggs y Charles Swannack—, decidió ventilar públicamente los problemas del Pentágono y solicitó la renuncia de su cargo al secretario de defensa Donald Rumsfeld, a mediados de abril del 2006, bajo la acusación de haber desoído sus consejos dentro de la “atmósfera de arrogancia” en el manejo de la situación militar de ese país. El general Wesley Clark, veterano de Vietnam, quien dejó el uniforme para perseguir la candidatura presidencial demócrata a la presidencia de Estados Unidos en el 2004, se sumó a la petición de renuncia de Rumsfeld. Sin embargo, el presidente Bush renovó públicamente su confianza en el secretario de defensa, que le había acompañado durante todo ese escabroso proceso, y dijo que las críticas provenían sólo de siete de los nueve mil generales retirados.
Así comenzó a formarse un entramado de afirmaciones, desmentidos y contradicciones, en el marco de un enorme engaño gubernativo a la opinión pública estadounidense e internacional, al que los periodistas norteamericanos denominaron iraqgate.
Bush se vio entonces obligado a reconocer que tales armas no fueron encontradas, aunque no descartó la posibilidad de que existieran, y después de haber rechazado la insinuación de David Kay de una investigación independiente sobre las acciones cumplidas por las agencias de inteligencia norteamericanas, anunció el 2 de febrero del 2004, en una reunión del gabinete, que designará una comisión bipartidista para que examine las informaciones proporcionadas antes de la guerra por tales agencias, referentes a la posesión de armas de exterminio por parte de Irak, que no fueron halladas tras la invasión.
En abril del 2004, el Secretario de Estado Colin Powell admitió que se fundó en información de inteligencia, que ahora parece poco fidedigna, para su dramático discurso ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 5 de febrero de 2003 —antes de la invasión—, en el que dio información detallada sobre las armas de destrucción masiva que poseía Irak.
Bush, en un discurso pronunciado el 14 de diciembre del 2005 en el Woodrow Wilson Centre of International Scholars de Washington, reconoció su error de haber tomado decisiones con base en informaciones de inteligencia que resultaron erróneas y asumió su responsabilidad en ellas, pero al mismo tiempo reivindicó el acierto de haber derrocado a Hussein, que era una amenaza para la paz del mundo.
Un informe divulgado en Estados Unidos por el Center of Public Integrity en enero del 2008 reveló que el presidente Bush y ocho altos funcionarios de su gobierno hicieron 935 “declaraciones falsas”, a lo largo de dos años, para conseguir apoyo de la opinión pública nacional e internacional a la invasión contra Irak en marzo del 2003. 532 de esas declaraciones se refirieron a la posesión de armas de destrucción masiva por Saddam Hussein y a sus vínculos con Al Qaeda. El informe reprodujo las palabras de Bush en un mensaje radial: “El régimen iraquí posee armas biológicas y químicas (…) y podría lanzar un ataque biológico o químico en tan sólo 45 minutos luego de que sea dada la orden”.
“Esas declaraciones —afirmó la referida entidad— aumentaron dramáticamente en agosto del 2002, justo antes de la consideración en el Congreso de una resolución sobre la guerra”.
El malestar que existía en algunos sectores del pueblo norteamericano por la invasión a Irak se ahondó por la alta cifra de bajas que sufrieron las fuerzas armadas estadounidenses —3.990 soldados muertos en los primeros cinco años de operaciones e incontable número de heridos— a causa de la mortífera guerrilla urbana que desataron los grupos de la resistencia iraquí. Lo cual desmintió al vicepresidente Dick Cheney, quien había expresado antes de la invasión que los soldados norteamericanos serían “recibidos como libertadores” en Irak.
A esto se sumó el alto costo financiero de la operación. A pesar de que el entonces asesor económico de la Casa Blanca, Lawrence Lindsay, adelantó que la intervención en Irak costaría entre cien y doscientos millones de dólares y el director de presupuesto Mitch Daniels se apresuró a decir que aquel cálculo era “demasiado elevado”, en los tres primeros años el costo fue de dos billones de dólares (incluidas las operaciones previas en Afganistán), según cálculos hechos por el economista norteamericano Joseph Stiglitz, cifra que superaba a la de la guerra de Corea (584.000 millones, en dólares del 2005) y a la de Vietnam.
La invasión además despertó la latente odiosidad entre las dos principales sectas islámicas de Irak: la chiita y la sunita, que se enredaron en una virtual guerra civil con el saldo de centenares de miles de iraquíes civiles muertos, principalmente por acción de los kamikazes enemigos.
En enero del 2005 surgió un gran escándalo por la “esfumación” de alrededor de nueve mil millones de dólares del presupuesto de la reconstrucción de Irak manejado por la Autoridad Provisional de la coalición —presidida en ese momento por Paul Bremen— tras el derrocamiento de Saddam Hussein. Esta denuncia la presentó, en su informe del tercer trimestre del 2004 al Congreso, el Inspector General en Irak. La respuesta de Bremen fue que no se pueden aplicar estándares occidentales de gestión a un país caótico y en estado de guerra como Irak y que haber retrasado pagos al personal iraquí mientras se esperaban mejores procedimientos administrativos hubiera causado un feroz estallido social.
Dos años después se reactualizó el escándalo cuando David M. Walker, contralor general de la Oficina de Supervisión del Gobierno (GAO, en sus siglas inglesas), denunció ante una comisión de la Cámara de Representantes que el régimen había despilfarrado alrededor de diez mil millones de dólares en la reconstrucción de Irak y que uno de cada seis dólares cobrados por las empresas contratistas no estaba justificado o respondía a necesidades dudosas, con la circunstancia agravante de que una de las mayores contratistas en Irak era la corporación transnacional Halliburton, vinculada con el vicepresidente Richard Cheney, quien antes había sido su principal ejecutivo.
En las postrimerías de su gobierno, cuando le faltaban pocos días para entregar el poder a su sucesor Barack Obama, Bush reiteró públicamente durante una entrevista con el canal ABC de televisión que su mayor error fue invadir Irak a partir de un informe de inteligencia equivocado.
Pero el escándalo iraqgate hunde sus raíces en los años 80, cuando Irak era un fiel suministrador de petróleo para Estados Unidos, como Arabia Saudita y Kuwait, y cuando no obstantes las dudas que existían en torno a las relaciones de Saddam Hussein con grupos terroristas, la administración de Ronald Reagan excluyó a Irak en 1982 de la lista de los países que sustentaban el terrorismo internacional, con lo cual quedaron eliminadas las restricciones legales para que ese país —que atravesaba por serias dificultades económicas a causa del desvío de ingentes recursos hacia la fabricación de armas químicas y biológicas y el desarrollo de misiles balísticos— pudiese acudir a los créditos del Export-Import Bank (Eximbank) y obtuviese de las agencias del gobierno norteamericano financiamiento para la importación de alimentos. Corrían los tiempos en que Hussein era un “son of a bitch”, pero un “son of a bicht” amigo del gobierno norteamericano. Un documento militar secreto de abril de 1983 —desclasificado en agosto de 1991— reveló el propósito del gobierno de Reagan de permitir la compra por Irak de helicópteros militares a cambio de información de inteligencia. Durante la guerra Irak-Irán (1980-1988), Hussein fue apoyado diplomática, económica y logísticamente por el presidente Reagan y por la primera ministra británica Margaret Thatcher, quienes le suministraron armas a través de Egipto, Jordania y Kuwait, a pesar de que sabían perfectamente que Hussein fabricaba armas no convencionales con tecnología occidental y las utilizaba contra Irán. Incluso Reagan bloqueó en 1988 la iniciativa del Congreso de imponer sanciones económicas a Hussein por haber bombardeado con armas químicas a su propia población kurda en la ciudad de Halabja y en otros lugares el 25 de agosto de ese año.
Richard Schifter, miembro del Bureau of Human Rights and Humanitarian Affairs, criticó vehementemente al régimen norteamericano por su asistencia financiera y crediticia en favor de “uno de los gobiernos más brutales y represivos del mundo”. La administración de George Bush (padre), que siguió a la de Reagan, mantuvo la política de fortalecer las relaciones con el régimen de Irak, a pesar de su “abominable récord en el ámbito de los derechos humanos” —según rezaba un “paper” preparado para el nuevo Presidente—, y aunque la guerra contra Irán había terminado. Un memorándum del Departamento de Estado de noviembre de 1989 habló de la “evidencia” de que Irak estaba trabajando en el desarrollo de armas nucleares y que usaba a compañías como testaferros para adquirir materiales fisionables, no obstante lo cual las relaciones seguían normales. Cuando el 5 de diciembre de 1990 Irak lanzó un cohete capaz de llevar al espacio un satélite, las autoridades norteamericanas recién se preocuparon de controlar la exportación de tecnología a Irak, aunque continuaban los programas de crédito y de provisión de bienes agrícolas por medio del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.
El 25 de julio de 1990, en el consejo de ministros de la Organización de Países Exportadores de Petreóleo (OPEP) reunido en Ginebra, Irak acusó a Kuwait de violar sus cuotas de producción y de “robar el petróleo iraquí”, y ocho días después Hussein ordenó la invasión militar contra este país.
Recuerdo, como anécdota, que una semana antes de la invasión yo estaba de visita oficial en Washington como Presidente de Ecuador y que el domingo en la tarde, después de un juego de tenis en la Casa Blanca, el presidente Bush me dijo que “algo extraño” estaba ocurriendo en Irak, sin que me haya podido o querido precisar de qué se trataba. Después se supo que ese “algo extraño” eran nada menos que los actos preparativos de la invasión militar iraquí contra Kuwait, que desencadenó la guerra del golfo.
Inmediatamente el presidente Bush congeló todos los programas de cooperación con Irak. E Irak, consecuentemente, suspendió los pagos a Estados Unidos. El 28 de febrero de 1991 cesó el fuego después de la rendición de las fuerzas armadas iraquíes, que ofrecieron muy poca o ninguna resistencia a pesar de que Hussein, en una de sus típicas baladronadas, dijo que esa sería “la madre de todas las batallas” y prometió devolver a los soldados norteamericanos “en fundas de plástico”.
En ese febrero, pocos días antes de la rendición, estuve de visita de Estado en París y en mis largas conversaciones con el presidente François Mitterrand pude ver la otra cara de los acontecimientos.
En 1995, durante el gobierno de Bill Clinton, siguió la discusión en torno a la política norteamericana de los años 80 respecto de Irak. En enero de ese año el Presidente liberó de la reserva al Informe Hogan sobre el “affair” Irak, que afirmaba que no había evidencias del suministro de armas por parte de Estados Unidos a Bagdad. Pero investigaciones posteriores desmintieron el Informe Hogan y demostraron que durante la guerra Irak-Irán los gobiernos norteamericanos enviaron armamento a Hussein. Esto lo dijo en una declaración jurada el exmiembro del Consejo Nacional de Seguridad (NSC) Howard Teicher.
La parte focal del largo escándalo de iraqgate giraba en torno a cinco asuntos principales que involucraban a los gobiernos de Reagan, Bush (padre) y Bush (hijo): el mantenimiento de amistosas relaciones diplomáticas, políticas y militares con un régimen dictatorial y opresivo, que había cometido atroces acciones contra su propio pueblo; el silencio del gobierno norteamericano ante las violaciones de Hussein a las normas del Derecho Internacional en la guerra contra Irán; el empleo de los recursos de los contribuyentes fiscales norteamericanos en préstamos financieros a favor de un gobierno insolvente y corrupto; el engaño al pueblo estadounidense y a la opinión pública mundial respecto de la existencia de arsenales de armas prohibidas en Irak con el que se cohonestó la invasión de las tropas anglo-norteamericanas en marzo del 2003; y el bloqueo y dificultades interpuestos por altos funcionarios del gobierno de Bush (hijo) a las indagaciones ordenadas por el Congreso federal sobre actividades financieras y comerciales ilegales vinculadas a la cooperación con Irak.
Por esos días una junta auditora de la ONU, que investigó las inversiones en la reconstrucción de Irak, recomendó a los Estados Unidos la devolución a ese país de 208 millones de dólares facturados en exceso por la compañía norteamericana de construcciones Kellogg, Brown & Root (KBR), filial de la empresa petrolera y energética Halliburton Company a la que estaba vinculado el vicepresidente Richard B. Cheney, que se pagaron con fondos provenientes del petróleo iraquí. Este fue otro de los elementos combustibles del iraqgate. La Kellogg fue acusada de haber obtenido multimillonarios contratos en la reconstrucción de Irak por medio de tráfico de influencias en el más alto nivel. Entre ellos, el contrato de provisión de viviendas —housing accommodations— en Bagdad para cien mil soldados, el contrato de reparación de las instalaciones de la industria petrolera iraquí y el contrato de joint venture para desarrollar los campos hidrocarfuríferos situados en el sur de ese país. La Halliburton había sido investigada a comienzos de los años 90 del siglo anterior por “pagos ilegales” en la ejecución de un proyecto de gas licuado de petróleo en Nigeria, cuando Cheney era jefe ejecutivo —chief executive officer— de la compañía.
El asunto se complicó aun más para George W. Bush a raíz del paso del huracán Katrina sobre el estado de Louisiana y, particularmente, sobre la ciudad de Nueva Orleans, del 23 al 31 de agosto del 2005, pues indirectamente se incorporaron al iraqgate las catastróficas consecuencias naturales, humanas y económicas del huracán, que dejaron 1.163 personas muertas trágicamente, cerca de un millón de desplazadas y pérdidas económicas estimadas en doscientos billones de dólares.
Por aquellos días trascendió que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército norteamericano advirtió con anterioridad al gobierno que los muros de contención que protegían a Nueva Orleans del acoso de las aguas del mar estaban en malas condiciones y que era urgente repararlos para prevenir una tragedia. Se requerían once millones de dólares para afrontar la obra. Pero nada hizo el gobierno. Y, entonces, bajo la presión de las aguas los muros se cayeron y Nueva Oreans quedó sumergida. Incluso cuando el huracán de categoría 5 se aproximada a las costas de Louisiana, el gobierno fue negligente en organizar la evacuación de la ciudad. Se limitó a pedir a la población que la abandonara, cosa que pudo hacer la gente rica pero no la pobre. La opinión pública norteamericana inculpó entonces al Presidente de imprevisión e ineficacia. Le enrostró el hecho de que la cantidad que se requería para proteger a la ciudad era insignificante comparada con la que gastaba el gobierno en Irak cada semana. Era, exactamente, cien veces menos. Los ciudadanos tomaron conciencia de la trágica paradoja de un gobierno que era capaz de movilizar decenas de miles de soldados hacia Irak pero no de defender a su propia población amenazada de muerte por la vorágine. Maldijeron el liberalismo fundamentalista de Bush, inscrito en la filosofía individualista del “sálvese quien pueda”, con un Estado cruzado de brazos ante la adversidad.
El iraqgate se complicó aun más en octubre del 2005 con el escándalo —que la prensa norteamericana denominó <ciagate— en el que estuvieron envueltos Karl Rove, jefe adjunto del gabinete de Bush, e Irwing Lewis Libby, asesor principal del vicepresidente Dick Cheney, por haber revelado a periodistas amigos el nombre de Valerie Plame, una importante agente encubierta de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) —que dirigía una organización de control de armas de destrucción masiva—, cuya identidad salió a luz en un artículo del periodista conservador Robert Novak —muy ligado a la Casa Blanca—, publicado el 14 de julio del 2003 en “The Washington Post”.
Revelar la identidad de un agente de la CIA era un delito federal de acuerdo con una ley norteamericana de 1982, que protegía la identidad de sus agentes secretos.
El escándalo surgió cuando el informe incriminatorio presentado en octubre del 2005 por el fiscal federal Patrick Fitzgerald, que investigó el caso por más de dos años, implicó en el delito ante el gran jurado a Karl Rove —el “infant terrible” del presidente Bush— y a Irwing Lewis Libby, principal asesor del vicepresidente Dick Cheney. El propio presidente Bush fue investigado e interrogado por el fiscal en la Casa Blanca en presencia de sus abogados.
Formó parte de la trama del escándalo el exdiplomático norteamericano Joseph Wilson —marido de la agente encubierta cuyo nombre se había revelado—, quien al volver de una misión secreta en África para establecer si Saddam Hussein había comprado uranio a Níger, acusó al gobierno de Bush de haber revelado la identidad de su mujer como represalia por su informe negativo sobre las supuestas compras de material nuclear por parte de Irak.
Mientras todo esto ocurría, Saddam Hussein, que gobernó Irak con mano de hierro por un cuarto de siglo, fue enjuiciado penalmente y condenado por un tribunal iraquí a morir en la horca, como delincuente común, bajo la acusación —entre otros muchos crímenes— del asesinato de 148 chiitas perpetrado por orden suya durante su gobierno. La condena se cumplió en la madrugada del 30 de diciembre del 2006 en un patíbulo levantado en uno de los antiguos centros de tortura de su gobierno en Kadhamiya, al norte de Bagdad. Poco tiempo antes de que se le pusiera la soga al cuello, con un libro del Corán entre sus manos atadas, el reo recitó la profesión de fe de los musulmanes: “No hay otro dios que Alá y Mahoma es su profeta”. El acto fue transmitido por la televisión iraquí.