Es, en la acepción política de la palabra, la doble operación de conducir personas y administrar los bienes y recursos del Estado. Esta es la significación de la palabra también desde la perspectiva de la antropología política. M. G. Smith sostiene que la acción de gobernar tiene dos fases: política la una, que él llama “decisional” porque consiste en la toma de determinaciones, y administrativa la otra, porque está dirigida hacia la realización de políticas y programas de acción. Por tanto, gobernar es, desde las posiciones de mando político, no solamente manejar los negocios estatales y proveer a los servicios públicos sino también conducir, motivar, alentar, estimular a la sociedad y coordinar y dar coherencia a los esfuerzos dispersos e inconexos de sus miembros para apuntarlos hacia la consecución de las metas nacionales.
Recuerdo que cuando ejercí la Presidencia de Ecuador (1988-1992) fue este uno de los temas recurrentes de mis discusiones con los personeros de ciertos organismos internacionales de crédito —el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID)— a quienes traté de persuadir de que gobernar un Estado es bastante más que administrar sus bienes y recursos, por lo que el éxito de la operación gubernativa no puede medirse sólo en términos de “balances”, “dividendos” y “eficiencia gerencial”, como en las compañías anónimas, sino en índices de bienestar social, de paz, de <desarrollo humano y de coherencia espiritual que alcanza una colectividad. La conducción de un pueblo, la guía de sus pasos, la motivación de sus voluntades, la estimulación de su trabajo, la inculcación de optimismo y esperanza, la prédica de la paz, el fomento de la confianza en sus propias posibilidades y la solidaridad social son también elementos muy importantes de la tarea de gobernar. Elementos intangibles. Creo que acertó el presidente Richard Nixon cuando, al impugnar la creencia bien extendida en los Estados Unidos de que lo que ese país necesita es un gran hombre de negocios para conducirlo, dijo que gobernar es mucho más que administrar y que si un gobernante quiere administrar algo contrata un administrador para que lo haga porque la tarea del gobernante no es ver el hoy y el mañana sino el pasado mañana. Y, citando el pensamiento del profesor norteamericano Warren G. Bennis (1925-2014) de la Universidad de California del Sur, afirmó que el objetivo del gobernante no es hacer las cosas de la forma adecuada sino hacer las cosas adecuadas.
Aludiendo al liderazgo moral que debe ejercer el gobernante sobre su pueblo, el presidente Franklin D. Roosevelt (1882-1945) ya había dicho antes que “the Presidency is not merely an administrative office. It is pre-eminently a place of moral leadership”.
Reducir la gobernación de los Estados a los parámetros de la administración de una compañía anónima es un error, que suelen cometer con frecuencia los políticos y economistas retrógrados o de poca visión.
Del gobernante se espera no solamente una eficiente administración de los bienes y recursos públicos sino también el ejercicio de un liderazgo moral fundado sobre un conjunto de virtudes públicas y privadas: energía, inteligencia, bondad, honestidad, serenidad, entereza, solidaridad y valor para hacer frente a las contingencias públicas. Situado por encima de las pasiones de los hombres y los partidos, el presidente debe mantener el equilibrio social. Su primera obligación es el interés público. Sus decisiones han de buscar el acierto antes que los aplausos. El espíritu de sacrificio y abnegación debe conjugarse con su fe en las virtudes de su pueblo.
El presidente está llamado a ser el dechado de honradez que ha de guiar a la sociedad. Allí está su credencial ética para conducirla. Gobernar es hacerse creer, tener crédito, suscitar confianza. El poder descansa sobre un sistema de creencias. Todo se derrumba si estos títulos desaparecen del entorno del gobernante. Quiero decir con esto que él, más que un titular de competencias y poderes, es un símbolo nacional, un modelo de conducta, un ser del que se esperan las decisiones adecuadas, y a veces heroicas, en los momentos cruciales.
Su liderazgo debe ser democrático, es decir, debe sustentarse en la voluntad popular. Debe basarse en la auctoritas antes que en la potestas. Tiene la primera quien puede condicionar la acción de los demás en virtud de su ascendiente moral. Tiene la segunda aquel que, independientemente del asentimiento de los sometidos, es capaz de determinar la acción de ellos a través de una orden y, si es preciso, de la aplicación de medios coactivos. La auctoritas es un atributo intrínseco, espontáneo, reconocido y por tanto dependiente de cualidades personales que no pueden reducirse al esquema racional de una competencia jurídicamente reglada. En cambio, la potestas es impuesta. Se debe a factores exógenos, llámense ley, fuerza pública o tribunales.
Gobernar es implantar la obediencia y la disciplina social sin el empleo de la fuerza, suscitar el respeto a los presupuestos básicos de la convivencia, inducir a la gente a trabajar y a producir, despertar la solidaridad de las personas para con las demás y, eventual y paradójicamente, saber aprovechar el egoísmo individual —es decir, el supremo interés que cada persona pone en lo suyo— en beneficio y en provecho del grupo. Sólo en última instancia es acudir a los mecanismos de fuerza del Estado para lograr obediencia.
Naturalmente que esta tarea varía de acuerdo con las diferentes <formas de gobierno. No es lo mismo gobernar en el marco del <absolutismo monárquico que en cualquiera de las formas republicanas, o en un >gobierno de facto que en un gobierno de Derecho.
En los gobiernos de facto, en que la suprema ley es la voluntad del dictador, hay un enorme campo para el decisionismo autoritario. Gobernar, bajo este sistema, es mandar sin limitaciones jurídicas. En cambio, gobernar dentro del Estado de Derecho, es someterse a las normas legales que establecen las atribuciones de la autoridad y las prerrogativas de los ciudadanos. En esta forma de organización social, en que el Estado queda totalmente sometido al Derecho, los órganos de gobierno, en cualquiera de sus ramas, no pueden hacer algo para lo que no hayan sido previa y expresamente autorizados por una ley, mientras que a los gobernados les está permitido hacer todo lo que no esté sometido a prohibición legal. Esto significa que la acción de gobernar, vista desde la perspectiva de los gobernantes, requiere en cada caso una autorización explícita de la ley. Carece de validez jurídica todo acto de gobierno no contemplado en la norma jurídica. Se denomina “competencia” precisamente al cúmulo de facultades jurídicamente regladas que tienen los gobernantes. Este es el límite de su poder. Mientras tanto, el radio de acción de los gobernados es mucho más amplio porque ellos pueden hacer todo lo que la ley no lo impide. En la dinámica democrática, por consiguiente, la esfera de acción del gobierno va hasta donde lo señalan las leyes y a partir de ese punto comienza la libertad de los gobernados.
En el lenguaje común, cuando se habla de “gobierno” se suele referir a la función ejecutiva del Estado que, por desempeñar tareas más concretas y visibles, es considerada por antonomasia como “el gobierno”. Sin embargo, en estricto sentido, gobernar es dirigir al Estado desde los tres poderes en que se divide la autoridad pública en los regímenes republicanos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Esto quiere decir que los legisladores al hacer leyes, los miembros del ejecutivo al aplicarlas en la administración del Estado y los jueces y tribunales al impartir justicia hacen tareas de gobierno. El gobierno del Estado es uno solo aunque por razones operativas y deonotológicas se lo haya separado en varias ramas, de acuerdo con el clásico esquema de la <división de poderes o con cualquier otro esquema similar.