Originario de Peania (Ática), Demóstenes (384-322 a. C.) fue considerado uno de los grandes oradores de la Antigüedad. Hombre de pequeña estatura y físicamente débil, fue uno de los paladines de la libertad del pueblo ateniense y pronunció inflamados discursos contra la tiranía, la corrupción, el engaño y la malversación de fondos públicos; pero su consagración como orador se produjo durante los largos años de la guerra de Macedonia contra Atenas, en que pronunció encendidos discursos para combatir al agresor, levantar el fervor patriótico de su pueblo y organizar la resistencia de los atenienses contra sus invasores.
Tales discursos —atildados y llenos de elegancia retórica pero duramente combativos— se denominaron filípicas porque estuvieron dirigidos contra Filipo II, rey de Macedonia. Se consideraron obras maestras de la elocuencia. En una de ellas Demóstenes arengaba: “¿Cómo no despreciáis a ese Filipo? El no es griego; nada tiene de tal, y ni aun entre los bárbaros procede de sangre ilustre: es un vil macedonio, procedente de una tierra de donde jamás nos ha venido un esclavo que valiese algo”.
Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), el mayor de los oradores romanos, a quien el historiador italiano César Cantú (1804-1895) llamó el rey de la tribuna, dio el nombre de filípicas a sus célebres catorce discursos pronunciados en el senado contra Marco Antonio, por la semejanza que les atribuyó con las piezas oratorias del griego Demóstenes.
Siglos más tarde, ya en la modernidad, se conocen también como filípicas las cinco obras de Lagrange-Chancel contra el regente de Francia duque de Orleans, en las que se le acusa de todos los delitos imaginables.
Con estos antecedentes históricos, se llama filípica en el ámbito político a un discurso de elevado nivel retórico, vibrante, enérgico y a veces plagado de dicterios.