El avance científico y tecnológico —que ha sido capaz de emprender en la conquista del espacio sideral—, al abrir nuevos horizontes a la acción de los Estados, ha suscitado preocupaciones inéditas sobre la cuestión territorial y sobre su proyección hacia las profundidades cósmicas. Los juristas han pensado incluso en la conveniencia de que una nueva rama del Derecho —el Derecho del Espacio— reglamente el uso del ámbito interplanetario.
Desde principios de siglo, como respuesta al vuelo de los dirigibles zeppelin en 1901 y al invento de la máquina voladora de los hermanos Wright en 1903, los científicos formularon diversas teorías sobre la naturaleza y límites del espacio aéreo y del interplanetario y los juristas intentaron someterlos a un régimen jurídico de validez general.
Surgió la noción tridimensional del territorio estatal, que superó su visión simplemente plana, y descubrió que sobre la costra terrestre y bajo de ella había espacios hacia los cuales debía extenderse la soberanía en su sentido vertical.
Pronto la cuestión clave fue la de los límites superiores del espacio aéreo, que son, al mismo tiempo, los límites inferiores del espacio exterior, cósmico, sideral, ultraterrestre o interplanetario.
¿Hasta dónde llega el territorio de los Estados en su dimensión vertical y desde dónde comienza el espacio cósmico? ¿Cuál es el régimen jurídico que debe gobernar las acciones humanas en esos espacios que tan rápidamente había abierto la ciencia al dominio del hombre? ¿Cuál es la naturaleza jurídica del ámbito sideral? Estas y muchas otras cuestiones se plantearon como consecuencia de la carrera por la conquista del espacio profundo que se inició con el lanzamiento por la Unión Soviética de su primer sputnik en 1957, seguido por los numerosos artefactos cósmicos colocados en órbita espacial por Estados Unidos.
No hay un precepto normativo que defina el espacio ultraterrestre ni que determine los linderos que lo separan del espacio aéreo de los Estados. Esa linderación bien podría hacerse en función de la geografía —una determinada altitud— o de la naturaleza de las actividades espaciales. Se han propuesto varias referencias para realizar la delimitación: la presencia de aire, el punto hasta donde llega la atracción gravitatoria de la Tierra, la órbita más baja de los satélites colocados en órbita —de modo que ninguno de ellos quede sometido a una soberanía estatal—, el punto de desaparición del sostén aerodinámico o el lugar del inicio de la velocidad de escape de la Tierra.
Numerosas formulaciones se han hecho al respecto. Todas ellas, por supuesto, inspiradas en una concepción científica agudamente geocéntrica del espacio ultraterrestre. Los linderos superiores del territorio aéreo de los Estados, que son los inferiores del espacio interplanetario, fueron señalados de diversa manera por los autores porque partieron de criterios distintos. Propusieron que el espacio ultraterrestre debe comenzar allí donde se pierde el poder de la vista humana, o a partir de la altura máxima a donde llega la bala de cañón, o donde el Estado pierde el control efectivo sobre su territorio atmosférico o desde la altura donde una aeronave ya no pueda sustentarse en las reacciones del aire, o en la línea en que termina la fuerza de atracción terrestre. Se intentó también fijar distancias en millas. Pero ninguna de esas tesis prosperó, ya porque careció de la perspectiva histórica para prever el desenvolvimiento de la ciencia astronáutica, ya porque obedeció a los intereses de los países que manejan la tecnología moderna. Lo cierto es que no ha sido posible hasta hoy lograr el consenso sobre el límite que separa el espacio aéreo, sometido al régimen soberano del respectivo Estado, del espacio interplanetario, sujeto al régimen res communis omnium.
En la primera mitad del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre aeronavegación para intentar regular y delimitar el espacio aéreo de los Estados: la de París y la de Verona en 1910, la de los aliados en París en 1919, la conferencia iberoamericana de Madrid en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la panamericana de Montevideo en 1933, la de Chicago en 1944 y la del Derecho del Espacio en 1967 en las Naciones Unidas. Todas estas conferencias aportaron elementos importantes para la integración del Derecho Aéreo y del Derecho del Espacio pero no llegaron a definir con precisión las dimensiones y los límites entre la zona territorial de los Estados y la zona exterior, sometida al régimen del res communis omnium. El signo del desacuerdo ha acompañado, en estos puntos y desde entonces, a todas las conferencias internacionales, mientras la indefinición, que parece ser buscada de propósito, favorece por supuesto a las potencias aéreas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio.
Lo que en la práctica ha ocurrido es que, a falta de una delimitación jurídica de validez general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de sus avances científicos y tecnológicos, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluidos la >órbita geoestacionaria, que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre, y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines pacíficos.
Pero si bien no se ha llegado todavía a conclusiones definitivas sobre este punto, han podido señalarse consensualmente al menos dos principios importantes para el ulterior desarrollo de la normativa jurídica sobre el espacio sideral: el uno es que debe implantarse la libertad de exploración y utilización pacíficas del espacio exterior, en igualdad de condiciones, para todos los Estados del mundo; y el otro es que la Carta de las Naciones Unidas puede servir de marco referencial para la formulación de un régimen jurídico que regule las nuevas relaciones humanas que se generen en el espacio exterior, incluidas aquellas de orden militar, estratégico y económico que surjan de la exploración de la Tierra desde el espacio exterior.
En este esfuerzo han participado también entidades privadas, como la Duodécima Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en Bogotá en 1961, que aprobó la Carta Magna del Espacio, cuyos principios fundamentales establecieron, aunque sin poder vinculante, que el espacio habrá de dividirse en espacio aéreo y espacio interplanetario, que el primero será considerado como parte del territorio del Estado que bajo él se encuentra, que el espacio interplanetario deberá considerarse como “res communis” y no como “terra nullius” (o sea que no podrá ser susceptible de apropiación a título de descubrimiento, de ocupación ni a otro título), que el espacio interplanetario se usará exclusivamente con fines pacíficos, que el derecho de explorarlo corresponde a todos los Estados en beneficio de la humanidad, que el desembarque y la ocupación en otro planeta no darán a Estado alguno el derecho de propiedad o de control sobre él y, finalmente, que se proscribirá la guerra en el espacio interplanetario.
La preocupación de la comunidad internacional respecto del posible uso del espacio sideral con fines no pacíficos se reflejó frecuentemente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que aprobó una serie de resoluciones desde 1958, en que creó el comité ad-hoc sobre utilización pacífica del espacio ultraterrestre, hasta la adopción el 19 de diciembre de 1966 del Tratado del Espacio, abierto a la firma de los Estados miembros el 27 de enero de 1967, que entró en vigencia el 10 de octubre del mismo año y en el que se consignan, entre otros, los siguientes principios:
“Art. I. La exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, e incumben a toda la humanidad.
Art. II. El espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera.
Art. IV. Los Estados Partes en el Tratado se comprometen a no colocar en órbita alrededor de la Tierra ningún objeto portador de armas nucleares ni de ningún otro tipo de armas de destrucción en masa, a no emplazar tales armas en los cuerpos celestes y a no colocar tales armas en el espacio ultraterrestre en ninguna otra forma.
La Luna y los demás cuerpos celestes se utilizarán exclusivamente con fines pacíficos por todos los Estados Partes en el Tratado.
Art. V. Los Estados Partes en el Tratado considerarán a todos los astronautas como enviados de la humanidad en el espacio ultraterrestre y les prestarán toda ayuda posible en caso de accidente, peligro o aterrizaje forzoso en el territorio de otro Estado Parte o en altamar.
Art. VIII. El Estado Parte en el Tratado, en cuyo registro figura el objeto lanzado al espacio ultraterrestre, retendrá su jurisdicción y control sobre tal objeto, así como sobre todo el personal que vaya en él mientras se encuentre en el espacio ultraterrestre o en un cuerpo celeste”.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, a los diez años y medio de aquel 21 de julio de 1969 en que un hombre llamado Neil Armstrong fue el primer terrícola en pisar la Luna, aprobó un Acuerdo que aspiraba a regir las actividades de los Estados sobre los cuerpos celestes, a los que considera patrimonio común de la humanidad, según la nueva nomenclatura creada por la Organización Mundial, y a desarrollar los principios sentados por el mencionado tratado general sobre el espacio ultraterrestre.
De que la Luna y los otros cuerpos celestes sean patrimonio de la humanidad se desprenden varios principios:
a) que la exploración y utilización de ellos deben hacerse en interés de todos los países,
b) que ningún Estado o grupo de Estados puede reclamar soberanía sobre ellos,
c) que se abre para todos la libertad de investigación científica,
d) que debe imponerse una absoluta desmilitarización sobre la Luna y demás cuerpos celestes, y
e) que la explotación de sus recursos naturales debe hacerse con arreglo a un régimen internacional.
Como es previsible, la actividad humana en el cosmos está llamada a suscitar problemas nuevos que deberán ser sometidos a la ley internacional, con relación no solamente a la exploración del espacio exterior sino también a la cooperación internacional en los programas de investigación, a la responsabilidad por los daños ocasionados por artefactos lanzados al espacio, la asignación de frecuencias de radio, la no interferencia entre vehículos espaciales, el derecho de aterrizaje y devolución de ellos y muchos otros problemas que se producirán por la actividad ultraterrestre de los Estados y de los hombres.
Estos problemas deberán ser resueltos por el <Derecho del Espacio, como rama especializada del Derecho Internacional.