Llamada también economía capitalista o economía de libre empresa, es el sistema económico que, en mayor o menor medida, se rige por las llamadas leyes del mercado, cuya operación reguladora sobre la actividad económica se supone automática. Este sistema es propio del <capitalismo liberal y neoliberal. En él los recursos se asignan no por la planificación estatal sino por el libre funcionamiento de las fuerzas del mercado. La oferta y la demanda guían el proceso económico sin ser interferidas por regulaciones gubernamentales u otras intervenciones. El sistema se basa en la propiedad privada del capital y de los instrumentos de producción y en la libre decisión de los agentes económicos privados acerca del uso que han de dar a esos bienes.
En la economía de mercado el señalamiento de los fines económicos y la orientación del proceso productivo —qué bienes han de producirse y en qué cantidades— competen enteramente a la iniciativa privada. Es ella la que organiza la producción, determina con qué técnicas se ha de trabajar, en qué lugares se producirán los bienes y para quién se deben producir. El principio del beneficio, es decir, del afán de lucro individual, y el de la “soberanía” del consumidor son los que rigen el proceso económico. El consumidor “soberano”, que solicita en el mercado los bienes que desea y que está dispuesto a pagar por ellos, emite una “orden” a los productores acerca de los bienes que han de producir y la cantidad de ellos. Y se supone que el productor que quiera vender sus mercancías tiene que acatar los deseos de los consumidores.
El otro principio rector de este sistema económico es el del máximo beneficio para para el productor y el comercializador de los bienes que se expenden en el mercado. Se considera que este es el motor de la economía. El deseo de maximizar los beneficios conduce a los agentes económicos a dejarse guiar por las necesidades de los consumidores explicitadas en la cantidad de dinero —los precios— que están dispuestos a pagar por las distintas mercancías. Esta es la lógica del sistema. Mientras más apetencia tiene el consumidor de un determinado bien más alto es el precio que está dispuesto a pagar por él. En la economía de mercado, como afirmó Adam Smith, las necesidades de los consumidores no son satisfechas por el “altruismo” de los productores sino por su propio interés egoísta. A eso se refería el economista inglés cuando hablaba de que una “mano invisible” guiaba a cada oferente de bienes y servicios a satisfacer las necesidades de los consumidores.
En este sistema los precios orientan también la técnica productiva que ha de emplearse para obtener el mayor beneficio en la elaboración de los productos finales. Los datos que el mercado genera guían al productor. En consecuencia, los factores de la producción se dirigirán, entre las diversas industrias posibles, a aquellas cuyos productos tengan mejor acogida en el mercado y, en la competencia entre los varios fabricantes, tendrá ventaja el que utilice los procedimientos más eficaces y de menor coste de producción.
La distribución del ingreso, fruto del proceso de la producción, se hace entre los miembros de la sociedad en función del derecho de propiedad privada de los medios productivos y de la retribución que el mercado reconoce a cada uno de los factores de la producción —capital, trabajo y tecnología—, de modo que la renta de cada persona y grupo familiar dependerá de tales elementos.
En este sistema económico los >precios son la >variable fundamental sobre la que los actores económicos toman sus decisiones. Los precios transmiten información sobre las necesidades o apetencias de los consumidores, orientan las técnicas de producción que deben utilizarse y encauzan los factores productivos hacia los sectores más rentables.
Sin embargo, esto no es ni tan simple ni tan “automático” como lo ven los partidarios de la escuela clásica. En la práctica hay varios factores que alteran el sistema y lo llevan por otros caminos. No es tan cierto que el mercado sea capaz de dirigir la economía ni que los consumidores “ordenen” a los productores lo que deben producir. En la >sociedad de consumo, que el sistema de economía de mercado ha engendrado, no siempre es el mercado el que determina la calidad y la cantidad de la producción, sino a la inversa, el productor es quien “dispone”, bajo el influjo de la publicidad, lo que se ha de consumir.
De este modo, el productor termina por manipular el mercado y someterlo a sus conveniencias. Utiliza la publicidad para crear nuevas necesidades o nuevas maneras de satisfacer viejas necesidades. Se vale de ese formidable poder de envejecimiento prematuro que tiene la moda. Condiciona al consumidor, lo cautiva, lo lanza a comprar lo que no necesita y, al final, no son las demandas de éste las que determinan la producción sino que son los imperativos del productor los que determinan el consumo.
De otro lado, las fuerzas del mercado son absolutamente indolentes ante las cuestiones de orden social. No forman parte de sus preocupaciones la justicia económica, ni la equidad en la distribución del ingreso, ni la protección del medio ambiente, ni la defensa de los recursos naturales, ni los derechos humanos, ni la cultura, ni la educación, ni la salud, ni la seguridad social, ni el desarrollo humano. Sus determinaciones son puramente economicistas. Las necesidades sociales no se expresan tampoco en el mercado: cultura, educación, salud, vivienda, medio ambiente, desarrollo sustentable. Por eso el mercado no resulta eficiente, desde el punto de vista social, como sustituto de la planificación económica ni como medio de asignación de recursos.
La economía de mercado, por lo demás, responde únicamente a señales de muy corto plazo. De ahí que sus indicaciones pueden resultar engañosas para afrontar las necesidades de largo plazo.
En los países subdesarrollados, además, hay amplios sectores sociales que viven al margen del mercado o que participan en él muy tangencialmente. Los miembros de la gran comunidad pobre no están en el mercado como productores y apenas se hacen presentes como míseros consumidores. En los países del mundo subdesarrollado la mayor parte de la tierra urbana y rural no está legalizada. El 60% de los poseedores urbanos y el 90% de los campesinos no tienen títulos de propiedad ni registro. Esto coloca a esos amplios sectores fuera de la economía de mercado puesto que no pueden vender sus tierras, ni hipotecarlas, ni obtener crédito, ni formar compañías. Simplemente están al margen de la economía convencional.
Por eso este sistema no es el más adecuado para dirigir la economía, especialmente en los países de mercado insuficiente en los que ni siquiera funciona la libre competencia. Se torna inexcusable, por tanto, que la autoridad pública corrija las deformaciones del mercado causadas principalmente por las prácticas monopolistas y oligopólicas.
Hay que llegar a una conciliación entre el Estado y el mercado. Debe establecerse una economía con mercado y no una economía de mercado si se desea alejar los rigores de la injusticia y del desempleo y evitar el aumento de las tensiones sociales.
Los partidarios de la economía de mercado suelen sostener que ella es parte inseparable del sistema democrático. Equiparan la libertad de empresa con las libertades políticas tradicionales. Consideran que tan importante como la libertad de pensamiento o de expresión es la libertad de emprender en los negocios. Aquí hay un desenfoque total. Yo encuentro, en cambio, una cierta contradicción entre la democracia, aun en términos formales, que descansa sobre la generosa ficción de que todas las personas son iguales y valen lo mismo, y la economía de mercado que valora a los seres humanos en función de su capacidad de compra. De modo que, contrariamente a lo que piensan los propugnadores de esta idea, hay una inocultable antinomia entre la democracia y este sistema económico.
Pero lo cierto es que él se ha impuesto en el mundo contemporáneo a partir del colapso de la Unión Soviética y su bloque de países y de la emergencia de un orden internacional unipolar liderado por la potencia triunfadora de la >guerra fría. Como bien anota el profesor John Williamson del Institute of International Economics de Washington, en esta contienda “la economía de mercado ganó la guerra, tanto desde el punto de vista económico como político”.