Es el combate con armas entre dos personas a consecuencia de un reto o desafío, que se rige por un código de honor. Es un combate privado y voluntario sometido a reglas, pactos y condiciones previamente aceptados por los duelistas. La palabra duelo proviene del latín duellum, que significa “combate” o “guerra” entre dos. Se distingue de la riña en que, a diferencia de ésta, no es el resultado de un impulso ciego y violento sino de un acuerdo frío y deliberado en el que se establecen el lugar y las condiciones del lance de honor.
Don Joaquín Escriche (1784-1847), en su “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia” (1851), define al duelo como “un combate regular entre dos personas, con peligro de muerte, mutilación o herida, en presencia de testigos o sin ellos, precediendo reto o desafío hecho por palabras, por escrito o por gestos, y aplazando tiempo y lugar para tenerlo”. Dice que los romanos lo llamaban quasi duorum bellum, que quiere decir “pelea entre dos”, y los griegos monomachia, que significa también “riña de uno con otro”. El duelo, según Escriche, se divide en: decretorio, si los duelistas toman las armas con la condición de no abandonar el combate hasta que muera uno de ellos; propugnatorio, cuando concurren solamente con el propósito de lavar su honor y no con ánimo de matar a su adversario; y satisfactorio, si el ofendido está dispuesto a desistir del desafío a cambio del rendimiento de una satisfacción por su adversario.
Entre los hidalgos y caballeros de pasadas épocas existía la práctica de <arrojar el guante como señal de desafío a duelo y la de “recoger el guante” como aceptación del reto. Esta era una ceremonia usual en el mundo caballeresco de aquellos tiempos. El retador arrojaba su guante para plantear el desafío, generalmente por razones de honor, y el retado lo recogía en señal de aceptación. Planteada así la situación, la ceremonia del duelo tenía lugar de acuerdo con las reglas del código de honor que regía este tipo de lances. Entre los numerosos libros que se han escrito sobre el tema se destacan el “Ensayo sobre el Duelo” (1836) que escribió en Francia el conde de Chateauvillard y “Lances de Caballeros” (1900) del marqués de Cabriñana en España, que contienen las normas de honor sobre las personas que pueden batirse, las ofensas por las que han de hacerlo, la intervención de los padrinos, la elección de las armas y las demás formalidades del lance de honor.
El desafío a duelo se originaba en una afrenta u ofensa infligida a una persona. El ofendido desafiaba al ofensor a lavar la afrenta en el campo del honor. El ofensor, que había sido retado, podía aceptar o rehusar el desafío y, en el primer caso, tenía el derecho de elegir la hora, el lugar y las armas del duelo. Las armas fueron tradicionalmente la espada, el sable o la pistola. Los padrinos, en nombre de los duelistas, ajustaban de común acuerdo las normas y condiciones del combate. Los duelos solían celebrarse de madrugada y en lugares apartados, en presencia de los testigos de ambos combatientes.
Sin embargo, las reglas del duelo no fueron iguales en los diferentes países europeos. Cada uno tenía sus propias normas, derivadas de la amplia literatura que se había escrito sobre el tema. En Francia, España, Inglaterra, Italia, Alemania, Austria, Holanda y Rusia se habían publicado numerosos libros al respecto. Pero probablemente en ningún país se escribió tanto sobre el duelo como en España desde el primer libro que apareció en 1483 —“Doctrinal de Caballeros”— hasta la célebre obra de Cabriñana que apareció en Madrid en el año 1900 y que contenía las bases de un código de honor que mereció general aceptación.
En un estudio comparado de esas normas se pueden identificar ciertos elementos comunes. Se entiende por ofensa lo que se dice, escribe, hace u omite con la intención de dañar la honra de una persona, aunque lo afirmado responda a la verdad. Las ofensas a los padres, esposa, hijos y hermanos se consideran como ataques al honor propio. Para la calificación de la gravedad de las ofensas se debe atender a la calidad y rango de la persona ofendida y el lugar, modo y circunstancias en que la ofensa se produjo. La persona ofendida gravemente o aquélla a quien se niegue una explicación por una ofensa leve podrá enviar al ofensor sus padrinos para plantear el desafío. Éste nombrará los suyos dentro de 24 horas a fin de que adopten uno de los códigos de honor, de los varios que se han escrito por distintos autores, para regir el combate. No obstante, los padrinos de las dos partes deben previamente calificar si la ofensa es lo bastante grave para justificar el duelo. Si no lo es, las cosas quedan allí; de lo contrario, después de determinar quién es el ofendido, inician gestiones de reconciliación con base en una reparación de la ofensa por el ofensor, que el ofendido no está obligado a aceptar. Si no hay conciliación entran a la discusión de las condiciones del duelo y pueden someter a la dirimencia de un tribunal de honor las cuestiones en las que no hayan llegado a un acuerdo.
Los padrinos deben hacer constar por escrito estas condiciones, que comprenden la fecha, lugar, hora y modalidades del duelo, el nombramiento de juez de campo que recaerá en uno de ellos para dirigir el combate y la asistencia de médicos para atender a los heridos y determinar si deben continuarlo. Solamente las personas ofendidas, en los términos precedentes, pueden batirse a duelo. Sin embargo, no pueden hacerlo entre sí parientes próximos ni los parientes o amigos del herido o muerto en duelo con su adversario. No es lícita la sustitución del ofendido, salvo por ascendientes, descendientes y hermanos si aquél fuere sexagenario, discapacitado o menor de edad. No pueden volver a batirse los mismos contendientes si no media nueva causa. Tampoco pueden comparecer en duelo los deudores y acreedores que hayan confiado su litigio a los tribunales o judicaturas, ni las personas indignas o de mala reputación.
Los padrinos o testigos —dos o más de cada parte, que han de ser personas de moralidad probada— desempeñan el papel de intermediados entre los duelistas, ya que éstos no pueden comunicarse directamente. Ofician además de confidentes y abogados para acordar y aplicar las reglas y condiciones del combate. La elección de las armas corresponde al ofendido. Si la ofensa es grave o gravísima éste tiene además la opción de escoger las condiciones del combate. Las armas que puede elegir son pistola, espada o sable. Por acuerdo entre los contendores puede empezarse el duelo con un tipo de arma y terminarse con otro.
Los duelistas deben comparecer en el lugar y a la hora señalados y guardarán silencio a lo largo del combate. Están obligados a despojarse de sus prendas exteriores de la cintura para arriba. Si uno de los protagonistas no concurriere, sus padrinos deben ofrecerse para ocupar su lugar.
En el duelo a pistola los contendientes se ubican de 25 a 40 pasos de distancia entre sí —en la modalidad de “a pie firme”, “marchando” o “con marcha interrumpida”— y, a la voz de mando del juez de campo, aprietan el gatillo. En la primera modalidad la secuencia de movimientos de los combatientes es la de bajar el arma, apuntar y disparar. En la segunda, a la voz de “¡adelante!” del juez, avanzan en línea recta disparando a voluntad, sin traspasar los límites en el terreno. Y, en la tercera, avanzan o se detienen a voluntad mientras disparan.
Las pistolas, escogidas por los padrinos, deben ser desconocidas para los contendientes.
Obviamente las normas clásicas del duelo están hechas para armas de fuego del siglo XIX y resultan inaplicables a las modernas pistolas automáticas con alimentadoras de 15 tiros.
En el duelo a espada y a sable los padrinos determinan el número y la duración de los asaltos, que serán de 3 a 5 minutos. Los combatientes escucharán la voz de mando del juez, quien les indicará el comienzo y la terminación de cada asalto. Las espadas que pueden usarse son: de empuñadura española con gavilán curvado, de empuñadura italiana con gavilanes rectos o de empuñadura francesa sin gavilanes. Llámanse gavilanes a los hierros que salen de la guarnición de la espada en forma de cruz y que sirven para proteger la mano del espadachín. Las normas señalan las dimensiones, peso, forma y diámetro de la espada.
El duelo a sable se rige por la misma normativa que el de espada. El sable —que es una arma blanca semejante a la espada pero ligeramente corva y de un solo filo— debe tener no más de 98 centímetros de longitud y pesar entre 500 y 800 gramos.
Hay también formas excepcionales de duelo, es decir, modalidades que se apartan de los cánones clásicos pero que pueden ser acordadas voluntariamente por los combatientes a través de sus padrinos. Entre esas formas están el duelo a caballo, el uso de otras armas —carabina o fusil—, el combate con florete —que fue prohibido en el ejército francés en 1889—, el de pistola a distancia más corta o el combate con una sola de las armas cargada.
El duelo se originó en los pueblos teutónicos de la alta Edad Media, generalmente para resolver cuestiones de propiedad de tierras. Don Joaquín Escriche, sin embargo, sostiene que provino de la península escandinava, de donde se introdujo a Alemania y después a otros países de Europa. Su práctica no se conoció en la Antigüedad clásica. Grecia y Roma, sociedades avanzadas en el arte de la paz y de la guerra, encomendaron a los tribunales y jueces castigar las ofensas al honor de las personas. En Roma hubo eventualmente combates individuales entre jefes o representantes de ejércitos enemigos para evitar el choque sangriento de los contingentes militares. Tal fue el caso de los lances entre los horacios y curiacios, el de Torcuato Manlio con Galo, Valerio Corvino con otro Galo, Tito Quincio Crispino con Badio Capuano, Tito Manlio con Mencio. Pero estos combates tuvieron un carácter bien distinto: fueron en nombre del interés público y no lances privados.
No pudiendo evitar los duelos, los monarcas europeos los reglamentaron por medio de leyes y edictos. Su práctica fue legalizada por primera vez en el año 501 d. C. por Gundobad, el rey de Borgoña, y se extendió a Francia entre el siglo X y el XII; a Inglaterra en el siglo XI, en que fue introducida por los normandos; y a España, donde se lo practicó con mucha frecuencia, en la misma época.
En España, Alfonso El Sabio (1221-1284), rey de Castilla y León, con el ánimo de desalentar los combates de honor antes que de estimularlos, formuló normas, en su código de Las Siete Partidas, sobre la manera de hacer el desafío, la persona que podía proponerlo, sus causas y formalidades y el lugar y condiciones en que debía realizarse el lance. Más tarde los reyes católicos prohibieron el duelo mediante una ley publicada en Toledo en 1480 y previeron las más duras penas para los combatientes, los padrinos de éstos, los testigos e incluso para quienes presenciaren el combate y no dieren aviso de él a las autoridades. En 1678 nuevas leyes agravaron las penas para este delito. Felipe V expidió en 1716 la pragmática que incriminaba el desafío a duelo como un “delito que causa infamia” y castigaba a los contendores con la pena de muerte y la confiscación de sus bienes. Esta norma fue renovada por Fernando VI el 9 de mayo de 1757 con sanciones adicionales. El 6 de septiembre de 1837 el ministerio de gracia y justicia expidió, en nombre de la corona española, una real orden a los regentes de las audiencias territoriales para que reprimieran el duelo, considerado como una “fría atrocidad tan repugnante a la moral y a las leyes como impropia de un pueblo cristiano que discierne perfectamente el honor verdadero del falso”. Sin embargo, la dureza ni la crueldad de las penas fueron suficientes para erradicar su práctica a lo largo de varios siglos. Los duelistas no se arredraron. Por encima del temor a la sanción legal pusieron la defensa de su honor y se batieron cuantas veces les pareció necesario salir por los fueros de su fama y buen nombre. Además, pese a que los combates se realizaron a la luz pública, una convencional impunidad rodeó a los combatientes porque los jueces consideraron desproporcionadas las penas para un acto que, en su fuero interno y en la conciencia social, despertaba admiración.
Las legislaciones de los Estados aceptaron al comienzo el duelo en el marco de determinadas normas de procedimiento. Después lo proscribieron y crearon penas benignas para sus protagonistas, en función de los resultados del lance. Más tarde, bajo la presión de los movimientos y ligas antiduelistas, se endurecieron las sanciones en los códigos penales no solamente contra los combatientes sino también contra los padrinos. Esas sanciones igualmente se graduaron de acuerdo con las consecuencias: fueron más graves en caso de haber muertos, heridos y lesionados.
Esta es la historia del duelo.
Ahora veamos los grandes duelos de la historia. A comienzos del siglo XVI hubo un caso espectacular de desafío a duelo entre los monarcas de Francia y de España. El rey francés Francisco I declaró la guerra a España en 1528 y desconoció un tratado suscrito entre los dos Estados. Carlos V, rey de España y emperador de Alemania, acusó al agresor de conducta poco caballerosa. Sintiéndose ofendido en su honor, Francisco I retó a duelo al emperador y, aunque el lance no llegó a celebrarse por las dificultades que surgieron para concertarlo, el incidente puso de moda esta forma de vengar el honor mancillado. Muchos murieron y otros tantos resultaron heridos en el singular combate. En Francia, ante la presencia del rey Enrique II, se batieron a duelo Guy Chabot, señor de Jarnac, y La Chataigneraye, como resultado del cual éste resultó muerto; en el combate entre Caylus, Maugiron y Livarat, mignons de Enrique III, por un lado, y por otro, Antraget, Riberac y Schomberg, resultaron muertos cuatro de los duelistas y un quinto gravemente herido; Francisco de Montmorency, conde de Bouteville, auxiliado por su primo el conde de Chapelles, se batió públicamente en la Plaza Real contra Beuvron y Bussy, y este último murió en la contienda. Los dos retadores fueron encerrados en la Bastilla y condenados a muerte, en uno de los pocos casos en que se cumplió la ley. Durante la regencia fue célebre el duelo entre dos mujeres: madame de Wesle y madame de Polignac. Bajo el reinado de Luis XVI se batieron el duque de Borbon y el conde de Artois. En los albores de la Revolución hubo dos duelos importantes: el de Antoine Pierre Joseph Barnave y Jacques Antoine Marie de Cazalès —como resultado del cual murió éste de un tiro en la cabeza— y el del general Charles Lameth con el Marqués de Castries. En la era napoleónica se enfrentaron a duelo Armando Carrel y Emilio de Girardin. Ambos quedaron gravemente heridos. En la segunda mitad del siglo XIX fueron célebres los lances entre Fouton y Gambetta, Dichard y Massas (muerto éste por una estocada en el pecho), Floquet y el general Boulanger, en el que el partido boulangerista perdió a su líder.
A principios del siglo XVII era tan usual el duelo que el cardenal Richelieu (1585-1642) afirmó que cuatrocientos nobles habían perdido la vida en estos lances por esos años, entre ellos su tío Luis de Plessis y su hermano Enrique, por lo que emitió un edicto el 21 de marzo de 1626 que castigaba con la pena capital a los protagonistas de este tipo de combates.
En España fue célebre el duelo entre don Andrés Borrego y don Luis González Bravo —que a su vez originó otro entre los padrinos de los duelistas—; el del poeta José de Espronceda con el conde de Cheste; el del infante don Enrique de Borbón contra el duque de Montpensier, en el que murió el infante; el del general Seoane con el capitán don Joaquín del Manzano; el del marqués de Pickman con el capitán Paredes, del que resultó muerto el primero.
Fue memorable en la historia de los lances de honor el que sostuvieron el joven poeta ruso Alexander Serguéievich Pushkin (1799-1837) —uno de los poetas mayores de Rusia— y el oficial de la guardia del zar, Georges d’Anthes, de quien se decía que sedujo a Natalia, la bella mujer del poeta, después de haberla asediado por largo tiempo. Lo cual suscitó el duelo a muerte entre los dos en una fría y oscura tarde de febrero de 1837 en San Petersburgo, que terminó con la vida de Pushkin con un balazo en el abdomen, cuando tenía 38 años de edad y mucho que ofrecer a las letras del mundo.
En Uruguay, donde esta práctica se mantuvo largamente hasta bien entrado el siglo XX, se recuerda el duelo a lanza entre el jefe del Partido Colorado, Gregorio Suárez, y el caudillo del Partido Nacional, Timoteo Aparicio, el 9 de septiembre de 1863, en el que aquél, gravemente herido y ensangrentado, fue dado por muerto y retirado del campo del honor. Pero meses mas tarde, recuperado de sus heridas, volvió a enfrentarse al caudillo blanco en varios combates a lanza y finalmente lo derrotó en la “batalla del Sauce”, el 25 de diciembre de 1870.
Fue emblemático el lance a pistola que mantuvieron en la lluviosa mañana del 2 de abril de 1920 el líder del Partido Colorado José Batlle y Ordóñez, expresidente de Uruguay, y el periodista y dirigente del Partido Nacional, doctor Washington Beltrán, en el cual éste resultó muerto por un balazo en el pecho.
Poco tiempo antes el expresidente Batlle y Ordóñez se había batido a sable en la ciudad de Pando, el 12 de enero de 1920, contra el periodista Leonel Aguirre, por ofensas publicadas en un artículo periodístico suyo. El lance terminó con la herida de Batlle en un brazo.
El duelo tuvo sus apologistas y sus impugnadores. Los primeros sostenían que es un acto noble de valentía y de honor destinado a “lavar la injuria con sangre” porque “el honor es el supremo bien del hombre”, como decía la máxima caballeresca. El duelo entraña sentido del honor, grandeza de ánimo, serenidad ante el peligro. Y, según la sentencia de Mucio, “ninguna ley, ni de Patria, ni relativa al príncipe, ni al interés de vivir, debe anteponerse al honor”.
La Iglesia Católica encabezó la lucha contra el duelo bajo el argumento de que entraña una doble inmoralidad: la del suicidio y la del homicidio. El duelo, para el pensamiento católico, es un atentado convencional contra la vida que, lejos de lavar las ofensas, mancha el honor de sus protagonistas con la comisión de un delito y la transgresión de la ley. El Concilio de Valencia celebrado en el año 855 dispuso que el que matase a otro en desafío fuese condenado a la misma pena y que el muerto fuese conducido al cementerio sin acompañamiento de salmos ni bendición. El Concilio de Toledo en 1473 estableció que a los que perdiesen la vida en duelo se les negase la sepultura cristiana. El Concilio de Trento decretó que los combatientes y cuantos nobles cedan sus tierras para la celebración de duelos serán excomulgados y castigados como homicidas de acuerdo con el Derecho eclesiástico. El clero francés dirigió una pastoral en 1655 para condenar el duelo. El papa Benedicto XIV, en su bula Detestabilem, negó toda justificación moral al duelo y privó de sepultura eclesiática a quienes en él muriesen. Lo mismo hicieron en diferentes épocas Pío V, Gregorio XIII, Pío IX y otros pontífices, que condenaron a la excomunión a quienes se batieran a duelo o lo provocaran, lo mismo que a los padrinos de los duelistas.
El duelo ha suscitado siempre encendidos debates. Unos lo han condenado como un anacronismo bárbaro mientras que otros lo han defendido invocando el honor, la honra y la dignidad de las personas. Los juristas, en nombre de la ley; los moralistas, en nombre de los principios éticos; los pacifistas, en nombre de la concordia; y los teólogos, en nombre de los dogmas religiosos, no han dejado de participar en el debate para condenar severamente estas “depravadas” lides. El jurista francés André-Marie Dupin argumentaba que el duelo destruye el orden público ya que el combatiente asume por sí mismo la condición de legislador, juez y ejecutor de su propia sentencia, que bien puede, dentro de su justicia privada, condenar a muerte a un ser humano por “las más triviales ofensas”. La discusión ha girado en torno al concepto mismo del honor y a las palabras, los escritos o los actos que pudieran mancillarlo, así como a la justificación de la violencia en casos excepcionales y a la impunidad de sus protagonistas.
Durante el siglo XX el duelo cayó en desuso principalmente a causa del colapso de la <aristocracia —ya que el duelo fue una usanza de esta clase social para ventilar las cuestiones de honor— y fue prohibido por casi todas las legislaciones. Lo cual no impidió que eventualmente se celebrara clandestinamente entre enemigos políticos.
En varios países de Europa continental —Alemania, Francia, Italia y España, especialmente— los desafíos a duelo fueron episodios frecuentes en la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX. Los hombres públicos solían defender su honor por este medio. El duelo formaba parte de su vida pública. Por tanto, los retos eran recurrentes aunque en la mayor parte de los casos se arreglaban las disputas pacíficamente, con la intermediación de los padrinos, por las satisfacciones que los ofensores daban a los ofendidos, generalmente mediante la decorosa retractación de lo dicho. En la segunda mitad del siglo XIX hubo esporádicos duelos en Cuba, México, Uruguay y Argentina y, en mucho menor medida, en los otros países latinoamericanos. Entre 1880 y 1893 se registraron en Cuba ciento sesenta y cuatro enfrentamientos a duelo con el resultado de ocho muertes. En Argentina murieron dos periodistas en sendas lides el año 1880, cuatro años más tarde hubo dos duelos importantes entre políticos prominentes y entre 1904 y 1927 se realizaron más de cien combates en el campo del honor, la mayoría de ellos a pistola.
Uruguay fue durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX uno de los países en los que con mayor frecuencia se practicaron los lances caballerescos entre los políticos para solucionar sus disputas y lavar el honor de quienes se consideraban agraviados por sus adversarios. Hubo al menos cincuenta lides entre 1914 y 1920. Congresistas, ministros, oficiales de las fuerzas armadas y de la policía, periodistas y aun presidentes —José Batlle y Ordóñez, Luis Batlle Berres, Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle— acudieron a este arbitrio para vengar agravios. Esta fue una vieja tradición uruguaya que hundía sus raíces en los enfrentamientos con armas blancas entre los gauchos de las llanuras rioplatenses de los siglos XVIII y XIX. Jorge Luis Borges ha relevado la valentía de esos hombres, que sin reglas ni normativas, “sin odio, lucro o pasión de amor, se acuchillaban”.
El duelo estaba formalmente reglamentado por el Código Penal uruguayo, que regulaba la misión de los padrinos de los combatientes y que establecía un Tribunal de Honor encargado de calificar si la ofensa que había motivado el desafío justificaba el lance y, en caso afirmativo, señalaba quién era el ofendido. Sin embargo, el duelo era castigado con las penas del homicidio o de las lesiones corporales, según los casos, si “se hubiere verificado sin la intervención y asistencia de padrinos”, o “si las armas empleadas hubieren sido desiguales”, o si “en la elección de las mismas o en el acto de desafío mediara engaño o violación de las condiciones concertadas por los padrinos”, o “cuando de las condiciones concertadas o de la especie del duelo o de la distancia de los combatientes o de otras circunstancias resultaren considerablemente aumentadas las probabilidades de que uno de los combatientes o los dos hayan de resultar muertos”.
Después el duelo fue prohibido, de modo que los lances se realizaban clandestinamente y los heridos o muertos en el combate eran presentados como víctimas de accidentes de caza, cosa que acordaban previamente combatientes y padrinos, con la tácita condescendencia social. La ley castigaba el delito pero la práctica consagraba su impunidad, dada la alta categoría política y social de los protagonistas. De ahí que, por esos años, el diputado Gabriel Terra —que más tarde ocupó la Presidencia de la República— argumentaba en la Cámara de Representantes que “la legislación sobre el duelo, aquí entre nosotros y en todas las partes del mundo civilizado, es una legislación que no se cumple, y el legislador, al mantenerla o al confeccionarla, sabe que no se cumple, y entonces ya en esto hay una inmoralidad…”
Honda conmoción causó en la sociedad uruguaya la muerte del doctor Washington Beltrán, dirigente del Partido Nacional, en un lance a pistola con el líder del Partido Colorado, don José Batlle y Ordóñez, quien había sido Presidente de la República durante los períodos 1903-1907 y 1911-1915 y uno de los líderes políticos latinoamericanos más visionarios y progresistas de su tiempo.
Este combate conmovió a Uruguay. Beltrán, fundador del periódico “El País” de Montevideo, publicó un suelto periodístico titulado “¡Qué toupet!”, en el que criticaba al expresidente Batlle por haber insinuado que el Partido Nacional había cometido un fraude en el plebiscito de la reforma constitucional realizado días antes. El expresidente consideró que ese artículo manchaba su honor y envió sus padrinos a Beltrán.
En la mañana del 2 de abril de 1920 Batlle y Beltrán se batieron a pistola a pesar de su diferencia de edad: Batlle 63 años y 35 Beltrán.
El anecdotario político refiere que Beltrán salió de su casa la mañana del compromiso vestido de tenista, con raqueta en mano, para no suscitar sospechas. Los dos rivales se encontraron en el Parque Central, en conformidad con lo acordado por los padrinos. Ante el director del lance, doctor Domingo Veracierto, Batlle eligió primero su lugar y, en consecuencia, a Beltrán le correspondió retirar la primera pistola, de acuerdo con las normas tradicionales. El lance tuvo que interrumpirse por quince minutos a causa de la lluvia. Veracierto dispuso nuevamente que el retador y el retado ocuparan sus lugares. Sonaron casi simultáneamente los dos disparos, que no dieron en el blanco. Los duelistas recargaron sus pistolas. Y Batlle, en su segundo disparo, perforó el pulmón derecho de su contrincante y lo mató.
La alarma social que esto suscitó condujo al Parlamento a aprobar en agosto de 1920 la Ley de Duelo que, reformando el Código Penal, legalizó los lances de honor pero, al mismo tiempo, ablandó sus rigores, aseguró condiciones de igualdad mínima entre los contendientes y previó mecanismos de conciliación. La ley autorizó a los padrinos para que, de no conseguir una solución amistosa a la controversia, la sometieran a un tribunal de honor compuesto por tres miembros, uno por cada parte más un tercero elegido por los otros dos, que dictaminara si el lance de honor era procedente.
Pero, no obstante la permisión legal del duelo, éste era castigado con las penas del homicidio o de las lesiones corporales, según el caso, si se hubiese efectuado sin la intervención de los padrinos, o si las armas empleadas hubiesen sido desiguales o si en la elección de ellas o en la lid hubiese mediado engaño o violación de las condiciones concertadas por los padrinos, o cuando de la distancia de los combatientes o de otras circunstancias hubiesen resultado considerablemente aumentadas las probabilidades de que ellos resultaran heridos o muertos.
El año anterior a la promulgación de la ley, Batlle y Ordóñez había formalizado un encuentro a duelo con el líder nacionalista y eminente constitucionalista Juan Andrés Ramírez, pero la policía actuó en el momento en que los contendientes se aprestaban a combatir y los arrestó junto con sus padrinos.
La ley tuvo efecto retroactivo para exonerar de responsabilidad penal a Batlle por la muerte de Beltrán ocurrida cuatro meses antes.
Ella reglamentaba el reto, la aceptación, el nombramiento de los padrinos, las armas a utilizarse (exclusivamente armas de fuego o sable), quién las elegía, la celebración del lance, el número de asaltos si era con arma blanca o de tiros si era a pistola, y los demás elementos y modalidades de la contienda.
Sin embargo, esa ley cayó en desuso a partir del golpe de Estado de 1973 y de la instauración de la dictadura militar, y fue definitivamente derogada por el parlamento uruguayo el 6 de julio de 1992, en el curso del proceso de recuperación democrática, tras un acalorado debate parlamentario. Pero en Uruguay hay políticos que la echan de menos porque estiman que el desafío a un lance caballeresco era la única forma de parar las agresiones verbales calumniosas de ciertos políticos o el amarillismo y la venalidad de algunos medios de comunicación que mienten, desinforman, levantan testimonios falsos, injurian y calumnian a los actores de la vida pública, sin asumir responsabilidad alguna. Es cierto que el político difamado puede acudir a los tribunales de justicia, pero la impotencia de las leyes para vengar los ultrajes y la lentitud de los trámites judiciales a lo sumo pueden ofrecerle una “justicia póstuma”, además de los riesgos de que el juicio público amplificara los efectos indeseables de la calumnia, la contumelia o la difamación. Sin duda que la institución del duelo fue un arma eficaz para frenar todos estos excesos de políticos y periodistas frente a hombres dispuestos a morir por sus ideas, buena fama y honor. El duelo era la gran ocasión para que los hombres públicos demostraran la lealtad a sus creencias.
Creo que, en realidad, la vigencia del duelo fue una detente a la difamación y la calumnia, que han sido las socorridas armas de la política de bajo fondo. Por supuesto, que el duelo no es ni nunca fue para cualquier “riña de bar” o “pelea de pulpería” sino para las ofensas irrogadas en el ejercicio de las misiones públicas.
Ciertamente que hay una ambivalencia moral en la estimación del duelo, pero a la hora de hacer el balance muchos se inclinan por la tesis de que la defensa del honor, la honra personal y el buen nombre, que son el mayor patrimonio de los hombres de bien, justifica el lance de honor. Mis conversaciones con los presidentes Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle fuéronme muy ilustrativas en torno a la historia y a la práctica del duelo en Uruguay.
Bajo el imperio de esta institución se han batido varios políticos prominentes en defensa de su honor, entre ellos, cuatro que fueron presidentes de Uruguay: José Batlle y Ordóñez (1903-07 y 1911-15), Luis Batlle Berres (1947-51 y 1955-56), Julio María Sanguinetti (1985-89 y 1995-2000) y Jorge Batlle Ibáñez (2000-05). Con el sable como arma elegida, Luis Batlle Berres se enfrentó al general Juan Pedro Ribas, en un lance en que ambos resultaron heridos. En octubre de 1970, como consecuencia de fuertes polémicas periodísticas, combatieron en duelo de sable Julio María Sanguinetti, entonces Ministro de Industrias y posteriormente Presidente de la República, y el legislador Manuel Flores Mora, ambos del Partido Colorado. El combate terminó con el retiro de Flores Mora por causa de una herida que le imposibilitó continuar. Después de unos meses volvió a batirse el senador Flores Mora con el doctor Jorge Batlle Ibáñez, quien más tarde fue Presidente de la República, lance que terminó por heridas de los contendientes.
Uno de los últimos duelos realizados en ese país fue el que protagonizaron en diciembre de 1971, con armas de fuego, el general Líber Seregni, candidato a la Presidencia por el Frente Amplio —coalición de izquierdas fundada por él—, y el general Juan Pedro Ribas, también candidato a la Presidencia por una fracción conservadora y minoritaria del Partido Colorado, sin consecuencias para los contendientes.
Hoy el duelo es una reliquia de museo, un ícono del romanticismo de la belle epoque. Ha sido superado por la sociedad de masas, la democratización de la política, el pragmatismo de los políticos y la acción de los medios satelitales de información, que han vulgarizado tanto la agresión verbal en la vida política, que la gente ya no se siente tentada a batirse en defensa de su honor.