Esta es una palabra de origen religioso. El primero en usarla fue Thomas Hyde en 1700, en su historia de la religión persa, para designar la dicotomía entre ormuz, el genio del bien, y ahriman, el dios de las tinieblas. Con el mismo sentido la utilizaron el filósofo y escritor francés Pierre Bayle (1647-1706), el filósofo, jurista y político alemán Gottfried W. Leibniz (1646-1716) y otros pensadores. Fue el filósofo alemán Christian Wolff (1679-1754) quien introdujo el término a la filosofía en 1734 y le dio una significación diferente al usar dualismo en contraposición con monismo para denotar, en el primer caso, el punto de vista que considera que el universo está compuesto de dos elementos: uno material y otro espiritual, y en el segundo, de sólo uno: el material. Este fue el sentido que desde entonces ha prevalecido en el ámbito de la filosofía. Dualistas son quienes afirman la existencia de dos substancias: la materia y el espíritu, y monistas los que no admiten más que una: la materia.
1. El dualismo filosófico. El tema ha sido objeto de una inacabable controversia entre los pensadores y científicos que sostienen que el hombre está compuesto de cuerpo y alma —y que, por tanto, tiene una diferencia específica con los animales— y los que mantienen la tesis de que el “espíritu” del ser humano no es más que una expresión de la materia de que está hecho, en un grado superior de evolución, por lo cual el hombre y los animales son seres básicamente iguales.
El dualismo es, por tanto, una teoría metafísica que supone la presencia de dos principios o realidades, irreductibles entre sí, en la existencia humana: una realidad inasible e intemporal, trascendente, denominada “alma”, “espíritu”, “sustancia metafísica” o de cualquier otra forma; y una sustancia perecedera, tangible, susceptible de ser medida, que es la materia.
Pero después la palabra dualismo tomó diversas direcciones y se aplicó a distintos campos del conocimiento. Adoptó un sentido más amplio. Hoy se entiende por dualismo toda doctrina que, en un campo determinado, reconoce dos elementos o dos principios irreductibles e insubordinables. En filosofía y religión esos elementos son el espíritu y la materia, o Dios y el hombre, como componentes antitéticos entre sí pero, al propio tiempo, complementarios. El dualismo puede plantearse también, desde otro ángulo filosófico, en la contraposición entre <determinismo y >libertad en el comportamiento humano. Caben en filosofía muchas formas de dualismo. En ética el dualismo enfrenta el bien contra el mal. En gnoseología el sujeto y el objeto del proceso del conocimiento. Y así, por este orden, el dualismo es en general un punto de vista que trata de explicar epistemológicamente los fenómenos del universo, del hombre y de la sociedad por la coexistencia de dos elementos irreductibles y no subordinables entre sí.
2. El dualismo sociológico. En sociología y en economía se entiende por dualismo la estructura bipolar de una sociedad en la que conviven áreas socioeconómicas avanzadas y áreas atrasadas. La característica principal de la sociedad dualista es la existencia de un centro económico desarrollado, compuesto de actividades productivas modernas e internacionalizadas, y una amplia periferia rezagada de quehaceres económicos primitivos, desintegrados del sistema central.
En la sociedad dualista conviven el <desarrollo de los sectores centrales con el >subdesarrollo de la periferia. Este fenómeno, que se da entre los Estados y entre las regiones, se reproduce también al interior de los países, en que coexisten zonas económicamente avanzadas, dotadas de gran capacidad endógena de crecimiento y políticamente dominantes, con zonas atrasadas, productivamente deprimidas y sometidas a la dependencia de las primeras.
Quienes forman parte del sector desarrollado de los diversos países se hallan estrechamente vinculados entre sí, por encima de las fronteras nacionales, a través de los intereses concretos que comparten y defienden. Los avances de la informática han contribuido a integrar una comunidad empresarial a escala internacional. Se ha formado así un circuito cultural transnacional que vincula entre sí a las clases y capas sociales dominantes de los países y que les contrapone a los sectores subdesarrollados de ellos. Por eso el economista chileno Osvaldo Sunkel señala que esa integración cultural transnacional se combina con una desintegración cultural interna, que profundiza el dualismo de las sociedades.
Los grupos dominantes forman una comunidad más allá de las fronteras nacionales. Leen los mismos libros, ven las mismas películas, sintonizan los mismos programas de televisión vía satélite, visten igual, organizan de la misma manera la vida familiar y social, tienen parecidos patrones de consumo, equivalentes niveles de ingresos, igual influencia sobre los negocios y el gobierno, en fin, tienen el mismo estilo de vida y comparten los mismos valores éticos y estéticos.
Los grupos dominantes están casi totalmente desligados de los dilatados sectores atrasados y marginales de sus propios países. Hay más fácil y fluida comunicación entre los segmentos dominantes de los diversos países —que forman una comunidad de personas adineradas e influyentes— que no entre éstos y los amplios grupos marginales de los propios países, que también son iguales en su pobreza y marginación por encima de las fronteras nacionales.
La desintegración interna propia de las sociedades dualistas atrasadas determina que en ellas coexistan todos los modos de producción, desde el colectivismo primitivo hasta el capitalismo de la era electrónica. No es que unos se hayan sobrepuesto a los anteriores, sino que todos ellos conviven en la actualidad. Para comprobarlo no hay más que tomar un automóvil, recorrer 300 o 400 kilómetros en el espacio y retroceder siglos en el tiempo. Partiremos de oficinas dotadas de un arsenal de ordenadores y llegaremos a los minifundios cultivados con arados de madera tirados por bueyes, si no queremos ir más allá: a la organización tribal primitiva. En la ruta habremos encontrado el colectivismo primitivo y hasta el esclavismo en las comunidades apartadas —especialmente indias, en los países que las tienen—, el feudalismo en los sectores aldeanos y campesinos periféricos y estructuras capitalistas muy avanzadas en los centros económicos de las ciudades grandes.
Este es un fenómeno característico de las sociedades esquizofrénicas del mundo subdesarrollado, en las que el grupo social está trizado por muchas contradicciones y disparidades, entre ellas, las que separan a los hombres de la ciudad y del campo, las diferencias entre ricos y pobres, la creciente desigualdad entre quienes tienen acceso al conocimiento y quienes están marginados de él, las distinciones entre los trabajadores de la economía formal y los de la >economía informal, las distancias entre los bien alimentados y los desnutridos, las discriminaciones por razones étnicas y culturales, la falta de igualdad ante los deberes y los derechos de la vida política del Estado y otros tantos desequilibrios que caracterizan a las sociedades de insuficiente desarrollo.
La tendencia actual de ellas es la de profundizar más el dualismo tradicional en el marco de economías crecientemente internacionalizadas. Eso se ve claramente en los países latinoamericanos y asiáticos. La intervención del capital privado extranjero refuerza la polarización social y económica —y vivimos la apoteosis de la apertura de mercados— porque él se inserta, como es lógico, en el sector modernizado de la economía y contribuye a ensanchar la brecha con “la otra economía”.
Avanza sin duda un proceso paralelo entre las relaciones de dominación y dependencia internacionales, cuya brecha no cesa de crecer, y la polarización interna de los países periféricos, que cada vez se profundiza más.
La formación por la vía electrónica de una poderosa comunidad empresarial a escala internacional —una suerte de grupo de presión transnacional— va a coadyuvar a la injusta distribución del ingreso y a poner en riesgo los derechos humanos básicos. Porque en la economía del conocimiento —que es una economía digital fundada en bites almacenados en la memoria de los ordenadores y con capacidad para movilizarse por la red a la velocidad de la luz— el acceso a las nuevas tecnologías, por la propia naturaleza de éstas, no puede ser privilegio de muchos. Y este efecto de polarización se produce al interior de los países y entre ellos.
3. El dualismo en el Derecho Internacional. El sistema normativo internacional y el sistema normativo interno son las dos grandes ramas del Derecho. El primero rige principalmente las relaciones y los conflictos entre los Estados, en cuanto entes políticos soberanos, y las vinculaciones de éstos con la comunidad internacional. El segundo gobierna el conjunto de las relaciones sociales que se dan en el interior de las entidades estatales.
No hay duda de que los Estados son los destinatarios primarios de las normas del Derecho Internacional, porque a ellos van dirigidas primordialmente. En algunos casos estas normas van acompañadas de órganos jurisdiccionales y administrativos metanacionales encargados de aplicarlas. Pero ellas no inciden solamente en el ámbito externo de las relaciones entre los entes políticos sino también en el interior de ellos, esto es, en las relaciones de los Estados con las personas sometidas a su jurisdicción. Esto conduce a conflictos entre las normas internacionales y las normas internas de los Estados, y plantea la posibilidad de incompatibilidades puntuales entre los dos órdenes normativos.
La forma de resolverlos ha sido materia de una larga y compleja controversia entre los juristas, como resultado de la cual se han elaborado dos grandes teorías: el monismo y el dualismo.
La primera sostiene que las normas de carácter internacional y las de carácter nacional se funden en un solo cuerpo y forman un ordenamiento jurídico unitario. En consecuencia, no hay dos órdenes jurídicos distintos sino uno solo. Los tratados y las convenciones internacionales, después de ser suscritos y ratificados por los Estados, se incorporan automáticamente a sus respectivas legislaciones interiores y forman un solo todo con ellas. Esto significa que los instrumentos internacionales derogan o reforman automáticamente las leyes internas que se les oponen, para poder mantener la armonía y coherencia del orden jurídico único que impera en cada país. O sea que el Derecho interno está claramente subordinado al Derecho internacional.
El dualismo, en cambio, hace una diferencia tajante entre el orden jurídico internacional y el orden jurídico interno que, si bien deben armonizarse, constituyen dos ordenamientos distintos. Las normas internacionales no se incorporan automáticamente a las legislaciones internas sino que deben ser anexadas por medio de un acto de recepción —una orden formal de cumplimiento, su publicación en la gaceta oficial, una ley o cualquier otro arbitrio usual en la técnica constitucional de cada país— que las convierta en normas vigentes y obligatorias hacia dentro. El Estado suscriptor de un >tratado o convenio internacional debe honrar su compromiso mediante la incorporación inmediata de las cláusulas internacionales a su legislación interna. El Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, que es el órgano judicial de las Naciones Unidas, ha establecido como jurisprudencia que “un Estado que ha contraído válidamente obligaciones internacionales está obligado a introducir en su legislación las modificaciones necesarias para asegurar la ejecución de los compromisos asumidos”.
Caben, sin embargo, diferencias dentro de la propia posición dualista en cuanto a la jerarquía que, en la pirámide jurídica de cada Estado, se confiere a las normas internacionales. La Constitución francesa de 1958 otorga a los tratados incorporados a su legislación un rango superior al de las leyes ordinarias. La Constitución de Holanda acepta la posibilidad de que un tratado internacional, aprobado por el órgano legislativo mediante mayoría de dos tercios, pueda reformar tácitamente una norma constitucional. Los Estados cuyas Constituciones exigen que la adopción de un tratado se haga por medio de una ley otorgan a ésta la misma jerarquía que las demás leyes, de modo que un tratado posterior puede derogar las leyes anteriores pero las posteriores pueden dejar sin efecto los tratados, total o parcialmente, no obstantes las consecuencias que puede tener la violación del principio pacta sunt servanda.
Lo que está claro, de todas maneras, es que no se admite en el mundo exterior que un Estado apele a su <Constitución o sus leyes internas para eludir el cumplimiento de sus obligaciones internacionales, de acuerdo con la jurisprudencia sentada por el Tribunal de La Haya en uno de sus fallos, en el sentido de que “un Estado no puede invocar respecto a otro su propia Constitución para sustraerse a las obligaciones que le imponen el Derecho Internacional o los tratados en vigor”, a pesar de que para la posición dualista las normas constitucionales y legales de los Estados prevalecen sobre las del Derecho Internacional, hasta el punto de que es menester que sean expresamente acogidas por la legislación interna para que ellas tengan vigencia en el interior de su territorio.
Naturalmente que con la última parte de este criterio no está de acuerdo la Corte de La Haya, que adopta en uno de sus fallos “el principio fundamental de Derecho Internacional de la preeminencia de este Derecho sobre el Derecho interno”, de modo que “en las relaciones entre las potencias contratantes de un tratado las disposiciones de una ley interna no pueden prevalecer sobre las del tratado”.
Para solucionar estos problemas —que cada vez adquieren mayor importancia por el creciente influjo del Derecho Internacional en el mundo contemporáneo— se han planteado los dos principios: el monista, que sostiene que las normas internacionales prevalecen sobre las nacionales y se funden con ellas para formar un orden jurídico único; y el dualista, que propugna la prevalencia de la legislación interna de los Estados sobre las normas del Derecho Internacional, si bien las cláusulas de éste son de adopción autoimpuesta y obligatoria por los Estados.
El primer principio se expresa en la norma consuetudinaria inglesa que se enuncia así: “international law is a part of the law of the land”. Ella supone una incorporación automática de las normas internacionales al Derecho interno. Han seguido este principio la mayoría de las Constituciones de los Estados, cuyos tribunales aplican las normas del Derecho Internacional sin necesidad de que ellas sean adoptadas mediante un “acto especial de recepción”. El segundo principio tiene su manifestación más representativa en el artículo séptimo de la Constitución republicana española de 1931: “el Estado español acatará las normas universales del Derecho Internacional General, incorporándolas a su Derecho Positivo”. Han seguido este sistema los Estados cuyo Derecho Constitucional se rige por el principio dualista.
Así resuelven el monismo y el dualismo la vieja cuestión de la eficacia de las normas internacionales en el ámbito interno de los Estados y de su posible colisión con las normas de orden interior.