El origen de esta doctrina está en la frase: “nuestro destino manifiesto es abarcar el Continente”, que fue escrita por primera vez en la “U.S. Magazine and Democratic Review”, publicada por el escritor estadounidense John L. O’Sullivan (1813-1895) en Nueva York en julio de 1845, para justificar la expansión norteamericana hacia las tierras occidentales, que había empezado mucho antes de la declaración de independencia de las trece colonias inglesas. Con ella se quiso significar que, por “la naturaleza de las cosas”, los Estados Unidos debían extender sus fronteras hacia el oeste y hacia el sur para conformar un Estado de dimensiones continentales, limitado por los dos océanos.
A partir de esa época tomó cuerpo la llamada “doctrina del destino manifiesto”, que fue el conjunto de ideas geopolíticas y geoeconómicas justificativas del expansionismo norteamericano y en virtud de las cuales se presentaba como lógica y necesaria la conquista de nuevos territorios para ampliar la herencia colonial de Estados Unidos, enclavada hasta ese momento en la costa oriental del continente.
Toda la conquista del oeste se hizo bajo la enseña del destino manifiesto. Esos “hombres osados y duros pero hospitalarios, bondadosos con los extraños, honrados y seguros” que eran los colonizadores rubios —según decía en su relato un viajero inglés llamado Fordham— odiaban sin embargo a los indios y los liquidaron a sangre y fuego para colonizar sus tierras e incorporarlas al patrimonio de la Unión. Lo mismo ocurrió con los territorios del sur. Por las buenas o por las malas, California, Florida, Louissiana, Nuevo México y Texas fueron anexados a su territorio. En 1803 los Estados Unidos compraron Louissiana a Francia por quince millones de dólares, en 1819 Florida a España por cinco millones y en 1867 Alaska a los rusos. Despojaron de casi la mitad de su patrimonio territorial a México.
Mediante negociaciones pacíficas, unas veces, y por la fuerza de las armas, otras, lo cierto es que el expansionismo norteamericano en el siglo XIX no tuvo límites. Hacia el norte: Alaska. Hacia el sur: el Caribe. Y los océanos a los costados. Ese fue el resultado del “destino manifiesto”.
Los historiadores norteamericanos Allan Nevins (1890-1971) y Henry Steele Commager (1902-1998) afirmaron que “un proceso natural e inevitable condujo a la anexión de aquellos territorios a los Estados Unidos, proceso que expresa exactamente la frase destino manifiesto”.
Por “necesidades estratégicas” de defensa de Louissiana y de Florida los Estados Unidos incursionaron en el Caribe. “El archipiélago cubano —decía en 1823 el Secretario de Estado John Quincy Adams— es por su posición natural un apéndice del Continente norteamericano”. Lo cual indujo a Estados Unidos a participar en la guerra contra España en defensa de la libertad de Cuba, a fines del siglo XIX.
La emancipación cubana fue también, para los norteamericanos, cuestión del destino manifiesto. Adams creó una ingeniosa explicación de esta doctrina. Refiriéndose a la situación cubana expresó que “hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer al suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, e incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión norteamericana” (“Breve Historia de las agresiones de los Estados Unidos”, Angelo Colleoni, Agencia de prensa Orbis, Praga, 1983). Esta es la más lúcida explicación del “destino manifiesto”, que desde entonces ha estado siempre latente en la política exterior norteamericana.
El manifest destiny sirvió para cohonestar las expansiones territoriales de Estados Unidos —incluidas sus incursiones en el Caribe, la guerra contra México, la conquista de Texas, la intervención en las Filipinas y Guam, la toma de Puerto Rico, la invasión a Cuba, la promoción de la independencia panameña, la construcción del Canal de Panamá, la imposición de un protectorado económico sobre la República Dominicana y otras aventuras de la diplomacia norteamericana—, y para defender sus nuevas fronteras y preservar lo que el presidente Teodoro Roosevelt —quien gobernó entre 1901 y 1909— denominó la “sphere of influence” de Estados Unidos.
Muchas cosas se explican en función de esta doctrina.
La construcción de un canal por la zona angosta de Centroamérica, que uniera los dos océanos, formó parte naturalmente del destino manifiesto de los intereses norteamericanos en la región. Cuando el ingeniero francés Fernando de Lesseps obtuvo en 1878 la concesión del gobierno colombiano para construir el Canal de Panamá, los Estados Unidos calificaron al proyecto como “una intromisión no provocada en un campo en que los intereses generales de Estados Unidos deben ser considerados antes que los de ninguna potencia”. E iniciaron entonces los trabajos en Nicaragua para construir un canal propio. Pero entretanto la compañía francesa de Lesseps se declaró en bancarrota. Esto fue en 1889. Y entonces los norteamericanos adquirieron los derechos y bienes de la frustrada empresa canalera.
La independencia de Panamá en 1903 y su erección como un nuevo Estado, impulsados por el gobierno estadounidense al calor de las pretensiones separatistas que desde 1830 alentaron las provincias de Panamá y Veragua, favorecieron el proyecto norteamericano de construir el canal. Catorce días después de la fundación de la República de Panamá se suscribió el tratado Hay-Buneau Varilla, en virtud del cual los Estados Unidos obtuvieron la concesión para la construcción de la obra, el uso de ella a perpetuidad cuando esté terminada, el control jurisdiccional de la “zona del canal” y la autorización para instalar en ella bases militares para su defensa. Todo esto a cambio de una suma de dinero y del pago de una anualidad a Panamá.
La colosal obra de ingeniería fue inaugurada el 15 de agosto de 1914. La “zona del canal” —verdadero enclave dentro de territorio panameño— fue sometida a un régimen especial bajo el control norteamericano. Sin embargo, las protestas panameñas condujeron a la firma del tratado de amistad y cooperación de 1936, en el que se acordó un aumento de la participación panameña en los beneficios del canal y su defensa común. En 1955 se concluyó un nuevo tratado, que aumentó la anualidad debida a Panamá y la reducción de ciertos privilegios de los ciudadanos norteamericanos residentes en la zona del canal. Finalmente, después de muchas fricciones entre las autoridades norteamericanas del canal y el pueblo panameño, que fueron especialmente graves en 1964, el 7 de septiembre de 1977 se suscribieron los dos tratados denominados Torrijos-Carter, que entraron en vigor el primero de octubre de 1979, en los que se reconoció la soberanía de Panamá sobre la zona, se estableció el derecho de Estados Unidos a regular el tránsito de los buques por el canal, se confió su manejo a la entidad pública estadounidense denominada Comisión del Canal de Panamá, se estipuló el nuevo pago anual a favor del Estado istmeño por la explotación del canal, se determinó que el 31 de diciembre de 1999 terminaba la concesión y que Panamá asumía la plena y total administración del canal, con la obligación garantizar su neutralidad y de mantenerlo abierto al tránsito pacífico de los buques de todos los países, en igualdad de condiciones, lo mismo en tiempo de paz que de guerra.
En todo caso, lo que me interesa demostrar es que los manejos que se dieron en torno a la construcción y control del Canal de Panamá fueron también, sin duda, manifestaciones de la doctrina del destino manifiesto.
Y, por este orden, muchas otras cosas se pueden explicar, en el ámbito de la política exterior norteamericana del siglo XIX y principios del XX respecto de América Latina, en función de esta doctrina.
No se ha de confundir la doctrina del “destino manifiesto” con la del “destino definitivo” que fue sostenida por los estados del norte de la Unión americana para evitar que los barcos mercantes ingleses rompieran el bloqueo y abastecieran a los estados confederados del sur, durante la guerra civil de 1861 a 1865. Hay que anotar, como antecedente, que la Declaración de París de 1856, formulada al terminar la guerra de Crimea, proclamaba que “los bloqueos, para ser compulsivos, debían ser efectivos, es decir, mantenidos por una fuerza real suficiente para impedir el acceso a la costa del enemigo”. Pero este principio no fue eficaz en el caso norteamericano, porque los barcos mercantes que querían romper el bloqueo usaban los puertos neutrales británicos en las Bahamas como puntos de trasbordo de su carga hacia los puertos bloqueados. Lo hacían en naves más pequeñas y rápidas para eludir el bloqueo sin dificultades. Ante esa situación, el gobierno norteamericano aplicó a esos barcos la <doctrina del destino definitivo, en virtud de la cual se sintió autorizado para capturarlos en su ruta desde Londres o Liverpool hacia los puertos neutrales de las Bahamas y aprehender su carga.
Obviamente, esta doctrina es diferente de la del destino manifiesto.