Esta expresión significa la expansión de la producción y la productividad de un país a mediano y largo plazos, usualmente acompañada del aumento de los precios, de la masa de dinero en circulación, de los tipos de interés y de los beneficios de los empresarios, aunque no necesariamente de políticas sociales de distribución del ingreso.
El crecimiento constituye el objetivo principal de la política económica de un país, cualquiera que sea su carácter, con abstracción de las preocupaciones de orden social. Quiero decir que en términos fríamente económicos el crecimiento es la meta fundamental de la política económica, del mismo modo que el mejoramiento de las condiciones de vida y la justicia distributiva son las metas de la política social. Cuando se concilian estas dos políticas y se alcanza el crecimiento más la justa distribución de sus beneficios entre la masa social, se llega al >desarrollo económico, que es un concepto cuantitativo —mayor producción y productividad— y cualitativo —más justicia en el reparto y mejor calidad de vida para la comunidad—.
El crecimiento se mide por medio de métodos cuantitativos. Son los instrumentos estadísticos los que dan una noción de él, a partir de la información más o menos exacta y amplia del comportamiento de los <agentes económicos. Esto se refleja en la contabilidad nacional, o sea en el sistema contable de un país que permite una representación cuantitativa y simplificada de la marcha de su economía, que ha sido aplicada desde los tiempos de la tableau économique de Francisco Quesnay en 1758, que fue el primer ensayo dirigido a mostrar una visión de conjunto de la economía de un país.
Los indicadores más frecuentes para medir el crecimiento son el >producto interno bruto (PIB) y el producto nacional bruto (PNB). Ambos son indicadores esencialmente cuantitativos que suelen aplicarse a precios constantes para que los factores en un medio dinámico, en que los valores y los precios varían considerablemente, no conduzcan a falsas apreciaciones. Para eso las cifras deben deflactarse. Sin embargo, ellos no dan una visión exacta de los elementos cualitativos de la vida social, sobre todo si consideramos que el crecimiento generalmente entraña grandes costos sociales que son asumidos por amplios sectores de la población más pobre.
Consecuentemente, para saber si la riqueza de un país ha aumentado en el curso del tiempo en términos reales y no sólo nominales, es decir, si ella se ha incrementado independientemente de la variación temporal de los precios absolutos y relativos, es menester hacer la valoración con los mismos precios en los dos momentos.
El crecimiento, tomado como un proceso que se desenvuelve en el tiempo, obedece a determinadas fases características, que son la fase de preparación, la de >despegue y la del crecimiento sostenido y acumulativo. Así lo señalan los numerosos análisis que se han hecho sobre el tema. Los factores del crecimiento son los mismos que los de la producción: capital (altas tasas de ahorro e inversión), trabajo y tecnología, que se manejan y combinan a través de específicas políticas de crecimiento instrumentadas por los gobiernos en el marco de previsiones a mediano y largo plazos.
La medición del crecimiento —y esta es una de las diferencias con el desarrollo— no toma en cuenta el incremento de la población. El crecimiento no es, por tanto, el aumento de la producción por habitante, aunque que se hable de crecimiento per cápita —que resulta de la división de las cifras generales para el número de pobladores de un país— sino la expansión productiva global.
Algunos economistas incluso creen que el concepto de crecimiento es solamente aplicable a los países que han logrado su desarrollo —a los países desarrollados— pero no a los subdesarrollados. En la medida en que el progreso de éstos requiere cambios estructurales debe hablarse, como política económica deseable, del desarrollo antes que del crecimiento. Así debería entenderse, por ejemplo, la teoría del crecimiento expuesta por el economista norteamericano Simon Kuznets (1901-1985), en su libro “Modern Economic Growth” (1966), quien afirma que el crecimiento moderno es el resultado directo de los avances científico-tecnológicos alcanzados por los grandes países y señala las características que, en su opinión, van envueltas en los procesos de crecimiento económico. Entre ellas habla de la disminución del peso específico de las actividades primarias y del incremento significativo de los sectores secundario y terciario en el proceso de la producción, así como de las transformaciones que el crecimiento económico ha producido en las relaciones exteriores de los Estados en el marco de un creciente proceso de especialización internacional. Todo esto me hace pensar que el economista y profesor de Harvard, como muchos otros del área desarrollada del planeta, reservan el término crecimiento exclusivamente para las economías industriales, es decir, para aquellas que ya pasaron a una etapa superior.
Según su hipótesis, el crecimiento económico de los países desarrollados conduce a generar empleos, mejorar los salarios, incrementar la productividad y establecer una mejor distribución del ingreso, factores que determinan la disminución de las diferencias socio-económicas en la población.
Kuznets formuló en los años 50 del siglo XX la hipótesis de que, en las fases avanzadas del proceso de crecimiento económico de los países industriales, la disparidad de los ingresos per cápita tiende a disminuir.
Según esta hipótesis —conocida como la curva de Kuznets—, el crecimiento económico de los países avanzados conduce a generar empleos, mejorar los salarios, incrementar la productividad y establecer una mejor distribución del ingreso, factores que determinan la disminución de las diferencias socio-económicas en la población.
Kuznets habló de la letra “U” invertida para representar gráficamente la relación entre el crecimiento económico y la distribución del ingreso. Afirmaba el economista norteamericano que en las primeras etapas del crecimiento económico se produce un deterioro en la distribución de la renta, el cual es revertido después cuando se alcanzan mayores niveles de crecimiento.
Pero la realidad no siempre ha respaldado las afirmaciones del profesor de Harvard. Cada vez es mayor la disparidad de ingresos. Los sueldos de los altos funcionarios ejecutivos de las empresas privadas en el mundo desarrollado siguen un camino ascendente. Según el Informe Towers Perrin sobre remuneración total a escala mundial, en el año 2001 el ejecutivo máximo de una compañía industrial con ventas anuales por 500 millones de dólares ganaba un promedio de 1,9 millones de dólares por año en los Estados Unidos, que equivalían a 24 salarios de un obrero medio y eran casi tres veces más que la remuneración de los funcionarios empresariales británicos, alemanes o franceses del mismo nivel.
Pero esa disparidad aumenta constantemente. El proceso de concentración del ingreso es uno de los fenómenos envueltos en la globalización. Afirma Gonzalo Ortiz, en su obra “En el Alba del Milenio. Globalización y Medios de Comunicación en América Latina” (1999), que en 1950 el ejecutivo máximo de una gran empresa ganaba 20 veces más que un trabajador medio, que en 1960 ganaba 40 veces más y que a finales del siglo XX ganaba 187 veces más. “Algunos de esos ejecutivos —dice— alcanzan cifras verdaderamente obscenas: el máximo ejecutivo de la Walt Disney Co. se llevó entre sueldos y beneficios en 1995 más de 200 millones de dólares”.
En el nuevo siglo el proceso de concentración de los ingresos de los ejecutivos de las grandes empresas norteamericanas siguió adelante. El Instituto para Estudio de Políticas, con sede en los Estados Unidos, reveló que en el año 2004 los presidentes y directores ejecutivos de las grandes corporaciones —la Chevron, la ExxonMobil, la Pfizer, la Home Depot, la UnitedHealth y varias otras— ganaron 431 veces más que el ingreso promedio de un trabajador común.
Pero este era un fenómeno no sólo norteamericano sino del mundo desarrollado. La Autoridad Bancaria Europea (European Banking Authority), en su reporte de julio del 2013, afirmó que los ejecutivos bancarios de Inglaterra, España, Alemania y Francia fueron los mejor pagados de Europa en el año 2011, con sueldos anuales medios superiores a 2,4 millones de euros.
El profesor inglés Anthony Giddens, en su libro “La Tercera Vía” (2000), afirma también que bajo el neoliberalismo y la globalización “la acumulación de privilegios en la cúspide es imparable” y que “la brecha entre los trabajadores mejor pagados y peor pagados es mayor de lo que ha sido durante al menos cincuenta años”.
Esta enorme disparidad, que es parte de la esquizofrenia de la globalización, desmiente la hipótesis de Kuznets.
Otra versión del crecimiento ha formulado, en función de la competitividad de las economías, el Foro Económico Mundial —World Economic Forum—, que es una institución privada de investigaciones económicas internacionales con sede en Davos, Suiza. Después de ponderar ocho diversos factores eminentemente económicos ha establecido en función de ellos el “ranking” de los países. Tales factores son la potencia económica, la internacionalización de la economía, la política gubernamental, los rendimientos financieros, la infraestructura, la administración empresarial, la ciencia y tecnología y los recursos humanos. Desde mediados de los años 90 del siglo anterior, con base en el análisis de ellos, ha ordenado anualmente a los países en función de su competitividad mundial. Los Estados Unidos, Singapur, Japón, Hong Kong, Alemania, Suiza, Dinamarca, Holanda, Nueva Zelandia y Suecia van a la cabeza del escalafón. Todo ello a partir de tales factores, preponderantemente económicos, de los cuales ha estado enteramente ausente la consideración de la política social, de la distribución del ingreso, del desarrollo humano, del medio ambiente y de otros signos cualitativos de la vida comunitaria.
El crecimiento económico puede ser el resultado de la acción espontánea de las personas, espoleadas por su egoísmo y su afán de lucro individual. Sin planificación previa ni concierto, cada persona concurre al proceso productivo en búsqueda de su individual mejoramiento económico y la suma de esas acciones puede producir un crecimiento de la economía global. Pero el >desarrollo, entendido como el mejoramiento de la <calidad de vida de la población, no es ni puede ser un hecho espontáneo sino el resultado de la acción deliberada de la autoridad pública que, por medio de la >planificación y de arbitrios jurídicos, políticos y administrativos, presiona en favor de la distribución del ingreso, alienta o desalienta determinadas actividades económicas, fija prioridades, señala metas, asigna recursos y dispone la racional utilización de los factores productivos para obtener la producción, la productividad y la distribución socialmente óptimas.
Otros pensadores y analistas políticos, con la mirada puesta en el futuro del planeta, plantean el decrecimiento de la economía global como la única solución compatible con los permanentes intereses de la humanidad.
En orden a alcanzar el objetivo del decrecimiento, el economista ecuatoriano Alberto Acosta, en su trabajo “Decrecimiento, un reto a la imaginación” —que forma parte del libro “Decrecimiento, un vocabulario para una nueva era” (2015), cuyos trabajos representan, según se dice en su prólogo, una “alternativa a la acumulación capitalista”—, escribe que “el crecimiento económico no garantiza la equidad, ni la felicidad. Hay que desarmar, entonces, tanto la economía del crecimiento, como la sociedad del crecimiento. Y, simultáneamente, hay que construir otros patrones de producción y de consumo”. Agrega: “Si las economías, sobre todo en el Norte Global van a decrecer, su demanda de materias primas tenderá a disminuir. Por lo tanto, mal harían los países del Sur si siguen sosteniendo sus economías con crecientes exportaciones de materias primas. Entonces, también en estos países hay que abordar con responsabilidad el tema del crecimiento. Al menos aquí ya se ha entendido que el crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo”.
Afirman los investigadores Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa, en el mencionado libro: “Estas nowtopías desde las bases comparten cinco características. Primero, hay un desplazamiento de la producción para el intercambio a la producción para el uso. Segundo, hay una sustitución del trabajo asalariado por la actividad participativa voluntaria, lo que implica una desmercantilización y una desprofesionalización de la mano de obra. Tercero, siguen una lógica a través de la cual se favorece la circulación de bienes, al menos parcialmente, mediante un intercambio recíproco de ‘dones’ en lugar de la mera búsqueda de beneficio. Cuarto, a diferencia de la empresa capitalista, no tienen una dinámica integrada tendente a la acumulación y la expansión. Quinto, son resultado de procesos de ‘puesta en común’; las conexiones y relaciones entre los participantes conllevan un valor intrínseco en y por sí mismas. Estas prácticas son no capitalistas: disminuyen el papel de la propiedad privada y del trabajo asalariado. Son nuevas formas de procomún”.
Quienes sustentan estas tesis afirman que el sistema económico basado en el crecimiento ilimitado es insostenible. El cambio climático y los desórdenes del clima son fruto del crecimiento ilimitado que propugnan los sectores más dinámicos y enriquecidos del empresariado privado mundial, que están conduciendo al planeta hacia la catástrofe global. El desarrollo en el siglo XXI es un sistema “biocida”, es decir, un sistema que mata, que extermina la vida.
Con motivaciones tan generosas como utópicas, en la década de los 70 comenzó en Europa el debate sobre la fórmula del decrecimiento de la economía y en el año 2000 se inició en Lyon, Francia, el activismo y la militancia en torno al tema, ya que, según sus propulsores, las sociedades actuales viven “embrujadas” por el crecimiento. En julio del 2001 Bruno Clémentin y Vincent Cheynet, residentes en la ciudad francesa de Lyon, lanzaron la expresión “decrecimiento sostenible”. Y a principios del 2007 grupos ecologistas fundaron en Barcelona el colectivo Entesa pel Decreixement para luchar por la nueva tesis en búsqueda de la sanidad del planeta y de la seguridad de la vida humana. Y declararon su oposición frontal a todas las formas de capitalismo, que impulsan el crecimiento, la producción y el consumo ilimitados.
Ellos proponen el decrecimiento como la única solución para la conservación del equilibrio planetario y el desarrollo armónico de las especies humana, animal y vegetal.
Propugnan, por tanto, un cambio en el “metabolismo” social puesto que, según afirman los investigadores Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa —en su trabajo “Decrecimiento”, que forma parte del mencionado libro—, “la mercantilización, que es una parte esencial del crecimiento, está erosionando la sociabilidad y las buenas costumbres” y “el crecimiento es, además, ecológicamente insostenible” porque “con un crecimiento global continuo acabaremos sobrepasando la mayoría de los límites del ecosistema planetario”.
En consecuencia, sostiene el economista Acosta, “el buen vivir nos conmina a disolver el tradicional concepto del progreso en su deriva productivista y del desarrollo en tanto dirección única, sobre todo con su visión mecanicista de crecimiento económico”.
En este marco de ideas los partidarios del decrecimiento consideran que el ecologismo es insuficiente puesto que no va más allá de proponer el desarrollo sostenible —o sea el desarrollo que no dañe el medio ambiente— y que por tanto hay que tomar medidas más radicales.
Todo lo cual es verdadero. El desarrollo capitalista atropella la naturaleza y está generando grandes problemas al planeta y a su población. Los desechos y las sustancias contaminantes se echan a los ríos y a los mares o se acumulan en las zonas marginales de las comunidades empobrecidas. Pero todo eso obedece a la naturaleza egoísta del ser humano, que es la que le conduce a usos ecológicos sucios y poco eficientes que están carbonizando la Tierra. Todo lo cual responde a los intereses y conveniencias económicas de las capas sociales dominantes.
Pero esto no siempre toman en cuenta en sus análisis los intelectuales y activistas del decrecimiento. Por lo que hay una incompatibilidad de sus tesis con la realidad temperamental, volitiva y conductual del ser humano, que las torna de muy difícil o, acaso, imposible aplicación. El decrecimiento productivo acompañado de la reducción del consumo individual afectaría a las capas sociales dominantes, que se opondrían tenazmente a los movimientos políticos antidesarrollistas.