Se suele considerar a los pensadores ingleses Edmund Burke (1729-1797) y Michael Joseph Oakkeshott (1901-1990) como los teóricos del conservadorismo. Sin embargo, éste no constituye propiamente una ideología política —en el sentido de un pensamiento conservador sistemático—, sino un instinto de conservación del statu quo o del establishment desarrollado por “los que tienen qué perder” en la vida social.
Desde que en 1818 el escritor francés François-René de Chateaubriand bautizara a su periódico como “Le Conservateur”, la palabra empezó a extenderse en Europa para designar valores y cosas tan variadas como la creencia en el derecho divino de gobierno, el respeto sumiso a la tradición, la defensa de la propiedad privada, el orden social discriminatorio, el sometimiento del Estado a la iglesia, la educación confesional y otras categorías políticas y socioeconómicas que en cada momento de la historia formaron parte de las convicciones de las clases dominantes.
Según afirmó el escritor alemán Leopold Wagner en su libro “Names: and their meaning” (1891), la palabra “conservative” apareció en Inglaterra, en enero de 1830, en un artículo titulado “The Quarterly Review”, de donde la tomó y la adoptó el partido tory.
Se dice que una persona, partido, institución o gobierno profesa el conservadorismo o conservadurismo cuando asume una actitud de inmovilismo ante las demandas y retos de la sociedad.
Aunque hay un pensamiento conservador, un arte conservadora, una economía conservadora, una disposición de ánimo conservadora, el conservadorismo no es realmente una doctrina política sino una actitud ante la vida social. Los individuos y grupos que la asumen se empeñan en mantener todo intocado y en apuntalar un orden social que les es generoso en privilegios. Despliegan toda clase de arbitrios para detentar el poder y, por este medio, blindar los intereses económicos de las clases y capas sociales dominantes. Su actitud es que nada cambie, que todo siga igual. Su pensamiento es que las cosas son eternas y que el mundo es un almacén de cosas acabadas. ”Vivir es para ellos —decía Ortega y Gasset— un simple dejarse ir de un minuto al siguiente, en puro abandono, sin reacción íntima ni toma de actitud ante dilema alguno “.
El conservadorismo es la tenaz y militante oposición a todo cambio en las formas de organización social que pudiera poner en peligro los intereses económicos, los usos, las convicciones y el estilo de vida de los grupos altamente situados en la pirámide social, eficazmente blindados por el orden jurídico y político imperante. Esos grupos mantienen un irrevocable compromiso con los valores de la sociedad tradicional que, desde su punto de vista, son valores eternos y necesarios. El conformismo es su signo. La inercia es su fuerza. Su programa es que nada cambie, que todo siga igual, que el orden tradicional de privilegios se mantenga. A veces hacen concesiones tácticas y aceptan pequeñas modificaciones para asegurar la permanencia de las estructuras fundamentales. O sea que incurren en el “gatopardismo”: cambiar algo para que las cosas sigan iguales, tal como lo proclama reiteradamente el personaje de la novela "il Gattopardo" del escritor siciliano Giuseppe Tomasi.
El >gatopardismo es la filosofía de quienes piensan que es preciso introducir reformas cosméticas en la organización social para que todo siga igual.
Obviamente, en el fondo de la actitud conservadora gravitan intereses económicos y sociales concretos. El conservadorismo es la expresión política de las clases o capas sociales dominantes, que ocupan un lugar de privilegio en la ordenación social y que, por tanto, no desean cambio alguno que pudiera poner en peligro su posición hegemónica, sus intereses económicos, sus valores morales, sus usos y costumbres sociales y su modo de vida, tan generosamente protegidos por el orden social imperante.
Esta actitud recibe el nombre de derecha en el vocabulario político convencional, en contraposición con la izquierda que es la vocación de cambio social. Su expresión táctico-política se da con los partidos conservadores o “partidos del orden”, como también se llaman, en recuerdo del que, bajo el liderato del General Baraguay d’Hilliers, defendía las prerrogativas de la monarquía en la Asamblea Francesa de vísperas de la Revolución.
Cualquiera que sea su denominación específica o su apodo comarcano: fachas en España, tories en Inglaterra, schwarzen en el sur de Alemania, momios en Chile, godos en Colombia, curuchupas en Ecuador, tutumpotes en la República Dominicana, mochos en México, fachos en Uruguay, pelucones en algunos países, cachurecos en Honduras y Guatemala, orejudos en Buenos Aires, lomos negros en otras provincias argentinas, saquaremas antiguamente en Brasil, rosqueros en la Bolivia revolucionaria de los años 50, los partidos conservadores consagran todos sus esfuerzos, horas y energías a preservar la sociedad tradicional y a montar guardia sobre los privilegios de las minorías aventajadas.
El conservadorismo, en materia religiosa, estuvo generalmente unido con el catolicismo más añejo —el catolicismo preconciliar— que, con su célebre teoría del altar y del trono, defendió en su momento la monarquía y se valió de la influencia de la Iglesia, que entonces era mucha, para mantener un orden social injusto. En los pueblos orientales ese conservadorismo está profundamente arraigado en las dos principales ramas del islamismo: la chiita y la sunita que, bajo sus regímenes teocráticos, insisten en vincular la religión con la política y se oponen militantemente al >laicismo como concepción estatal, impugnan la separación de la iglesia y el Estado y tratan de instrumentar la religión en su beneficio político y económico.