El ideólogo fascista italiano Corrado Gini (1884-1965), autor de “Las bases científicas del fascismo” (1927), ideó el denominado “coeficiente de Gini” como fórmula de medición de la desigualdad de ingresos entre los miembros de una sociedad. La fórmula consiste en un número entre “0”, que señala la igualdad absoluta en la distribución de los ingresos, y “1”, que denota que una sola persona acapara todos los ingresos sociales, es decir, la desigualdad absoluta.
Me explico mejor. Si el coeficiente fuera “0” la igualdad en la distribución del ingreso sería completa, o sea que todos los individuos tuvieran la misma renta, circunstancia que por supuesto es un imposible físico, económico y político. Esa igualdad no existe ni puede existir en lugar alguno. Lo que puede haber son aproximaciones mayores o menores a esa cifra ideal. Lo mismo ocurre con el otro extremo del coeficiente. La fórmula “1”, que es impensable en la realidad, señalaría que todos los ingresos de la sociedad fueran a parar al patrimonio de una sola persona. Cosa que es igualmente imposible. Lo que se da en la realidad social son aproximaciones o alejamientos de esa cifra de ficción.
Aunque la fórmula de Gini fue creada originalmente para medir la desigualdad de ingresos, se la ha utilizado por organismos y entidades internacionales para cuantificar cualesquiera otras formas de inequidad social o de injusta distribución de bienes y servicios.
Sin embargo, hay que tener claro que esta fórmula es relativa ya que, paradójicamente, puede haber equidad en la pobreza o en la riqueza. De modo que sus índices, aunque aparezcan muy elevados en el orden de la igualdad, no reflejan necesariamente bienestar de una comunidad, ya que países muy pobres pueden tener su pobreza muy bien distribuida entre la población, en cuyo caso los indicadores de Gini serían muy altos, aunque sea muy baja la calidad de vida de sus habitantes. Hay varios países en esta situación: su bajísimo ingreso está equitativamente distribuido.
De todas maneras, no deja de sorprender que este indicador social provenga de un ideólogo del fascismo, dada la falta de sensibilidad hacia la desigualdad que caracterizó a esa doctrina política y a los actos que, en su nombre, se ejecutaron.
Haciendo uso de la fórmula de Gini, el Informe de Desarrollo Humano del PNUD (2005) señaló que, en el un extremo, Namibia tenía en ese año el coeficiente de 0,707, que representaba una situación de enorme desigualdad, Brasil 0,593, Chile 0,571, México 0,546, Argentina 0,522, Venezuela 0,491, China 0,447, Estados Unidos 0,408, Rusia 0,390, Portugal 0,385, Italia 0,360, Francia 0,327, España 0,325, Alemania 0,283, Suecia 0,250, Japón 0,249 y Dinamarca, en el otro extremo, 0,247, que indicaba la situación de mayor equidad en la distribución del ingreso.
Una década más tarde, independientemente de las cifras de su producto interno bruto (PIB), los quince países menos desiguales en el año 2014, según el coeficiente de Gini, fueron: Islandia 0.227, Noruega 0.235, Eslovenia 0.250, República Checa 0.251, Suecia 0.254, Finlandia 0.256, Bélgica 0.259, Eslovaquia 0.261, Holanda 0.262, Austria 0.276, Dinamarca 0.277, Malta 0.277, Hungría 0.286, Luxemburgo 0.287 y Suiza 0.295.
Los diez más desiguales: Lesoto 0.632, Sudáfrica 0.631, Botsuana 0.630, Sierra Leona 0.629, República Centroafricana 0.613, Namibia 0.597, Haití 0.592, Honduras 0.577, Zambia 0.575 y Guatemala 0.551.
A la luz del coeficiente de Gini, Latinoamérica es la región de mayores disparidades sociales y económicas del mundo. A comienzos de este siglo la fórmula de Gini marcaba para el conjunto de la región valores que significaban que el 10% más rico de la población tenía alrededor de 84 veces más recursos que el 10% más pobre y que, en cifras globales, el 20% más pobre de la población latinoamericana recibía apenas el 3,3% del ingreso nacional mientras que el 20% más rico se llevaba el 57,9%. Lo cual demuestra, de acuerdo con la fórmula de Gini, la enorme desigualdad que impera en América Latina a pesar de los avances en el ingreso per cápita, el mejoramiento del índice de esperanza de vida y la disminución de las cifras del analfabetismo. Incluso en países que lograron importantes tasas de crecimiento no se logró reducir los niveles de desigualdad y eso profundizó la pobreza en amplios segmentos de la población. Se profundizaron las asimetrías en los ámbitos del trabajo, la educación, la vivienda, los servicios básicos, la distribución de la tierra, el acceso al crédito y otros elementos de la vida social. Todo lo cual alimentó la proverbial desigualdad de los países latinoamericanos, agravada en los últimos años por las asimetrías generadas por la revolución digital, es decir, por las brechas entre los sectores sociales en función de su acceso a las tecnologías de la información.
La fómula de Gini señala índices escandalosos de alrededor de 0,9 en el acceso a la tierra laborable en algunos países latinoamericanos —México, Chile, Paraguay, por ejemplo— y a los servicios de la educación básica dentro de la sociedad del conocimiento, en la que la información se ha convertido en el principal factor de la producción, productividad y competitividad.
De acuerdo con el coeficiente de Gini, los diez países más desiguales en América Latina y el Caribe durante el año 2014 eran: Haití 0.592, Honduras 0.577, Guatemala 0.551, Colombia 0.535, Paraguay 0.532, Chile 0.521, Panamá 0.519, Brasil 0.519, Costa Rica 0.503 y Ecuador 0.485.
Según la hipótesis del economista norteamericano Simon Kuznets (1901-1985) —conocida como la curva de Kuznets—, el crecimiento económico, en sus etapas avanzadas, conduce en los países industrializados a generar empleos, mejorar los salarios, incrementar la productividad y establecer una mejor distribución del ingreso, factores que determinan la disminución de las diferencias socio-económicas en la población, es decir, el aumento de los índices de equidad en los términos del coeficiente de Gini.
Sin embargo, la hipótesis de Kuznets ha sido desmentida por la realidad puesto que avanza en el mundo un proceso de concentración del ingreso. El profesor inglés Anthony Giddens, en su libro “La Tercera Vía” (2000), afirma que bajo el neoliberalismo y la globalización “la acumulación de privilegios en la cúspide es imparable” y que “la brecha entre los trabajadores mejor pagados y peor pagados es mayor de lo que ha sido durante al menos cincuenta años”. Según el Informe Towers Perrin sobre remuneración total a escala mundial, en el año 2001 el ejecutivo máximo de una compañía industrial con ventas anuales por 500 millones de dólares ganaba un promedio de 1,9 millones de dólares por año en Estados Unidos, que equivalían a 24 salarios de un obrero medio y eran casi tres veces más que la remuneración de los funcionarios empresariales británicos, alemanes o franceses del mismo nivel. El Instituto para Estudio de Políticas, con sede en los Estados Unidos, reveló que en el año 2004 los presidentes y directores ejecutivos de las grandes corporaciones —la Chevron, la ExxonMobil, la Pfizer, la Home Depot, la UnitedHealth y muchas otras— ganaron 431 veces más que el ingreso promedio de un trabajador.
Esta grande e indetenible disparidad, que es parte de la esquizofrenia de la globalización, desmiente la hipótesis de Kuznets.
Otro de los métodos desarrollados para la medición de la pobreza y de la injusta distribución del ingreso es el Atkinson Index —llamado también Atkinson Inequality Measure—, que es un sistema de evaluación de la inequidad del ingreso desarrollado por el economista inglés Anthony Barnes Atkinson en 1970, que clasifica y ordena a los países del mundo en función de los ingresos que perciben sus respectivas poblaciones.