Desde que los romanos utilizaron la palabra auctoritas se abrió un capítulo complejo en la teoría política y, en general, en la tradición cultural de Occidente. En su sentido más amplio, es el derecho de mandar, dirigir, tomar decisiones, dar órdenes o dirimir conflictos que ostenta una persona respecto de otras en el ámbito del sistema de relaciones humanas en que se desenvuelve. Usualmente la autoridad se basa en la ley pero ésta no es su único fundamento. La autoridad emana también del prestigio de una persona, de la rectitud de su vida, de la eminencia de sus virtudes, de su sabiduría, de su >carisma. Todo esto la vuelve respetable. Y aquí reside la fuente primordial de la autoridad. Esto se desprende del origen mismo de la palabra. “La autoridad es el crédito de la majestad: con ella hace más en sus súbditos, que con el poder, armas y suplicios”, decía el viejo "Diccionario de Autoridades" preparado por la Real Academia Española en acatamiento a la orden del rey Felipe V de España y editado en el año 1726.
Normalmente se utilizan como sinónimos los conceptos autoridad y >poder. Pero, aunque con frecuencia marchan juntos, no se confunden. Y es conveniente destacar sus diferencias. Tiene autoridad quien puede dar eficacia moral a las determinaciones de su voluntad. La autoridad es fundamentalmente una fuerza moral. En cambio, el poder es más una fuerza material. Tiene poder quien puede imponer su voluntad, hacerse obedecer o demandar acatamiento, dentro o fuera de la ley y aun en contra de ella. El poder se funda en la fuerza que constriñe. La autoridad, en la razón que obliga moralmente la voluntad. El poder se basa en la intimidación en tanto que la autoridad se apoya en la persuasión. El dinero tiene poder pero no autoridad, el tirano o el usurpador ejerce poder pero carece de autoridad. En el maestro o en el padre de familia, en cambio, su poder está en su autoridad moral. El poder es un elemento fáctico mientras que la autoridad es un factor ético-normativo.
Quien tiene autoridad no necesita acudir a la amenaza, a la coacción ni a la coerción para que sus informaciones sean creídas, sus peticiones atendidas, sus consejos observados y cumplidas sus disposiciones. La credibilidad, la autenticidad, la persuasión, la legitimidad y la obediencia le son inherentes y se conjugan plenamente con la dialéctica de la libertad dentro de la vida social.
No es nueva la distinción entre potestas y auctoritas: tiene la primera aquel que, independientemente del asentimiento de los sometidos, es capaz de determinar la acción de ellos a través de una orden y, si es preciso, de la aplicación de medios coactivos; y tiene auctoritas quien puede condicionar la acción de los demás en virtud de que reconocen en él un ascendiente moral o una cualidad valiosa. La potestas es impuesta, se debe a factores exógenos, llámense ley o fuerza pública o tribunales, mientras que la auctoritas es intrínseca, espontánea, reconocida y, por tanto, dependiente de cualidades personales que no pueden reducirse al esquema racional de una competencia jurídicamente reglada.
La autoridad es un elemento común a todas las sociedades —o sea al Estado y a las asociaciones menores— e incluso a las relaciones interpersonales, mientras que el poder es un atributo exclusivo de las sociedades políticas. En lo que al Estado se refiere, lo lógico es que estos dos elementos del mando social marchen juntos: que la autoridad haga uso del poder cuando lo requiera y que el poder refuerce la autoridad. Pero no siempre ocurre así. Eventualmente la autoridad y el poder entran en contradicción cuando el mando es arbitrario o carece de legitimidad. Esto ocurre en las >dictaduras. Tienen ellas poder para hacerse obedecer pero no autoridad para obligar moralmente a la obediencia. Lo cual me recuerda las célebres palabras con las que de don Miguel de Unamuno, Rector de la Universidad de Salamanca, increpó al torvo general falangista Millán de Astray, quien gritó “¡abajo la inteligencia, viva la muerte!” en el anfiteatro universitario a comienzos de la guerra civil: ”venceréis pero no convenceréis, porque para vencer tenéis la fuerza pero para convencer os hace falta la razón”.
El concepto de autoridad es más amplio que el de poder. Poseen autoridad las organizaciones religiosas, científicas, artísticas, deportivas y muchas otras que operan en el territorio de un Estado, mientras que sólo éste tiene poder. El poder es un atributo exclusivo del Estado. Quiero decir con esto que hay diversas clases de autoridad: moral, intelectual, científica, religiosa, etc., como la del médico sobre el paciente, la del padre sobre los hijos, la del piloto sobre los pasajeros, la del experto en cualquier ciencia o arte sobre los que desconocen sus principios, la del sacerdote sobre los feligreses. Pero sólo el Estado tiene poder, puesto que es el único que puede hacer uso de la fuerza para hacerse obedecer.
Las otras autoridades son puramente morales y descansan en el consenso de las personas. Una iglesia o un club deportivo o social sólo tiene la autoridad que sus miembros le reconocen. Ninguno de ellos —que son sociedades de naturaleza especial— puede reclamar obediencia por la fuerza. Disponen solamente de autoridad y no de poder. Al Estado le está reservado el monopolio de la coacción física legítima. Pero la autoridad de esas sociedades especiales, que se ejerce por la permisión del Estado, toca tangencialmente la vida política y en esa medida nos interesa.
No puede haber una sociedad humana, por pequeña y rudimentaria que sea, que no posea un conjunto de órganos directivos. Un grupo cualquiera, que encierra tantas y tan dispersas voluntades particulares, no pudiera operar sin un sistema de autoridades que condensara el querer general y lo convirtiera en actos concretos de gobierno. Con mayor razón el Estado, que es la más compleja de las sociedades, necesita autoridad y poder para poner orden en el grupo y para articular los esfuerzos aislados y diseminados de sus miembros y dirigirlos hacia la consecución de las metas comunes. Los únicos que discrepan de esta afirmación son los anarquistas, pero el <anarquismo es una utopía. Una generosa y poética >utopía.
La sociedad política ha requerido siempre un sistema de autoridad, cualquiera que este sea. Ni en la dimensión histórica ni en la de las realidades actuales es posible encontrar sociedades políticas que hayan podido prescindir de la autoridad y del poder. Desde la >horda primitiva, gobernada por el más fuerte, hasta el >Estado moderno, en que se ha producido la >institucionalización del poder, todas las sociedades humanas que registra la historia han tenido alguna fórmula disciplinal y de conducción. La autoridad responde a una necesidad social. Han cambiado a lo largo de los tiempos los métodos para ejercerla —desde el autoritarismo personal de los hechiceros de remotos tiempos hasta la autoridad impersonal de la ley en nuestros días— y han cambiado también las ideas o las representaciones en nombre de las cuales se ejerció la autoridad —desde las teorías del derecho divino hasta las de la voluntad popular— pero ella ha sido un elemento constante en la organización de las sociedades.
Han cambiado también, en las diversas épocas, las ideas legitimadoras de la autoridad. En las culturas rudimentarias la fuerza fue el factor legitimador de la autoridad. Después fue la idea de que el gobernante era el representante de dios en la Tierra la que justificó el ejercicio del poder. Las tendencias fascistas fundaron su poder en la teoría de la “predestinación” y del “derecho” de las >elites a gobernar. La doctrina marxista habló de una legitimidad de clase. El pensamiento democrático funda el ejercicio de la autoridad en la voluntad mayoritaria de la comunidad. Son diferentes formas de legitimar el derecho a mandar, que dependen de las concepciones culturales imperantes en cada tiempo y lugar.
Una de las características del poder político o autoridad política es que embriaga, droga, dopa o enferma a algunos de quienes lo ejercen, pero también, según afirma el político laborista, neurólogo y escritor inglés David Owen en su libro "In Sickness and in Power" (2009), las enfermedades físicas o mentales de los gobernantes distorsionan, limitan o deterioran su rendimiento y acciones en el ejercicio del mando político.
Owen se refiere a las enfermedades padecidas pública o secretamente por algunos gobernantes —jefes de Estado o jefes de gobierno— de varios países del mundo en el curso del siglo XX —entre el año 1901 y el 2007, para ser precisos—, enfermedades físicas o mentales que distorsionan, limitan o deterioran el rendimiento y las acciones de quienes las sufren en el ejercicio del poder, cuyos síntomas se manifiestan y agudizan bajo la presión de acontecimientos dramáticos que les sobrevienen.
Tales fueron los casos, entre muchos otros, del primer ministro británico Anthony Eden y del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser durante la crisis de Suez en 1956 —gravísima confrontación internacional que puso en peligro la paz del mundo—, desencadenada con el discurso pronunciado el 26 de julio de ese año por el presidente egipcio, en el que, presionado por graves acontecimientos, anunció la nacionalización del Canal de Suez y la expulsión de las tropas británicas de su territorio como respuesta a la decisión del presidente norteamericano Dwight Eisenhower —apoyada por el gobierno británico del primer ministro Anthony Eden— de dejar sin efecto la ofrecida asistencia financiera para la construcción de la nueva presa de Aswán en Egipto. Aquella fue una de las graves confrontaciones de la guerra fría y desencadenó la invasión militar anglo-francesa a la zona del canal en coordinación con las fuerzas armadas de Israel, que ocuparon la península del Sinaí el 29 de octubre de 1956.
Sin ocultar su animadversión al poder político, que según él genera frecuentemente "estupidez, obstinación o irreflexión" en los actos de gobierno, Owen sostiene que los gobernantes, con demasiada frecuencia, sufren la "incapacidad para cambiar de dirección porque ello supondría admitir que se ha cometido un error". Por lo cual "las sociedades democráticas, en especial las que han evolucionado a partir de las monarquías absolutas, han desarrollado sistemas de controles y equilibrios para tratar de protegerse contra esos dirigentes". Y lo dice quien en los años 70 del siglo anterior formó parte como ministro de Estado de los gobiernos presididos por Harold Wilson y James Callaghan en Inglaterra y además fue fundador y líder del Social Democratic Party.
Analiza Owen la depresión, megalomanía, narcisismo, mesianismo, hipomanía, trastornos bipolares I y II, esquizofrenia, euforia, irritabilidad, agresividad, distracción y falta de concentración, alcoholismo, abuso de fármacos, falta de contacto con la realidad, aislamiento y otros desarreglos sufridos por ciertos gobernantes. Y menciona a Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Adolfo Hitler, Benito Mussolini, Dwigh Eisenhower, Nikita Khruschov, John Kennedy, Charles de Gaulle, Gamal Abdel Nasser, Lyndon Johnson, Mao Tse Tung, Richard Nixon, Muhammad Reza Pahlevi, Margaret Thatcher, Boris Yeltsin, Ariel Sharon, George W. Bush, Tony Blair, entre otros muchos gobernantes con distintos desajustes de conducta en diversos lugares, épocas y circunstancias.
Y en el capítulo 8 de su libro, según afirma, entra a "considerar algunas de las maneras en que la sociedad puede protegerse de las consecuencias de las enfermedades padecidas por Jefes de Estado y de Gobierno".