Es un discurso o proclama, generalmente corto, de subidos tonos emocionales, que busca enardecer los ánimos de la gente e impulsarla hacia la acción. Se dirige más al sentimiento que a la reflexión. Lleva siempre una gran carga emotiva puesto que se propone no solamente comunicar ideas sino principalmente transmitir emociones. Habla a las fibras más sensibles del espíritu y para ello suele invocar lo más querido de los valores y tradiciones nacionales.
La arenga por antonomasia fue la que pronunció un joven y noble contrarrevolucionario francés en los disturbios de marzo de 1793 contra la Convención que había condenado a muerte al rey Luis XVI, que casi llevaron a una guerra civil a Francia. Enrique de Larochejacquelein, a sus 23 años, se presentó ante los insurgentes comandados por Catalineau y, lleno de emoción, les dijo: “¡soy un muchacho, pero con mi valor me mostraré digno de mandaros. Si marcho adelante, seguidme; si retrocedo, matadme; si muero, vengadme!”. Con estas palabras encendió la exaltación realista y religiosa de los vendeanos que se lanzaron al combate en nombre de dios y de Luis XVII, cantando letanías y tedéums.
La arenga acompaña casi siempre a la oratoria de masas, que es vibrante, arrebatada, arrolladora, persuasiva, estruendosa, gesticulante y está compuesta de conceptos y palabras simples. El gran orador de masas tiene gestos de domador. La gesticulación posee una gran importancia en este tipo de oratoria: los brazos y los dedos son antenas de comunicación y de elocuencia. A través de los enérgicos ademanes del orador llegan las ideas, las fantasías y las emociones a la multitud.
Hay cierta inevitable dosis de histrionismo en este género retórico.
Con sus palabras, el orador de masas, al decir de José Ortega y Gasset (1883-1955), sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas.
La oración de masas debe ser tanto más simple cuanto mayor sea el tamaño de la muchedumbre. La afirmación rotunda y la repetición frecuente son sus armas. A la multitud no le impresionan las ideas eclécticas: ve en ellas un síntoma de vacilación o cobardía. Tiende rápidamente a los extremos. La sospecha respecto de algo o de alguien se transforma bruscamente en odio contra ellos. Esto fuerza al orador que quiere seducirla a abusar de las afirmaciones contundentes.
Si bien todos los géneros de oratoria buscan motivar a la gente, en la oratoria de masas la motivación es uno de sus componentes esenciales. Es su razón de ser. El efecto deseado de la oratoria de masas es penetrar con conceptos simples y unívocos en las zonas del subconsciente, donde se elaboran los motivos de la conducta del hombre.
Todos los grandes líderes de la historia utilizaron las arengas para mover y conmover a sus seguidores. Demóstenes, Esquines y Cicerón pronunciaron magníficas arengas. Las arengas de Bolívar alcanzaron celebridad. Fueron maravillosas las de Napoleón (1769-1821) a sus tropas. Jamás se había hablado a los soldados un lenguaje semejante. Napoleón les electrizaba. Revolvía sus mentes, enloquecía su imaginación.
El día en que sus soldados llegaron a la llanura de las pirámides de Egipto cuando despuntaba el alba, bajo las inmensas sombras que proyectaban esos colosales monumentos de piedra, ordenó hacer un alto al avance de sus tropas y ante sus soldados sobrecogidos por lo que miraban, exclamó: “Desde lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos de historia os contemplan…”
En la campaña de Italia, a su entrada a Milán, inflamó el valor de sus soldados cuando les dijo: “Os habéis precipitado como un torrente desde lo alto de los Apeninos. Habéis libertado al Piamonte, Milán es vuestro. Vuestro pabellón ondea en toda la Lombardía. Habéis atravesado el Po, el Tesino, el Adda, esos tan decantados baluartes de la Italia. Vuestros padres, vuestras madres, vuestras esposas, vuestras hermanas, vuestras amantes se regocijan de vuestros triunfos y blasonan con orgullo de perteneceros. Sí, soldados, mucho habéis hecho, pero ¿no os queda ya por ventura nada que hacer? ¿Os acusará la posteridad de haber hallado a Capua en la Lombardía? ¡Marchemos! ¡Todavía tenemos marchas forzadas que emprender, enemigos que domar, laureles que recoger e injurias que vengar!
En la batalla de Marengo dijo a sus tropas: “Hemos retrocedido demasiado y ahora llega el momento de avanzar. Acordaos que mi costumbre es dormir en el campo de batalla”.
Después de abdicar en 1814, cuando Europa entera se coligó contra él a raíz del fracaso de su campaña contra Rusia, al despedirse de la guardia imperial en el patio del palacio de Fontainebleau, Napoleón arengó a los soldados de esta manera: “Me despido de vosotros. Hace veinte años que constantemente os he encontrado en el camino del honor y de la gloria. En estos últimos tiempos, como en los de nuestra prosperidad, no habéis dejado de ser el modelo de fidelidad y de valor. Con hombres como vosotros nuestra causa no estaba perdida pero la guerra hubiera sido interminable, la guerra civil hubiera hecho a la Francia desgraciada. He sacrificado, pues, nuestros intereses a los de la Patria. Marcho. Vosotros, amigos míos, continuad sirviendo a la Francia: su honor era mi único pensamiento y siempre será el objeto de mis votos. ¡No sintáis mi suerte! Si he consentido en vivir, ha sido para servir todavía a nuestra gloria. Quiero escribir las grandes cosas que hemos hecho juntos. ¡Adios, hijos míos! Quisiera estrecharos a todos contra mi corazón. Que abrace al menos a vuestro general y a vuestra bandera. ¡Traedme las águilas! Queridas águilas: que este último beso resuene en el corazón de todos mis soldados”.
De regreso de su destierro en la isla de Elba en 1815, Napoleón llegó a Francia y marchó sobre París tras vencer a las tropas enviadas para capturarlo. En París, mientras era apuntado por los soldados con sus fusiles, exclamó: “Si hay uno entre vosotros, uno solo, que quiera matar a su general, a su emperador, puede hacerlo. ¡Heme aquí! Vengo acompañado de un puñado de valientes y cuento con vuestra cooperación y la del pueblo. El trono de los borbones es ilegítimo puesto que no está cimentado en las simpatías de la nación. Preguntad a vuestros padres, interrogad a estos valientes campesinos, y sabréis la situación verdadera de las cosas. ¡Os dirán que se ven amenazados por la vuelta de los diezmos, de los privilegios, de los derechos feudales y de todos los abusos de que los habían librado vuestras victorias!”
En la plaza de Carrousel en París, 1815, Napoleón se dirigió a los soldados en estos términos: “La gloria de nuestra empresa pertenece toda al pueblo y a vosotros, y a mí sólo me está reservada la de haberos conducido”.
El Libertador Simón Bolívar, en el cuartel general de Valencia el 9 de octubre de 1813, después de las victoriosas batallas de Bárbula y Trincheras contra “esas bandas de mercenarios que los tiranos de España enviaron a inmolar al filo de vuestra espada”, exclamó:
“¡Soldados: nuestra armas libertadoras han vengado a Venezuela, inmolando a los tiranos que tan pérfidamente la engañaron para sacrificarla a sus miras de ambición y avaricia. La sangre de estos monstruos apacigua el clamor de los manes de nuestras víctimas: ya ellas están satisfechas y el honor nacional vindicado. Mas nuevas glorias os esperan en los campos de Coro, Maracaibo y Guayana; partid, pues, a liberar a vuestros hermanos que gimen bajo el yugo español!”.
José de San Martín (1778-1850), el libertador de Argentina, Chile y Perú, general en jefe del Ejército de los Andes, en una arenga pronunciada al amanecer del 5 de abril de 1818, momentos antes de librar la victoriosa batalla de Maipú que aseguró la independencia de Chile, dijo a sus tropas: “El Sol que asoma en la cumbre de los Andes va a ser testigo del triunfo de nuestras armas”.
El joven mariscal venezolano Antonio José de Sucre (1795-1830), héroe de la independencia hispanoamericana, lanzó su célebre arenga a Caracas: “Recordáis tantas victorias cuantas cicatrices adornan el pecho de vuestros veteranos. Ayer asombrásteis al remoto Atlántico en Maracaibo y Coro; hoy los Andes del Perú se humillarán a vuestra intrepidez. Vuestro nombre os manda a todos ser héroes. Es el de la Patria del Libertador, el de la ciudad sagrada que marcha con él al frente de la América. ¡Viva el Libertador! ¡Viva la cuna de la libertad!”
Durante su campaña por la unificación e independencia de Italia, Giuseppe Garibaldi (1807-1882) se dirigió a sus tropas después de la batalla de Calatafimi en 1860: “¡Soldados de la libertad italiana: con unos compañeros como vosotros puedo intentarlo todo. Confiaba en vuestras bayonetas y veo que no me he engañado. Deplorando esta dura realidad de combatir contra soldados italianos, confesemos que hemos encontrado en ellos una resistencia digna de mejor causa, lo cual debe llenarnos de regocijo porque este valor es una prueba de lo que podremos hacer cuando estemos todos reunidos bajo la gloriosa bandera de la redención. Mañana celebrará el pueblo italiano la fiesta de vuestra victoria. Vuestras madres y vuestras prometidas están ya orgullosas de vosotros; mañana caminarán con la cabeza alta y la frente radiante!”.
En el curso de la guerra civil española se pronunciaron heroicas arengas tanto en las filas republicanas como en las franquistas. El 12 de octubre de 1936, durante el acto solemne con que la Universidad de Salamanca conmemoraba el descubrimiento de América —con la asistencia de las autoridades universitarias, el obispo de Salamanca, doña Carmen Polo de Franco, esposa del “generalísimo”, y varios otros invitados—, el general José Millán Astray, primer jefe de la Legión, gritó de pronto durante su discurso: “¡viva la muerte!”, que era la consigna legionaria, y “¡abajo la inteligencia!”. Miguel de Unamuno, Rector de la Universidad, protestó por esos gritos, se puso de pie y le replicó: “venceréis pero no convenceréis, porque para vencer os sobra la fuerza bruta pero para convencer os falta la inteligencia”.
Como contrapartida, vale la pena citar también la arenga del general falangista José Moscardó a su hijo, tomado como rehén por las tropas republicanas para lograr la capitulación del Alcázar de Toledo que estaba bajo su mando. Las milicias republicanas sitiaron la gigantesca fortaleza y demandaron su rendición. Moscardó se negó a hacerlo. El asedio duró diez semanas. El Alcázar se quedó sin alimentos y sin agua. En esas circunstancias, el jefe de las milicias republicanas llamó por teléfono al coronel Moscardó para informarle que tenía prisionero a su hijo Luis y que, si no rendía el Alcázar, sería fusilado. Acto seguido puso al teléfono al joven, quien dijo a su padre que estaba en poder de los republicanos y que le amenazaban con fusilarlo si no entregaba el Alcázar. “Hijo: encomienda tu alma a Dios, grita ‘arriba España’ y muere como un patriota”, le contestó su padre. El muchacho fue fusilado.
Célebres fueron las arengas de la diputada comunista Dolores Ibárruri (1898-1989) —mejor conocida como “la pasionaria”— durante la etapa final de la guerra civil española de 1936 a 1939. Ella difundía por la radio las heroicas consignas de “¡no pasarán!” y “¡antes morir de pie que vivir de rodillas!” para elevar el ánimo de los combatientes republicanos antifascistas.
El heroico presidente chileno Salvador Allende (1908-1973), militante del partido socialista, resistió hasta el final con admirable y ejemplar gallardía el ataque de los artilleros, la infantería y la aviación al palacio presidencial de La Moneda el 11 de septiembre de 1973, bajo la órdenes de Augusto Pinochet, y en su última proclama por la radio al pueblo de Chile, cuando todo estaba perdido, expresó: “¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo”.