Es la persona que carece de >nacionalidad, o sea del vínculo jurídico-político que le liga a un Estado por haber nacido o haberse >naturalizado en él. Ese vínculo supone lealtad de la persona al Estado y protección del Estado a la persona.
La nacionalidad puede ser de dos clases: de origen o adquirida. Nacionalidad de origen, llamada también originaria, es la que pertenece al individuo por el solo hecho del nacimiento, de acuerdo con las normas legales de cada Estado. Nacionalidad adquirida, denominada también derivativa, es la que obtiene en virtud de un acto voluntario mediante el cual cambia su nacionalidad de origen por otra.
El matrimonio es también, según la legislación de algunos países, causa de cambio de nacionalidad para la mujer, que asume la de su marido.
Para determinar la nacionalidad de origen hay tres sistemas: el jus soli —derecho de suelo—, que impone a la persona la nacionalidad del suelo donde ha nacido, cualquiera que sea la nacionalidad de sus padres; el jus sanguinis —derecho de sangre—, que le confiere la nacionalidad de sus padres con prescindencia del lugar de nacimiento; y el mixto, que combina los dos sistemas anteriores, con predominio de uno de ellos. Toda persona puede renunciar voluntariamente a su nacionalidad.
Toda persona puede renunciar voluntariamente a su nacionalidad.
La Convención sobre el Estatuto de los Apátridas que, bajo el patrocinio del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, se aprobó el 28 de septiembre de 1954, prescribe que “el término apátrida designará a toda persona que no sea considerada como nacional suyo por ningún Estado, conforme a su legislación”.
Al apátrida se le designa como “stateless person” en inglés, “apatride” en francés o “heitmatlos” en alemán.
El apátrida —sin patria, o sea sin reconocimiento de su lugar de nacimiento—, al carecer de nacionalidad, está desprovisto de los >derechos políticos que ésta acredita. El Estado reconoce el ejercicio de los derechos políticos solamente a las personas que unen a su condición de nacionales la mayoría de edad y otros requisitos exigidos por la ley para la obtención de la >ciudadanía, que las convierte en miembros políticamente activos del Estado.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 15, proclama que “toda persona tiene derecho a una nacionalidad” y que “a nadie se le privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad”. Sin embargo, a raíz de la Segunda Guerra Mundial abundaron los casos de personas deportadas de sus lugares de origen que deambulaban por el mundo sin nacionalidad, identidad personal ni pasaporte. Los regímenes totalitarios expidieron leyes racistas o persecutorias —Alemania en 1933 e Italia en 1934— que sancionaron con la pérdida de la nacionalidad a los miembros de las minorías discriminadas o a los adversarios políticos. Durante la ocupación nazi de Francia, Hungría, Rumania, Eslovaquia, Bulgaria y Croacia, en la Segunda Guerra Mundial, se dictaron leyes semejantes en los países ocupados y mucha gente fue privada de su nacionalidad.
Por eso en la posguerra las Naciones Unidas convocaron a una conferencia de plenipotenciarios para aprobar la mencionada Convención sobre el Estatuto de los Apátridas. En este instrumento internacional se dispuso que los apátridas que se encuentren legalmente en el territorio de un Estado deben recibir el reconocimiento de sus derechos y el mismo trato que todos los demás extranjeros, sin discriminación alguna por razones de raza, religión o país de origen. Recíprocamente, los apátridas están obligados a acatar las leyes y las disposiciones de las autoridades del Estado en el que se encuentran. Quedan fuera de los beneficios de esta Convención los apátridas que hubieren cometido un delito contra la paz, un delito de guerra, un delito contra la humanidad o un grave delito común; o que fueren culpables de actos contrarios a los propósitos y principios de las Naciones Unidas. Los Estados no podrán imponer a los apátridas tributos o gravámenes de cualquier clase que difieran o excedan de los exigibles a los nacionales y están obligados a proporcionarles los documentos de viaje que puedan reemplazar a los pasaportes nacionales.
La apatridia —neologismo acuñado por las Naciones Unidas al margen del diccionario castellano para significar la carencia de nacionalidad— fue una de las vergonzantes lacras que nos dejaron los regímenes nazifascistas y por ello la Organización Internacional se empeñó en proscribirla a través de la Conferencia de Plenipotenciarios sobre el estatuto de los refugiados y de los apátridas, reunida en Viena del 2 al 25 de julio de 1951, la Convención relativa al estatuto de los refugiados firmada en Ginebra el 28 de julio de 1951, la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas (1954), la Convención para reducir los casos de apatridia (1961), la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1967) y otros instrumentos del Derecho Internacional Humanitario.
La Convención contra la apatridia de 1961 manda que “todo Estado contratante concederá su nacionalidad a la persona nacida en su territorio que de otro modo sería apátrida”, nacionalidad que se concederá: “de pleno Derecho en el momento de su nacimiento” o “mediante solicitud presentada ante la autoridad competente por el interesado o en su nombre, en la forma prescrita por la legislación del Estado de que se trate”. Salvos los casos señalados en la propia Convención —edad del peticionario, tiempo de residencia habitual en el Estado cuya nacionalidad pretende, ausencia de antecedentes delictivos, tenencia de una nacionalidad por nacimiento o por naturalización, renuncia de una nacionalidad sin haber adquirido otra— esa solicitud no podrá ser rechazada por el Estado requerido. Ningún Estado suscriptor de esta Convención podrá despojar de su nacionalidad a una persona por motivos étnicos, religiosos o políticos ni privarla de ella si esa privación ha de convertirla en apátrida.
Es menester aclarar que no es lo mismo refugiado que apátrida. El apátrida es siempre un refugiado pero el refugiado no es necesariamente un apátrida. Refugiado es quien ha sido expulsado de su propio país o de otro por la fuerza de la persecución política, étnica o religiosa o que lo ha abandonado para ponerse a salvo de guerras, plagas u otras calamidades y ha buscado amparo en otro país, pero que conserva su nacionalidad y tiene un pasaporte para viajar. En cambio, el apátrida es un refugiado a quien se ha despojado de su nacionalidad, de su identidad personal y de su pasaporte nacional.
La doctora Catherine Wihtol de Weden, en su libro “El fenómeno migratorio en el siglo XXI” (2013), sostiene que la apatridia “no representa un fenómeno nuevo. Ya se hace referencia a él en el Derecho Romano bajo el apelativo de peregrini sine civitate”, pero “empezó a tener importancia sólo después de la Primera Guerra Mundial”. Dice que “hasta principios del siglo XX se ha utilizado el término alemán heitmatlos cuya traducción sería sin patria. En el caso de Francia, la palabra apatride aparecería probablemente por primera vez en un estudio de 1918. En el espacio de entreguerras, la destrucción de los imperios austro-húngaro, otomano y ruso hizo del problema del refugiado tanto como del apátrida un fenómeno de masas”.
Como parte de la ancestral discriminación dominicana contra el pueblo haitiano, el 23 de septiembre del 2013 el Tribunal Constitucional de la República Dominicana dictó una sentencia en la que desconoció la nacionalidad dominicana de los hijos de extranjeros en situación migratoria irregular en su territorio, nacidos a partir del año 1929. El fallo dejó en condición de apátridas a tres generaciones de origen haitiano —alrededor de 450 mil personas— descendientes de campesinos que cruzaron la frontera e ingresaron clandestinamente a territorio quisqueyano para trabajar en el corte de caña y la industria azucarera.
El Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR), en su informe del 2012, sostiene que en ese año había en el mundo 3,34 millones de apátridas.