En el Derecho Internacional se conoce como alta mar, altamar o mar internacional a la masa de agua marina que constituye patrimonio común de la humanidad y zona de libre tránsito, pesca y explotación para todos los Estados.
El concepto jurídico de altamar comprende no solamente las aguas sino además el lecho del mar, el subsuelo y el espacio áreo que gravita sobre ellos.
La III Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, suscrita el 30 de diciembre de 1982 en Jamaica y vigente desde el 17 de noviembre de 1994 (porque durante 12 años no pudo reunir el número necesario de ratificaciones), considera como altamar “a todas las partes del mar no incluidas en la zona económica exclusiva, en el mar territorial o en las aguas interiores de un Estado”.
Para entender bien el asunto es menester explicar que, de acuerdo con la referida Convención, las aguas marinas se dividen en tres grandes segmentos: el mar territorial, el mar patrimonial y el altamar.
Es >mar territorial el que forma parte del territorio de un Estado. Comprende, según la referida Convención, la faja acuática de hasta 12 millas marinas medidas desde las llamadas líneas de base de los puntos más salientes de la costa del Estado ribereño, así como el lecho del mar, el subsuelo y el espacio aéreo que gravita sobre ellos.
El mar territorial, con todos sus elementos, está bajo la soberanía estatal y, por tanto, es inviolable.
El mar patrimonial es la zona económica exclusiva adyacente al mar territorial, cuya extensión debe ser fijada por cada Estado, pero de modo que, sumada a la del mar territorial, no sobrepasen de 200 millas marinas. Está situado entre el mar territorial y el altamar. Es parte complementaria del mar territorial. Aunque se lo llama “soberano”, el mar patrimonial no lo es en realidad, ya que el dominio del Estado ribereño no es total ni absoluto, como sobre su territorio, sino que tiene únicamente propósitos económicos. Esta es una figura peculiar —sui géneris— que consagró la Convención para alcanzar el consenso entre los criterios “territorialistas”, que sustentaban la tesis de la soberanía estatal sobre las 200 millas marinas del mar adyacente, y los “patrimonialistas” que se oponían. La transacción consistió en dividir las 200 millas en dos segmentos: hasta 12 millas de mar territorial, de acuerdo con la fijación que haga cada Estado, y la diferencia de mar patrimonial.
La parte restante es el altamar, que está abierta a todos los Estados —sean ribereños o no— para su utilización con fines pacíficos. Ninguno de ellos puede pretender potestades de soberanía sobre ella.
Las libertades que se les reconocen son: la de navegación, la de sobrevuelo, la de tender cables y tuberías submarinas, la de construir islas artificiales y otras instalaciones permitidas por el Derecho Internacional, la libertad de pesca y la libertad de investigación científica.
Los buques deben navegar bajo el pabellón de un solo Estado, a cuya exclusiva jurisdicción están sometidos.
La delimitación de los mares ha sido materia de una secular discusión.
Los primeros juristas romanos consideraron que el mar, lo mismo que el aire, era un bien común de la humanidad. Nadie podía reclamar derecho de propiedad sobre él. Pero el posterior desarrollo del comercio, el avance de la ciencia y de la tecnología —y también de las ambiciones— y la conquista de los océanos, despertaron intereses egoístas sobre el mar.
En la Edad Media comenzaron los primeros reclamos de las comunidades políticas ribereñas. Venecia reivindicó el Adriático y Génova el Ligur. Más tarde Suecia y Dinamarca demandaron su dominio sobre el Báltico. Inglaterra exigió derechos sobre el Mar del Norte e incluso sobre el océano Atlántico, dentro de una línea que, partiendo desde el cabo Finisterre en España llegase a Stadland en Noruega, después de rodear los territorios insulares británicos. Con el tratado de Tordesillas de 1494, España y Portugal pusieron fin a sus litigios sobre las tierras conquistadas en el Pacífico y el Atlántico y delimitaron sus respectivas posesiones en América por medio de una línea trazada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, de modo tal que se consideraron españolas las tierras y las aguas situadas al occidente de esa línea y portuguesas, las del oriente.
Los juristas italianos de los siglos XIV y XV, muy imbuidos de las reivindicaciones de su tiempo, propusieron extensas zonas de aguas territoriales. Bartolo de Saxoferrato (1319-1357), uno de los más influyentes de la época, mantuvo que las comunidades ribereñas debían ejercer jurisdicción sobre el mar hasta una distancia de cien millas, que significaban en ese tiempo dos días de viaje.
La incertidumbre respecto al tema creció en los siglos XIV y XV con la tesis, sostenida por los países del norte de Europa, de que el mar territorial llegaba hasta “el alcance de la vista” que, dependiendo de las condiciones meteorológicas de cada lugar, era de 21 millas en Inglaterra y Francia, 14 millas en Escocia y 15 millas en Holanda.
Probablemente fue el jurista y filósofo holandés Hugo Grocio (1583-1645), a quien muchos consideran el padre del Derecho Internacional, el primero en plantear la tesis de la libertad de los mares en 1609. Lo hizo para defender el derecho de los holandeses a navegar por el océano Indico. Su argumentación se basó en principios tomados del Derecho Romano que proclamaron que el mar estaba destinado, por su propia naturaleza, a ser libre y abierto. Las afirmaciones de Grocio promovieron una gran polémica. Muchos tratadistas, partidarios de la tesis territorialista, se opusieron a sus ideas. Alberico Gentili, John Selden, Sir John Burroughs, Paolo Sarpi y muchos otros juristas escribieron libros para refutarlas. Pero las tesis de Grocio ganaron fuerza durante el siglo XVIII y aun más en el XIX.
La libre navegación en los mares se abrió camino, a pesar de la oposición de Inglaterra en ese tiempo y de las interferencias que sufrió durante las guerras. Dinamarca abandonó sus pretensiones sobre Groenlandia e Islandia y Gran Bretaña las suyas sobre el mar germánico. Fracasó Rusia en su intento de imponer su soberanía al mar de Behring en 1821. Los Estados Unidos de América, en defensa de sus intereses económicos, propugnaron la “libertad de los mares”. Así lo proclamó el presidente Woodrow Wilson el 5 de marzo de 1917, en su discurso inaugural, cuando pidió “que los mares fuesen igualmente libres y seguros para el uso de todos los pueblos, bajo el imperio de reglas establecidas por acuerdo y consentimiento común, y tan fáciles de llevar a la práctica que resultasen accesibles a todos en igualdad de términos”.
Fue precisamente el hundimiento de ocho barcos norteamericanos en el Atlántico, por submarinos alemanes, considerado como un atentado contra la libertad de los mares, el detonante de la declaración de guerra de los Estados Unidos contra Alemania y de su intervención en la primera conflagración mundial.
Terminado el conflicto bélico en 1918 con el triunfo de las potencias occidentales, la tesis de los mares libres y abiertos se convirtió en uno de los más importantes principios del Derecho Internacional de la postguerra. En ella estuvieron envueltos intereses económicos concretos de las grandes potencias. Los mares, ayer como hoy, fueron ambicionados reservorios de riqueza ictiológica y minera. Y poseyeron, además, un enorme valor estratégico. La libertad de navegación, pesca y explotación, que en la práctica sólo podía ser aprovechada por los países poderosos, revestía por tanto la mayor importancia para sus intereses económicos.
Desde entonces, las célebres “cuatro libertades del mar” son: la libertad de navegación, la libertad de pesca, la libertad del tendido de cables y tuberías submarinos y la libertad de volar sobre el altamar.
Se han hecho cuatro intentos importantes de orden mundial para establecer un Derecho del Mar que fuese obligatorio para todos los Estados. Ninguno de ellos tuvo éxito. El primero fue la conferencia internacional de La Haya en 1930, el segundo y el tercero las conferencias de Ginebra en 1958 y 1960, y el cuarto, bajo el patrocinio de las Naciones Unidas, fue la III Conferencia sobre el Derecho del Mar que se inició en 1973 y trabajó durante nueve años en el intento de crear un régimen jurídico de validez mundial. Su propósito fue establecer normas claras de alcance planetario para regir los complejos problemas del mar: el territorio marítimo, el altamar, la plataforma continental, los fondos marinos, el aprovechamiento del lecho del mar, los Estados sin litoral, los Estados-archipiélagos, las islas, los mares cerrados, la navegación por los estrechos, los recursos del mar, los experimentos nucleares en altamar, la deposición de desechos industriales, la solución de controversias y tantos otros problemas del complejo mundo marino.
Esta Convención fue suscrita el 10 de diciembre de 1982 pero entró en vigencia recién el 17 de noviembre de 1994 porque no logró reunir antes el número necesario de ratificaciones.
La contraposición de intereses entre los Estados no ha permitido llegar a un acuerdo de carácter general y vinculante.
Ante este vacío, la fijación de la extensión del mar territorial se ha hecho, en diferente manera, por actos unilaterales de los Estados ribereños.