La opinión pública mundial se conmovió con sangrienta guerra civil que estalló en Siria en marzo del 2011 entre el gobierno dictatorial de Bashar al-Assad —hasta ese momento 11 años en el poder omnímodo heredado de su padre, quien gobernó por 29— y los rebeldes armados en su intento de derrocarlo, que produjo durante los primeros treinta meses de contienda más de 115 mil muertos, cinco millones de desplazados de sus hogares —de los cuales dos millones se refugiaron en los países vecinos— y 16.500 millones de dólares en daños materiales por los bombardeos de la aviación militar y fuerzas de artillería contra las zonas urbanas donde se movían las fuerzas de oposición.
En marzo del 2011 el pueblo sirio se lanzó a las calles en Dera. Y el descontento popular, reprimido y represado por décadas, se contagió y explosionó en las calles y plazas de Latakia, Homs, Hama, Banias, Telkalakh, Damasco, Alepo y otras ciudades sirias para pedir la terminación del gobierno autocrático de Bashar al-Assad y la apertura de un régimen democrático, siguiendo los pasos de la denominada “primavera árabe” de los años 2010-2012 en Túnez, Egipto, Argelia, Yemen, Jordania, Siria, Libia, Bahréin, Sudán, Marruecos, Omán y Mauritania, cuyos pueblos salieron a manifestar su descontento contra los sátrapas corruptos, poseídos por el fanatismo religioso, que se habían perpetuado en el poder y amasado gigantescas fortunas, depositadas en cuentas bancarias secretas de Suiza, Reino Unido, Estados Unidos, Dubái, sureste de Asia y el golfo Pérsico.
En el encarnizado conflicto sirio se manifestó también la ancestral división entre las dos principales sectas fundamentalistas y violentas en que se divide la religión islámica: los sunitas y los chiitas, en lucha a muerte por el dominio religioso y político de la región. Los primeros reconocen únicamente la autoridad religiosa y política de los imanes-califas descendientes de la tribu de los qurayshíes, a la que perteneció Mahoma, mientras que los segundos sólo obedecen la línea de mando de Alí, primo de Mahoma, a quien atribuyen la condición de descendiente del profeta. En la lucha siria los chiitas apoyaron a Bashar al-Assad —aunque el dictador pertenecía a la pequeña secta alauí, rama minoritaria del chiismo— y los sunitas se alinearon con las fuerzas rebeldes.
En uno de sus episodios más dramáticos, el 21 de agosto del 2013 las fuerzas del gobierno lanzaron armas químicas contra la población en un suburbio de la ciudad de Damasco y dieron muerte a 1.429 personas —426 menores de edad—, en flagrante violación de la convención internacional que prohíbe el uso de estas armas, catalogadas como de destrucción masiva por las Naciones Unidas. Esto levantó la protesta de la comunidad internacional. Estados Unidos, Francia, Inglaterra y numerosos países pidieron la inmediata intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para imponer severas sanciones contra el régimen de Bashar al-Assad, pero el veto interpuesto por Rusia y China —aliadas tácticas y comerciales del gobierno sirio— paralizó el organismo internacional, que nada pudo hacer para afrontar la situación.
Fue entonces que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, declaró públicamente su unilateral decisión de intervenir militarmente en Siria mediante un ataque armado preciso y limitado en tiempo y alcance contra las instalaciones militares de Bashar al-Assad, para lo cual envió al mar Mediterráneo cinco destructores de la marina norteamericana: el USS Gravely, el USS Mahan, el USS Barry, el USS Stout y el USS Ramage, armados con misiles crucero tomahawk —y no sabemos con qué otras nuevas armas, tecnológicamente más sofisticadas— con un radio de acción de 1.000 millas náuticas, capaces de volar a baja altura y mantener a sus naves alejadas de la costa, fuera del alcance de las armas sirias, más el buque anfibio de asalto USS San Antonio. Todos los cuales estuvieron a la espera de la orden de atacar. También fueron situados en el mar de Arabia dos portaviones de la Armada estadounidense con aviones de caza: el USS Nimitz y el USS Truman.
A diferencia de Inglaterra y Alemania, Francia —bajo la presidencia del socialista François Hollande— afirmó que estaba preparada para una acción militar contra Siria, mientras que Moscú y Pekín se opusieron radicalmente. La fragata antimisiles francesa Chevalier Paul y el buque de transporte pesado Dixmudezarparon desde el puerto de Tolón en el Mediterráneo francés y aviones de caza estaban listos para despegar desde las bases aéreas continentales y desde la isla de Córcega.
La guerra corta y limitada contra objetivos militares sirios —concebida bajo la presión del “síndrome de Irak”— fue en ese momento la respuesta de Obama al bombardeo químico y masacres ejecutados por el gobierno sirio contra su pueblo.
Y aunque el ataque yanqui no llegó a plasmarse porque el presidente Vladimir Putin de Rusia se interpuso con su proposición de someter el arsenal de armas químicas de Bashar al-Assad a control internacional para su total destrucción —propuesta que fue aceptada por el gobierno estadounidense y algunos de sus aliados—, la actitud y los argumentos del presidente Obama dieron lugar a que se hablara en los círculos políticos, académicos y periodísticos norteamericanos y europeos del nacimiento de la “doctrina Obama”, aunque en términos no muy precisos, cuyo objetivo estratégido era que los Estados Unidos se condujeran con cautela táctica y disciplina interna en el mundo internacional para mantener su primacía mundial en todo el espectro: cultural, científico-tecnológico, político, militar y diplomático, con capacidad para crear coaliciones, alianzas, redes y traducir ese poder en resultados concretos y sostenibles.
En su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 24 de septiembre del 2013 —cuyo texto forma parte de la doctrina Obama— el gobernante expresó que “lo que hace diferente a Estados Unidos, lo que nos hace excepcionales”es que actuamos “con humildad pero con resolución” cuando detectamos violaciones de los derechos humanos en cualquier lugar del mundo. Y agregó: “Durante casi siete décadas Estados Unidos ha sido el ancla de la seguridad global”, función que “ha significado más que lograr acuerdos internacionales: ha significado hacer que se cumplan”.
Sostuvo que, en tales circunstancias, la ausencia de Estados Unidos produciría un “vacío de liderazgo que ningún otro país está dispuesto a llenar” y reafirmó su decisión de emprender una guerra rápida y limitada para destruir el poder militar de Siria.
Un año antes, la aplicación de estos principios llevó a Obama a hacer la guerra contra la Libia de Muammar Gadafi (1942-2011) y derrocar al dictador, a operar cuatrocientos ataques con drones —aviones no tripulados, conducidos a control remoto— contra objetivos de al Qaeda en Pakistán y otros países y a promover ciberataques contra los sistemas electrónicos del programa nuclear iraní, que fueron considerados como amenazas directas contra Estados Unidos y sus aliados.
Con relación a Libia —y como parte de su doctrina— Obama explicó: “teníamos una capacidad única para detener la violencia y era necesario usarla”, según lo pedían el pueblo libio, sus vecinos árabes y los aliados europeos. Y, con referencia crítica a los vetos de Rusia y China y a las abstenciones de Alemania, India y Brasil en el Consejo de Seguridad, dijo que “algunos países pueden cerrar los ojos ante las atrocidades en otros países” pero Estados Unidos no, puesto que la masacre libia “hubiera llevado a miles de nuevos refugiados a cruzar las fronteras, hubiera puesto en peligro las pacíficas aunque frágiles transiciones en Túnez y Egipto y los impulsos democráticos que emergen en la región hubieran sido eclipsados por la forma más oscura de dictadura, mientras los líderes represivos concluyen que la violencia es la mejor estrategia para seguir en el poder”.
La doctrina Obama —contenida en los discursos y declaraciones públicas del presidente— sostiene que su país intervendrá cuando sea necesario, posible y conveniente. “Ya he dejado claro —aseveró— que no dudaré en usar nuestro ejército con rapidez, decisión y unilateralmente cuando sea necesario para defender a nuestro pueblo, nuestra tierra, nuestros aliados y nuestros intereses básicos”. E insistió en que movilizaría la comunidad internacional para una acción colectiva. “No olvidemos —dijo— que durante generaciones hemos hecho el trabajo duro de proteger a nuestra gente y a millones en todo el planeta. Así lo hemos hecho porque sabemos que nuestro futuro es más seguro y mejor si más seres humanos pueden vivir bajo la brillante luz de la libertad y la dignidad”.
Esta es, en resumen, la denominada doctrina Obama, que adolece de ciertas imprecisiones, hasta el punto que algunos analistas consideran que ella es poco consistente y hasta contradictoria.