contrabando nuclear. El “Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA)” registró, desde 1993 al 2006, 18 robos de uranio y plutonio refinados a niveles idóneos para uso militar. En mayo de 1994 se encontraron seis gramos de plutonio “super-grade” en un garaje de una ciudad alemana y poco después fue capturado un ciudadano germano que vendía plutonio en la ciudad de Bremen.
La revista “The Economist” de agosto 20 del mismo año publicó un artículo muy preocupante, bajo el título de “The plutonium racket”, en el que informó que la policía alemana había arrestado el día 10 de ese mes en el aeropuerto de Munich a un ciudadano colombiano y a dos españoles, procedentes de Moscú, con cuatro kilos de plutonio.
En el mismo vuelo llegó “coincidentemente” Viktor Sidorenko, Ministro de Energía Atómica de Rusia. Lo cual creó tensión entre los gobiernos de Alemania Federal y de Rusia. El gobierno germano acusó al soviético de manejar deficientemente sus materiales nucleares, pero Rusia replicó que ningún insumo militar de este tipo se le ha perdido. El 14 de diciembre de ese año la policía checa encontró en un vehículo aparcado en una calle de Praga una caja con 2,7 kilogramos de uranio enriquecido al 87,7%. Seis meses más tarde las fuerzas de seguridad checas capturaron 500 gramos del mismo material en Praga. Varios rusos y un físico nuclear checo fueron capturados. El científico Abdul Qadir Jan, director del programa nuclear pakistaní entre 1976 y 2001 —y uno de los artífices del diseño y fabricación de la primera bomba atómica islámica—, admitió en el 2004 haber transferido ilegalmente tecnología nuclear a Corea del Norte, Irán y Libia. En el mismo año los inspectores del OIEA descubrieron una sofisticada red internacional de contrabando de materiales y tecnología nucleares con ramificaciones en muchos lugares del mundo, incluidos países europeos, donde empresas fantasmas adquirían los componentes y la tecnología de la industria nuclear y los transferían a otros países. Los materiales que más frecuentemente se traficaban eran: litio 6, plutonio, uranio, berilio, cesio 137, cobalto 60 y circonio. El semanario “Spiegel” de Alemania, citando como fuente un informe enviado por el servicio alemán de espionaje (BND) al Canciller Federal Helmut Kohl, informó a principios de 1995 que en ese año se habían registrado 124 casos de contrabando internacional de materiales nucleares, de los cuales cinco fueron de sustancias que servían para construir directamente armas atómicas. La conclusión a la que llegó la revista fue que en Rusia existen “cada vez más oficiales corruptos de la flota del mar del Norte que se apoderan de materias nucleares de los submarinos atómicos para venderlos a varios países del Tercer Mundo”.
Entre el 1 de enero de 1993 y finales de diciembre del 2003, el OIEA registró 182 casos confirmados de contrabando de material nuclear y 358 casos de tráfico de otros materiales radiactivos. De los 182 casos, dieciocho fueron de plutonio o de uranio altamente enriquecidos, aptos para la fabricación de armas nucleares, aunque en cantidades demasiado pequeñas para alcanzar este objetivo. Lo cual, sin embargo, no resulta tranquilizante ni mucho menos porque no deja de indicar deficiencias de control y falta de seguridad en el manejo y custodia de esos materiales por parte de los Estados que los poseen.
De la investigación que la policía nipona hizo a la secta neobudista japonesa “Aum Shinrikyo” (Verdad Suprema), acusada de haber perpetrado el atentado con el gas letal sarín en el metro de Tokio el 20 de marzo de 1995 —que causó la muerte por intoxicación de muchas personas—, se descubrió que este grupo fanático, bajo la conducción de su líder espiritual Shoko Asahara, no solamente que poseía un sofisticado laboratorio químico sino que además tenía en su poder estudios avanzados de uranio enriquecido 235 para la fabricación de armas nucleares.
El 8 de mayo del 2002 agentes estadounidenses detuvieron en el aeropuerto de Chicago a Abdullah Al Mujahir —cuyo verdadero nombre era José Padilla—, procedente de Pakistán, como presunto “operario” de la red terrorista islámica al Qaeda, quien planeaba construir y detonar una bomba “sucia” radiactiva en Estados Unidos. Se denomina “bomba sucia”, en el argot de las agencias de espionaje, a un explosivo convencional al que se le incorpora material radiactivo.
Todo esto ha suscitado una creciente preocupación en el mundo por el peligro del terrorismo nuclear. Una bomba atómica puede fabricarse con 15 kilos de uranio y 5 kilos de plutonio. El contrabando de estos materiales entraña el peligro de la proliferación de armas atómicas, ya sea en poder de Estados o de organizaciones terroristas internacionales. Las >mafias rusas, formadas a raíz de la disolución de la Unión Soviética, están en capacidad de trasladar material nuclear a cualquier parte del mundo. Durante los últimos años los traficantes rusos han ofrecido en venta no sólo isótopos radiactivos sino también ojivas nucleares.
La realidad es muy preocupante.
Está dentro de lo posible que cualquiera de los muchos científicos nucleares rusos, mal pagados o desocupados, pueda ponerse al servicio de gobernantes violentos o de organizaciones terroristas. Más aún: el riesgo de la diseminación del armamento nuclear puede provenir del propio gobierno ruso al juzgar por lo que relató Alvin Toffler a un diario argentino a fines de 1999: en una reunión en Moscú el Ministro de Energía Atómica ruso le había dicho: “ustedes, los estadounidenses, nos han prometido mucho dinero y no ha llegado nada; por lo tanto, podemos vender nuestros armamentos a quien se nos antoje”.
El jefe de la seguridad nuclear rusa, Yuri Vichnievski, reconoció públicamente ante la prensa internacional el 14 de noviembre del 2002 que durante los diez años anteriores habían desaparecido en su país diversos materiales nucleares, entre ellos varios kilogramos de uranio enriquecido.
Durante mucho tiempo la posibilidad de que un Estado musulmán hostil pudiese adquirir o fabricar bombas atómicas y desatar el caos en el Oriente Medio y más allá ha sido una pesadilla para Occidente. Y esa pesadilla se hizo realidad en septiembre del 2002 cuando los servicios de inteligencia norteamericanos detectaron que Irán, tras dos décadas de actividades nucleares ocultas, estaba a punto de poseer la tecnología y los recursos necesarios para fabricar bombas atómicas y ojivas nucleares. El Canciller alemán Gerhard Schroeder calificó por entonces de “sumamente alarmantes” las actividades nucleares iraníes. El gobierno de Teherán respondió que sus operaciones de enriquecimiento de uranio tenían solamente la finalidad de generar electricidad. Pero cuatro años más tarde, el nuevo presidente iraní, Mahmud Ahmadinejad —un oscuro y exaltado fundamentalista islámico—, anunció la reiniciación de su programa nuclear, que había sido paralizado años atrás por mandato de las Naciones Unidas.
Fueron reactivados los laboratorios e instalaciones nucleares de Kalaye, Lavizan, Natanz, Arak, Esfahan y Bushehr, en los que se procesaba y almacenaba uranio enriquecido. En abril del 2006 Ahmadinejad anunció que, “bajo la bendición de Alá”, sus técnicos lograron “un primer éxito” en el enriquecimiento de uranio en la planta de Natanz. Lo cual entrañaba un desacato al Consejo de Seguridad que dos semanas antes había conminado a Irán para que cesara tales actividades.
Como era lógico, eso produjo una onda de alarma y preocupación en los Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia, China, India, Israel y otros países que no estaban dispuestos a aceptar que un Estado políticamente tan inestable y regido por el integrismo islámico fabricara armas atómicas.
Atenta esta realidad, los 47 jefes de Estado y de gobierno que se juntaron en Washington durante los días 12 y 13 de abril del 2010, en la cumbre para la seguridad nuclear, resolvieron como uno de los puntos centrales de la reunión tomar medidas para impedir el contrabando atómico que pudiese poner en manos de terroristas o de actores no estatales materiales para la fabricación de armas atómicas.
La declaración aprobada en la reunión afirmó que “el terrorismo nuclear es una de las amenazas más desafiantes para la seguridad internacional y contar con fuertes medidas de seguridad nuclear es el medio más efectivo para impedir que terroristas, criminales o actores no autorizados adquieran materiales nucleares”. En consecuencia, los gobiernos concurrentes acordaron poner bajo riguroso control, en el curso de los siguientes cuatro años, todo su material nuclear susceptible de ser empleado en la fabricación de armas atómicas, reforzar las medidas contra el tráfico clandestino de materiales nucleares y entregar su total respaldo al Organismo Internacional de Energía Atómica.
Ese organismo —creado en 1957, con sede en Viena, e integrado por 144 Estados— ha tomado cartas en el asunto. Cuenta con un banco de datos para almacenar toda la información disponible acerca del material nuclear confiscado. Sus principales objetivos son fomentar el uso de la energía nuclear con fines pacíficos, controlar el cumplimiento del tratado de no proliferación de armas nuclearesy velar por que los materiales fisionables no sean utilizados con fines militares. Para ello cuenta con más de doscientos expertos de sesenta países, encargados de inspeccionar alrededor de mil centrales nucleares instaladas en diversos lugares del mundo. Y este organismo tiene también a su cargo la misión de evitar que se produzcan “desvíos” de materiales nucleares que sirven para la fabricación de armas atómicas.