La formación de la Comunidad Económica Europea, a partir de la suscripción del Tratado de Roma el 25 de marzo de 1957 por parte de los seis países iniciadores —Bélgica, Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo y Holanda—, fue la culminación de los esfuerzos emprendidos desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial para unificar Europa occidental y formar su mercado común. En 1973 ingresaron tres nuevos países a la Comunidad: Dinamarca, Irlanda e Inglaterra; en 1981 se incorporó Grecia; en 1986 España y Portugal; en 1995 Austria, Finlandia y Suecia; en el 2004: Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Lituania, Letonia, Hungría, Malta, Polonia y República Checa; en el 2007 ingresaron Bulgaria y Rumania y en el 2013 se sumó Croacia. De modo que la Unión Europea estuvo compuesta —sin que esa sea una cifra final— por 28 países, cuyos territorios y economías formaban un solo mercado común, y era el proyecto más avanzado del mundo en materia de integración. En el año 2013 tenía una población total de 530’200.000 habitantes distribuidos en los territorios de sus países miembros.
Según el United States Census Bureau, a mediados del 2017 Alemania tenía 80,6 millones de habitantes, Francia 67,1 millones, Reino Unido 64,8 millones, Italia 62,1 millones, España 49,0 millones, Polonia 38,5 millones, Rumania 21,5 millones, Holanda 17,1 millones, Grecia 10,8 millones, Bélgica 11,5 millones, Portugal 10,8 millones, República Checa 10,7 millones, Suecia 10,0 millones, Hungría 9,9 millones, Austria 8,8 millones, Bulgaria 7,1 millones, Dinamarca 5,6 millones, Finlandia 5,5 millones, Eslovaquia 5,4 millones, Irlanda 5,0 millones, Croacia 4,3 millones, Lituania 2,8 millones, Eslovenia 2,0 millones, Letonia 1,9 millones, Estonia 1,3 millones, Chipre 1,2 millones, Luxemburgo 0,6 millones y Malta 0,4 millones.
Todos aquellos países cumplieron con los denominados “Criterios de Copenhague” para poder ingresar a la Comunidad, lo cual significaba que, en lo político, eran considerados Estados —según el concepto geopolítico europeo— en los que imperaban instituciones garantizadoras de la democracia, la vigencia del Derecho, la protección de las minorías y el respeto a los derechos humanos; y, en lo económico, tenían sistemas de mercado con niveles de competitividad para desenvolverse en el ámbito económico y mercantil de Europa y respetaban el Acuerdo Europeo de las “cuatro libertades básicas”, que se resumían en la libre circulación de personas, capitales, mercancías y servicios. En tales condiciones, cada uno de ellos asumió las obligaciones inherentes a su membresía de la Unión, especialmente en lo relativo a la política exterior y de seguridad común.
El proceso avanzó a pesar de los temores de que la integración traería altos índices de inmigración y la afluencia de mano de obra barata que perjudicaría a los trabajadores europeos, y del choque cultural y el impacto de los bajos estándares medioambientales de los países del este europeo que ingresaban a la Unión.
El Tratado de la Unión Europea —conocido también como Tratado de Maastricht— , firmado el 7 de febrero de 1992, dio una nueva estructura y alcances al proceso de integración de Europa, entre otras razones, porque produjo el nacimiento de la Unión Económica y Monetaria (UEM), creó el >euro como moneda común europea y estableció las autoridades supranacionales para administrarla.
Para afrontar el reto de una Unión Europea con veintiocho miembros, la cumbre de jefes de Estado y de gobierno celebrada en Niza a principios de diciembre del 2000 reformó las instituciones europeas de la integración. El parlamento comunitario de 626 diputados pasó a ser de 728, la comisión europea tuvo un comisario por país —o sea 27 en aquel tiempo— y el consejo de ministros adoptó un nuevo método de cómputo para la votación. En la cumbre de Gotemburgo, Suecia, celebrada a mediados de junio del 2001, los líderes de la UE ratificaron su decisión de admitir nuevos socios a condición de que ellos afirmaran su respeto a los derechos humanos y aproximaran sus indicadores económicos y sociales a los de los países miembros.
Su ampliación hacia el este no sólo que modificó el mapa europeo —porque Alemania y Austria, que fueron el lindero oriental de la Europa occidental, se convirtieron en su centro geográfico— sino que además tuvo incidencia en el orden político y económico internacional del siglo XXI. Una Europa con alrededor de 500 millones de habitantes, un área agropecuaria de 200 millones de hectáreas (según cifras del 2009) y una potencia económica incrementada tuvo un peso específico mayor en la toma de las decisiones mundiales. La admisión de los nuevos socios significó un aumento del 29% en la población total de la UE, del 33% en la superficie territorial y del 44% en el área cultivable. Pero la incorporación de los países del este europeo implicó también profundas transformaciones en el interior de ellos, puesto que debieron hacer grandes esfuerzos de preparación para ingresar a la comunidad. Esfuerzos dirigidos hacia el fortalecimiento del Estado de Derecho, la estabilidad de sus instituciones democráticas, garantía plena de los derechos humanos, respeto a las minorías étnicas y culturales y apertura económica. La incorporación a la UE significó para ellos el abandono de ciertos patrones culturales tradicionales, la armonización de políticas económicas con Occidente y la apertura de sus mercados a la competencia interregional. Todo lo cual supuso importantes cambios en las instituciones políticas y económicas de países sometidos antes a la planificación, gobierno y administración centralistas.
Pero este proceso de “absorción” de los nuevos socios en el seno de la UE no estuvo exento de dificultades causadas, entre otros factores, por el inferior grado de desarrollo económico, la menor renta nacional, las bajas prestaciones sociales y los elevados índices de desempleo laboral que imperaban en los países del Este europeo. Uno de los problemas que ello planteó fue que los fondos estructurales, los fondos de cohesión, el fondo social europeo y el fondo europeo de orientación y garantía, contemplados en los presupuestos de la UE para financiar obras viales, aeropuertos, ferrocarriles y desarrollo turístico y potenciar sectores productivos, fomentar el empleo, capacitar mano de obra calificada, impulsar la agricultura y la ganadería y ayudar a las regiones más deprimidas de Irlanda, España, Portugal y Grecia, tuvieron que redistribuirse para atender las necesidades de los nuevos socios de inferior grado de desarrollo relativo, cuyas economías eran esencialmente agrarias, en perjuicio de los países anteriormente beneficiados con esos recursos financieros.
El tan controvertido Tratado de Maastricht —firmado el 7 de febrero de 1992, ratificado en fechas distintas por los Estados suscriptores y en vigencia desde fines de 1993— entrañó un viraje en el proceso de integración europea y pretendió sentar las bases de la futura integración política. Después de haber acogido la propuesta del canciller Helmud Kohl de Alemania y del presidente de Francia François Mitterrand y de haberla completado con la sugerencia de Felipe González, a la sazón Presidente del gobierno español, en ese tratado por primera vez se plantearon los objetivos políticos de la Unión Europea (UE), entre ellos los de instituir la ciudadanía común, crear la moneda única, institucionalizar el Banco Central Europeo (BCE), implantar una política exterior y de seguridad compartida, establecer la cooperación aduanera y formular normas comunes en materia de asilo, inmigración, delincuencia, drogas, terrorismo y asuntos fronterizos.
El tratado buscó la Unión Económica y Monetaria (UEM) de los países europeos y estableció el programa de convergencia que cada uno de ellos debía seguir en su manejo macroeconómico para alcanzar este objetivo. Señaló que su inflación no podía ser superior del 1,5% anual de la media de los tres países miembros de menor inflación. El déficit fiscal no debía ser mayor al 3% del PIB del propio país. La deuda pública no podía pasar del 60% de su producto interno. El >tipo de interés no debía exceder del 2% de la media de los tres países miembros con tipos oficiales de interés más bajos. Y, en cuanto al >tipo de cambio, las monedas que aspiraran a pasar a la unión monetaria debían haber permanecido por lo menos durante los dos años precedentes dentro de la banda estrecha del sistema monetario europeo.
En cumplimiento de estos propósitos y metas, el primero de enero de 1999 se inició la tercera fase del proceso de implantación de la moneda común europea, denominada “euro”, y de la creación del aparato institucional encargado de manejar la política monetaria de los países integrantes de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Sus monedas mantuvieron la condición de medios de pago de curso legal hasta que fueron reemplazadas por los billetes y monedas desde el 1 de enero del 2002.
En el curso de los últimos seis meses del período de transición —o sea de enero a junio del 2002— se desarrolló un proceso de conversión de las monedas nacionales a la moneda común, de acuerdo con las tasas de cambio fijadas irrevocablemente, no obstante lo cual los pagos pudieron hacerse todavía en cualquiera de esas monedas. Durante este lapso nadie estuvo obligado a utilizar el euro pero tampoco impedido de hacerlo, según el principio de no obligación, no prohibición. Este proceso concluyó el 30 de junio del 2002, ya que al día siguiente entraron en circulación los billetes y monedas euro que empezaron a regir como signos monetarios únicos. De allí en adelante las monedas nacionales pudieron ser canjeadas por euros pero no usadas como medios de pago.
En cuanto a la distribución de competencias entre la Comunidad y los Estados miembros, el tratado en su artículo 3.B adoptó el principio de la subsidiaridad en virtud del cual “la Comunidad actúa en los límites de competencia que le son concedidos y de los objetivos que le asigna el presente tratado. En los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Comunidad no interviene, conforme al principio de subsidiaridad, más que en la medida en que los objetivos de la acción prevista no pueden ser satisfechos de manera suficiente por los Estados miembros y pueden, por tanto, realizarse mejor a escala comunitar.
Esto significa que se atribuyeron a la autoridad comunitaria sólo las funciones que no eran ejercidas a escala nacional por los gobiernos, sin menoscabo de la cohesión de la unión económica y monetaria de la Unión Europea.
El proceso comunitario europeo es, sin duda, el más avanzado que está en marcha en el mundo. Después de la integración económica se propone llegar a la integración política. Sin embargo, a cada paso se suscitan confrontaciones entre “la Europa de las diversidades” y la “Europa de la unión”, ya que a pesar de todo siguen pesando las disparidades históricas, culturales, políticas y económicas que crean obstáculos en el camino de la integración.
La Unión Europea de los 28 supone la existencia de alrededor de 1.300 regiones, comunidades autónomas, distritos, departamentos, länder y grupos de municipios. Tiene un territorio común de 4’689.000 kilómetros cuadrados y agrupa a 505’864.900 personas —cifras del 2012— que tienen diferentes culturas y que hablan más de setenta lenguas nacionales o regionales, de las cuales veinte son las oficiales de la Unión. Forman parte de ella: Alemania, Austria, Bélgica, Bulgaria, Chipre, Croacia, Dinamarca, Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa, Rumania y Suecia. Es éste, por tanto, un proceso muy complejo de integración que avanza trabajosamente. Hay miedo a la inmigración, a la pérdida de identidad nacional, a los choques culturales, a las disparidades políticas, a las diferencias religiosas, a la diversidad idiosincrásica, a la pérdida de cohesión social, al incremento de la delincuencia y al terrorismo. Todo esto a pesar de que la “Carta Europea de Derechos Fundamentales” establece que “la Unión respeta la diversidad cultural, religiosa y lingüística”.
Ya en el pasado el Tratado de Maastricht levantó encendidas polémicas en Europa a la hora de ratificarlo. La beligerancia se planteó entre los “europeístas”, que sostenían la conveniencia de la moneda común y de sus instituciones, y los opositores que afirmaban que ellas crearían una instancia monetaria supranacional que afectaría a la soberanía de los Estados y que excluiría la posibilidad de instrumentar políticas monetarias nacionales e independientes. Algunos fueron más lejos: sostuvieron que la moneda única sería perjudicial para el desarrollo de las economías nacionales. Lo cierto es que la ratificación del tratado tuvo tropiezos. La mayoría de los Estados lo hizo por la vía de decisiones parlamentarias en tanto que otros acudieron al expediente del >plebiscito, en el que obtuvieron generalmente estrechos resultados en favor de la ratificación. Dinamarca, sin embargo, votó en contra y Noruega se excluyó del proceso comunitario.
En septiembre de 1994 los gobiernos de Francia y Alemania, impacientes ante la lenta marcha de la integración, adoptaron la idea de la “Europa a varias velocidades” y plantearon la división de los países miembros de la Unión Europea en tres grupos concéntricos, según su nivel de adaptación a la legislación comunitaria: los países más integrados formaban el núcleo central (presumiblemente Francia y Alemania), luego vino el grupo de los Estados que aún no estaban preparados económica o políticamente para la plena integración y, finalmente, el tercer círculo de países menos comprometidos con la unión total.
La tesis de la “Europa a varias velocidades” aseguraría que los Estados deseosos de ingresar a la U. E. no detuvieran el avance del proceso integrador.
La construcción de la Unión Europea representa un fenómeno nuevo en la Ciencia Política, en el Derecho Constitucional y en el Derecho Internacional. La suya no es una vinculación federal ni conferederal de Estados. Es algo diferente. Pretende la creación de un espacio político en el que deben coexistir los Estados miembros con la Unión y somete a la soberanía a un desdoblamiento funcional entre la esfera de autoridad de los Estados y una suerte de “soberanía comunitaria” o “soberanía compartida” en áreas definidas como de interés común. El Tratado de Maastricht no sólo que dio nacimiento a la Unión Económica y Monetaria (UEM), o sea a la moneda única y a las autoridades supranacionales para administrarla, sino que además sometió a la jurisdicción comunitaria ciertos elementos de la política exterior, de la seguridad común, de la justicia y de la policía de los Estados europeos, que tienen que ver con lo que clásicamente se ha considerado el “núcleo duro” de la soberanía.
En el curso de la formación de la unión política de Europa y como parte de este proceso, los líderes europeos reunidos durante los días 15 y 16 de octubre de 1999 en la cumbre de Tampere, al sur de Finlandia, esbozaron los primeros trazos de la integración judicial de sus Estados que implica el reconocimiento recíproco de la validez de las sentencias y autos judiciales, de modo que las órdenes emanadas de los jueces y tribunales de un país pueden y deben cumplirse en otro. A fin de combatir la delincuencia internacionalmente organizada, la cumbre de Tampere aprobó el programa de formación de la eurojust, o sea del sistema de justicia comunitaria europeo.
Europa se anticipó en descubrir que la integración económica, con la ampliación de los ámbitos productivos y comerciales, puede ser un eficaz instrumento de desarrollo de los países integrados. Como vimos antes, las primeras iniciativas de complementación económica se dieron a finales de la década de los 40 del siglo XX con el establecimiento de la >unión aduanera entre Bélgica, Holanda y Luxemburgo —el Benelux— y luego con la formación de la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE), la Unión Europea de Pagos y la Autoridad Internacional del Ruhr. Esta primera fase del proceso integracionista culminó con la suscripción del tratado de Roma el 25 de marzo de 1957, que estableció la Comunidad Económica Europea (CEE). Después el Tratado de Maastricht en 1992 creó el >euro como moneda regional única e institucionalizó el Banco Central Europeo.
Para avanzar hacia la integración política y la implantación de una Constitución europea con órganos supranacionales de gobierno en ciertas áreas de la gestión pública comunitaria, los presidentes y jefes de gobierno de los entonces veinticinco Estados de la Unión Europea suscribieron solemnemente en Roma el 29 de octubre del 2004 el tratado por el que se aprobó el proyecto de Constitución destinada a establecer un gobierno transnacional sobre los Estados de la Unión Europea tan pronto como éstos lo ratificaran de acuerdo con sus normas de Derecho internas.
La Constitución europea perseguirá, entre otros, los siguientes objetivos en materia económica:
“a) los Estados miembros de la Unión Europea aplicarán a sus intercambios comerciales con los países y territorios el régimen que se otorguen entre sí en virtud de la Constitución;
b) cada país o territorio aplicará a sus intercambios comerciales con los Estados miembros y con los demás países y territorios el régimen que aplique al Estado europeo con el que mantenga relaciones especiales;
c) los Estados miembros contribuirán a las inversiones que requiera el desarrollo progresivo de estos países y territorios;
d) para las inversiones financiadas por la Unión, la participación en adjudicaciones y suministros estará abierta, en igualdad de condiciones, a todas las personas físicas y jurídicas que tengan la nacionalidad de los Estados miembros o de los países y territorios;
e) en las relaciones entre los Estados miembros y los países y territorios, el derecho de establecimiento de los nacionales y sociedades se regulará (…) de forma no discriminatoria”.
Manda esa Constitución que “las importaciones originarias de los países y territorios se beneficiarán, a su entrada en los Estados miembros, de la prohibición de los derechos de aduana entre Estados miembros establecida en la Constitución” y por tanto “quedan prohibidos (…) los derechos de aduana que graven, a su entrada en cada país y territorio, las importaciones procedentes de los Estados miembros y de los demás países y territorios. No obstante, los países y territorios podrán percibir derechos de aduana que correspondan a las exigencias de su desarrollo y a las necesidades de su industrialización, o derechos de carácter fiscal destinados a nutrir su presupuesto”.
La Unión Europea persigue el avance armonioso del conjunto de sus países, para lo cual “desarrollará y proseguirá su acción encaminada a reforzar su cohesión económica, social y territorial. En particular, la Unión intentará reducir las diferencias entre los niveles de desarrollo de las distintas regiones y el retraso de las regiones menos favorecidas”. En esta dirección, “el Fondo Europeo de Desarrollo Regional estará destinado a contribuir a la corrección de los principales desequilibrios regionales dentro de la Unión mediante una participación en el desarrollo y en el ajuste estructural de las regiones menos desarrolladas y en la reconversión de las regiones industriales en declive”. Además, “un Fondo de Cohesión, creado mediante ley europea, proporcionará una contribución financiera a la realización de proyectos en los sectores del medio ambiente y de las redes transeuropeas en materia de infraestructuras del transporte”.
La Constitución garantiza, en el ámbito europeo que rige, “la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales y la libertad de establecimiento”, bajo el principio de que “todo ciudadano de la Unión tiene derecho a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros”.
El Banco Central Europeo y los bancos centrales de los Estados miembros que han adoptado el euro forman el Sistema Europeo de Bancos Centrales, bajo cuya responsabilidad está la definición de la política monetaria de la Unión, mientras que los Estados que no han adoptado la moneda europea mantienen la plenitud de sus competencias en el ámbito monetario.
El proyecto de Constitución para Europa, después de haber sido suscrito el 29 de octubre del 2004 por los representantes de los entonces veinticinco Estados miembros de la Unión Europea, debió ser sometido al proceso de ratificación por cada uno de ellos, de acuerdo con sus normas internas, es decir, por la vía del referéndum, en unos casos, o por la aprobación parlamentaria, en otros.
Sin embargo, el resultado no fue uniforme. Hasta mediados del 2006, Alemania, Austria, Bélgica, Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, España, Grecia, Hungría, Italia, Letonia, Lituania y Luxemburgo ratificaron el tratado por vía parlamentaria. España y Luxemburgo lo hicieron también por esta vía pero con previos referendos no vinculantes, cuyos resultados fueron favorables a la ratificación. Dinamarca lo ratificó mediante referéndum vinculante. Pero Francia y Holanda dijeron “no” a la Constitución europea en sus respectivas consultas populares y paralizaron con ello el proceso. Cosa que ocurrió, en el caso de Francia, a pesar de la vocación integradora de su gobierno, que en octubre del 2002 propuso la elección por el Consejo de Europa de un Presidente Europeo para un período de cinco años.
No obstante, a finales del 2009 los líderes de la Unión Europea, al completar el número de ratificaciones, pusieron en vigencia el Tratado de Lisboa, que “organiza el funcionamiento de la Unión y determina los ámbitos, la delimitación y las condiciones de ejercicio de sus competencias”.
Este instrumento internacional, que entró a los predios de la integración politica, confiere a la Unión Europa atribuciones exclusivas y atribuciones compartidas. Las primeras le dan la potestad de legislar y adoptar actos jurídicamente vinculantes para todos Estados miembros; y, en virtud de las segundas, ella y los Estados que la integran pueden legislar y adoptar determinados actos con sus voluntades concurrentes.
Son competencias exclusivas de la Unión Europea expedir y ejecutar las normas jurídicas en las siguientes áreas:
a) la unión aduanera,
b) el mercado interior (mercado común),
c) la política monetaria en el área del euro,
d) la conservación de los recursos biológicos marinos dentro de la
política pesquera compartida y
e) la política comercial común.
Las decisiones en los siguientes ámbitos de acción se toman por voluntades concurrentes:
a) el mercado interior,
b) la política social definida por el Tratado,
c) la cohesión económica, social y territorial,
d) la agricultura y la pesca, con exclusión de la conservación de los
recursos biológicos marinos;
e) la regulación del medio ambiente,
f) la protección del consumidor,
g) los transportes,
h) las redes transeuropeas,
i) la energía,
j) la libertad, seguridad y justicia; y
k) los asuntos comunes de seguridad en la salud pública.
El Tratado de Lisboa, en cierta manera, sustituyó a la frustrada Constitución europea y su propósito central fue forjar una Europa unida más eficiente, democrática, solidaria, respetuosa de los derechos y valores ético-sociales, que pudiera ser una actora importante en la escena global.
De acuerdo con él, la Unión Europea es competente “para definir y aplicar una política exterior y de seguridad común, incluida la definición progresiva de una política común de defensa”. Sus Estados miembros “coordinarán sus políticas económicas en el seno de la Unión” y el Consejo dará las orientaciones generales de las políticas económicas, sociales y de empleo.
La Unión —”que constituye un espacio de libertad, seguridad y justicia dentro del respeto de los derechos fundamentales y de los distintos sistemas y tradiciones jurídicos de los Estados miembros”— luchará “contra toda discriminación por razón de sexo, raza u origen étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual”.
Los ciudadanos de la Unión tienen el derecho de “circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros”, de ejercer el “sufragio activo y pasivo en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales del Estado miembro en el que residan, en las mismas condiciones que los nacionales de dicho Estado”; de acogerse, en el territorio de un tercer país, “a la protección de las autoridades diplomáticas y consulares de cualquier Estado miembro en las mismas condiciones que los nacionales de dicho Estado”; de “formular peticiones al Parlamento Europeo, de recurrir al Defensor del Pueblo Europeo, así como de dirigirse a las instituciones y a los órganos consultivos de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y de recibir una contestación en esa misma lengua”.
La Unión “garantizará la ausencia de controles de las personas en las fronteras interiores y desarrollará una política común de asilo, inmigración y control de las fronteras nacionales que esté basada en la solidaridad entre Estados miembros y sea equitativa respecto de los nacionales de terceros países”. Reforzará su lucha contra “la delincuencia, el racismo y la xenofobia”. Ejercerá “los controles de las personas y la vigilancia eficaz en el cruce de las fronteras exteriores”. Establecerá una “política común de visados y otros permisos de residencia de corta duración”. Y aplicará “una política común de inmigración” destinada a garantizar “una gestión eficaz de los flujos migratorios”, así como la “prevención de la inmigración ilegal y de la trata de seres humanos”.
El Tratado contiene normas relativas a la institucionalidad, finanzas, educación, formación profesional, juventud y deporte; salud pública; protección de los consumidores; investigación y desarrollo tecnológico; medio ambiente y cambio climático; energía; turismo; protección civil; cooperación administrativa; acción exterior; y a otras materias cuyo manejo y jurisdicción pertenecen a la Unión.
Los órganos institucionales de la Unión Europea son: el Parlamento Europeo, el Tribunal de Justicia Europeo, el Consejo Europeo, la Secretaría General, la Comisión, el Tribunal de Cuentas, la Fiscalía Europea, el Comité de las Regiones, el Comité Económico y Social, el Comité Económico y Financiero, el Comité de Conciliación, el Sistema Europeo de Bancos Centrales, el Banco Central Europeo, el Banco Europeo de Inversiones, el Defensor del Pueblo Europeo, el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, la Europol y el Diario Oficial de la Unión Europea.
El proceso de unificación europea no ha estado exento de problemas y dificultades, puesto que en su interior se han manifestado algunas opiniones y actitudes contrarias al proceso integrador y a la adopción de la moneda común.
Lo que ocurrió en Grecia el 2015 fue dramático. Lo llamaron referéndum pero, en realidad, fue un plebiscito porque la consulta popular versó sobre la relación política, económica y financiera de ese país con la Unión Europea (UE). El >referéndum es la consulta acerca de una ley o reforma legal mientras que el plebiscito indaga temas acuciantes de la vida comunitaria. Se realizó el 5 de julio del 2015. El gobierno griego ejercido por la Coalición de Izquierda Radical, mejor conocida en Grecia por su acrónimo SYRIZA —formada por una amplia fusión de socialistas democráticos, marxistas, maoístas, trotkistas, eurocomunistas, ecologistas de izquierda y militantes de otros grupos contestatarios— y presidido por el joven primer ministro Alexis Tsipras que asumió el poder en marzo de ese año, preguntó a su pueblo si aceptaba el programa de salvamento y rescate económico, fiscal y financiero propuesto por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional para superar el estado crítico por el que atravesaba la economía del país helénico en ese momento.
Tsipras y los líderes de los partidos de izquierda —con una cierta antipatía hacia el europeísmo y la imposición de la moneda única—, más los dirigentes del partido ultraderechista Amanecer Dorado —de tendencia neonazi—, pidieron al pueblo votar en contra de las propuestas europeas.
La respuesta popular fue un frontal, rotundo y mayoritario rechazo a los planteamientos de Europa. Hubo una reacción masiva, especialmente de la gente joven, contra el plan europeo pero también contra la política tradicional, la vulneración de la soberanía nacional, la enajenación de la autonomía fiscal y económica, la supeditación a las normas internacionales de la eurozona, la austeridad y las demás exigencias europeas en el marco de la Unión.
El voto “no” fue apoyado desde el exterior por Paul R. Krugman y Joseph E. Stiglitz, premios Nobel norteamericanos de economía. El criterio de Krugman era conocido de antemano. Recordemos que frente a la crisis económica global del 2008 él sostuvo que “la prudencia es una locura” y que mal podía cederse “ante las nociones convencionales de prudencia”.
Grecia, el pequeño país de algo más de 11’125.000 habitantes —según datos del 2015— asentados en un territorio de 131.990 kilómetros cuadrados, sufría un monstruoso desorden fiscal y tributario, terrible caos financiero, cesación de pagos, sobre-endeudamiento público, descapitalización de sus entidades financieras, depresión productiva, masivo desempleo —el índice general de desocupación era del 26% y, entre los jóvenes, superaba el 60%— y empobrecimiento social, que la abocaban a la quiebra total.
Este orden de cosas fue causado, a lo largo de varios años, por la incompetencia y falta de disciplina gubernativa, el dispendio de fondos públicos, despilfarro oficial, crecimiento explosivo de la burocracia estatal, corrupción administrativa, excesivos gastos militares, evasión fiscal, vagancia burocrática, ingreso turístico en crisis y un cierto aislamiento internacional.
Grecia había pasado a partir de los años 70 del siglo XX por muy graves problemas políticos y económicos bajo gobiernos de diversas tendencias ideológicas. Designados por el parlamento, desfilaron por el poder presidencial durante la denominada Tercera República: Michail Stasinopulos, Konstantinos Tsatsos, Konstantinos Karamanlis, Ioannis Alevras, Christos Sartzetakis, Konstantinos Stephanopoulos, Karolos Papoulias y Prokopis Pavlopulos. Otros tantos desempeñaron las funciones ejecutivas de primer ministro. Bajo esa serie de gobiernos se agravó cada vez más la penuria económica, financiera, política y social, que condujo a la quiebra total en el 2015.
La deuda pública de Grecia en ese momento representaba el 177% de su producto interno bruto: aproximadamente 320.000 millones de euros. Grecia estaba endeudada con el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, los países de la eurozona e inversionistas privados. Sus principales acreedores eran Alemania con 69.500 millones de euros, Francia 52.800 millones, Italia 46.300 millones, España 31.400, Holanda 14.800 y Bélgica 9.100.
Grecia estaba apremiada. Para hacer frente a sus deudas inmediatas necesitaba 7.000 millones de euros en ese instante y 5.000 millones adicionales en los siguientes treinta días. Y las entidades financieras helenas requerían entre 10.000 y 25.000 millones de euros para recapitalizarse.
Fue en tales circunstancias que la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional le propusieron un programa de rescate económico y financiero —que contenía un paquete completo de medidas muy duras— a cambio de profundas reformas en las áreas fiscal, financiera, tributaria, burocrática y de desarrollo, para que el régimen helénico pudiera superar la crisis y honrar los compromisos con sus acreedores.
La respuesta del gobierno de Tsipras —que heredó esa gravísima situación— fue convocar para el 5 de julio del 2015 una consulta popular directa sobre la propuesta de los acreedores europeos. Tsipras los acusaba de tratar de humillar a Grecia. Habló de la “responsabilidad criminal del Fondo Monetario Internacional”. Y pidió a su pueblo que votara en contra.
Con el voto de los partidos del gobierno izquierdista de coalición y del ultraderechista partido neonazi Amanecer Dorado, el rechazo a los planteamientos y exigencias de los gobiernos de la eurozona alcanzó el 61,31%, mientras que el “sí” obtuvo el 38,69%.
La propuesta europea fue repudiada rotunda y frontalmente.
Pero la profunda y tormentosa crisis seguía su curso. Y el gobierno griego se vio forzado a cerrar los bancos y los ciudadanos hacían largas filas ante los cajeros automáticos para obtener un máximo de 60 euros por día para la subsistencia. Habían fugado de Grecia unos 400 millones de euros en esos días. La situación económica era dramática. Y la situación política no lo era menos.
Finalmente, como la oferta europea de rescate caducaba en pocos días más, no le quedó a Atenas otra alternativa que abrir diálogo urgente con las potencias europeas, a pesar de que estaban rotas las negociaciones, y pedir a la odiada troika un nuevo plan de rescate financiero consistente en un préstamo a tres años plazo, a cambio de un paquete completo de reformas y medidas en las áreas fiscal, financiera, tributaria, burocrática y laboral, todas las cuales apuntaban hacia la liberalización de la economía griega.
La petición de Atenas la llevó el primer ministro Tsipras a la sesión plenaria del Parlamento Europeo en Estrasburgo el 8 de julio de ese año, donde afirmó que, “por el bien de Grecia, de la zona euro y del interés económico y geopolítico de Europa”, debe ser aceptada. Expresó que estaba listo para corregir años de malos gobiernos en su país y para revertir las desigualdades económicas y sociales causadas por las medidas de austeridad impuestas por los acreedores.
Después de una tormentosa sesión —en que se enfrentaron los eurodiputados de la minoritaria izquierda y los verdes contra los conservadores, liberales y socialdemócratas— los líderes europeos, en lo que fue realmente un ultimátum, concedieron a Tsipras tres días de plazo para que presentara sus propuestas concretas de reformas institucionales y recorte de gastos públicos como condición previa para que la cumbre de jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea tomara una decisión.
El parlamento de Grecia, en sesión celebrada dos días después, aprobó las reformas planteadas y autorizó al primer ministro seguir adelante con sus gestiones ante Europa. Lo hizo con el voto favorable de 229 diputados contra 64 votos contrarios, entre los que estaban los 32 votos indisciplinados y 6 abstenciones del fracturado partido SYRIZA.
Europa formuló y envió entonces a Grecia un segundo paquete de reformas exigidas por los países europeos para dar paso al tercer rescate. El 23 y 24 de julio, rodeado por una multitud protestante de varios miles de ciudadanos, el congreso griego aceptó por 230 votos favorables, 63 votos contrarios —entre los que estaban 31 votos de SYRIZA— y 5 abstenciones las nuevas condiciones impuestas por Europa. Votaron a favor el partido de gobierno SYRIZA —aunque con la deserción de 31 de sus legisladores y 5 abstenciones— y los grupos opositores de la derecha: el Partido Pasok, el Partido Liberal y el Partido Conservador Nueva Democracia.
Y a pesar de que las opiniones de los 28 miembros de la Unión Europea estuvieron polarizadas entre quienes favorecían el rescate del pequeño país bajo condiciones no muy duras —Francia, Italia, España— y quienes —con Alemania, Finlandia, Suecia y Dinamarca a la cabeza— se negaban a inyectar nuevos millones de euros a la economía griega, se llegó finalmente a un forzado acuerdo de rescate a Grecia después de dieciocho horas de negociación —el tercer acuerdo de rescate desde el 2010— pero a cambio de muy duras medidas económicas y sociales que debía tomar inmediatamente el pequeño país: aumento del sistema impositivo, ampliación de la base imponible, elevación del impuesto al valor agregado (IVA), recorte de sueldos y salarios públicos, privatización de ciertos activos estatales, apertura a la libre competencia, revisión del sistema social de jubilación, no más endeudamiento, castigo a la evasión fiscal y austeridad en el gasto público. Medidas éstas más duras que aquellas que fueron rechazadas en el plebiscito.
Así lograron, además, que Atenas no resquebrajara la Unión Europea ni abandonara la moneda común y protegieron la estabilidad de la zona euro.
La Unión Europea dio a Atenas tres días de plazo para aprobar las reformas. El parlamento griego cumplió su compromiso de aprobarlas. Y los países europeos iniciaron el rescate con la entrega al gobierno griego de la financiación de emergencia —el denominado crédito-puente— por 7.160 millones de euros a través del Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera (MEEF), como parte del tercer rescate, con los cuales Grecia pudo pagar el 20 de julio su deuda vencida de 1.500 millones (más intereses) al Fondo Monetario Internacional (FMI) y de 3.500 millones (más 700 millones de intereses) al Banco Central Europeo.
El Fondo Monetario Internacional —que había sido denunciado por Tsipras como el “peor enemigo” de su país pero que se convirtió en su mejor aliado— dudaba de la sostenibilidad del acuerdo con Grecia y propugnaba un período de gracia de hasta 30 años para que pudiera tener éxito el salvamento del pequeño país, pero el sector duro europeo —con Ángela Merkel a la cabeza— se opuso tenazmente a esa iniciativa para no chocar contra la opinión pública mayoritaria de sus propios países. Algunos observadores creyeron ver la presión de Washington detrás de la posición del FMI.
Sin embargo, tanto la canciller alemana Angela Merkel, que lideraba el grupo europeo, como el líder griego Alexis Tsipras pusieron en grave riesgo su popularidad en sus respectivos países. Ella porque desoyó la presión de buena parte de la sociedad alemana de no dar nuevos millones de euros a Grecia; y él por aceptar condiciones que contradecían la decisión plebiscitaria del 5 de julio.
El joven líder y primer ministro Alexis Tsipras tuvo que responder de sus dramáticas decisiones ante el parlamento, la opinión pública de su país, los partidos políticos y, adicionalmente, el ala más radical de su propio partido SYRIZA, cuyo comité central rechazó el acuerdo por 109 votos de sus 201 miembros, acusó a los países europeos de “atentar directamente contra cualquier noción de democracia” y propuso la salida de Grecia del euro como única alternativa.
Tsipras admitió que no había más opciones que ese “mal acuerdo”. Pero su situación fue terriblemente incómoda puesto que lo que le llevó al poder meses antes fue precisamente el haber recogido el descontento general del pueblo griego por las medidas de austeridad. Se vio forzado a expulsar del gobierno a tres de sus ministros y a viceministros y funcionarios que se opusieron a las reformas exigidas y al acuerdo con Europa y criticó a los 32 legisladores de su partido que votaron en contra del paquete del rescate financiero impuesto a Grecia.
También en la opinión pública europea y en el seno de los partidos políticos del viejo continente hubo discrepancias y contrariedades con sus gobiernos por las nuevas ayudas financieras a Grecia.
El 17 de agosto de ese año Alexis Tsipras renunció a su función de primer ministro. “Me siento en la obligación de llevar esta decisión al pueblo”, explicó. La renuncia se produjo en pleno desarrollo de las negociaciones con Europa, dentro del programa de austeridad planteado por los acreedores y aceptado por los deudores, para alcanzar el tercer programa de rescate financiero, al que se oponían varios grupos de izquierda, incluido un sector del partido de Tsipras. La renuncia se produjo el mismo día en que Grecia recibió una ayuda de 26.000 millones de euros de sus acreedores europeos como parte del paquete de 86.000 millones negociado y convenido, con cargo al cual Atenas hizo un pago de 3.200 millones al Banco Central Europeo por cuenta de su deuda para evitar el default.
En otro de los ámbitos geográficos de la integración europea vino el referéndum del 23 de junio del 2016, en que se preguntó a los electores ingleses: “¿Debería el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea o abandonar la Unión Europea?” —Should the United Kingdom remain a member of European Union or leave the European Union?— y, con la participación del 72% del electorado, la respuesta popular fue: por la salida de la Unión Europea 17’410.742 votos y por la permanencia 16’577.342 votos.
Triunfó el brexit —acrónimo de britain y exit— con el respaldo de las fuerzas políticas conservadoras del Reino Unido, contrarias a que su país siguiera formando parte de la Unión Europea y de su mercado común.
Fue esa la primera ocasión, desde su fundación, en que un Estado decidió salir de la Unión Europea (UE).
Los líderes y militantes de los partidos conservadores y nacionalistas de Europa celebraron la decisión británica y se propusieron presionar a sus respectivos gobiernos para que celebrasen similares consultas populares.
El primer ministro inglés David Cameron, a pesar de haber sido partidario de la opción europeísta y contrario a la tesis de la separación, convocó la consulta popular, cuyo resultado le condujo a presentar la renuncia de sus funciones.
Mucho se especuló sobre las razones que llevaron al pueblo inglés —para ser más preciso: a los sectores conservadores del pueblo inglés— a esa radical decisión geopolítica y geoeconómica. Los principales impulsores del Brexit —que fueron: el Partido Nacionalista UKIP, cerca de la mitad de los partamentarios del Partido Conservador, unos pocos parlamentarios laboristas y algunos sectores de los empresarios privados— sostenían que la estancia de Inglaterra perjudicaba sus intereses ya que ella desembolsaba a favor de la UE más recursos financieros que los que recibía y que las regulaciones comunitarias afectaban duramente a las empresas británicas.
Mi opinión personal, sin embargo, es que el factor determinante fue la repulsa a la inmigración procedente de África, Asia y América Latina —que producía un duro choque cultural en el seno de la sociedad británica—, a la que estaban abiertos varios de los países de la UE que sostenían que la libertad de circulación de personas, bienes, servicios y capitales era un elemento esencial de su mercado común. A esta razón se unieron otras: el orgullo nacional, la defensa de la soberanía, los temores hacia el control sobre la vida de los británicos, el recelo ante la burocracia de Bruselas, la protección del libre mercado sin tasas ni aranceles y los temores hacia las decisiones del Parlamento Europeo, la Comisión Europea, el Consejo Europeo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y los demás organismos con jurisdicción supranacional.
Pero la salida del Reino Unido no pudo ser inmediata puesto que debían cumplirse todos los requisitos contenidos en el Art. 50 del Tratado de Lisboa, que señalaba el plazo y las condiciones de separación de sus países miembros.
El 31 de enero del 2020 se produjo otra deserción. Tras 47 años de membresía, el Reino Unido decidió separarse de la Unión Europea y recobrar su vida independiente. Lo hizo por decisión de la mayoría parlamentaria en el marco de una aguda controversia entre las opiniones discrepantes de sus sectores políticos —cosa que ocurrió también cuando se aprobó su ingreso—. Y ella constituyó la primera escisión en el curso del proceso de incorporación de Inglaterra —el “Brexit”— a la Unión Europea.