Viene de la vieja expresión francesa raison d’état, con la que los políticos europeos designaron la tesis de que las acciones de gobierno solamente pueden ser juzgadas por su éxito. Desde entonces, se conoce como razón de Estado a la motivación, generalmente secreta o inconfesable, que mueve a un gobernante a tomar determinadas decisiones de interés público aun cuando se vulneren principios morales o de justicia. La seguridad estatal, la estabilidad del gobierno, el interés económico, la conveniencia del gobernante son, por lo general, las principales razones de Estado. Ellas suelen superponerse a cualquier otra consideración —principios morales, compromisos contraídos, legalidad— en la adopción de algunas de las determinaciones del poder.
Un escritor italiano afirma que la razón de Estado es ”un principio superior a todos los principios, una razón superior a la misma razón, para elevarse por encima de todos los gobiernos”.
La razón de Estado plantea casi siempre un conflicto entre la moral y la política, no solamente porque para muchos pensadores cada una de ellas tiene sus propias normas, independientes entre sí, sino también porque no siempre la moral garantiza el éxito político. A veces hasta conspira contra él. De modo que el gobernante debe escoger si ha de regirse por las normas de la ética o por las de la política. El conflicto se plantea, entonces, entre la acción política que se reduce al juego de intereses inmediatos y la moral que mira más lejos. Solamente alguna “razón” puede permitir superarlo: es la razón de Estado, cosa que históricamente ocurre especialmente a partir del Renacimiento en que la realidad política se independiza de la moral, se erige en una realidad autónoma e invoca su propia razón de ser para justificar sus actos. Lo cual permite al político despojarse de toda preocupación que no sea la de la eficacia de sus acciones y a continuación acallar de algún modo las protestas de la conciencia propia y de la ajena.
En nombre de la razón de Estado se incumplen compromisos contraídos o se realizan operaciones deshonestas desde el gobierno.
La sola enunciación de la razón de Estado significa la emancipación de la política y de lo político respecto de los criterios éticos. A partir de esa invocación las cosas políticas se realizan no en función de una razón moral sino de una razón de Estado, a la que todo lo demás queda subordinado. Es la necesidad del poder o la necesidad del Estado la que justifica las determinaciones del gobierno y el uso de medios ofensivos o defensivos para mantener la integridad del mando. Y esas determinaciones tienen generalmente muy poco que ver con la ética aunque a veces la propia razón de Estado lleva a los gobernantes a observarla cuando un determinado criterio ético está muy extendido en la comunidad social y no resulta conveniente contrariarlo.
En casos extremos esa invocación ha servido para encubrir la condición delictuosa en que ha caído el Estado por actos contra el Derecho. Los secretos de Estado, rezagos de una era autoritaria y abusiva, contrarían la transparencia, la decencia y la claridad que deben rodear los actos del gobierno. No hay justificación para el Estado delincuente y sus cómplices, que se parapetan detrás del secreto para vulnerar los derechos humanos.
La razón de Estado tiene una larga trayectoria histórica. Se adjudica a Maquiavelo el origen del concepto aun cuando él nunca utilizó esta expresión, que fue de uso corriente en Europa desde la segunda mitad del siglo XVI y aún antes en que los escolásticos la denominaban “prudencia política”. La razón de Estado de los renacentistas no es otra cosa que la versión laica de la prudencia política del confesionalismo de la Edad Media y de la Europa de la contrarreforma después. Ambos conceptos, que prevalecen sobre toda otra consideración, ampararon lo mismo: la solución al conflicto de todos los días entre la moral y la política.
Naturalmente que la perspectiva ética del hombre de Estado no puede ser la misma que la del tendero de la esquina. Las virtudes domésticas de éste no le sirven a aquél. El ámbito en que se mueve, la responsabilidad que pesa sobre sus hombros, la grandeza de ánimo que requiere para hacer frente a las adversidades, los ángulos con que mira la realidad son tan diferentes, que no caben aquí confusiones superficiales entre los parámetros morales del uno y del otro. Más aun: las virtudes domésticas pueden llegar a ser deficiencias imperdonables en el político que debe moverse en medio de las tempestades de la vida pública. Son dos códigos éticos diferentes, como lo insinúa el filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) cuando afirma que “la perspectiva moral de pusilánime, certera cuando trata de juzgar a sus congéneres, es injusta cuando se aplica a los magnánimos”.
Todo lo cual vuelve complicados los engarces del mundo de la política con el mundo de la moral.
El escritor y político florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527) afirmó en su obra "El Príncipe", hace casi cinco siglos, que el primer deber del gobernante es mantenerse en el poder y, con tal propósito, aconsejó a los príncipes que es mejor ser temidos antes que amados, que han de manejarse con la astucia de la zorra y la fuerza del león, que “nunca faltarán razones legítimas a un príncipe para cohonestar la inobservancia de sus promesas” y que los príncipes sabios deben preocuparse siempre “de contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de reducirlos a la desesperación”.
Postuló también una máxima de gobierno que ha resultado muy controversial: la de que el “que el príncipe piense en conservar su vida y su Estado; si lo consigue, todos los medios que haya empleado serán juzgados honorables y alabados por todo el mundo”. En estos términos formuló el conocido principio de que el fin justifica los medios, que desde entonces se ha considerado no sólo parte de la política maquiavélica sino de la razón de Estado que suelen invocar los gobernantes.
Los conceptos de Maquiavelo están invariablemente inspirados en la sombría percepción que tenía de la naturaleza humana. “Los hombres se cuidan menos de ofender —decía en "El Príncipe"— a quien se hace amar que a quien se hace temer, porque el amor es un lazo débil para los hombres miserables y cede al menor motivo de interés personal, mientras que el temor nace de la amenaza del castigo, que no los abandona nunca”.
Maquiavelo, sin embargo, no dijo algo nuevo. Es decir, algo que antes no haya sido práctica corriente de reyes y gobernantes en las tareas de conducción de los pueblos. Lo que nunca se le perdonó fue la franqueza con que lo dijo.
De allí se originó la palabra <maquiavelismo que, desde esos tiempos, ha formado parte de la literatura política de los últimos cinco siglos.
En todo caso, se conoce hoy como razón de Estado a la motivación íntima de los gobernantes en la toma de sus decisiones políticas. La razón de Estado está, en este sentido, por encima de otras razones —de partido, de grupo o de interés individual— y usualmente se la invoca para no dar cuenta o explicación de una decisión gubernativa.
Antes y después de Maquiavelo hubo razones de Estado. No fue Maquiavelo su inventor. Para los gobernantes, las exigencias de la seguridad y de la estabilidad del gobierno o las conveniencias económicas estatales estuvieron a lo largo de mucho tiempo —y siguen estándolo— por encima de toda otra consideración, especialmente en los regímenes autoritarios. Y la razón de Estado se invocó con frecuencia para justificar decisiones o acciones difíciles de explicar. En los regímenes despóticos, muchas cosas se encubrieron o justificaron bajo esta invocación.
En definitiva, la razón de Estado no es hoy otra cosa que la versión moderna de la vieja regla práctica de Maquiavelo: “que el príncipe piense en conservar su vida y su Estado. Si lo consigue, todos los medios que haya empleado serán juzgados honorables y alabados por todo el mundo”.
Regla que está tan vigente hoy como ayer.
Gobernantes que se declaran amantes de la paz fabrican pertrechos de guerra para atizar conflictos bélicos en otros lugares. Otros que se dicen demócratas venden armas a dictadores. Todo por intereses económicos estatales.
A fines de mayo de 1994 se produjo un caso muy elocuente del imperio de la razón de Estado. El presidente Bill Clinton de Estados Unidos, por conveniencias económicas y geopolíticas de su país, renovó el trato preferencial de comercio con China a pesar de que durante su campaña electoral acusó a su antecesor republicano, George Bush, de falta de rigor moral por no sancionar a China comercialmente por la violación de los derechos humanos. Pero se impuso la razón de Estado. China tenía el mercado de mayor expansión en el mundo. De él dependían en ese momento alrededor de 150.000 puestos de trabajo en Estados Unidos. De otro lado, la potencia asiática tenía derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Era, por tanto, un país importante para la política norteamericana y podía ser un aliado eficaz en la posición de Estados Unidos contra Corea del Norte para evitar que este país desarrollara armas atómicas. La razón de Estado prevaleció, una vez más, sobre otras consideraciones.